Dark Enough To See The Stars
(Thirty Tigers, 2022)
A veces ocurre. No con todos. Y no siempre, por suerte. De lo contrario la cosa se volvería irrespirable. Y sería un sinvivir. Porque suficiente tenemos con lo nuestro. Ellos no lo saben, claro, y está bien que así sea, aunque algo intuirán, seguro (más aún hoy, en los tiempos que corren, tan de redes sociales y cercanías ficticias). En ocasiones, la cosa se puede ir de madre, claro, y entonces amanece un cadáver a los pies del edificio Dakota, en el Upper West Side, y es un lío. Pero el caso es que hay artistas que llevan conviviendo con nosotros desde siempre. Los hemos visto crecer, tropezar, hacerse daño, perderse, reencontrarse y hasta resucitar de entre los muertos. Y hemos padecido como propios cada uno de sus desvelos, como si fuesen avatares de un familiar cercano o de un amigo muy íntimo. Nos hemos sentido traicionados y, con más frecuencia, bendecidos, por las cosas que dicen o hacen. Sus decisiones nos afectan. A veces muchísimo más de lo razonable. Pues bien, Mary Gauthier, desde su tercer disco, sin que ella lo sepa, ha compartido piso conmigo. Hemos llorado y bebido juntos, la he acompañado a lugares muy oscuros e incluso he rezado y he pedido un poco de misericordia, mano a mano, con ella. Y, al final, sus canciones me han moldeado hasta el punto de sentirlas casi mías, como si estuviese devorando sus pecados o ella se estuviese dedicando a sacar los míos a la luz, leyendo mi correo. He sabido de sus peripecias, de la fuga del hogar adoptivo donde la maltrataban, del alcohol, la cocaína, la heroína, de la búsqueda de su identidad sexual, de su salida del armario, de los centros de reinserción social y el restaurante cajún que regentó en Boston durante once años, el Dixie Kitchen, que daría título a su primer álbum, también de sus noches pasadas en calabozos. Cuando firmó con Lost Highway Records y Bob Dylan dijo lo que dijo de ella (la mejor escritora de canciones de su generación), no pude ponerme más contento. Y lo mismo ahora, con este Dark Enough to See the Stars (frase sacada de un discurso de Martin Luther King), con el que parece haber llegado a un vórtice de calma y felicidad, que he vuelto a vivir como propio. El disco es una larga y emocionante declaración de amor. De amor a la vida y a otra mujer. Jaimee Harris anda por ahí detrás. Su voz la acompaña en todas las canciones y coescribe un par de ellas. Se quieren, y cómo suenan. Habrá quien diga que no se puede componer nada bueno desde la felicidad. Que cuando uno es feliz se limita a disfrutar de esa felicidad y el arte, que es una oración (como decía Tarkovski), no hace falta, está de más. Como si solo desde la infelicidad y el padecimiento se pudiesen crear grandes obras. Paparruchas. Este disco lo demuestra. Claro que ser feliz en este mundo que nos ha tocado vivir es ser feliz de una forma bastante esmirriada, se mire por donde se mire. Y más después de haber sobrevivido a una pandemia que se ha llevado a unos cuantos amigos por delante (en su caso, bueno, y un poco también en el nuestro, John Prine y la inmensa Nancy Griffith, junto a otros más anónimos; «How Could You Be Gone» parece escrita para llorar su repentina y dolorísima ausencia). Felicidad escuálida después de ver cómo estalla otra guerra, cómo se siguen perpetrando matanzas en colegios o cómo brota por todas partes el moho infecto de la ultraderecha. «Un mundo que se cae a pedazos», como reza la primera canción del álbum. Pero, aun así, Mary Gauthier da gracias a Dios en el tercer corte por haber encontrado a su compañera. «Yo no era más que una yonqui con el mono viajando en un autobús de la Greyhound / con un pasaje a veinte años de mente torturada / sirenas, dolor, colillas / mi Jesús hecho pedazos, roto como la línea de la carretera». Y es verdad que está oscuro, pero como dice el título del disco, solo en la oscuridad se divisan las estrellas. Y más aún si, como hace ella, te escapas en cuanto puedes al desierto, en la frontera de Terlingua, a caerte al cielo y a intercambiar canciones con los amigos. Y la verdad es que se te rompe el corazón nada más oírlo, desde el «hanging low» del segundo verso, y te llega al alma, porque, madre mía, cómo lo canta. Desde que llegó el disco a casa hace unos días, ya ni sé la de veces que lo he escuchado. A la alegría de comprobar que ella está bien, se suma el mensaje de supervivencia, persistencia y esperanza que transmite en cada canción. La viola y la pedal steel de Fats Kaplin hacen que se te encoja el estómago. La voz de Allison Moorer en los coros también acaricia a bocajarro. Y la voz de ella, de Mary, mi compañera de piso, resonante, más profunda y vivida que nunca, pero con ese matiz suave, aterciopelado, tranquilizador. Escuchar estas canciones es como volver a casa después de una larga y cruenta batalla. En el fondo es una celebración. La celebración de seguir vivos y con ganas de volver a mancharse, a reír, a llorar y a descalabrarse. Así que, sobre todo, «Thank God for You», Mary. Thank God for you. Y ojalá no suene demasiado bobo, pero te quiero.