Make Myself Me Again
(Red Parlor Record, 2022)
Hace cinco años, en 2017, la descubrimos en una sesión de Jam in the Van, marcándose un «Long Way Home» que ya entonces nos dejó con el culo torcido. Luego le perdimos un poco la pista, pero nos volvió a seducir en octubre del año pasado, gracias a nuestro nuevo canal favorito, Western AF, en plena llanura, cantándole el «Travelin'Blues» al bisonte Billy, en el Prairie Monarch Bison Ranch de Wyoming, un estado por el que sentimos especial debilidad (por motivos que no vienen ahora al caso y que ya han quedado debidamente consignados en otros pagos). El caso es que acaba de salir su esperadísimo segundo disco para Red Parlor Records (atrás quedan también los dos EPs, Shades y The Magnolia Sessions) y nuestra absoluta rendición no ha hecho más que confirmarse. El viaje ha sido apasionante. Cristina nació en Italia, de padre siciliano-estadounidense y madre guatemalteca. Dio muchos tumbos. Cada tres años, más o menos, un nuevo salto. Se crió entre Inglaterra, Francia e Italia. A los dieciocho años, cuando se establece definitivamente en Estados Unidos para ir a la universidad (Princeton, Literatura Comparada), habla cuatro idiomas y lleva dentro el blues de la vieja Europa. Tanto ir y venir de aquí para allá ha hecho que no tenga muy desarrollado el sentido de pertenencia. Algo que no vive como una rémora, sino más bien como todo lo contrario. Su única patria es la música. Y no toca música folclórica tradicional italiana ni de la región del Piamonte, donde nació, aunque todo eso y mucho más, todo lo que ha visto y oído en sus largos peregrinajes, ha influido en su sonido y en su trayectoria profesional. Así como en su manera de relacionarse con el mundo. La guitarra slide, que aprendería a tocar en el Londres de los noventa (que era mucho Londres), marcaría su camino. En Los Ángeles estuvo trabajando una buena temporada en la tienda de guitarras McCabe's y allí se hizo experta en el fingerstyle, asesorada por Pete Steinberg, su mentor, al que siempre cita y tanto debe, que dio forma a su manera de componer y de tocar. Mucho country blues, Skip James, Mississippi John Hurt y Blind Willie Johnson (Venice Beach está lejos del Delta del Mississippi, pero Cristina salva esa distancia en cuanto agarra la National Resonator personalizada con la que aparece retratada en la cubierta de este disco, una Reso Rocket de cono único que tiene desde hace seis años y que, pese al tute que le viene dando, aún no ha tenido que llevar a reparar), por supuesto, viejos estilos de guitarra folk, música old time, bluegrass y su enamoramiento con el banjo «clawhammer», última incorporación al arsenal de instrumentos que toca casi sin despeinarse. Su primer álbum, Nowhere Sounds Lovely (referencia a esa «Ninguna Parte» de la que se siente tan habitante, como los cómicos de la legua de la inmortal obra del gran Fernán Gómez), elogiado como «material fascinante» por revistas eminentes como American Songwriter y Rolling Stone Country, fue escrito en buena parte durante el largo viaje por carretera a través de Estados Unidos que siguió a su estancia californiana. Cinco meses tocando en pequeños bares, cervecerías, cafeterías, clubes y patios de gente, durmiendo en casas de amigos o de desconocidos, y en tiendas de campaña al borde de la carretera, acampando de vez en cuando en los Parques Nacionales, para respirar y recargar pilas. «Una niña rockera obsesionada con la música antigua», así es como ella misma se define. Pero con algo adicional, algo que la hace única en su especie, esa fascinante visión del que viene de fuera, ese distanciamiento crítico y apasionado del que ya hemos hablado en otras ocasiones al referirnos a los Wenders y los Kaurismäkis que se asoman y se pierden por aquellos horizontes: el asombro y la emoción del descubrimiento y la confirmación. Ahora ella ha echado raíces en Nashville («Small Town Nashville Blues») y parece haberse reconstruido tras el largo viaje. El disco transpira el optimismo de haber llegado por fin a alguna parte, transpira fuerza y seguridad. Cristina Vane parece haber encontrado su propia voz, ella lo llama «el sonido de crecer». Y oír ese sonido, producido en estudio o a pelo en las Grandes Llanuras, nos seduce casi tanto como al bisonte Billy, que muge manso y se queda quieto.