Alpenglow
(Banjodad Records/Thirty Tigers, 2022)
Pisoteados por tortugas, y no les preguntéis por qué. Desde sus inicios todo fue improvisado y accidental. Muy de hacer de tripas corazón. De sobreponerse y de reinventarse. De no ceder al desánimo. Todo empezó en Duluth, Minnesota, con un robo. Dave Simonett, líder de los Pisoteados, tenía otro grupo antes. Pero una noche, durante un bolo, una emprendedora banda de ladrones le desvalijó el coche y se llevó todo su arsenal musical, dejándole solo la guitarra acústica. De ese despojamiento, nació el nuevo grupo. Hay que agradecérselo a aquellos chorizos (me gusta pensar que los susodichos rateros también eran músicos, o al menos aspirantes a serlo, y que con el equipo robado pudieron formar una banda, una banda que lo mismo tú y yo conocemos, pero sería pedir mucho). Dave Simonett recompuso las piezas para forjar un nuevo grupo, pero esta vez con cosas que no necesitasen amplificación, con cosas poco atractivas para los ladrones, cosas que nadie salvaría del fuego en caso de incendio: banjo, mandolina, violín…, la cacharrería del bluegrass. Y claro, me diréis, nada más alejado del trote del banjo y de la fanfarria del bluegrass que el paso de una tortuga. Pero lo que todos tuvieron claro desde el principio es que no querían un nombre que sonara a banda de bluegrass. Nada de Pine-Ramblers-no-sé-cuántos. De esos ya había a espuertas. Además, ellos se definen como una banda de rock con instrumentos de bluegrass, vamos, una banda de rock desahuciada. En 2004 sacaron su primer disco, Songs from a Ghost Town, y desde entonces, hace ya casi la friolera de veinte años, que se dice pronto, no han parado. El que reseñamos hoy es su décimo álbum, se lo ha producido Jeff Tweddy (que también toca la acústica en unos cuantos temas y es el autor de «A Lifetime To Find», el quinto corte). El disco se titula Alpenglow, pero podía haberse titulado perfectamente «El Álbum del puto COVID», pues fue concebido y compuesto durante la pandemia, de ahí que todos los personajes que pululan por las canciones estén, de una u otra forma, al borde de un precipicio o de un cambio radical, por voluntad propia o porque no les queda más tutía. Mudanzas, separaciones, viajes. Confrontación con lo desconocido. Simonett ha gastado sus buenas horas haciendo trabajos de carpintería y de construcción, así que sabe muy bien lo que es recomponerse. Cantaba Willie que la vida nocturna no era vida, pero era su vida. Y Simonett lo suscribe. Cada noche, cada bolo, cada canción, cada disco, una restauración. Y el bluegrass tiene mucho de carpintería. El título hace referencia al resplandor entre rojizo y rosado que se ve en las montañas justo antes de la puesta y la salida del sol. Y eso es lo que han pretendido capturar en el delicado entramado acústico de cada tema. Porque otra cosa que tiene esta gente es que sí, en efecto, hay virtuosismo instrumental, tocan de vicio, pero nunca resulta excesivo y siempre está al servicio de la canción (algo que en el bluegrass tampoco es que sea tan frecuente, lo que dejó aquí apuntado porque para el que esto escribe no hay nada más cansino que el virtuosismo, que para un ratito, vale, pero para más de cinco minutos es cosa ya que solo se tolera en el circo, entre actos de perritos futbolistas, fieras narcotizadas, equilibristas ebrios y empacho de algodón de azúcar). Jeff Tweddy los convocó, se sentaron en círculo en el estudio y le cantaron todos los temas a lo vivo. De vez en cuando, se colaba él con su guitarra, como un vampiro, como quien no quiere la cosa, y sugería cambios. En ningún momento tuvieron la impresión de estar grabando. No pudieron sentirse más cómodos. Hasta el punto de que Simonett piensa que, el de este disco, bajo la tutela de Tweddy, es su conjunto de canciones más potente hasta la fecha. El final es glorioso. Concluye con el tema «The Party's Over» y lo que promete lo cumple. Todo el disco es una fiesta (todos sus discos lo son). Y el poso que deja con esta especie de vals triste es precisamente esa sensación de fiesta concluida, de desbaratamiento, de colillas despachurradas y latas vacías. La última frase es memorable: «La fiesta ha terminado / y me he quedado aquí solo pensando / en los perros, en la luna y en ti». Lo bueno es que no hay más que volver a pinchar el álbum desde el primer surco para que la fiesta se reanude, las veces que uno quiera, con el salón limpio y las botellas llenas, al menos hasta que estos tipos de Duluth nos deleiten dentro de un par de años, o los que sean, con un nuevo disco. En cualquier caso, es un auténtico placer dejarse pisotear de nuevo por estas maravillosas tortugas. Y, ya que estamos, aprovechamos para mandarles un saludo especial a los cuatreros que, sin saberlo, propiciaron estos prodigios.