White Trash Revelry
(Four Quarters Records, 2022)
Por muchos motivos, este es uno de los discos más importantes que ha dado a luz el género (country) en los últimos años. Por la valentía, por la honestidad, por la calidad literaria de sus letras, por la excepcional manera de radiografiar el basural estadounidense, la cochambre del sueño americano, por el modo atrevido y desprejuiciado con que planta cara a unos y otros, sin cortarse un pelo, por cómo rompe con toda suerte de ideas preconcebidas, por la rabia y por la desesperación, claro es, pero también por la esperanza, por el afán de lucha irredenta y por su luminoso carácter levantisco, subversivo e indómito. Y todo ello sin dar la chapa (más que activista, se considera un payaso de rodeo) y con unas dotes musicales apabullantes. Pura emoción desatada. La banda sonora perfecta para un libro como El Manifiesto Redneck Rojo, de nuestros queridos Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan, la conciencia de un nuevo Sur. Muchos lo han descubierto ahora, gracias al espaldarazo que le ha dado Thirty Tigers, pero ya lleva, con este, ocho discos y varios EPs, editados en Bandcamp. Nació como Kyle Bingham (Kyle por Kyle Petty, el corredor de NASCAR), pero se hace llamar Adeem the Artist y, a veces, Adeem Maria. Género no binario. Prefiere hablar de sí mismo como de «ellos». Y ellos nacieron en Gastonia, en 1988, la misma localidad de Carolina del Norte en la que se crió Wiley Cash (autor de Una tierra más amable que el hogar y de El oscuro camino hacia la misericordia, ambas editadas en España por la editorial Siruela; si no las habéis leído, ya estáis tardando, diseccionan muy bien el lugar y la gente de la que estamos hablando). Clase obrera pura y dura. De padres jóvenes que apenas si se conocen cuando él/ellos nace/n. El primer lugar que recuerda de niño es el tráiler donde vivían. Jugar con los Power Rangers en el jardín, entre chatarras. Luego, de adolescente, muchas noches de beber y de fiesta. Vida de parque de caravanas. Moteros, peleas, botellas rotas, paro y desolación. Pero, no obstante, lo que más recuerda es la calidez, por encima de las penurias. El sentimiento de comunidad. El tío Richard vivía con ellos, una especie de brujo o satanista, lector apasionado de teoría del anarquismo. Le enseñó a identificar espíritus en el cielo. Y a escuchar buena música. Su madre fumaba marihuana mexicana, estaba obsesionada con Collective Soul y Nine Inch Nails, y tenía dos amigas junto a las que Adeem creció pensando que eran sus tías: Lucinda, bipolar, víctima de un trauma extremo, y Faye, que vivía con Joel, el primer músico que Adeem conoció y que acabaría muriendo de sobredosis. Tras su funeral, Faye le regaló un CD con sus canciones. Gente excéntrica y rara. Su padre trabaja con máquinas en un edificio que parece un castillo insondable y acostumbra a ir con su hijo a ver partidos de hockey y a comer tacos. «Esos son mis recuerdos favoritos», escribe Adeem. «Recuerdos con manchas de tabaco. Recuerdos con olor a alcohol. Todos hablando a voz en grito. Todo el mundo muy soez. Cada cruel intercambio impregnado de humor irreverente». Piel de pollo con vinagre (normal que la criatura engorde), mucho blockbuster y actions figures del Todo a Cien. Júbilo máximo en el basural. Con la iglesia baptista apretando fuerte. A los veintidós se independiza y sale al mundo con su acento sureño y un arsenal de recetas para hacer casserole con patatas fritas de bolsa. El mismo lo dice: toda su infancia fue una parranda de basura blanca (título del disco que hoy reseñamos: White Trash Revelry). «Ahora me siento lejos de todas aquellas personas que fueron los pilares de mi juventud. Apenas queda uno con vida, soy un aldeano perdido de una comunidad olvidada y abandonada, el chiste que remata la diatriba de una red social blanca y progre. Basura blanca vagabunda, eso soy, el fantasma viviente de mis ancestros». Las canciones del disco (autofinanciado y con donaciones de extraños, dólar a dólar) son un fiel retrato de ese paisaje (y ese paisanaje). En la segunda estrofa del primer tema, «Carolina», deja las bases sentadas: «Del puño de mi abuelo a los labios de mi madre, hay una huella ancestral, una herencia americana de trauma y depresión», para terminar unos versos más abajo diciendo que «desde el canal del parto hasta el ulular de las sirenas de emergencia, uno tiene muchas pieles que ponerse mientras trata de averiguar quién es», y no importa lo que diga la gente, no hay que esperar que lo vayan a entender, no es culpa de nadie, la vida no es siempre lo que uno planea, «algunos tuvimos infancias que nunca fueron poemas». En «Heritage of Arrogance» habla del racismo, de la supremacía blanca, del Klan, de Rodney King y de la furia negra, «dos caras de una misma moneda, el Klan y la APC / la clase de mierda que nuestros padres nos contaron a ti y a mí […], y decir que son las dos caras de una misma moneda implica decir que no existe una cara mejor / viene a decir que el racismo y la justicia están igualmente justificados / y yo sé muy bien que nunca pedí nacer blanco / nunca me enseñaron que el mundo era tan jodidamente injusto, pero ahora depende de nosotros arreglarlo». En «Painkillers & Magic», toca el tema de las metanfetaminas y de la locura espiritual, «esta coalescencia / de santidad y horror, adicción, pérdida y bendición / analgésicos y magia». Alcoholismo, familias rotas, violencia, paro, pobreza… El disco apura el cáliz hasta las heces y no se deja nada en el tintero. Pero lo hace desde una nueva perspectiva. En «Redneck, Unread Hicks» queda de manifiesto que las cosas han cambiado (quizá no tanto las cosas, sino la manera de encararlas): paletos queer cantando «Black Lives Matter» con una melodía de Jimmie Rodgers, rednecks y cazurros analfabetos gritando: «¡Palestina libre!», gays casándose con un amor infinitamente más sagrado que el del tercer matrimonio de Donald Trump, mujeres trans y socialistas, con conciencia de clase, tocando la mandolina y tumbándote con el moonshine cualquier noche de sábado, «yeah, estos rednecks y cazurros analfabetos se están organizando en el parque de caravanas». Todos los estereotipos tirados al cubo de la basura. Y luego dos joyas. «Middle of a Heart», una de las canciones más bellas que el que esto suscribe ha escuchado en mucho tiempo (ya ni sé la de veces que la habré pinchado desde que entró el disco en casa); y «Books & Records» que es casi imposible escuchar sin que se te revuelva la patata: te suben el alquiler cada año, te dejas la piel en dos curros de mierda, pero aun así aguantas y persistes, aunque probablemente en diciembre tendrás que irte, porque ya no llegas ni a rastras a fin de mes, «hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / los instrumentos que tocaron nuestros abuelos / hemos estado vendiendo nuestros libros y nuestros discos / pero, algún día, los volveremos a comprar. // Tal y como van las cosas, dudo mucho que nos podamos jubilar / pero para entonces el hierro fundido estará bien sazonado / y, con un poco de suerte, volveremos a tener nuestros momentos junto al fuego / y podremos volver a poner un disco y a leer un libro». Touché.