TEDDY & THE ROUGH RIDERS

Teddy & The Rough Riders

(Appalachia Record Co., 2022)

Hay una foto mítica de Teddy Roosevelt y sus hombres en la colina de San Juan. Son los Rough Riders (los «jinetes duros», casi todos leñadores canadienses), el Primer Regimiento de Caballería Voluntaria de Estados Unidos en la Guerra Hispano-Estadounidense, nuestro tan cacareado desastre del 98, de cuando nuestro Imperio mostró sus vergüenzas. Un regimiento que luego se mitificaría mucho en los espectáculos circenses del Viejo Oeste, como el de Buffalo Bill. Luego está la banda de rock 'n' roll de Ohio, de finales de los cincuenta, bastante popular en su época. Pero tampoco son esos. Los Teddy & The Rough Riders que hoy reseñamos son una banda de Nashville, la banda de Nashville favorita de Margo Price quien, además, embarazada de siete meses, se encargó de producirles este álbum homónimo con el que salen a la palestra (además de contribuir con voces y percusiones, y de colar a su marido, el gran Jeremy Ivey, para darle también su toque, a la armónica y las voces). La cosa es muy setentera, muy de unir hippies con cowboys, moteros con fumetas, en la onda de Flying Burrito Brothers, New Riders of the Purple Sage, Commander Cody y compañía. Country cósmico, muy Costa Oeste. Me los imagino en la fotografía de la colina de San Juan, un poco al fondo, melenudos y claramente perjudicados, descojonándose de risa. De haber sido ellos los susodichos Riders quizá hoy no tendríamos un Valle Inclán, ni un Unamuno. Y el sentimiento trágico de la vida habría sido otro bien diferente, más festivo, menos de bohemia polvorienta. Jof Owen, en la revista Holler, lo clava: «una banda capaz de sonar como todas las bandas que has amado a lo largo de tu vida y, al mismo tiempo, como nada que hayas oído antes en tu vida. No innovan el country rock, lo encarnan». Y, a renglón seguido, se imagina una estampa maravillosa: «Imagínate que, cuando tenías ocho años, tus padres hubiesen decidido una Nochebuena dejarte abrir los regalos sin tener que esperar al día siguiente». Oír este disco te producirá esa misma sensación. Orville Peck, por citar solo a otro de sus muchos forofos incondicionales (con quien, por cierto, han girado), lo suelta sin tirar de las riendas: «es una de las mejores bandas country que está haciendo música en la actualidad». Ryan Jennings y Jack Quiggins, autores de las canciones del grupo, se criaron en el West End de Nashville, el barrio originario de todo el movimiento outlaw de los setenta (que también personifican, tanto estética como vitalmente), se conocen de largo y llevan fatigando el circuito, escribiendo canciones y haciendo versiones de canciones sobre whisky, desde hará unos siete años. Luego irían apareciendo los demás «jinetes duros» del batallón, Nick Swafford (batería), y Luke Schneider (pedal steel, dobro), de la banda de William Tyler y de la propia Margo Price. Grababan y editaban cosas caseras, y vivían casi permanentemente encadenando bolos, algo así como un secreto a voces dentro del circuito. Margo Price los metió en el Club Roar y en tres días capturaron la magia. «Al final», cuenta Swafford, «no nos queda otra que vivir de la pureza y los errores, de todo lo bueno que se desprende de eso. Hay gente que se pasa tres o seis meses con un álbum, y nosotros, bueno, nosotros solo teníamos novecientos dólares, así que lo grabamos todo en tres días». También se dejaron caer unos cuantos amigos por el estudio: Jeremy Ovey, Luke Schneider, Emily Nenni y Mike Eli, entre otros. Se definen como una banda de country rock, lo que no es más que una manera, según Jennings, de poder aspirar a ser George Jones y The Velvet Underground al mismo tiempo. La vibra maternal de Margo Price, a punto de parir, fue crucial en el estudio. Se conoce que suministró bien de marihuana a todo el mundo (aunque ella no fumó, no podía, ya se desquitaría luego). No faltó de nada, como ha de ser. Y todo eso se transmite maravillosamente en el disco. Un álbum para gozarlo en modo infinito sin parar. Desde el momento en que pinchas el tema uno, con el volumen a todo trapo, se te convierte la casa en un honky tonk. Te abres una cerveza, la primera de muchas, y en apenas segundos descubres que no te la puede sudar más la pérdida de Cuba (en realidad, la pérdida de lo que sea). Como dijo el profesor Villacañas el otro día en la radio: «Ese día los españoles estaban en los toros tranquilamente perdiendo un Imperio» (al loro con el libro que edita en unos días Underwood, por cierto, Érase una vez España. El mal radical de la españolez). Pues eso: música para perder Imperios y celebrarlo jubilosamente. Y ya vomitaremos si eso (o no) mañana.