Holiday Motel
(16 Records, 2005)
Este es, sin duda, uno de los discos de mi vida. Un disco que, desde que llegó a mí, con su mucho de peripecia puramente accidental, no ha hecho sino ir creciendo en intensidad y desgarro, ganando fuerza y presencia tras cada nueva escucha. Al principio, no lo frecuenté tanto como lo iría haciendo después (casi de forma obsesiva), lo cierto es que me fue embaucando poco a poco. Ahora rara es la semana en que no me lo pincho, en vena. Y me sorprende seguir hallando cosas nuevas, matices, cristales rotos. Tiene una rara magia. Y eso que han pasado ya casi veinte años. Era la época de bucear mucho por CD Baby en busca de peces extraños. Si te gustaba esto, lo mismo podría gustarte esto otro, horas y horas de bailar pegado con el algoritmo. A decir verdad, ya no recuerdo a cuento de quién decidió la máquina que este Holiday Motel de Marisa Anderson, recién salido por aquel entonces, podría ser de mi incumbencia. El caso es que lo compré sin dudarlo. La cubierta del álbum y el título, supongo, tuvieron mucho que ver: como buen damnificado por las Crónicas de Motel de Sam Shepard, todo lo que transitara por esa zozobra del nomadismo y el tedio, de la soledad y el extravío, llamaba poderosamente mi atención (lo sigue haciendo). Tardó en llegar, y llegó, además, en compañía de otros, por lo que, en aquel momento, dando preferencia a los que más esperaba, no le hice mucho caso. Ya digo que sería después, de un modo casi imperceptible, cuando empezaría a devorarme por dentro. Y la metástasis llega hasta el día de hoy. Y está claro que esto ya no hay forma de atajarlo: moriré de este disco. Marisa Anderson, a cargo de todo, en otoño de 2004, entra en el Blue Room Studio de Portland, Oregon y graba sus propias «crónicas de motel» (ahora pienso que, probablemente, las piruetas del algoritmo partieron aquel día de algún disco de Richmond Fontaine; y no deja de ser curioso, por otro lado, que dos años más tarde Willy Vlautin publicara su primera novela, Vida de Motel; a veces, la tan denostada Inteligencia Artificial acierta de chiripa). Nueve canciones y ella, ya digo, salvo por unas esporádicas percusiones (sts), un chelo (Melissa Collins) y unas voces (Mirah Yom Tov Zaitlyn), se hace cargo de todo: voz, guitarra acústica, slide, banjo, piano y órgano. Y es un disco de lo más raro, además, porque es un disco que nunca volvería a suceder. La voz de Marisa Anderson desapareció. Yo le perdí la pista y lo descubriría mucho más adelante. Sus siguientes discos, hasta el décimo, del año pasado (curiosamente titulado, como para llamarme la atención y decirme que ella nunca se fue a ninguna parte y que quizá fui yo el que se largó –o el que dejó de escucharla–, Still Here) son instrumentales. Después de su primer disco, dejó de cantar. Y me resulta incomprensible. Esa voz tan característica, casi susurrada, frágil pero poderosa, que es la voz con la que cantaría uno probablemente en una habitación de un motel perdido, tratando de no molestar al de la habitación de al lado, ese asesino, viajante de comercio, yonqui o prostituta, que aporrea la pared para que dejes de dar por culo con la guitarra, como en la secuencia de apertura de American Folk, la maravillosa película de David Heinz, con el inmenso Joe Purdy. Bien, pues esa voz decidió callarse. Y dejar de contar sus historias de perros con tres patas y viajes por carreteras solitarias (esas letras que son verdaderas joyas literarias, con esos versos y esa manera de frasear que te deja siempre al borde del sollozo: «de vez en cuando te percibo en el viento, pero tú siempre te acabas de ir de todos los sitios en los que entro»). Un misterio, ya digo. Ese repentino silencio… Marisa Anderson nació en el norte de California y creció en Sonoma. Música clásica y de iglesia en el coche de mamá y country en el camión de papá, mucho Doc Watson y los Oak Ridge Boys. Empezó a tocar la guitarra a los diez años, ella misma se describiría después como una adolescente extraña, siempre rodeada de libros y discos de folk, Apalaches y el Delta del Mississippi, sí, pero también Inglaterra y África. A los diecinueve deja la universidad y se pasa cerca de diez años viviendo en su coche y en una tienda de campaña, recorriéndose el país, macerando su fingerpicking y sus historias. Una temporada con Circo De Manos en México, estancias prolongadas con los indígenas durante el conflicto de Chiapas. Luego un par de bandas, los Dolly Ranchers y la Evolutionary Jass Band, esta última ya en Portland, Oregon, después de mucho bar cowboy, mucho motel y mucha carretera. Y así hasta grabar en 2004 este irrepetible y casi fantasmal Holiday Motel. En realidad, no volvería a saber nada de ella hasta Leave No Trace la película de Debra Granik (directora de Winter's Bones), en la que sale tocando la guitarra con Michael Hurley, interpretando «O My Stars» y «Dark Holler» en torno a un fuego de campamento. La extrañeza no hizo sino intensificarse. Holiday Motel, un disco perdido en el desierto al que uno no puede evitar regresar. Probablemente, el disco que más veces haya escuchado en mi vida. Y sigue siendo como la primera vez, como pegar el oído a la pared de la habitación de un motel, como el voyeur del motel de Talese, y escuchar las historias de la habitación de al lado, tratando de imaginarme quién es ella, qué esconde esa voz triste, de dónde viene, qué le ha pasado… Y a la mañana siguiente asomarme a la ventana y ver que ya se ha ido o que está yéndose, no más que un coche que se aleja bajo una nube de polvo. Me habría encantado coincidir con ella en la barra del bar, al otro lado de la carretera. La intimidad de dos extraños. «What’s your story?». Esa guitarra y esa voz que, aunque uno ya sabe que al final pierden, sigue esperando que quizá algún día se salven, y siguen doliendo y emocionando como el primer día. Es un poco mi Paris, Texas, mi kryptonita. Un encuentro azaroso que te marca para siempre, por mucho que luego cada uno tome su camino y se pierda en la noche, o precisamente por eso. Todo muy raro, pero dolorosamente bello.