sing Elliott Smith
(Ramseur Records, 2015)
Lo que se dice «la alegría de la huerta», no era, nunca lo fue. Eso lo sabe cualquiera que haya escuchado sus canciones. De género chico, Elliott Smith tenía más bien poco. La tan castiza expresión procede de una zarzuela, con música de Federico Chueca y libreto de Enrique García Álvarez y Antonio Paso. Cuenta los amores de un tal Alegrías, que se conoce que irradia y desborda buen humor por la huerta murciana, enamorado de Carola, a la que quieren casar sus padres con el hijo de un rico hacendado. Elliott Smith no irradiaba nada de eso. Para morir a los treinta y cuatro años de dos puñaladas autoinfligidas en el pecho (hay teorías), salvo en caso de bipolaridad extrema (hay aún más teorías), no se puede ser la alegría de ninguna huerta, ni siquiera de la murciana, que da gusto verla (no digamos ya de la de Omaha, Nebraska). Reírse se reía más bien poco, o nada. Su ecosistema natural era la aflicción. Imposible no pensar en los primeros versos de «Twilight», de From a Basement on the Hill (el descomunal disco que se editó al año de su muerte), tema incluido en este álbum tributo que hoy reseñamos: «Llevaba sin reírme así de fuerte desde ni se sabe, / será mejor que pare ya, antes de que me eche a llorar». No era la alegría de la huerta, está claro, pero de su lucha perpetua con el alcoholismo, las drogas y la depresión salió mucha luz (y en muy poco tiempo). Nadie sale indemne de sus canciones. Siempre pensé que sus canciones eran como tatuajes. Tanto para él, al componerlas, como para nosotros, al escucharlas. Duelen, pero cicatrizan (a él le cicatrizaron un poco menos que a nosotros, claro), y sí, en efecto, lo sé de buena tinta —nunca mejor dicho—, son para toda la vida (que puede ser mucho o poco, viendo lo visto) y nos da igual el aspecto que tendrán cuando la piel se nos desplanche —aún hay quien nos lo advierte de cuando en cuando, primos hermanos de los del recurrente: «¿Te los has leído todos?»—. El caso es que llegué a este disco con ocho años de retraso, después del asombroso Seth Avett sings Greg Brown, que reseñamos por aquí no hace tanto. Buceando en entrevistas vi que mi venerado Seth Avett había hecho lo propio, en el mismo sello, Ramseur Records, y en compañía de Jessica Lea Mayfield, con las canciones de Elliott Smith. Y no cejé hasta tenerlo en casa. Aquí lo tengo. Hay que decir que tampoco es que ellos sean la alegría de la huerta. Las cosas como son. Los tres podrían compartir vivienda en algún ruinoso inmueble de «Memory Lane», avatar, aún más luctuoso, si cabe, del «Desolation Row» de Dylan. A la cantante de Kent, Ohio, no la conocía. «Composiciones ominosas», leí en alguna parte. Por ahí, me ganó, y me hice forofo. Empezó a los ocho años, tocando en la banda de bluegrass de su familia, los One Way Rider (en un autobús de gira que, en su día, perteneció a Bill Monroe, a Kitty Wells y a Ernest Tubb). Dan Auerbach oyó las canciones de su primer álbum, producido por su hermano y grabado con quince añitos, del que se editaron muy pocas copias, y fue, ya entonces, el que le allanó el terreno y le produjo el que pasaría a ser su primer disco oficial, With Blasphemy So Heartfelt (2008). Tres años más tarde, empezó a girar con los Avett Brothers y, a lo largo de más de cuatro años, fruto de muchas improvisaciones, confidencias, conversaciones de backstage y de carretera, tanto en sus casas como en infinitas habitaciones de hotel, fueron concibiendo y configurando esta poderosa criatura: Seth Avett & Jessica Lea Mayfield sing Elliott Smith (todo empezó con Seth tocando al piano «Twilight» en el backstage; a mitad de la canción se le unió Jessica, telonera por aquel entonces de los Avett, y lo vieron clarinete, no había más vuelta de hoja). La magia es que no inventan nada, no fuerzan nada, no lo deforman ni lo trasplantan (quizá sus terrenos lindasen o fuesen el mismo terreno, vendido a los tres por separado por un agente inmobiliario fraudulento). Interpretan sus canciones con rendición incondicional, con desafiante reverencia. Transmiten su fragilidad, su vulnerabilidad, su lirismo y su dolor. Y todo sangra de nuevo, como recién apuñalado. Sus canciones son así. Alguien lo dijo muy bien por ahí: sus canciones son habitaciones cuidadosamente amuebladas. Elliott Smith no se limitaba a ubicar y elegir el mobiliario. Sus recetas incluyen instrucciones sobre la temperatura, la intensidad de la iluminación, el ambiente y la calidad del aire. Cuando uno se instala en cualquiera de ellas entiende que está todo en su sitio, no sobra ni falta nada. No hay ninguna necesidad de renovar ni de hacer experimentos de Feng Shui. Basta con dejarse habitar por la propia habitación, dejarse poseer por las propias canciones. Y Seth Avett y Jessica Lea Mayfield lo consiguen de un modo extraordinario, se sienten cómodos en esos cuartos, son un poco como las mesas parlantes de las que dio buena cuenta Víctor Hugo en su día. Son casi espiritistas, médiums. Desde el primer tema, «Between the Bars», uno sabe que Seth Avett, a sus 34, la misma edad que tenía Smith el día que se mató, ha firmado, junto a Jessica, una obra maestra. Y poco más se puede añadir. (*Si tuviera mucho dinero —lo pienso cada vez que oigo este disco o el que dedicó a las canciones de Greg Brown—, cada cierto tiempo le produciría a Seth Avett, que en esto es bastante Rey Midas, un disco con el cancionero de cualquiera de mis músicos favoritos. Tengo esa convicción: Seth Avett debería cantar y grabar todas las canciones del mundo.) (**Hasta un disco de zarzuela le produciría, mira lo que te digo.)