RODNEY CROWELL

The Chicago Sessions

(New West Records, 2023)

Procuraré abstenerme de llamarlo pobre hombre porque, al fin y al cabo, es un pobre hombre y, el pobre hombre, ya tiene lo suyo con lo que tiene, pobre hombre. Pero lo cierto es que cada vez que Rodney Crowell saca un nuevo disco, me acuerdo de él. Creo que fue el día que fui a la tienda de discos a por el Texas. El susodicho hombrecillo, con su pinta de jubilado costroso, no compró nada (era más bien de la especie «mirón»), pero al verme con el disco de Rodney Crowell, que acababa de salir, sentenció, sin que nadie se lo preguntara, que Rodney Crowell llevaba sin grabar un buen disco desde que saliera The Houston Kid, allá por 2001, esto es, desde hacía dieciocho años. Y se quedó tan ancho —solo le faltó eructar y rascarse los genitales—. (Se conoce que su mujer le había dicho esa mañana que saliera a la calle a que le diera un poco el aire, y lo entiendo, pobre mujer, tener que lidiar a diario con la peste a rancio que desprende a todas horas su apolillado consorte —también es mucho suponer que tal espécimen goce de vida conyugal, por lo que seguramente fue su madre, seguramente muerta, la que lo mandó a airearse—.) Sirva todo esto para decir que con estas sesiones de Chicago que hoy reseñamos, producidas con gusto exquisito por Jeff Tweedy, a sus setenta y dos años, Rodney Crowell demuestra estar tan en buena forma como el primer día. Fui a comprar el disco a la misma tienda, pero, por suerte, no me topé con el hombrecillo sentencioso (en estos días hay mucha obra en Madrid, y supongo que estará muy ocupado comentando con cualquier otro zángano la mampostería o la consistencia de algún enladrillado). Me bastó con escuchar el primer tema del disco, «Lucky», para acordarme de su polvoriento apotegma, y, claro, me entró la risa. «Pobre hombre», pensé entonces (aunque ahora intente abstenerme de llamarlo así). Porque Rodney Crowell, el chico de Houston, ha vuelto a sacar un disco excelente. Lo primero que llama la atención es la cubierta. El mismo diseño y la misma sonrisa que lucía el músico en el legendario disco con el que debutó en 1978, Ain't Living Long Like This. Él mismo dice que, para él, en muchos sentidos, este The Chicago Sessions, desprende las mismas vibraciones que desprendía su primerísimo álbum. La idea de la cubierta fue de su hija, Chelsea. Y no le pudo parecer más acertada. «Hay algo muy sencillo, muy inocente en todo el proceso. Simplemente yo, con la banda, metidos en una habitación, sin cortapisas, a lo vivo, pasándolo bien». Lo que se transmite, y en eso Tweedy tiene buena parte de culpa, sin caer en un ejercicio de vana nostalgia (eso tan geriátrico y tan de pobre hombre de no querer regresar a los lugares donde una vez se fue feliz), es la alegría intacta de volver a grabar un disco (no un single, no una canción: un álbum con todas las de la ley), después de ya casi medio siglo lidiando con la industria, un poco como lo que le pasó a Johnny Cash con Rubin, cuando ya el Hombre de Negro había tomado la decisión de no volver a meterse jamás en un estudio. El pulso lírico sigue ahí (ya lo hemos dicho en alguna otra parte, Rodney Crowell es un escritor de primera, sus memorias, Chinaberry Sidewalks, están a la altura de los más grandes autores sureños contemporáneos), pero ahora sin florituras ni embellecimientos en la producción (como viene haciendo desde hace ya tiempo, probablemente desde The Houston Kid, el disco en el que el pobre hombre —ops, he vuelto a llamar pobre hombre al pobre hombre, pobre hombre— cifraba el inicio de su decadencia —espero que su pobre madre muerta siga momificándose con lozanía y cobrando fraudulentamente la pensión—). Guitarras crudas, piano honky-tonk y percusión contundente. Fresco y familiar al mismo tiempo. Artesanía cuidadosa y jubilosa liberación. Así es como lo explica el propio Crowell, que se ha autoproducido unas cuantas veces a lo largo de los años, pero que confiesa que es mucho mejor intérprete cuando es otra persona la que se pone el sombrero de productor. Se le nota más relajado y más presente cuando su trabajo va a consistir solo en tocar y cantar, y compara el estudio de Jeff Tweddy con un patio de recreo, en el que cada cual puede dar rienda suelta a sus ideas y sus impulsos. Y luego está Chicago, claro, que también suena. Rodney siempre había querido grabar un disco en «la ciudad del viento». «Tenía esa idea romántica y mística en mi cabeza, debido a todos los álbumes increíbles que han salido de esa ciudad, pero nunca había logrado llegar a grabar allí». Así que la aparición de Jeff Tweedy fue como un regalo del destino. «Iba conduciendo una noche cuando empezó a sonar por la radio la canción de Jeff «I Know What It's Like» y me dejó de una pieza. A los pocos meses coincidimos tocando en el Cayamo Cruise y, cuando me acerque a él para decirle lo mucho que me había impactado su canción, me sugirió que me pasara un día por The Loft, en Chicago, para grabar alguna cosilla». Tweedy, como tú y como yo (y puede que hasta como el pobre hombre, ¿por qué no?, quizá el pobre hombre goce de un pasado egregio en el que pudo llegar a ser menos pobre hombre de lo pobre hombre que es hoy, un pasado que, por algo que quizá le ocurriera en 2001, se truncó para sumirle ya de manera irremediable en el «pobrehombrismo» que hoy destila a raudales por las aceras, dejando un rastro de baba hedionda), decía que Tweddy era fan de Crowell desde que vio sus actuaciones en el documental Heartworn Highways. Así es que, desde su estudio en Nashville, Crowell recopiló unas cuantas demos y notas de voz que le mandó a Tweddy para ver qué le parecían. El encierro de la pandemia le obligó a mantener las cosas simples y crudas, haciéndose cargo él mismo de todos los instrumentos, a veces incluso aporreando la nevera para la percusión. Jeff lo vio claro: «Vente ya mismo para Chicago». En el disco hay material nuevo, aunque Crowell revisita un par de temas de los años setenta: «You're Supposed To Be Feeling Good» (que grabaría en su día Emmylou Harris en su Luxury Liner, 1977) y una emocionante versión del «No Place To Fall», de Townes Van Zandt, que siempre ha ocupado un lugar especial en su corazón: «La primera vez que oí esa canción, Townes estaba sentado enfrente de mí en la mesa, en casa de Guy y Susanna Clark. Dijo: “Ey, tengo una canción nueva para ti”, y desde entonces quedó impresa en mi mente. Quise grabarla como homenaje a una persona de la que aprendí un montón de cosas a propósito de cómo se escribe una canción». También hay un tema compuesto mano a mano con Jeff Tweddy, «Everything At Once». Diez canciones y cuarenta y un minutos de margaritas que no son para los cerdos, ni para los pobres hombres. (Me lo imagino ahora, al pobre hombre, en la Plaza Mayor, dando de comer a las palomas, sin el prestigio, siquiera, de pretender envenenarlas; pobre hombre, ya no me abstengo, lo siento, con sus migas de pan duro y sus excrementos de paloma en el pelo, tarareando una melodía de 1981, pobre hombre.)