Solid Gold
(Easy Lovin Records & Thirty Tigers, 2023)
Lo habíamos estado oyendo, sin saberlo, en muchos de nuestros discos favoritos, bullendo al fondo, en la retaguardia, echando carbón al fuego, dándole candela. Suyo es, en parte, «el sonido metamoderno de la música country», que auspiciara Sturgill Simpson en 2014, con Dave Cobb a cargo de la producción. Es natural de Versalles, pero de la Versalles de allí (Versailles), no de la que llegaría a ser célebre capital de un Reino, hoy travestido en elegante suburbio parisino, sino de una pequeña aldea, encantadora si se quiere, del viejo Kentucky. Ya en el instituto del condado de Woodford empezó a atormentar a los vecinos, a veces pasa hasta en los mejores pueblos: les había brotado un baterista. Su padre era director musical de la vieja iglesia. Cuando el niño aporreador cumplió los catorce le dio su primer trabajo: quemar sus ardores poniéndose al frente de la batería de la misa de los domingos. Cuatro años de percusión beata y contenida. Todo cambiaría de la noche a la mañana en la universidad de Belmont, en los dos semestres que tuvo de profesor a Zoro, el batería de Bobby Brown y Lenny Kravitz. Pasó de tocar de brazo a tocar de mano y muñeca. El momento crucial fue, no obstante, un poco antes, en el año 2009. Flashback. Tiene dieciséis años y va al instituto. Sin otro motivo que el de poder verse tocar para corregirse, comienza a colgar en YouTube versiones de solos de batería. Y un día le llega un mensaje al perfil de MySpace en el que se le informa que Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Shooter Jennings, Jamey Johnson…) ha visto sus vídeos y quiere verle tocar en persona. Se lo cuenta a su padre y este lo lleva en coche a Nashville (es la primera vez que sale de su villorrio), donde se reúne con Cobb y toca para él en el Indigo Hotel. «Sigue así», le dice. «No cejes». Y no cejó. Tres años más tarde, en el verano de 2012, al final de un bolo de teatro en Creede, Colorado, recibe una llamada telefónica: otra vez, Dave Cobb. Esta vez le dice que tiene algo para él. Un bolo con un cantautor de Kentucky que está empezando a despuntar, se llama Sturgill Simpson. Cosas de la vida, resulta que, con catorce años de diferencia, él y Sturgill se han graduado en el mismo instituto. Pues bien, Sturgill acaba de terminar la grabación de su primer disco, High Top Mountain, y Miles se traslada de nuevo a Nashville para incorporarse a su banda de gira. Congenian tan bien que acabará siendo el batería de todos sus álbumes. La suerte está echada. Como suele decirse, el resto es historia. Una colaboración fructífera que cesaría (o más bien mutaría) en 2022, poco después de que Simpson perdiera la voz. Porque, en un inesperado giro del destino, Miles Miller se independiza y Simpson le produce su primer álbum, este portentoso Solid Gold que hoy reseñamos, y, además, por aquello del juego de espejos, se hace cargo de la batería en uno de los temas, «Even If». Extraño vínculo de sangre. Kentucky es lo que tiene, se conoce. Cuenta Miles que la grabación del disco fue como estar encerrado con un amigo, de críos, en una tienda de chucherías. «Los dos flipándolo con movidas de sonido y rollos de música molona». Había tanta química entre ambos que ni se lo pensaron. Más que ir a trabajar era como salir a tomarse unas cervezas con tu mejor colega. El disco, en su temática, es la sintetización de la típica historia de amor truncada (creo que me sobra el adjetivo). Algo que, al empezar, parece dorado, de un oro macizo, pero que según va transcurriendo el tiempo va digiriendo pequeñas derrotas y suele acabar sumiéndose en una suerte de bruma turbia. No todo es sol y arcoíris, hay también mucha caída. Es, en efecto, el tema recurrente de la música country. Abandono, tristeza y alcohol, pero, por lo menos, siendo como son, hijos de Kentucky, el alcohol es bueno (si bien es cierto que la parte final del álbum se concibió en Irlanda, pasando Acción de Gracias y su cumpleaños en una habitación de hotel, y, claro, el disco no puede evitar empaparse también de sus buenas pintas de Guinness y de la consabida nostalgia del hogar, algo en lo que los irlandeses son poco menos que peritos: «Where Daniel Stood», «In a Daze» y «Highway Shoes» son hijas de aquellas noches de saudade). Hay vasos que se rellenan con lágrimas, claro, imágenes arquetípicas del trovador campesino que, en algún momento, incluso llega a desear, derrengado en la barra de un bar, no un buen amigo sino un buen estribillo. El disco suena de maravilla, la producción es exquisita. Se nota el juego y la complicidad. Todo encaja y nada chirría. Más lo escuchas, más te gusta. Se ve a las claras que la cosa no es flor de un día, que viene de largo. No es oro del que cagó el moro (los consabidos cien mil maravedíes que, por lo visto, distrajo Boabdil, con sus santos cojones nazaríes), sino oro macizo, del color del bourbon de los cerros de Kentucky. Solo y sin hielo, como es de rigor. Y con esto les voy a ir dejando por hoy, si me disculpan, porque tengo la boca tan seca que estoy que escupo algodón, como dijo Marilyn en aquel bar de Bus Stop. Pues eso mismo, la botella me llama. Nos vemos la semana que viene. Va por ustedes.