ABE PARTRIDGE

Cotton Fields and Blood for Days

(Skate Mountain Records, 2017)

Junto a la revista No Depression, la publicación digital The Bitter Southerner es otro de nuestros evangelios. Otra de las fuentes a las que acudimos recurrentemente a apagar nuestra sed. En 2018, al año de la publicación de este disco, Tony Paris le dedicaba a Abe Partridge un extenso artículo. No sabíamos quién era. Flechazo inmediato. Primero por los títulos de sus canciones: «Ride Willie Ride (or thoughts I had while contemplating both the metaphysical nature of Willie Nelson and his harassment by the Internal Revenue Service)», «I Wish I was a Punk Rocker», «Our Babies will never grow up to be Astronauts», «Prison tattoos» o «Satan Your Kingdon Must Come Down», por citar solo cinco. Y, luego, su voz, claro. Tenía treinta y siete años cuando sacó el disco y su voz, en efecto, ya parecía la de alguien que se había pasado treinta años, desde los siete, fumándose tres cajetillas diarias (de Ducados, aunque en Mobile, Alabama, no se estile) y, como dice Tony Paris, tomándose, además, un chupito de whisky después de apagar cada colilla, lo que vendrían a ser sesenta chupitos, para que se hagan una idea, teniendo en cuenta que de una botella normal de 0,75l salen, sin apurar, quince chupitos de 50ml (me lo confirma una amiga que se ha pasado media vida atendiendo a barflies) estaríamos hablando de cuatro botellas diarias, que no está nada mal…, y es a eso precisamente a lo que me refería, imagínenselo, ese tipo de voz. Desde adolescente, el joven Abe estuvo rebotando de iglesia en iglesia, en busca de la verdad, estudiando la Biblia y ayudando a difundir la Buena Nueva. Lo suyo era el punk, pero en las iglesias la cosa se estacionaba en el rock. Allí oyó mucho blues de los años treinta y mucha música hillbilly. Su primer instrumento fue el banjo. Le vino de su pasión por Roscoe Holcomb y Doc Boggs. Y los Stanley Brothers, en su vertiente más oscura. Música que, en su día, fue del diablo. Son House y compañía. Se casó, se hizo predicador baptista y tuvo dos vástagos. Con veintiséis años se recorrió el sureste de Estados Unidos de cabo a rabo, frecuentando carpas de reavivamientos y reuniones parroquiales a la orilla del río, vocero de la palabra de Dios; luego se adentró con su familia por los caminos más inhóspitos de los Apalaches, en las colinas orientales de Kentucky, con su oratoria de fuego y azufre, a cargo de su propia iglesia fundamentalista, con su consiguiente vecindad con la manipulación de serpientes y la estricnina (conoció a alguno de los personajes que salen en Salvación en Sand Mountain, el libro de Dennis Covington, Dirty nº15, como Jaime Coots, de cuya muerte por mordedura de serpiente se enteraría por el libro). Cada vez más solo, más perdido y más confundido. Hasta que, un buen día, se vio hundido en un lugar muy oscuro. Cayó en una profunda depresión. Partridge entendió que había llegado el momento de pensar en sí mismo, en su propia salvación, de olvidarse un poco de su grey. Y encontró la vía de escape en la música que en su día se vio forzado a abandonar. Vivían en un pueblo perdido en mitad de los Apalaches, pero gozaban de una buena conexión a internet. En YouTube, Bob Dylan le llevó hasta Townes Van Zandt y Blaze Foley, y de ahí a Steve Earle. Y vio la luz. Cuanto más triste fuese la canción, mejor le hacía sentir. Empezó a escribir sus propios temas. Y a pintar. Fue como empezar de cero. Una mañana, cargó todas sus pertenencias en un remolque de U-Haul, metió a su mujer y sus hijos en el Mercury, y volvieron a casa (de su madre). Encadenó una serie de curros de salario mínimo (trabajos de mierda, para entendernos), porque de la música no se vive, y acabó uniéndose a las Fuerzas Aéreas. Tres años (que incluyeron misiones en la Operación Libertad en Irak y la Operación Libertad Duradera de Afganistán). En el desierto volvió a tocar fondo. Era una guerra infame y sin honor. Al regresar a Alabama decidió que la música y el arte serían sus prioridades. Siguió trabajando como ingeniero aeronáutico, porque de la música se seguía y se sigue sin vivir, y empezó a tocar en todos los clubes, garitos y honkytonks donde lo dejaban desenfundar la guitarra. «La primera vez que me subí a un escenario, no tenía ni idea de cómo iba a ser recibido, y casi me ahogué de ansiedad. Subí preparándome interiormente para el oprobio. Canté mis tres únicas canciones, y la gente se volvió loca». Sacó su primer disco en 2015, White Trash Lipstick, pero sería con el siguiente, el que hoy reseñamos, Cotton Fields and Blood for Days, donde se produciría el exorcismo y plantaría cara a sus demonios. Como muy bien apuntaba Tony Paris en su fantástico artículo, en su primer álbum no había inocencia y, en este segundo, no hay salvación. Puro gótico sureño. Un aguardiente en el que se conjuran, como han dicho también por ahí, imágenes del Tom Waits de la época en que se dedicaba a calentar taburetes de bares infectos. En definitiva, la música de un hombre que ha bajado a los infiernos y ha vuelto para cantárnoslo. Y de un excepcional escritor que flirteó con las serpientes.