BUFFALO NICHOLS

The Fatalist

(Fat Possum Records, 2023)

Ya en su momento, en noviembre del 2021, celebramos con no poco alborozo el álbum homónimo con que Buffalo Nichols salió a la palestra, con la correspondiente loa al sello que lo propiciaba, Fat Possum Records, que nunca ha dado palos de ciego, ni puntada sin hilo. En este The Fatalist, en poco más de veintiséis minutos, Buffalo Nichols, radicaliza y repuja la misión—tan acorde, por otro lado, con el ideario del sello—, que se ha autoencomendado, la de desnudarlo todo de nuevo, la de —como decíamos entonces— devolverle al blues su aguijón y su veneno, volver a los tiempos en los que el blues llevaba en la solapa una «letra escarlata» de cosa señalada y proscrita, despojarle del «turisteo» y el virtuosismo estéril, restituirle su esencia desgarradora y amenazante, y amoldarlo a los tiempos que corren, sin dejar de ser fiel a las fuentes, a los efluvios ponzoñosos del Delta. Y decimos que se radicaliza porque, salvo por el violín de Jess McIntosh, Buffalo Nichols se ocupa otra vez de todo: voz, guitarra y banjo, pero ahora también de los sintetizadores y de la programación de percusiones (algo que ya a la edad que uno gasta solo puede predisponer al espanto —aunque no creo que vaya ser cosa geriátrica, porque lo cierto es que tales filigranas siempre me espeluznaron—). Hay caja de ritmos programables, la Roland TR-808 Rhythm Composer, samples de Charley Patton desmenuzados, y estelas de sintetizadores. Una apuesta por lo atmosférico que da cuenta de un largo y meditado affaire con la música electrónica. Y todo esta impiedad que, en manos de otro, podría haber dado lugar a un engendro, a algo meramente efectista, a un híbrido de barraca de feria, un lamentable intento de adaptar el blues a la música del siglo veintiuno por el simple procedimiento de travestirlo con elementos digitales, en manos de Buffalo Nichols se transforma en la más acertada y luminosa actualización del blues que pueda imaginarse (tanto en la instrumentación como en la composición de las letras, que no evitan enlodarse en las zonas grises del presente, evitando los lugares comunes tan del gusto del blues de salón, que vendría a ser poco menos que como el toreo de salón, «farsa con acompañamiento de clamor y murga», como titularía el maestro de Iria Flavia). Como dice el propio Nichols, todo esto no deja de ser un recordatorio de que la misma mierda que llevó a los primeros cantantes de blues a coger una guitarra, sigue resonando en las pulsaciones de los tiempos que corren. Su voz de barítono, grave y gutural, a lo Leonard Cohen, se agudiza en la mezcla, sonando algo enroscada, voluntariamente constreñida, y sigue ocupando un lugar preeminente en la agrimensura de las ocho canciones. Todo suma para configurar el «drama» que, más adelante, enfatiza la producción (por momentos oscura, aguanosa y claustrofóbica, por momentos animada por un rayo de luz), de la que él mismo se ocupa, como también lo hace de la grabación y las mezclas. La cosa está hecha en su casa, de vuelta en Milwaukee después de haberse pasado unos cuantos años en Austin. «Volver a Milwaukee me ha hecho recordar el motivo por el que empecé en esto de la música. Me había alejado de la mentalidad de “ciudad industrial”. Hay, sin duda, una ética de trabajo que procede de haber nacido y haberse criado en una ciudad como Milwaukee. No existen caminos despejados hacia el éxito, y uno no cuenta con muchos referentes en los que poder inspirarse, así que la gente acaba labrándose su propio camino, desarrollando una habilidad mucho más amplia y abierta, pensada para poder sostener una carrera como artista.» Lo que hace con el «You're Gonna Need Somebody On Your Bond» de Blind Willie Johnson, es apabullante. En medio del paisaje sonoro de jubilosa claustrofobia de un viejo góspel, canta con su voz portentosa acerca de la salvación y el alivio, intercalando, como ya anticipábamos más arriba, jirones de la versión de Charley Patton, conectando las remotas grabaciones de los blues primitivos con el presente. Ambas voces, la de Nichols y la de Patton, entrelazadas para transmitir la urgencia de un mensaje que no ha perdido vigencia ni actualidad. Y pone el pelo de punta. El otro día, en el cumpleaños de una amiga, hablando de música con el resto de convocados, acabé sintiéndome El Hombre Desactualizado (he de reconocer que lo soy, pero no tanto, aunque esa noche en el convite dudo que hubiera nadie más analógico forense que yo). Así que ahí me teníais, pobre incauto, borracho perdido para aguantar el tirón, hablando de country y blues como un lagarto antediluviano. Un fenómeno de feria. Sí. Ya me veía enjaulado y paseado por las pedanías, anunciado a bombo y platillo por un gitano con un megáfono, con la cabeza metida en el hueco de un panel en el que se representa la fauna de un paisaje jurásico, recibiendo los pelotazos hijoputescos de la juventud cabrona (y sus progenitores), al ritmo de los drones monofónicos de un «temazo» de trap. Pero este disco me ha devuelto la fe. Me ha rejuvenecido no-sé-cuántos-cientos años. Lo que está claro es que la herramienta nunca es mala, lo chungo son los operarios. Y Nichols, que viene de donde viene y ha respirado el humo de las fábricas, es un maquinista de lo más fiable. Nada suena a cochambre ni a despropósito. Se ha marcado un disco inmenso. Y solo me queda agradecérselo, porque ya puedo ir a los cumpleaños sin ponerme las gafas, la nariz y el bigote de Groucho Marx, a pecho descubierto y con la cabeza bien alta.