The Crow
(Rounder Records, 2009)
En 2017, cuando fue a sacar su tercer, portentoso, disco con los Steep Canyon Rangers (The Long Awaited Album), Steve Martin, discutiendo con su agente sobre la estrategia a seguir para que corriese la voz, recibió por parte de este la siguiente advertencia: «Recuerda, Steve, que estás vendiendo algo que nadie quiere». Se refería, ya en aquel entonces, a los CDs (que parece, por cierto, que vuelven; y seguro que tú también tienes ese conocido de culo prieto que alza el mentón y te dice que el CD está muerto y que se borran con los años, y que luego te informa de cuántos vinilos tiene en su casa, y tú, mientras, miras tus enormes pilas de CDs que siguen sin borrarse, algunos comprados en 1985, y le ofreces cacahuetes con una sonrisa más falsa que un billete de 13 euros), pero Steve Martin también lo interpretó como que nadie iba a querer «música de un cómico de setenta años». Muchos lo ignoran, lo suyo con el banjo. Para la mayoría sigue siendo ese cómico (ese grandísimo cómico), y ya. Como mucho, otro actor aburrido que incursiona en una disciplina ajena y se aprovecha de su celebridad para medrar en parcelas vedadas para otros más cualificados. Falso. Steve Martin lleva toda la vida pegado a un banjo. Y tocando con los más grandes (en este disco que hemos elegido reseñar hoy, colaboran bestias como Vince Gill, Tim O'Brien, Dolly Parton, Earl Scruggs y Pete Wernick). Pero no solo es que lo toque, y lo toque como si hubiese nacido en una hondonada perdida de los Apalaches de las que te hacen remar fuerte en cuanto oyes el «plink, plink, plink» de sus cuerdas, sino que, además, compone sus canciones y canta. Se lo toma muy en serio. Van ya seis álbumes (este, The Crow, fue el primero firmado como músico, tiene otros cuatro anteriores como cómico), y en 2010 inauguró el «Steve Martin Prize for Excellence in Banjo and Bluegrass» (con una dotación de cincuenta mil dólares, aparte de la estatuilla de bronce de turno y la oportunidad de tocar a su lado en el Late Show de David Letterman), premio que han ido ganando figuras como Noam Pikelny (de los Punch Brothers), Sammy Shelor (de la Lonesome River Band), Kristin Scott Benson y la inmensa Rhiannon Giddens. The Crow, además, por si alguien sigue albergando dudas de sus bondades, ganó en 2010 el Grammy al mejor álbum de bluegrass del año. Y, por encima de todo, hay que decir (conviene decirlo) que Steve Martin es un gran tipo. Hace un par de días, Selena Gomez hablaba de él (y de Martin Short) en una entrevista deshaciéndose en cumplidos. Todo el equipo de Solo asesinatos en el edificio, coincide con ella. Humildad, generosidad y respeto máximo por el trabajo de todo el mundo, hasta del último auxiliar o meritorio de dirección. (Hace poco, en un viaje a una cosa, una amiga actriz me hablaba de un famoso director inglés que al pedir referencias de cierto actor español para el casting de una obra de teatro —por la que por cierto ha acabado siendo nominado a los Premios Olivier, ¡bravo, Jorge Bosch!—, no quiso saber número de seguidores ni de likes, como parece que suele ser costumbre de un tiempo a esta parte —y así sale luego lo que sale—, sino que llamó a otros actores que habían trabajado con el susodicho para preguntar si, aparte de buen actor, era buena gente, lo que quiere decir —o al menos eso espero— que aún hay esperanza: si eres un perfecto gilipollas, por muy bueno que seas o por muchos miles de seguidores que acumules, va a trabajar contigo tu santísima puta madre). Steve Martin se atrevió a dar el gran paso después de los seis años de reanimación que, según él mismo, necesitó para recuperarse del hecho de que el legendario Earl Scruggs, le pidiese tocar en su álbum Earl Scruggs and Friends. Había un viejo sketch de Steve Martin en el que en cierto momento, aparecía con un banjo y decía que es imposible tocar una canción triste con un banjo. En realidad, reconoce, aquello no fue más que un gag, porque él sabe muy bien que el banjo posee una fuerza inusual para las melodías melancólicas y para la gestación del «sonido de la soledad». «Staccato torrencial, ritmo punzante e inexplicable tristeza.» «Es como si el banjo generase nostalgia de experiencias no vividas, alegría por algo que está siempre por venir y melancolía emboscada en cada recodo del camino.» Martin dice que cuando oyó por primera vez los discos del Kingston Trio y de Flatt & Scruggs tuvo clarísimo que el banjo iba a ser su instrumento (también es muy consciente de que la buena comedia es precisamente esa, la que, como el banjo, guarda debajo una inmensa nostalgia de algo inasible, una pérdida inconsolable). Este disco es, por tanto, un acto de amor y reconocimiento. Steve Martin sabe, y lo verbaliza, que su vida, de no haber sido por el banjo, habría lucido en todo momento la herida abierta de un enorme vacío. «Hace poco —dice, y con esto terminamos esta reseña— hice una foto a mi mujer mientras estaba sentada en el suelo leyendo un libro. Al revelarla, me di cuenta de que, inadvertidamente, aquella fotografía contenía las tres cosas que más amo en esta vida: mi mujer, mi perro y mi banjo.»