OLIVER ANTHONY MUSIC

Hymnal Of A Troubled Man's Mind

(Ollywoo Family Farms Music, 2024)

Ya han pasado un par de años, así que se puede empezar a hablar del caso con cierta perspectiva. Con lo viral sucede casi siempre lo mismo: carnaza para juicios precipitados, amores y odios instantáneos, desmedidos, irracionales (y luego, claro, toca muchas veces desdecirse o hacerse el longuis: ¿quién nos iba a decir que el nuevo vecino, tan cordial y tan atento, en apariencia tan exquisito, comía excrementos, leía a María Dueñas y almacenaba más de treinta cadáveres en su sotanillo?). A veces, hay fondo (Zach Bryan, por ejemplo, en su caso un fondo pantagruélico que, hasta el momento, tiene visos de ser inagotable) y, a veces, no es más que un yerro casual, una extravagancia del vacío. Pero también hay veces en que puede que ese fondo exista, en estado de crisálida, pura promesa, y, al final, por lo que sea, por precipitación o exceso, el brote no enraíce y se desfonde; la fama es así de efímera y de cabrona, lo mismo que te ofrenda, te lo quita al día siguiente, dejándote más desposeído de lo que estabas antes de conocerla (hablo de oídas, porque a mí a esa señora, por suerte, nunca me la han presentado). Cuando la cosa estalló (y por «cosa» me refiero el tema «Rich Men North of Richmond», que apareció en YouTube el 8 de agosto de 2023 y se volvió viral de la noche a la mañana: al cabo de una semana tenía ciento cuarenta y siete mil descargas y cerca de diecisiete millones de visualizaciones), Oliver Anthony, nacido y criado en Piedmont, Virginia, de treinta años, vivía con su mujer y sus dos hijos en una caravana de setecientos cincuenta dólares en una propiedad dejada de la mano de Dios de noventa acres (treinta y seis hectáreas, para entendernos), y llevaba trabajando toda la vida, deslomándose en trabajos industriales (en 2013, trabajando en una fábrica de papel —en el tercer turno, seis días a la semana por 14,50$ la hora en un «infierno viviente»—, tuvo un accidente laboral en el que se fracturó el cráneo, dejándole en el paro cerca de medio año). Cantando y componiendo, llevaba toda la vida. Y sabía muy bien de lo que cantaba. No había trampa ni cartón. Nada de impostura o pose. La pobreza de los Apalaches, los desheredados, la lucha contra la drogadicción y el alcohol que él mismo ha padecido en carne propia («No hay nada especial en mí. No soy un buen músico, no soy buena persona. He pasado los últimos cinco años de mi vida luchando con la salud mental y abusando del alcohol para ahogar las penas»). La desesperanza y la asfixia. La destrucción del entorno. La desafección de los poderosos. El desempleo, la ansiedad, la depresión… El estigma del cliché. El desprecio nacional (e internacional: la caricatura de los «southern bastards», los «paletos cabrones»)… Pero, de pronto, esa canción, una más de tantas, que colgó con el único propósito de desfogar y seguir a lo suyo, por noches de micrófono abierto en garitos ignotos que ganaba al cansancio y al tedio de toda una semana dando el callo para ir pagándole al banco lo que le debía, de pronto, ya digo, sin comerlo ni beberlo, esa canción se convierte en una suerte de himno de los desposeídos, se viraliza y llega a instrumentalizarse tanto por unos como por otros, rojos y azules, hasta el punto de que él mismo tiene que salir en cierto momento a la palestra para parar el carro y sacudirse los parásitos de encima. No puede responder a los más de cincuenta mil mensajes que le llegan casi a diario, y no todos agradeciéndole haberles dado voz (la gente amordazada del «desguace americano»). Muchos politizan su mensaje (los conservadores incluso llegan a utilizarlo, sin ningún pudor, en sus campañas). Y todo eso le queda grande. La industria musical lo mira raro cuando rechaza sus ofertas millonarias. Él no quiere tocar en estadios ni ser el centro de atención. Esa extravagancia va en contra de lo que cree y canta. Y lo dice con meridiana claridad: «Si estas canciones han conectado con millones de personas a un nivel tan profundo, es porque están siendo interpretadas por alguien que siente lo que canta. Sin edición, agentes, ni tonterías. No más que un idiota con su guitarra. Un estilo de música del que nunca deberíamos habernos alejado». Por eso ha venido bien que el tiempo haya ido poniendo las cosas en su sitio. Pasado el vendaval, ya puede decirse que el fenómeno viral ocultaba, esta vez sí, una veta de oro. Dave Cobb le produce el disco (que ya es decir mucho), ha captado la esencia de las canciones (de lo contrario, claro es, ni lo habría contemplado), y no hay sobreproducción, catástrofe que muy bien podría haber sucedido con la pretensión de llegar al «gran público». Además, el álbum sale a la luz autoeditado, sin sello, sin nada vistoso que lo envuelva (incluso demasiado parco quizá, porque tampoco era necesario, creo yo, un envoltorio tan decididamente escuálido, aunque bueno, se entiende). Lo importante, decíamos, son las canciones, canciones que Oliver Anthony lleva fatigando desde hace años (y se nota), canciones que dialogan entre sí y que él interpreta con incontestable solvencia. Su voz es potente, descarnada, y su «resonator» acompaña al desgarro sin desdecirse, sin preciosismos insolentes. Lástima que haya querido sembrar el disco de pasajes bíblicos que no solo no casan con las canciones, sino que, además, declama con una desgana de lo más irritante, como un actor malo, soltando las frases sin gracia, telegramáticamente, como quien recita la lista de la compra. (A lo mejor es solo cosa mía, que siempre he detestado que me lean, pocas cosas hay que me pongan más de los nervios, siempre he odiado a los cuentacuentos y los recitadores; en las presentaciones de libros, sin ir más lejos, en cuanto alguien se pone a leer, yo soy ese que se larga haciendo ruido y procurando molestar.) Toda esa hojarasca bíblica (8 de los 18 cortes) le sobra al disco. Lo vuelve cansino. Pero no dejemos que esa pequeña inconveniencia desdore su brillo, al final esos pasajes no sumarán ni cinco minutos, se barren y listo. Las canciones, que son a fin de cuentas lo que importa, son lo que uno espera que sean. Puro «Appalachia». Honestas, dolorosas y limpias (no de aseadas, sino de autenticidad, sin afeites ni subrayados). Y uno no puede por menos que esperar, con entusiasmo, lo que vendrá a continuación, cuando ya el teléfono le deje de incordiar a todas horas y la gente se vaya olvidando un poco del famoso vídeo. Conviene añadir, por cierto, para los que solo busquen el hype, que la canción de marras, la que desató el fenómeno, «Rich Men North of Richmond» no está incluida en el disco. Un acierto, desde mi punto de vista, porque podría haberlo ensombrecido todo (la canción ha ido sorteando toda clase de manipulaciones partidistas desde que salió a la palestra, se ha hecho daño en el camino, y, sin duda, lo mejor era dejarla de lado). A tal efecto, me viene a la memoria aquello que cantaba Leonard Cohen en aquel glorioso disco: «Vamos a cantar otra canción, muchachos, esta se ha hecho vieja y amarga», y la cara de Lemmy en los conciertos, cada vez que el «respetable» le pedía el «Ace of Spades».