Feline Roots
(Hound Gawd Records, 2020)
Desde la aparición de su primer EP en junio de 2012 y el comienzo de su periplo por las carreteras estadounidenses y europeas, se la ha venido anunciando recurrentemente como «La Bola de Fuego Sureña», «la nueva sensación del soul», «la asombrosa gritona de R&B» e incluso «la nueva Reina del Rock and Roll». Todos títulos atinados y, también, exiguos, limitados. Porque Nikki Hill es todo eso, por separado, pero también junto, mezclado, y, por tanto, muchísimo más. Es lo que tienen las etiquetas, que al final uno quiere enjaular a la bestia, ponerle el cartelito para que el visitante se informe enseguida de lo que es y de su procedencia, y pueda bailar más o menos tranquilo, «domar a la divina garza» (con permiso de Pitol). Pero hay especies inclasificables, felinos indomables. Y Nikki Hill es una de esas raras fieras. Tarea ardua y destinada al fracaso, intentar domesticar y enjaular a una criatura así. Cualquiera que la haya visto en directo podrá confirmarlo. La cosa le viene del Sur Profundo, concretamente de Durham, Carolina del Norte (ciudad con una diversa fauna musical que ha visto nacer a ejemplares tan variopintos como Iron & Wine, los Carolina Chocolate Drops, Hiss Golden Messenger, miembros de los Chatam County Line y de los Avett Brothers… ciudad natal, también, del sello Sugar Hill Records, que tantas alegrías nos da, entre otras prestigiosas bondades). Nikki Hill empieza de niña en el coro de la iglesia (a los diez años el pastor la pasa al coro de adultos, angelito). En su formación hay mucho blues, mucho R&B y mucho gospel, lo lleva en la raza, adoración por las maravillosas «gritonas» del rockabilly de los años cincuenta, pero también, y sobre todo, mucho punk rock y mucho garage, porque es la edad, y es la época, y es la rabia. «El punk rock era lo suyo, pero siendo una mujer de color en la escena punk quise encontrar mi propio estilo y mi propia imagen», dice Hill, «así que empecé a meterme en el rollo vintage y a interesarme por la gente más ecléctica de aquella época». La referencia es clara y definitiva: Little Richard. Pero siempre reservándose la mejor característica que ha tenido y tiene (o debería tenerlo) el punk: el ideal de autonomía, el «yo me lo guiso yo me lo como». Ella se autoproduce y maneja todo el cotarro. Hay un poco de collage y de improvisación en todo el concepto. De cosa sujeta con imperdibles. Y mucha rabia y actitud. Mucho escupitajo a la falocracia del mundillo musical. Nikki recupera y salvaguarda la rabia felina, el papel vital que desempeñaron las mujeres afroamericanas en lo que acabaría conociéndose como «rock and roll». Como si Tina Turner estuviese al frente de AC/DC, según alguien sugirió en la Rolling Stone tras la aparición de su aclamado segundo álbum, el Heavy Hearts, Hard Fists, con el que la conocimos cuando se dejó caer por estas latitudes. Guitarra, bajo y batería. Y ella, tatuada, al frente. En Feline Roots, su tercer álbum, relanzado ahora por el sello Hound Gawd, la mezcla ha alcanzado el punto perfecto. No hay ni un solo grumo en la salsa. La versatilidad de Nikki Hill es apabullante. Todo alma y emoción. Rock and roll sin aditivos. Felino.