Life Is Good On The Open Road
(Thirty Tigers, Banjo Dad Records, 2018)
Todo esto transcurre en Duluth, ciudad natal de Bob Dylan, un lugar muy extraño, probablemente por eso mismo, por lo de haber visto nacer a Dylan, lo cual no es de extrañar, aún siendo de lo más extraño. El propio Dylan habla de Duluth en su Crónicas Volumen 1 (¿llegará a haber algún día un Volumen 2?, probablemente no, y a nadie debería extrañarle). Dice: «Lo que más recuerdo de Duluth son los ciclos de color gris pizarra, las inquietantes sirenas de los barcos, las tormentas violentas que siempre parecían venir a por ti y los despiadados y aulladores vientos procedentes del gran y misterioso lago negro en el que se levantaban traicionera olas de tres metros. La gente decía que adentrarse en el agua era un suicidio. La mayor parte de Duluth se asienta en una pendiente. No hay un centímetro de tierra llana allí. La ciudad está construida sobre una cuesta, y siempre te ves subiendo o bajando». Y esto antes de hablar de Leif Erickson, el vikingo que llegó allí antes de que los Padres Peregrinos tropezaran con la Roca de Plysmouth. Todo muy de principio de un relato de Lovecraft. Pero no estamos hablando de Dunwich ni de Innsmouth, sino de Duluth, allí arriba, en la zona del Lago Superior, a mitad de camino entre Minneapolis y Thunder Bay (ya en Canadá, al noroeste de Ontario), una pequeña ciudad rodeada de bosques, colinas, ríos y lagos, en la que según sus habitantes, existe una vibración bajo el suelo en pendiente tan palpable como difícil de definir. Noventa mil habitantes y más de ciento cincuenta bandas locales. Per cápita más bandas que en cualquier otro lugar del mundo. Algo bastante extraño y escalofriante, más que cualquier mito de Cthulhu. Como dice Ryan Young, violinista de Trampled by Turtles (un nombre de lo más extraño, claro), «aquí todo el mundo se conoce y hay un montón de gente que toca en más de una banda». De hecho él tocaba antes la guitarra en un grupo de speed metal, en varias bandas de rock y jazz y hasta en una tropa de hiphop. Lo mismo cabe decir de los demás miembros de Los Pisoteados por Tortugas. Una banda que empezó siendo, para todos, un «proyecto paralelo», como tanto les gusta decir a los músicos que van ahora, con la que está cayendo, de modernos. No fue premeditado. Estaba en el aire. El aire extraño de Duluth. Guitarra acústica, mandolina y banjo. La cosa cuajó (gracias, por cierto, a unos ladrones que le robaron el coche con todo el equipo a Dave Simonett, líder del grupo, dejándole solo con una guitarra acústica). Cinco discos después ya no son ni proyecto ni paralelo. Claro que esto no es el bluegrass de tus abuelos. La estridencia y el tempo del speed metal que se trajo Ryan Young de su pasado tambaleante acabó inseminando el folk y el country tradicional de sus compañeros. Ahora ya hay gente que no los considera bluegrass. Han inventado un género nuevo: el speedgrass, bluegrass metal de la zona de los Anishinaabe, las naciones Ojibwe y Chippewa. Un bluegrass extraño, como no podía ser de otra manera. Con tintes de Townes Van Zandt, Ralph Stanley y, por supuesto, Bob Dylan, que, si me apuran, es un poco el horror oculto de todo esto, el extraño caso de Dexter Ward, o el Herbert West, reanimador, poco menos. Este Life Is Good On The Open Road es su último álbum hasta la fecha después de un silencio de cuatro años que necesitaron para descansar un poco de sí mismos. Pero la magia sigue. Esa maravillosa extrañeza.