PILGRIM

No Offense, Nevermind, Sorry

(Horton Records, 2021)

Pues aquí estamos de nuevo, «back to Tulsa», como cuando los Cross Canadian Ragweed grabaron aquel fantástico directo, allá por 2006, en el histórico Cain's Ballroom (no saben «ná» los de Yukon) que tan importante papel desempeñaría (el garito, no el directo de Cody Canada) en el desarrollo del western swing en la época en que Bob Wills y los Texas Playboys, hace ya casi un siglo, que se dice pronto, grababan allí su programa de música en directo para la emisora KVOO. Pues así, tal cual, para concluir el segundo año que vivimos peligrosamente, volvemos una vez más a Tulsa, territorio que cualquiera que siga con más o menos asiduidad este blog sabrá que solemos frecuentar. Porque algo debe haber en Oklahoma, eso está claro. Oklahoma es a la música folk estadounidense lo que Andalucía, Extremadura o Murcia al flamenco, para entendernos. Será cosa del viento, del polvo o de la canalización de las aguas pluviales y residuales, habría que verlo. Será el fantasma de Guthrie o de Tom Joad (valga la redundancia). O todo el tabaco que se fumó JJ Cale en sus calles y en sus fondas, también pudiera ser. Vaya usted a saber. Alguien más cualificado que yo, con titulación y posibles, debería ir hasta allí y estudiarlo sobre el terreno, llevarse cuatro o cinco aparatos muy vistosos y ponerse a medir cosas por el paisaje, porque lo que de allí sale anualmente no es ni medio normal. Por ejemplo, ahora, este segundo álbum de Pilgrim, la banda de Beau Roberson, en la que también milita otro okie de postín que ya asomó por aquí el hocico con su primer disco, John Fullbright, a cargo en esta ocasión de los teclados, el acordeón, la armónica y las voces. Un disco grabado, además, en el antiguo estudio Paradise de Leon Russell, en Grand Lake, Tía Juana, Oklahoma, en el que si inhalas fuerte seguro que aún se te tienen que contagiar vigores innombrables (¡lo que no habrán visto y padecido esas paredes!). Beau empezó a tocar la guitarra a los catorce años, el día que encontró una en la casa de su abuela en Pampa, Texas. Jamás tomó clases. Se encerró en su habitación y aprendió a tocar a lo vivo. Su madre era profesora de piano, que al final todo suma, y cantaba mucho por Aretha Franklin y por Willie Nelson, que son como las soleares y las seguiriyas de allí, como quien dice. Los primeros CDs que se compró fueron dos recopilatorios baratos de Grandes Éxitos, uno de Dylan y otro de War. Teniendo en cuenta que Beau tiene ahora 37 años (¡qué ordinariez!), y poniendo que se comprara esos CDs en aquel entonces, eso nos situaría, más o menos, en el año 2000; las matemáticas no son mi fuerte pero, año arriba año abajo, un chaval de Oklahoma, jodido como tiene que estarlo cualquier chaval que crezca entre las Grandes Llanuras y las Tierras Altas, bajo condiciones meteorológicas adversas, comprándose un disco de Dylan o de la banda de Eric Burdon en esa época en la que ya casi toda la industria se ha ido al carajo y todo empieza a ser ya cosa de viejos carcamales, es, sin duda, un acontecimiento conmovedor, yo diría incluso que hasta ligeramente perturbador (y es que algo debe de haber en el agua, ya digo, insisto en que habría que tomar muestras, está claro que algo raro mana de sus fuentes). Los ingredientes de las canciones de Pilgrim son los habituales del menú, el guiso no cambia (para qué hacer espuma de tortilla de patatas, ande, quite, déjese de mamarrachadas): redención, traición, amor y pérdida (una mezcla de blues, soul, booggie y country rock, «americana» para los de pocas o muy justitas entendederas). Y mucha barra de bar para lamentarse, mucha oscuridad con hedor a cerveza derramada ayer (a tabacazo ya no, ya la guerra de la noche del sábado hace tiempo que no es lo que era) desde la que resulta muy difícil ver la luz (ni falta que hace, por otro lado), como en el tema que abre el álbum, en efecto, «Darkness Of The Bar». El vídeo de la canción se grabó, como no podía ser de otra manera, en dos garitos de Tulsa, The Vanguard y The Mercury Lounge, y en este último tocan los Pilgrim todas las semanas, lo digo por si os dejáis caer por allí, que no es mal plan, ya os advierto. Sin ánimo de ofender, no importa, lo siento, sin duda un buen título para un álbum que suena a lo que le da la gana y que se disculpa si ofende, aunque en el fondo se la suda bastante (hasta se marca una versión de «Katie», del canadiense Fred Eaglesmith, el cantor de los coches, la vida rural, los personajes deprimidos, el amor perdido y la gente más extravagante que te puedas echar a la cara, que aun no siendo de sus mejores temas, es de por sí una insobornable declaración de principios al tiempo que una bonita peineta a lo Cash para la radio-fórmula, esa defecación que expele tu radio todos los días, da igual lo que fatigues los dedos en el dial). La cosa viene avalada además por Horton Records, la organización sin ánimo de lucro que apoya a los artistas de Oklahoma y que en su día se sacó de la manga aquel fabuloso y ecléctico (palabreja un tanto hedionda con la que suele autocalificarse la gente que apenas escucha música y rara vez compra un disco) Back To Paradise: A Tulsa Tribute To Okie Music, álbum con el que conocimos a tantísimos artistas memorables y para el que, por cierto, se recuperó felizmente el ya mentado estudio Paradise de Leon Russell, «el palacio del lago», que llevaba desde el 78 clausurado. Agua, viento, polvo y fantasmas. Si no, ya digo, no se explica.