NOAH HARRIS

Patient Heart

(Self Released, 2021)

Toparnos recién iniciado el año con Noah Harris ha sido una bendición. Envejecemos, nos encorvamos, nos duelen cosas que nunca nos habían dolido, muere gente que nos venía acompañando desde siempre (2021 ha sido un año especialmente homicida) pero, por suerte, continúan surgiendo voces que toman el relevo de los caídos y perpetúan el legado de los viejos trovadores. «Piel nueva para la vieja ceremonia», como rezaba el título de aquel disco de Leonard Cohen cuya cubierta fue censurada por estas latitudes con un ala postiza pues por mucho que la imagen estuviera sacada del Rosarium philosophorum, tratado alquímico de 1555, una cosa más bien inofensiva y de una candidez casi anodina, en la España del 74, ese andrajo de país que aun en su senilidad se dedicaba a asesinar a anarquistas, enseguida salió el gendarme de turno y «ni hieros gamos ni coniunctio oppositorum ni Cristo que lo fundó, eso de ahí son dos ángeles follando y ahora mismo va usted y me lo cubre»… Pero hablábamos del relevo (perdón por la digresión). De las nuevas voces que no dejan de manar del caudaloso manantial de la música folk estadounidense, la música de la gente, la música del terruño. Noah nació en Tolono, un pequeño pueblo agrícola del centro oriental de Illinois, en pleno cinturón del maíz, con radios encendidas y música country & western sonando a todas horas. El pueblo de su padre y del padre de su padre. Guitarras y canciones heredadas. Zona rural de clase trabajadora. Del hielo a la humedad y todo lo que pasa entre medias. Uñas sucias. Intemperie dura y espacios abiertos. Cuando el niño cumple diez años la familia se muda a la cercana ciudad universitaria de Champaign-Urbana y, tras cursar secundaria, Noah toma las de Villadiego y no para quieto, se recorre todo el Medio Oeste hasta recalar un buen día en Chicago. Allí conoce a una dulce pintora llamada Madison Turner, tejana para más señas (y para más saña), con la que se casa y acaba mudándose a San Antonio. Mientras tanto, mucha música. Él confiesa su predilección por los cantautores confesionales. El territorio del country y el folk está plagado de esa especie (es su especie autóctona, de hecho, su depredador natural). Y, claro, una vez en Texas no puede evitar sentirse atraído por la luminosa tríada de Townes Van Zandt, Guy Clark y Blaze Foley. También, por supuesto, aunque estos le venían ya, como quien dice, de fábrica, Willie, Waylon y Kris. Y, escarbando un poco más, Roger Miller y Lightin' Hopkins. Y tantos otros que sería enojoso enumerar aquí. La cosa es que encuentra en ellos un sentimiento de apoyo y de pertenencia. Esa es la música que él desea acometer. Le basta con tener a mano un par de bares acogedores (concretamente, el Lowcountry, en el Southtown de San Antonio, y el Lonesome Rose, «el honky tonk más antiguo de la franja de St. Mary», dirigido, entre otros, por el gran Garrett T. Capps) en los que poder tocar, con su banda o en solitario, y sentirse como en casa. Y gente que entienda lo que haces. Que asienta cuando cantes. Canciones tristes, casi siempre, heridas de nostalgia. Canciones sobre él, su ranchito y su familia. Sobre el lugar que pisan, los caballos que cuidan, los campos que cultivan. El ganado. Canciones domésticas, al más puro estilo Guy Clark, canciones que nunca caerán en saco roto porque hablan de esa cosa tan universal que eres tú mismo y ningún otro. Una canción sobre un vestido blanco; una versión del «Cry Stampede» que en su día inmortalizaron Marty Robbins y Johnny Cash, entre cien mil artistas más; canciones sobre la ciudad que lo acogió tan cálidamente («Here In San Antone»), sobre su hijo («Cowboy Song», una especie de carta dirigida al futuro acerca de cómo mantener la cabeza bien alta en tiempos adversos, de insistir aunque el mundo se desmorone, interpretada como una de esas viejas canciones de vaqueros que le canta a modo de nana cada noche, mientras ven películas del Oeste que nunca terminan, hasta que se queda dormido); sobre el bebé que viene («To be Honest») o la niña que ya está, («Billie Townes», el nombre lo dice todo). Muchas de sus canciones, se da cuenta él mismo cada vez que se para a pensarlo, son apologías de las mujeres cruciales de su vida. Su música es al final un diario íntimo. Ahora existe físicamente una colección de entradas de ese diario en formato disco, este emocionante Patient Heart que hoy reseñamos, pero el diario se sigue escribiendo día a día. Su perfil de Instagram es una auténtica gozada. Nos invita a su casa y cada pocos días nos regala canciones nuevas, propias o ajenas. Fabulosas versiones de temas tradicionales («I Ride An Old Paint», por ejemplo, que lo cante quien lo cante, ya sea Cisco Houston, Ramblin’ Jack Elliot, Loudon Wainwright III o tu tía Perica, a mí siempre me pone los pelos de punta), de temas de Townes Van Zandt, Guy Clark, Merle Haggard, Gillian Welch, John Prine, Tex Owens, Gene Autry, incluso nos lanza a bocajarro una maravillosa versión de «Poncho», de mi querido Mike Beck (maldita sea, ahora que asoma febrero y que sé que no volveré a Elko, ¡cómo te echo de menos viejo santo bohemio!). Guitarras, percusión y un acordeón en un par de temas. No hace falta más. No hay delirios de grandeza. Solo música pegada a la tierra. Generosa y feraz.