Music City Joke
(Mac Leaphart, 2020)
En este, su tercer disco (cuarto si contamos el EP, Lightning Bob, en el que colaboraba Sadler Vaden, de los 400 Unit de Jason Isbell), Mac Leaphart vuelve a ofrecernos una suculenta colección de canciones, casi de orfebre. Al igual que John Prine (o Robert Earl Keen), con el que suele vinculársele, tanto por el fraseo, el tono nasal y el cuidado de las letras, demuestra ser un auténtico obrero de la canción. La cosa necesita su tiempo y su solera. No vale todo. No vale rimar como mamarrachos. No vale rellenar un disco por rellenar. Si no está todo, pues se espera. En su página web, en letra chica, sin mayores pretensiones, va impresa una declaración de principios que, además, está escrita en letra de máquina de escribir de tu abuelo, lo que la vuelve aún más sincera, o al menos yo lo veo así, en este tiempo tan de tipografías presuntuosas y delirantes. Dice: «Anillos de café sobre un bloc de notas amarillo. Una Martin D-28 apoyada en una silla. Ritmo, palabras y frases dando tumbos a la espera de que las apropiadas encajen en su sitio. Minutos. Horas. Días. Semanas. En ocasiones, años. A veces, las palabras sobre el papel nunca llegan a encontrar una melodía, pasan de largo, acaban arrugadas en una papelera. A veces, las canciones terminadas no encuentran un público. Las buenas se cantan una y otra vez, como esa canción del disco que rara vez pasa de los primeros treinta segundos sin que la vuelvas a poner desde el principio. Cuando una canción llega a su público y alguien le tiende la mano, me acuerdo al instante de por qué emprendí hace años este camino». Las canciones importan. Parece una perogrullada, pero no lo es. Lo primero es lo primero, lo demás vendrá después (o no, tampoco pasa nada, los vertederos están llenos de guitarras rotas). Leaphart sabe muy bien lo que es trabajárselo. Han sido muchas noches por los garitos del Lowcountry de Carolina del Sur, compaginando su trabajo de camarero con sus actuaciones en solitario, antes de ganarse por fin «los galones», como él mismo dice, en la carretera. Folclore grasiento y blues hablado. Y Jack Daniels también, pero sin necesidad de emular a los grandes músicos empapados de alcohol que él tanto admira y emula, pero emula en lo bueno. Hay quien se limita a emular el malditismo, el mira cómo bebo y mira cómo me tambaleo y qué genial soy y qué de tatuajes tengo, un malditismo de pega, puro disfraz y vacío, y así luego suena a lo que suena, a silencio de cangrejos devorados, que diría el poeta. Leaphart se levanta temprano, hace footing y dedica dos horas cada mañana a escribir. Respeta lo que hace, y trabaja. Se lo toma en serio. Tampoco se trata de parir algo complejo. No es realmente poesía, aunque se le parezca. «Se trata de escribir canciones con las que la gente se sienta identificada, y de darle tu propio giro a la misma historia de siempre». Poco hay ya que inventar. En cualquier caso es un don, un don que no muchos tienen, ser sencillo y transmitir profundidad. A los veintidós años, Mac Leaphart publicó una novela en la universidad (Strange Light). En su música hay literatura. Y eso se nota. Luego militó en un grupo de twang-pop, los Five Way Friday. No ha dejado de trabajar desde entonces. Suele actuar cinco noches a la semana. Solo o en compañía de otros. No es de pose ni de autopromoción. Todo ese rollo le huele mal. El compone y canta canciones. Y si pudiera seguir haciéndolo toda la vida sería feliz. Actualmente vive en Nashville, dónde aterrizó en su día con ganas de zamparse la ciudad, escribir para otros, convertirse en un compositor estrella del Music Row. Ya lleva allí diez años y las cosas no han ido como se esperaba (sueños y peripecias de las que se descojona deliciosamente en el tema «Music City Joke», escrita mano a mano con Tim Jones, de la banda Truth & Salvage Company y de los Whiskey Wolves of The West). Ahora es marido y padre (traducción: menos tiempo para escribir), y le tiene que advertir a sus vecinos que si le ven hablando solo por el jardín no es que se haya vuelto loco, sino que está componiendo una canción. Además este último disco no se lo ha autoproducido, como los anteriores, sino que ha recurrido a la magia de Brad Jones, productor de los mejores discos de Hayes Carll (y de Josh Rouse y Chuck Prophet), con músicos de la talla de Fats Kaplin y Will Kimbrough, de lo mejorcito de la ciudad. Y por fin parece que la cosa despunta. Y yo que me alegro, maldita sea, yo que me alegro, y no sabéis cómo.