EMILY SCOTT ROBINSON

American Siren

(Oh Boy Records, 2021)

De certidumbres no es que hayamos andado nunca muy sobrados. Hasta quienes tenían la rara habilidad de lo infalible se han ido marcando de vez en cuando algún que otro truñazo, y no ha habido Dios que los defendiera. Uno sigue siendo leal, por lo que le va de gitano en la sangre, pero a la postre es una adhesión que se lleva más bien con la boca chica y como de tapadillo. Por eso seguimos acudiendo a ciegas a lo que persevera de un modo insólito en la fiabilidad, como es el caso de Oh Boy Records, el sello de John Prine, que ya lleva un montón de años sin dar un paso en falso, ofreciéndonos, eso sí, con cuentagotas, oro puro, como es el caso de este American Siren, el tercer disco de Emily Scott Robinson, último fichaje del sello creado por el mítico cartero de Chicago. John Prine era un héroe para la joven Emily y, una vez superado el síndrome del impostor («¿Qué demonios hago yo aquí con toda esta gentaza?»), hoy no puede sentirse más orgullosa y agradecida por formar parte de su legado. Aún le cuesta asimilarlo. Sigue siendo aquella niña que en 2007 compuso su primera canción después de asistir a un concierto de la inmensa Nanci Griffith («volví a casa corriendo y escribí una canción country realmente triste y hermosa»), y es normal que le cueste digerir lo de ver su nombre asociado a todas esas bestias que compusieron la banda sonora de su infancia y primera juventud en Greensboro, la pequeña localidad de Carolina del Norte que la vio nacer. Verse comparada en las páginas de la Rolling Stone con Patty Griffin, su favorita favoritísima, («¡Patty Griffin y yo en la misma frase!») puede dejar a cualquiera sumido para siempre en un estado de insondable lobotomía. Hay quien no logra salir entero de semejantes lisonjas. En el presente álbum hay una canción, «Cheap Seats», mezcla de folk, country y bluegrass, que versa precisamente sobre la primera y última vez que la joven Emily vio a John Prine en el Ryman, desde uno de los asientos baratos. Él y Bonnie Raitt cantaron «Angel From Montgomery». En la canción se identifica una especie de mensaje soterrado: intenta salir de una experiencia como esa sin un acusado síndrome de estrés postraumático. No se puede. Pero, aun así, abunda e insiste en tu sueño. Mímalo. No te rindas. Porque a veces sucede. Ella misma es un ejemplo. Desde aquella lejana noche de asiento barato en el Ryman la vida ha dado muchas vueltas y el círculo se ha cerrado de golpe de la manera más inesperada: ahora Emily forma parte del deslumbrante plantel de artistas del sello de su ídolo (todo gracias a un single y a un mensaje privado por Instagram del hijo mayor de John Prine, director de Oh Boy Records tras el prematuro fallecimiento de su padre). Lástima que no pudiera llegar a conocerlo en persona. En el proceso ha habido mucha carretera y mucho trabajo social con víctimas de violencia doméstica y agresión sexual en Telluride, Colorado. Licenciada en historia y en español, con veintiséis años, trabajó mucho tiempo, mano a mano, con inmigrantes hispanas. También fue intérprete de español en un hospital. Ergo conoce la sangre y el sufrimiento, no por lecturas sino en carne viva. Bares y noches de micrófono abierto. Demos grabadas a horas intempestivas, burladas al sueño. Y, al final, jugárselo todo a una sola carta. Digamos que se ha manchado en el trayecto, que ha renunciado a la inmovilidad y a la complacencia. Que no ha evitado el horror, que se ha zambullido en él. Que, en determinado momento, decidió tropezar. Que apostó por lo sinuoso y lo intrincado. Y las canciones de este American Siren dan fe de esa inmersión en lo oscuro. Ya en el 2014 declaraba haber encontrado su voz al escribir la canción «Marriage Ain't the End of Being Lonely». Y con ese mismo sentimiento de acentuada orfandad, se dirige ahora a los perdidos, a los solitarios y a todos los que han decidido tomar el camino difícil. El hilo conductor de sus nuevas canciones son precisamente todas esas cosas que nos llaman, la incapacidad de resistirse a esas llamadas, a esos cantos de sirena que nos seducen y casi siempre nos hacen naufragar contra los arrecifes: un sacerdote vulnerable y una esposa infeliz que se encuentran una noche en el bar de un hotel de Arkansas. Esa es su fauna. Veteranos de guerra suicidas. Camareras tristes con sueños quizá no tan imposibles. La desilusión del sueño americano, esa patraña. Desesperación y rabia. Corazones devastados. Pero también la lucha. Y todo contado con una sensibilidad y una sutileza que esquivan y evitan el estereotipo. Con producción, además, de Jason Richmond (productor, entre otros, de The Avett Brothers) y colaboraciones de miembros de los Steep Canyon Rangers (banjo y mandolina). Una invitación al viaje y a la aventura. A sortear la incertidumbre. A tener fe y no soltar las riendas, a tropezar todas las veces que haga falta, porque como ella misma canta en «Every Day in Faith»: «De haber visto colinas y valles en el camino / quizá nunca hubiera tenido el valor de hacer las maletas y partir». Y menudo viaje se habría perdido. Seguro que John Prine sonríe desde dondequiera que esté.