ELI PAPERBOY REED

Down Every Road

(Yep Roc Records, 2021)

¡Extra! ¡Extra! ¡El repartidor de periódicos de las esquinas de Boston ha sacado un disco de versiones de Merle Haggard! No me digas más. «Mama Tried», «If We Make It Through December», «Silver Wings», «I'm a Lonesome Fugitive», «Workin' Man Blues», «Today I Started Loving You Again»… Literatura clásica. Aún recuerdo aquel viernes en el Stray Dogs de Elko, Nevada, creo haberlo referido ya en alguna otra parte, tocaba, entre fanfarria de mineros recién salidos del tajo, Mike Beck, con los poderosos Bohemian Saints. Compartíamos mesa al fondo del local nada menos que con Ramblin' Jack Elliott, que me vio distraerle el vaso de chupito en el que había estado bebiendo toda la noche, y le entró la risa (una vieja tradición del Viejo Oeste, me dijo, llevarse recuerdos de los lugares en los que se han producido tiroteos ilustres). Después del concierto, entre porros y tragos de moonshine en el callejón trasero, a treinta grados bajo cero, nos pusimos a hablar del sonido Bakersfield (quizá pensando que hablar de California nos haría entrar en calor), de Buck Owens y del gran Merle. Mike lo sentenció al volver a entrar en el bar diciendo: «Merle Haggard es el Shakespeare de la música country». Ni me pareció exagerado entonces (Merle aún vivía), ni me parece exagerado ahora. Además, lo decía alguien que lo había conocido y había compartido escenario con él. Muchos de los rudos mineros que buscaban pelea en la barra asintieron. Ahora me los imagino leyendo a Shakespeare en las galerías de la que, según me informaron, es la mina de oro más grande de Estados Unidos. Luego, unas chicas a las que les parecimos exóticos, ya ves tú, después de desembarazarse de sus tambaleantes parejas, nos invitaron a ir a pescar en el hielo. Como por aquel entonces teníamos ciertas tendencias suicidas, fuimos. Alguien llevaba un reproductor de CDs. Pedí el «Workin' Man Blues», pero pusieron el «Working Man» de Rush. Ni tan mal, aunque no era, ni mucho menos, lo mismo. Aquella noche no pescamos nada. Ni sé cómo diablos volvimos al motel. Y luego, un día, Merle se murió y dejó en la tierra un agujero muchísimo más grande que el inmenso boquete de aquella célebre mina de Elko. Han pasado seis años desde entonces y, de todo lo que ha salido en su memoria (tampoco tanto), este disco de Eli Paperboy Reed es, sin duda, lo más original, lo más inesperado y lo más emocionante. Grabado en Brooklyn con su viejo colaborador, Vince Chiarito, el álbum nos brinda una colección de temas de Merle reimaginados en clave de soul. Para Eli no ha sido antinatural. El country y el soul forman parte de la misma corriente. La influencia fluye en ambos sentidos. Lo que ha hecho Eli ha sido aprovechar el dolor y la angustia del icónico catálogo de la vieja leyenda y canalizarlos con su voz explosiva de alto octanaje, una compañía de vientos potentes y las voces extáticas de Saundra Williams, Kendra Morris, Sabine McCalla y los Harlem Gospel Travelers, en lo que acaba siendo una producción más FAME que Bakersfield, aunque perpetrada con absoluta reverencia, habitando las canciones y haciéndolas suyas sin sacrificar un ápice de honestidad o integridad. Básicamente material humano, del que están hechos los sueños, con permiso del Bardo de Avon. La cosa parece ser que se la transmitió ya de canijo su padre, junto a la pasión por George Jones y Waylon Jennings. Pero Merle cuajó más y mejor en su imaginación. «Su música era más adulta, más agresivamente honesta y tensa. Podía llegar al meollo de aquellos sentimientos emocionales extraordinariamente complicados en dos minutos y medio, y eso fue algo que se me quedó profundamente grabado cuando empecé a buscar mi propio camino como compositor». El caso es que a lo largo de ese camino, entre el Delta, la zona sur de Chicago y la música gospel, Eli siempre acarició la idea de rendirle tributo a Merle. Pero hasta la primavera del 2020, con el parón del COVID-19, el proyecto no pudo llevarse a cabo. Y fue así como acabó obrándose este pequeño milagro que se inicia con ese «Mama Tried» descomunal, con órgano de Memphis y trompetas Stax, supliendo la melancolía del original con una desesperación feroz y desafiante, de un efecto embriagador. Y de ahí para arriba, flirteando con el funky, con destellos de James Brown o Wilson Pickett y guiños a Sam Cooke y Jackie Wilson, marca de fábrica del joven repartidor de periódicos de Boston, que hace magia con el material ya de por sí mágico del «Shakespeare de la música country». Y todo esto para decir que este disco me ha hecho querer volver a ocupar la mesa del fondo del Stray Dogs de Elko, Nevada, en día de paga en la mina, y hablar con Mike de este álbum, que estoy seguro que le habrá encantado. Y reírnos de las vueltas que dan la vida y las canciones. Y volver de madrugada al lago helado con aquellas chicas tan jubilosamente borrachas y felices. Y no pescar nada. Y despertarme al día siguiente en la habitación del motel sin recordar cómo diablos logré volver, pero oyendo a alguien en la ducha tarareando el «It's Not Love (But It's Not Bad)». Y pensar: «Y que lo digas, amiga, y que lo digas».