GREGORY ALAN ISAKOV

Appaloosa Bones

(Suitcase Town Music & Dualtone, 2023)

Hasta Boulder, Colorado, donde ahora parece que piensa quedarse quieto (es un decir, porque no para de girar, de la granja al escenario), hay mucha peripecia. Primero hay un abuelo lituano, judío, que vuela a Sudáfrica durante la Segunda Guerra Mundial. Allí, en Johannesburgo, nace en octubre de 1979, Gregory Alan Isakov, aunque emigra con su familia en 1986, durante el apartheid, a Estados Unidos, donde su padre consigue fundar un negocio de ingeniería electrónica en Philadelphia. Ya entonces el chaval se maneja muy bien con la guitarra y el banjo. A los dieciséis años monta una banda y empieza a hacer bolos. Luego se muda a Colorado a estudiar horticultura en la Universidad Maropa (la que tan bien acogió en su día a los poetas beat, que dejaron su impronta, claro: The Jack Kerouac School, la Biblioteca Allen Ginsberg…) y consigue trabajo de jardinero. Intercala ambas cosas, la música y la horticultura. Sus canciones tienen algo de cuidadosa jardinería. Aún hoy, en su granja de Boulder, lo primero es lo primero, esto es: la huerta y el jardín, y luego ya lo demás, la música y el resto (él ya hacía pan antes de la pandemia). Su carrera musical alzó el vuelo cuando empezó a girar con Kelly Joe Phelps. En 2013 crea su propio sello independiente, Suitcase Town Music, en el que saca su tercer álbum de larga duración, el muy celebrado The Weatherman (grabado en soledad, en la tranquila ciudad montañosa de Nederland, Colorado y en el que colaboraría Nathaniel Rateliff en las voces). Desde entonces sus canciones han ido apareciendo en varias series: Californication, The Blacklist, Girls, La maldición de Hill HouseAppaloosa Bones es su primer álbum en cinco años. Con la pandemia de por medio y mucho tiempo para pensar y conducir en su Toyota del 86 por las montañas de Colorado (escuchando, casi exclusivamente, The Ghost of Tom Joad, una de las pocas cintas, sí, cintas, ni siquiera CDs, que lleva en la camioneta). Grabó treinta y cinco canciones en su estudio, de las que ha salvado once. Quería hacer un disco que fuera muy básico, muy esqueleto, muy de ir a lo esencial (en sus propias palabras: un folky, small lo-fi rock 'n' roll record). Dar un paso atrás después de la inmersión profunda en los complejos arreglos orquestales de su álbum anterior, Evening Machines (o del anterior al anterior, con la Sinfónica de Colorado). Quería una cosa más cruda. Y como ha dicho recientemente Chris Ingalls, «basta con una primera escucha para darse cuenta de que ha fracasado estrepitosamente en su plan, dada su elegancia y su belleza»; el disco posee una suerte de delicada exuberancia y está tan afanosa y cuidadosamente construido (con la paciencia de quien ha cuidado y cuida ovejas, y planta cosas), que no puede considerarse básico o despojado ni por el forro. Están los toques de country y folk a los que Isakov nos tiene acostumbrados, pero todo ello sometido a unos arreglos atmosféricos, casi cinematográficos, algo oscuros, con pausas y espacios, muy próximos a los acometidos por M. Ward o los últimos trabajos de Josh Ritter. Reverbs cavernosos con banjos y ukeleles entretejidos con frases de piano Rhodes, pedal steel y viola, y la voz grave de Isakov, disparando sus fabulosos versos, una música perfecta para perderse por las carreteras secundarias de las Rocosas (o de las montañas que te queden más a mano). Artistas de circo del siglo XIX, los vastos cielos del Oeste, caballos fiables, vaqueros tristes y amantes fugitivas. Esos son sus temas. Su nicho. Hay siempre algo táctil y evocativo. Más una cuestión de paisaje, en singular, que de canciones o historias. Repertorio de fuego de campamento. Repertorio de hacer un alto en el camino. De escuchar. Con la agitación y la velocidad de los días, casi parece música de otro planeta. Él mismo reconoce que se siente como en una caverna. Últimamente ha estado escuchando mucho a Sierra Ferrell, es fantástica, pero no se entera de lo que pasa más allá del cerco de sus montañas. No está muy al tanto. Su novia siempre parece estar diciéndole: «Puede que ya sea hora de que cambies ese disco de Townes Van Zandt. Lleva ya cuatro meses sonando sin parar». Y él sabe que tiene razón. Así que se acerca al plato y le da la vuelta al vinilo.