Junebug
(Bitter Melody Records, 2021)
En el 83 de la avenida Patton, en pleno corazón de Asheville, Carolina del Norte, entre el local que acoge el Apotheca CDB & Hemp Market (una tienda para fumetas) y el restaurante Blue Dream Curry House, se encuentra, desde 1997, el Empire Tattooing & Piercing, el estudio de tatuajes en el que Jon Charles Dwyer, hasta hace bien poco, se ha venido ganando la vida («trabajo en en ese rincón de ahí», dice al inicio del vídeo que grabó en la tienda para GemsOnVHS, con Rebecca Branson Jones al pedal steel, «rodeados de una una colección de bellas cicatrices»). Fumas, te tatúas y comes. Vives, vas dejando atrás (incluso enterrando) lugares, perros, amores y amigos, y vas cicatrizando como buenamente puedes, a tu ritmo, cada cual con su nivel de colágeno, sus plaquetas y sus leucocitos. Las canciones de Jon Charles Dwyer, a las que llegamos por carambola a través de un «like» peregrino de otra a la que también da gusto ver cómo cicatriza, Krista Shows, son exactamente eso, tatuajes y costurones, puro tejido granular: fibroplasia. Su música encarna el espíritu de los cerros y los valles de los Apalaches, la pobreza, la pérdida y el deseo, dispuestos contra el telón de fondo de una más que probablemente incauta (visto lo visto y lo por venir) esperanza en el futuro y una desprotegidísima, casi suicida (de otro modo ni merece la pena jugar: la vulnerabilidad entendida casi como una vocación), confianza en el amor. Son canciones tristes, desgarradoras, canciones de haber sentido la aguja (el dolor y el éxtasis de la aguja: quien lo probó lo sabe, que diría Lope, «beber veneno por licor suave», tu cuerpo un lienzo de supervivencias, derrotas, logros e imposturas), ofrendas, como él mismo dice, una suerte de retribución, para todos aquellos que le ayudaron y estuvieron ahí (de lo que se deduce una montaña dura, no en vano su escuela ha sido la escena hardcore punk de la Appalachia, que no es ninguna tontería), dádivas que espera que, cuando nos alcancen, nos encuentren más o menos sanos y con ganas de seguir dejándonos tatuar por el día a día. Las nueve canciones que componen este álbum, grabado en el sótano de la casa de Cliff B. Worsham, en Candler (NC), con no más que una guitarra, una pedal steel, un violín (y la voz de Jessica Lea Mayfield en «Good Folks» y «Shame»), cinco años después de Between the Hallelujahs (2016), el disco con que debutó (y que, por cierto, sale ahora en vinilo), en no más de treinta y cuatro minutos, te dejan completamente desasistido. El poder evocador y lírico de sus letras lo sitúan en la misma liga de escritores a quienes tanto admiramos de por esas mismas, o muy cercanas, latitudes, gente como Ann y Breece D'J Pancake, Pinckney Benedict, William Gay y el Offutt de los primeros relatos. «Soy el único hijo de mi madre», canta en «Heavy Feathers», ella siempre le decía que había que resistir «contra viento y marea». A lo que se unía la voz débil de su abuela, «como algodón desleído», diciendo: «El día menos pensado acabaremos siendo unos ricachones malcriados». Grandes expectativas y verdades como puños, esa fue la geografía de su infancia. Una lengua llena de matices que denotan pastos más verdes y una tristeza salvaje, «no siempre saludable, pero nunca dañina». Algunas cosas te las arrebatan, otras se pierden sin remedio, otras ni llegas a valorarlas. «Me pregunto en qué me convierte todo eso ahora. Sangre y entrañas en una ciudad que desparrama sus tripas por las aceras. Yo antes fui una suerte de brisa, pero dejé que el remordimiento me convirtiera en un viento maligno. ¿Dónde han quedado mis creencias? La primera vez que volví a casa, muchas cosas ya no estaban. Enterramos al perro familiar en el jardín de atrás, donde pasé horas jugando de niño. Envuelto en una toalla del baño, como un plumaje pesado. La muerte no era más que el último hilo que nos mantenía unidos. Tenía grandes esperanzas, pero dejé que se alquitranasen. Pensé en darte un fuerte abrazo el día que me casé. Ahora hay demasiada sangre. No existe tumba lo bastante ancha y profunda como para contener tanta muerte. Y no dejo de preguntarme por qué me carcome tanto. Soy el último descendiente, no posaré ningún bebé en las rodillas de mi madre. Porque no creo, he dejado de creer. No pienso hacer lo mismo que se me hizo a mí. ¿Dónde quedó mi fe? Un día de estos tendré que largarme. Y no quiero hacerlo sabiendo que todo lo que deje a mi espalda no será más que el frágil fantasma de una canción. Solo espero ser ligero. Espero que no cueste cargar conmigo. No más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa. No soy más que una melodía que uno sigue por la montaña de vuelta a casa». Está canción da buena cuenta de lo que hay detrás de este inmenso trovador: la santa especie de los perdedores. Y no sé tú, pero yo lo tengo bastante claro: pienso tatuarme todos los discos que saque este hombre (lienzo me queda, salvo en los brazos), olvidar el provecho, amar el daño («desmayarse, atreverse, estar furioso»), dar la vida y el alma a un desengaño. Y, cuando haya que rendir cuentas, poder hablar de primera mano. Desnudarse como Livingston ante Burton, o viceversa, en Las montañas de la luna, y poder decir, como ellos: «Esta de aquí… unos indígenas, me clavaron una lanza en la cara, me partió el paladar, me arrancó unos cuantos dientes y salió por aquí. Y esta, dentellada de león. La del hombro, un balazo sin salida. Y esta otra, y dispense que le enseñe el culo, de cuando me senté sobre un escorpión, lo aplasté y casi me mata». Arriesgada profesión, la de vivir. Y no todos la ejercen. Hay quien solo la lee o la mira pasar. Allá se las ingenie como pueda. Sin duda, muchísimo mejor es esto, aunque duela y sea para siempre (como dice la gente que no se mancha, que poner caras, que no se entinta), procurar que al final, tu cuerpo exánime, antes de que se lo dispute la gusanada, sea un mapa. Jon Charles Dwyer, un amante de las cicatrices, lo sabe, lo ha probado (y acudo al «probar» de haberlo catado, como en el soneto del «Monstruo de la Naturaleza y Fénix de los Ingenios», tanto como al de haberlo demostrado, como queda claramente de manifiesto en estas nueve canciones que, después de oídas, se recomienda lavar con agua fría y jabón neutro, secar a toquecitos con papel de cocina, aplicar una pomada cicatrizante y secar al aire, cada ocho horas).