Radio John: Songs of John Hartford
(Smithsonian Folkways Recordings, 2022)
Pete Seeger, Ella Jenkins, Woody Guthrie, Lead Belly, Lightin' Hopkins, la familia Carter… en efecto, este disco, tesoro nacional, tenía que constar junto a toda esa tropa en el catálogo del sello de Smithsonian Folkways. Tanto por el uno (Sam Bush), como por el otro (John Hartford). Del segundo, cuyo rostro debiera incluso figurar tallado en el monte Rushmore, poco cabe decir que no se haya dicho ya (aunque muchos solo lo conocieran por el «Gentle on My Mind» que Glen Campbell convertiría en una de las canciones country más grabadas de todos los tiempos, o por su colaboración en la banda sonora de O Brother, Where Art Thou, que lo llevaría a ganar otro Grammy). Yo recuerdo haber encontrado varios CDs suyos de segunda mano (cuando no se encontraban en ninguna otra parte de la ciudad, en los tiempos en los que la ciudad aún era dadivosa con los melómanos), a precio de «te pago por llevártelo», en una pequeña tienda de discos en la que siempre hubo mucha gloria y mucho trasiego, y que hoy, claro, es un lóbrego chino en el que da hasta horror cósmico aventurarse, después de haber sido una tienda de zapatillas de diseño o una galería de arte bastante absurda (ahora no recuerdo muy bien cuál de las dos mamarrachadas, quizá las dos, uno de esos locales malditos en los que nadie acierta), en la calle del Clavel, en Madrid. Jon Weisberger define perfectamente la individualidad de este inmenso artista: amalgama y yuxtaposición de multitud de hebras de música vernácula, una obra que invoca legiones de predecesores, conocidos o desconocidos. Y un saber poco menos que enciclopédico. Weisberger no recoge cabo ni contiene las riendas de su caballo al decir que debería figurar en el Panteón de las grandes eminencias culturales estadounidenses junto a Walt Whitman, Mark Twain, Charles Ives y todos los llamados «Primitivos Americanos». En su testaruda combinación de sencillez y complejidad, que abarca desde el violinista de lo más inhóspito de los bosques sureños hasta el hippie urbano e intelectualizado de sendas costas, ejemplificaba y expresaba cualidades que conectaban con lo mejor del pasado, del presente y, según espera Weisberger, del futuro norteamericano. Por otro lado, Sam Bush tampoco es que necesite mayores presentaciones. Alguno habrá que lo tome únicamente por un mandolinista reputado (miembro de los Nash Ramblers, banda mítica de Emmylou Harris). Y, sin duda, lo es. Al mismo tiempo que el originador del Bluegrass Progresivo, entre otras, muchísimas, bondades (mano a mano, con Béla Fleck, John Cowan y Pat Flynn en los New Grass Revival, sin ir más lejos). Bush, digamos mejor Sam por evitar enojosas remembranzas con tejanos infectos, criado en una granja a las afueras de Bowling Green, Kentucky, vio por primera vez a John Hartford en la tele una tarde de un sábado de 1967 en el programa de los Wilburn Brothers. Tocaba el banjo a lo Scruggs, con tres dedos, y cantaba al mismo tiempo. Puto amo, pensó (pienso yo que pensaría). Poco después, en un viaje a Nashville encontró un disco de Hartford (Earthwords & Music) en la tienda de discos de Ernest Tubb (que sigue existiendo, porque Nashville sigue siendo, por fortuna, bastante dadivosa con los melómanos). Y, desde entonces, se convirtió en fan fatal. El caso es que, a los pocos años, llegaría a conocerlo en un Festival, allá por 1971, se pusieron a tocar y a improvisar juntos, bebieron lo que había que beberse (me figuro que no poco), y, al momento, forjaron una inmensa amistad. Dice Sam que, entre sus logros, cuenta con el de haber estado al lado de John Hartford, pilotando el mítico barco de vapor, el Julia Belle Swain, por el río Illinois. Y este disco, que llevaba tiempo cociéndose en su quijotera (o en su Gulliver, que dirían por allí), la grabación de estas diez canciones, es el fruto de su inquebrantable amor por John y su música. Algo así como Tom Sawyer homenajeando a Huck. Y él solito (menos en el último tema, «Radio John», en el que junta a su banda de gira, y que es una fiesta) se ocupa de la voz y de todos los instrumentos: guitarra acústica, bajo eléctrico, violín, banjo y mandolina. Una celebración, una carta de amor y un testamento de la inmensa influencia que Hartford tuvo y sigue teniendo en las carreras de los incontables músicos que, como Sam, reinventan a diario la música de raíces, que no es otra que la música del corazón y de la gente. Uno de esos álbumes que se escuchan de pie, dando pisotones y palmas, importunando al vecino, poniendo en peligro el mobiliario que heredaste de madre, y con una sonrisa en la cara que se te tarda en disolver cuatro o cinco días.