ERIC BRACE & KARL STRAUB

Hangtown Dancehall

(Red Beet Records, 2013)

Cuenta Eric Brace que nació en Placerville, California, ni a diez millas de donde, el 24 de enero de 1848, un hombre que estaba construyendo un aserradero halló oro. En el momento en que el bueno de James Marshall vio aquella pepita de oro brillando en el lecho del río American, no pudo ni imaginarse que, al rescatarla, iba a poner en movimiento una migración, una fiebre, que iba a cambiar el curso de la historia. Él era un simple empleado, al servicio de su patrón, John Sutter, que acariciaba el sueño de levantar un imperio en la zona central de California. Pero el caso es que se corrió la voz: ¡¡¡se podía extraer oro a espuertas de la grava de Sierra Nevada!!!, y, claro, de un día para otro, se abrieron las esclusas. Más de trescientas mil personas pusieron rumbo a California a lo largo de los siguientes seis años. Todos acudieron a ciegas a la llamada del oro. Los indios ya sabían que estaba allí, la Veta Madre, pero siempre lo habían ignorado, porque era un metal inútil. Pero para los soñadores, los incautos, los ventajistas, era una vía rápida hacia la libertad. California, aun después, aun tras la extenuación y el desencanto, incluso tras la roña hippie y surfista, seguiría cargando, y aún carga, con el sambenito de tales sueños, llegando hasta a fundar una ciudad «de los sueños», básicamente una ciudad de camareros con buena dicción y perfil bueno (a juicio de sus abuelas). California suponía dejar de partirse el lomo con la mula y el arado, dejar de respirar oscuridad en las minas de carbón o de tirar de un saco en los campos de algodón. Hazte rico al momento. La fundación de la divisa nacional. La tierra de las oportunidades. Leche y miel, toda esa zanahoria. Desde el Este, en barco, circundando el continente por Tierra de Fuego o por el Canal de Panamá, o cruzando de costa a costa, como harían luego los beatniks y los turistas, en carromato, lo que luego sería el Greyhound enojoso del blue collar, el autoestop de los inconscientes o el coche de decimoquinta mano de las almas sin destino. Mucha de aquella gente, cuenta Brace, acabó en su ciudad natal que, entre 1849 y 1854, se conoció como Hangtown, la Ciudad de la Horca, porque el extremo del lazo corredizo fue la elección más frecuente para «desfacer entuertos» en el momento en que la justicia empezó a meter las narices en las excavaciones. Los ahorcamientos estaban a la orden del día: por apropiación indebida de concesiones territoriales, asesinato, robo de mulas, lo que fuera. La Liga de la Templanza y las iglesias locales lograron al final inocular en las fuerzas vivas, en los líderes de la localidad, el buen sentido de cambiarle el nombre, y así fue como se quedó con Placerville («placer» por los depósitos aluviales). De aquella era, de la era anterior a los pueblos fantasma que dejaría a su paso toda aquella efervescencia, Eric Brace recuerda una canción folk, «Sweet Betsy From Pike», que narra las extraordinarias penurias que padecía uno de aquellos carromatos al cruzar el continente con destino a California (con destino a «la gloria», que diría Guthrie, o a catar «las uvas de la ira» que diría el otro), en el curso de catorce estrofas. Compuesta por John A. Stone, seguía las peripecias de dos jóvenes amantes, Betsy y Ike, desde el condado de Pike, Missouri, hasta Placerville, adonde llegaban el la undécima estrofa. «De pronto se detuvieron en la cima de una alta colina, / contemplaron con asombro la vieja Placerville. / Ike le dijo a Betsy mientras sus ojos se fijaban en la localidad: / “Dulce Betsy, amor mío, hemos llegado a la Ciudad de la Horca”». Las últimas tres estrofas versan sobre ellos dos, acudiendo a un baile de mineros en Hangtown, que acaba con Ike poseído por un ataque de celos, rompiendo con ella y declarándose divorciado. Y así termina la canción. Algo que a Brace siempre le pareció una lástima. «Después de haber recorrido dos mil millas, a lo largo de seis meses, con el objetivo de iniciar una nueva vida juntos, ¿acabar así?». Pues bien, aunque ese fuera el final de la canción, no era, sin duda, el final de la historia. Y con este disco, Dancehall Hangtown, Eric Brace y Karl Straub decidieron continuar el relato de Betsy y Ike. Estas veintidós canciones son las estrofas que continúan y concluyen la vieja balada. El reparto es apabullante: Kelly Willis en el papel de Elizabeth Maloney, «Betsy»; el propio Eric Brace como Isaac Wilkins, «Ike»; Karl Straub como Walter Brown; Tim O'Brien como Jeremiah Jenkins; Darrell Scott como James Marshall; Wesley Stace como Augustus Pyle, «Augie»; Jason Ringenberg como el predicador Magee, y Andrea Zonn como Mei Lin. Y todo servido desde East Nashville por Red Beet Records, el sello independiente del propio Brace (casa de gente muy favorita en este Rancho: Peter Cooper, por ejemplo, por el que sentimos especial adoración, o el gran Thom Jutz; ya llevan editados veintiocho álbumes, todos de músicos de primera línea —el de la recreación de las canciones del Fox Hollow de Tom T. Hall, es oro puro de Veta Madre—) en una edición de lujo, apaisada, con cuadernillo primoroso y de puro vicio, diseñado por Bill Thompson e ilustrado por Julie Sola. Da gusto la gente que se lo curra así. Que se jodan las descargas y las plataformas de música enlatada (oro del que cagó el moro). Esto es oro DuPont. Y lo bien que luce, además, en la estantería. Y cómo suena. Dobro, violín, steel y banjo. Todo lo que nos gusta.