The Damage Is Done
(Shotgun Records/Berwick Productions International, 2023)
Te invitan a una comida. El anfitrión es un viejo amigo de tu hermano, rockero, poco más o menos de tu misma quinta. Habéis sudado y padecido los mismos conciertos, las mismas salas, las mismas sustancias. Intentas llegar tarde, pero llegas pronto, siempre te pasa. Te ofrece una cerveza (primera de muchas, te van a hacer falta) y te cuenta que se acaba de separar de su mujer. Luego van llegando los demás, de uno en uno. Todos viejos guerreros de la fiesta antigua, tatuados y heridos. El primero no puede beber, se está recuperando de un infarto. El segundo ha tenido un año impertinente con la tuberculosis. Y el tercero recién llega de sosegarse los ánimos tras una rigurosa inspección de la próstata. Te sientes un poco impostor, a ti no de duele nada. Si fueses más aprensivo empezarías a notar un picor cancerígeno en el pecho. Haces un chiste, prometes que a la siguiente reunión acudirás con una dolencia prestigiosa. Se ríen por educación (entre líneas puedes leer: «¿Quién es este gilipollas?). La sobremesa deriva hacia el rock and roll. Nostalgia de bolos pretéritos. Quién vio a quién y dónde. Y conciertos recientes. Tal banda mítica que vino con un cantante nuevo que nada que ver. Tal otra sin el batería original, que se mató. Y así todo. Sales de allí un poco tullido. Te pican cosas que nunca te habían picado. Te has asomado al abismo. Tu nueva palabra favorita es: «benigno». Para colmo, viene Springsteen (su último disco, pura cochambre) y lo único noticiable de la gira son sus amiguitos famosos, los hotelazos, los restaurantes. La misma sensación desoladora que al leer aquel infecto libro de Blixa Bargeld. Todo inmensamente prostático y burgués. Y no puedes evitar pensar que lo mismo van a tener razón los agoreros, y esto ya no lo va a poder levantar ni la química. Antes de subir a casa, entras en el supermercado a por cervezas y dudas. Lo mismo ha llegado el momento de entregarse a la leche de soja. De comprar una lechuga. No lo haces, claro. Pero lo piensas. Y ya vas jodido. El caso es que entras en casa, enciendes el ordenador, te abres una cerveza y, al abrir el Facebook, te encuentras un mensaje de Pete Berwick. No hablabais desde su último disco. Han pasado unos años. Te pide una dirección para mandarte su nuevo álbum, The Damage Is Done. Siempre ha sido generoso y atento con quienes lo han seguido y apoyado. Pionero del cowpunk. Escritor increíble. Boxeador amateur y, desde hace unos años, cómico y reputadísimo actor. Para ti una leyenda. Te da un poco de miedo, viendo lo visto. Enseguida te llega el enlace con la contraseña para que te lo descargues. Te abres otra cerveza para que el daño sea mínimo. Pinchas el primer tema, «She Ain't Got Me» y, a los diez segundos, de golpe y porrazo, se te pasan todos los males. Pete Berwick, que había bajado revoluciones en su anterior trabajo, más acústico, ha vuelto con toda su fuerza, se ha juntado con Charlie Bonnet III, y se ha marcado un discazo de canciones duras y sin contemplaciones, a lo Social Distortion, que era justo lo que te hacía falta, el antídoto. Canciones que te devuelven la fe en todo aquello que probablemente te hizo daño pero que, al mismo tiempo, siempre te hizo sentir vivo. Veraz, auténtico e indomable. Pete Berwick haciéndole la peineta a los tiempos duros (y tú ya pensando que lo mismo te has quedado corto con las cervezas —la soja y el brócoli, jubilosamente, no han sido más que los fantasmas inoportunos de una mala digestión—). Y vuelve a ponerte el pelo de punta. En «Don´t Know How» reaparece el magnífico escritor que siempre ha sido (ya se puede uno hacer con su nuevo libro, por cierto, Too Wild To Tame. The Story of The Boyzz). Un relato antibelicista, muy a lo Steve Earle, sobre falsos héroes y falsas esperanzas, cantado con su buena dosis de rabia y desprecio. Y de pronto te reafirmas, sabes que, como el propio Berwick, y como los comensales heridos del convite rockero mentado unas líneas más arriba, no vas a rendirte. Aunque el temporizador de la pared te vaya comiendo el tiempo, no cederás el paso al yogur con bífidus activo. En efecto, en «Timeclock on the wall» se cifra esa actitud irredenta: encuentras una mujer, tienes un par de críos, curras en la fábrica, bebes cerveza y matas otro año; y es así que te levantas un día para darte cuenta que los sueños que dejaste atrás están sepultados bajo el cielo carbonífero del condado de Butler, entre el polvo, el barro, el sudor y el óxido, y que, en algún momento, los mudaste por unos grilletes. Pero, lo importante, no es ese tiempo que te marca el reloj de fichar, sino el tuyo propio, el tiempo de lo vivido. El tiempo que cuando te llegue el momento de entregar la herramienta te permita decir: Arrojad mis cenizas al suelo de la fábrica donde me he dejado la vida. Y decidle a ese puto temporizador de la pared que le gané la partida, porque, vale, me deslomó, sí, pero al vencerme me liberó de los grilletes. Y de eso trata el rock and roll. De seguir viviendo, de enseñarle el culo a la perseguidora, de coleccionar cicatrices. Y puede que pasen los años, que se desmoronen muchos de tus ídolos y que el cuerpo ya no te responda como lo hizo en su día. Pero sigues creyendo en lo que siempre creíste, y es una inmensa suerte que algunos de quienes te acompañaron desde el principio, como Pete Berwick, sigan acompañándote ahora, haciendo que el tránsito duela menos, cauterizando la herida. Así que ya solo me queda darte las gracias, Pete, por no rendirte. Por tu generosidad. Por tu amistad. Aquí seguimos.