This Mess We're In
(Oh Boy Records, 2022)
Arlo McKinley fue el último artista que fichó el inmenso John Prine para su sello, Oh Boy Records, antes de hacer mutis por el foro. Y John Prine no fichaba a cualquiera. En su catálogo no hay muchas referencias, pero en ninguna baja el listón. Se conoce que había escuchado el Arlo McKinley & The Lonesome Sound (2014), recomendado por su hijo, Jody Whelan, director de operaciones del sello (que lo vio en vivo una noche en el High Watt de Nashville), y ni lo dudó, claro. Su segundo disco, Die Midwestern (2020), saldría al mercado en su sello, grabado, por cierto, en el Sam Phillips Recording Studio, bajo la supervisión de Matt Ross-Spang (que desde los dieciséis añitos viene liándola parda en Sun Records y ya cuenta en su haber con producciones para Jason Isbell, Margo Price, Charley Crockett, los Old Crow, el propio John Prine y hasta el mismísimo Elvis —Ross-Spang estuvo a cargo de las mezclas de los álbumes Way Down in The Jungle Room, Elvis Presley: The Searcher, The International Hotel, Las Vegas, Nevada, August 23, 1969, From Elvis in Nashville y Elvis on Tour—) y rodeándose de músicos de la talla de Ken Coomer (Wilco), Rick Steff (Lucero, Hank Williams Jr.) y Reba Russell, con quienes repite exquisitamente en este tercer disco, This Mess We're In («este pifostio en que andamos metidos»), ya huérfano de Prine (y de otra mucha gente amada, entre ellos su madre y varios amigos). Un disco sobre la pérdida y la resistencia, sobre el ahogo y la soledad, y sobre cómo encontrar, extraviándose, el camino de vuelta a casa (por ahí dicen que es el campeón de la música triste, y no andan muy desencaminados). Desde los ocho años, cantando en el coro de la iglesia de su familia (la Bethlehem United Baptist), oyendo los vinilos hardcore de sus hermanos y los de bluegrass de su padre (en sus conciertos aún sigue tocando el «John Deere Tractor» de Larry Sparks), McKinley, nacido Timothy Carr en Cincinnati, Ohio, viene mezclando gospel, metal, punk y country, todo muy blue collar, con las viejas Gibson LG1 y J45 de su padre y los pies bien pegados al suelo (digamos mejor: al barro; porque sabe muy bien lo que es ensuciarse las manos y las botas, se ha pasado horas en la carretera, currando de transportista entre Michigan y Ohio, y no es de extrañar, por tanto, que su música suene tanto, e incluso huela, a todos esos trayectos fatigosos, anfetamínicos y solitarios), por los Apalaches y la región conocida como «El Cinturón del Óxido» (también: «Cinturón Manufacturero»), la América de la decadencia industrial y económica iniciada en los años setenta, la América abandonada a su suerte, chatarra, herrumbre y maquinaria obsoleta, paro, violencia, lesiones y mucha basura en la cuneta, tanto mano a mano con Jeremy Pinnell, su mejor amigo, en el dúo folk The Great Depression, como al frente de su propia banda, los Lonesome Sound (abriendo para gente como Tyler Childers, Jason Isbell, Justin Townes Earle, John Moreland y Jamey Johnson —todos, por cierto, gente vapuleada, por decirlo suavemente, gente con más de un máster en tristeza y desolación—). En su segundo álbum (primero en el sello de Prine) documentó esa relación de amor/odio con su tierra inhóspita, marcada por la pobreza y la devastadora epidemia opiácea (desgarramiento que incluye muerte de familiares y encarcelamiento de amigos), reafirmándose en que, pese a todo, pese a tanta pérdida y tanta fuga, sin importar lo que pueda depararle el futuro, morirá siendo un chaval del medio oeste (Die Midwestern). Algo que se subraya y se profundiza, ya casi cicatrizado (aunque aún respirando por la herida), en las once canciones de este This Mess We're In con el que viene a cimentarse como uno de los artistas más sólidos de la nueva hornada. This Mess We’re In es uno de esos discos que cuanto más se escucha, más repercute, reverbera y trasciende (un disco muy parásito, que te va comiendo por dentro). En «I Wish I» se cifra todo el desamparo y el resquicio de esperanza por el que alienta su peripecia: «Cuando todo se desmoronó / me dijeron que el tiempo sanaría mi corazón roto, / así que por qué sigo aquí esperando a que comience la sanación. […] Ojalá pudiese llevarte conmigo, / pero esta carretera debo recorrerla solo. / Estoy intentando regresar a Memphis, / Dios mío. / Estoy intentando perderme / para encontrar el camino de vuelta a casa. / Hay que perderse / para encontrar el camino de vuelta a casa». Y uno sabe, sospecha o cree entender, que la canción ha sido ese vehículo, tanto para él como, por defecto, para el que la escucha/padece, el vehículo de la sanación y el regreso. La canción misma puede que sea esa casa. Seguir cantando es la lucha. La conciencia un poco inconsciente de que hay que seguir tirando, sea como sea, aunque sea sin John Prine y, desde hace un par de días, sin Gordon Lightfoot, «bajo la lluvia tempranera, con un dólar en la mano, un dolor en el corazón y los bolsillos llenos de arena».