RAY LAMONTAGNE

Long Way Home

(Liula Records & Thirty Tigers, 2024)

Cuatro años (larguísimos) desde el fabuloso Monovision, su octavo álbum, último con RCA Records, para poder disfrutar de este Long Way Home, el primero independiente, en su propio sello, Liula Records, coproducido por Seth Kauffmam, líder de los Floating Action, la banda de Black Mountain, la ciudad del condado de Buncombe, Carolina del Norte. En el cuarto corte del último disco de las Secret Sisters, Mind, Man, Medicine (2024), las de Muscle Shoals, Alabama (Laura Rogers y Lydia Slagle), se marcaban un tremendo «All The Ways», mano a mano con Lamontagne, que ya anticipaba lo que iba a ser un entusiasmante y fructífero encuentro, lo que ellas mismas confirmarían luego, durante la promo del susodicho álbum (otra maravilla), en algunas entrevistas: Ray Lamontagne las había llamado para colaborar en los tres primeros temas de su nuevo disco. Con todos estos ingredientes, sabíamos que el Long Way Home iba a ser un regreso portentoso. Y así ha sido. Ray Lamontagne es música. Simple y llanamente. Puede parecer una perogrullada, pero es así de sencillo y de raro (raro no tanto de extrañeza y misterio, que también, como de cosa inhabitual, infrecuente, lamentablemente insólita). Hace poco le preguntaban sobre influencias determinantes en su vida, sobre puntos de inflexión, catástrofes más o menos íntimas, decisivas, encrucijadas o hitos, puntos críticos o cruciales: libros, personas, películas, canciones, viajes, noches torcidas, trenes perdidos… Él respondió que claro que las había, pero afinó mucho más, dijo que, en su caso, siempre había sido la música, solo la música (no es que lo demás le resbale, pero no cala tanto). Las canciones han sido siempre las que lo han transportado fuera de su realidad. Citó a Dylan como a uno de sus principales nigromantes (John Wesley Harding, si tuviera que elegir un solo disco; y muy de cerca New Morning), uno de los ilusionistas que le abrieron las puertas hacia un mundo de cuya existencia él ni sospechaba y que, comprendió, desde muy temprano, que era su lugar (los maestros son muchos, él enlista a Crosby Stills and Nash, Joni Mitchell, Van Morrison, Neil Young, The Band, Pink Floyd, Sam Cooke, Ray Charles y Willie Nelson). Ahí era donde quería vivir. Donde residen las canciones. Y ahí es donde, de hecho, vive. Y de ahí, precisamente, es donde procede este disco, ahora más que nunca, sin intermediarios enojosos ni visitantes intempestivos. Las canciones fueron presentándose sin prisa ni apremio. De ahí la tardanza, de ahí la solera, de ahí la pureza del fermento. «El privilegio de la lentitud», como dice mi querida y admiradísima Selma Ancira, traductora de Tolstoi y de Kazantzakis, al equiparar el tiempo de una traducción con el tiempo de la mariposa, la lenta cocción de la crisálida, que si se interrumpe o se precipita genera gusanos sórdidos, sin alas o con alas mustias: monstruos. Novelistas, músicos o cineastas pariendo truños de año en año. A eso vamos. A eso nos precipitamos. Pero, por fortuna, siguen estando esos «molestos» transeúntes que se paran de pronto en la acera, que interrumpen el tráfico sin venir a cuento. De ahí, de esos parones (¡putos psicópatas!), para ver escaparates o pájaros, emerge siempre lo que de verdad vale la pena. Lo demás es ruido y apuro por llegar a ninguna parte. Lamontagne es de esos que se paran en medio de la acera. No padece la espera como un tiempo de ansia y zozobra, sino todo lo contrario, como una bendición, un tiempo de horneo y mudanza. La puntualidad es un mal engendro. Se llega cuando se llega, no antes ni después. Y los ansiosos, ¡a embucharse nuggets al McDonald’s! Normal que se haya ido a un bosque, a una casa antigua de arquitectura colonial. Su modo de componer siempre ha tenido algo de granjero. No necesita la urgencia obsesiva de la conectividad permanente. Y su voz suena ahora más sosegada y madura que nunca. Lo suyo, además, viene de dentro, no hay pose de estrella pop, cualquiera que lo haya visto en directo podrá corroborarlo, en eso ha adoptado la lección de Van Morrison (el tema «My Lady Fair» parece una versión del mejor tema que Van Morrison nunca compuso), no importa la imagen externa, solo la profundidad de lo que se transmite, sin florituras ni infecundas añagazas seductoras, solo el buceo y el tránsito a ese lugar en el que la música reside. Alguien que nos invita así a semejante sitio (y no al turisteo infecto de ese egocentrismo tan verbenero que tanto abunda en las redes, esa necesidad imperiosa y enfermiza de existir engendrando «contenidos» y haciendo, por lo general, el mayor de los ridículos), alguien que nos permite asomarnos, aunque solo sea por un momento y muy de tanto en tanto, a ese salón tan escogido, contará siempre con nosotros cuando se meta en un lío. Testificaremos siempre a su favor. Juraremos sobre la Biblia que no pudo ser él, porque esa noche, precisamente, estuvo con nosotros en el porche trasero de casa jugando al dominó, como hacían y perjuraban los miembros de La Recámara del Infierno.