Shooting Star
(Thirty Tigers, 2024)
Las historias no terminan ni bien ni mal (bueno, siendo rigurosos —dirá algún cenizo—, en realidad todas las historias terminan mal por el mero hecho de terminar, hasta La historia interminable termina antes de que a Bastián se la traiga al pairo Atreyu, aunque lo mismo lo bueno sea precisamente eso, que concluya, porque, si no, se volvería insufrible —la pubertad de ese muchacho nunca pintó nada bien, las cosas como son—, pero esa es otra historia «y debe ser contada en otra ocasión»), decía que no terminan ni bien ni mal, sino antes o después (vale, muy bien, sí, fueron felices y comieron perdices, pero lo fueron y las comieron en ese instante de gozo y celebración, porque a poco que se dilate la cosa en el tiempo, como parece querer sugerir la expresión, el asunto se torna espantoso: una pareja, por muy principesca que sea, condenada a sonreírse a perpetuidad, aunque se detesten, con ojos aterrados que claramente están pidiendo auxilio —o clemencia—, cercados por miles de huesos de perdices, manchas de vómito, moscas, olor fuerte y, si el destino se muestra piadoso, un vecino muy cívico que, alertado porque descuidan el césped, llama a la policía), y según esta fórmula del antes o el después, de saber parar a tiempo, cuando las perdices aún resultan apetitosas, si la historia de Benjamin Tod acabara aquí y ahora, en este disco, en la última canción de este disco, podríamos hablar, sin duda, de un perfecto final feliz. De un final feliz, además, que, hace trece o catorce años, nadie se habría tragado. Porque no, porque nada dura, porque la vida nunca ha sido un cuento de hadas. De repente, aquellos dos ángeles caídos, balas perdidas, náufragos, nómadas, huérfanos, yonquis, alcohólicos, delincuentes, vagabundos que llegaron a pelearse por el feudo de una esquina callejera donde poder ganarse el pan con la música trapera de banda de perro callejero extraviado que perpetraban con lo primero que rescataban del vertedero, algo más tatuados (de tinta y varapalos) y sin haber perdido ni un ápice de su actitud punk (aunque un poco más sanos), se sitúan hoy en lo más alto de las listas, y el éxito les ha deparado la posibilidad de un maravilloso e impredecible reencuentro, ellos, que conocieron el desarraigo, los vagones de mercancías y las ruinas, hijos bastardos de GG Allin, Bob Dylan y Huckleberry Finn, que se amaron y se odiaron como solo se ama y se odia debajo de los puentes, unen de nuevo sus voces, como en los viejos tiempos, en el tema que cierra con broche de oro este exquisito Shooting Star (producido, grabado y mezclado, ¿cómo no?, por su ilustrísima, Andrija Tokic, en el Bomb Shelter de Nashville; también con una pequeña contribución de John R. Miller, haciendo voces en «Nothing More»): «One Last Time». Benjamin Tod y Sierra Ferrell cantan a duo: «No suelo llorar, / pero ya me quedé sin tiempo. / Puede que nunca pueda recuperarme de ti, / y podría volver a drogarme, / y renunciar a toda mi lucha / a cambio del amor que nos profesamos». El «propietario de la miseria», como él mismo se bautizó en su día, abandona la pesadumbre y la calle, y trasciende a una vida inédita de gratitud, paciencia y estabilidad, la tarea (nada fácil) de aceptar el amor y la felicidad. Y para ello, se reviste de un nuevo sonido, ya no se trata del folk oscuro y pesaroso, muchas veces desolador, que ha ido apuntalando el camino, ahora es el alborozo y la euforia del honky tonk, incluso con sus toques de texas swing. Todo perpetrado con la misma fiereza de siempre (hay cosas que ni con aguarrás), pero con un sentimiento menos turbio, más limpio y puro. «No puedo ser derrotado, mientras se me necesite. / Vivo en esa esperanza de tus ojos.» Los demonios, en cambio, sí parecen haber sido vencidos, tanto en la música, como en la vida personal. La idea del disco, dice Tod, era que cada canción se situase en un período de producción distinto de la historia de la música country. «Obviamente, no hay forma de cubrir todo el espectro, así que se traslucen mis preferencias. Desde melodías deudoras de las producciones de mediados de los años cincuenta, hasta los sonidos de los primeros noventa». Compuso las canciones en dos semanas. «Quería demostrarme a mí mismo, y a la industria, que podía componer sin problema un disco country de lo más selecto. Si no he cumplido el objetivo, no me cabe duda de que me he aproximado mucho más que cualquiera de los botarates del pop country que obstruyen las cadenas de radio de hoy en día.» Es —dice—, como un álbum de vuelta a casa, de regreso al lugar de las canciones que lo amamantaron, a las influencias que sepultó durante años, queriendo desmarcarse de aquel cotarro de asimilados que lo expulsaba y repelía. Ahora hay gente, como Sam Barber, que habla de él, de las cosas que hacía Tod hace ocho años, como inspiración y motivo de su dedicación a la música. Su música de perro apaleado inspirando a las nuevas generaciones. Eso nadie lo vio venir. Sierra, vieja amiga, ¿quién nos ha visto y quién nos ve? Aquí estamos, aquí seguimos. Nadie daba nada por nosotros. Anda que no nos ha llovido encima, Benjamin. El otro día me llamó Post Malone. Imagínate. Mundo raro. Aún luzco con orgullo aquella vieja cicatriz. Tengo curiosidad por saber cómo acabará todo esto. ¿Volveremos a chapotear en los charcos? Disfrutémoslo mientras dure.