Mercy
(An Independent Release, 2004)
No, pero casi, podría decir el tiempo que hacía y lo que comí el día, hace ya la friolera de veinte años, que cayó en mis manos este disco. Como con las catástrofes o los grandes acontecimientos históricos, ¿qué estabas haciendo el día de marras?, ¿dónde estabas?, ¿qué te dolía? Recuerdo perfectamente la cara de mi dealer particular, cuando me hizo pasar al cuartillo del fondo, como el chino al padre de Gremlins (que, por cierto, era el inmenso Hoyt Axton), sabiendo que tenía algo que iba a volver a producirme la sensación del primer chute, porque ya me tenía pillada la medida del aro y sabía muy bien de qué pie cojeaba (pese a que ya a esas alturas del partido me hubiese empezado a conducir por la vida como un Obélix caído en la marmita, y poca pócima pudiera haber que me hiciese aquel efecto…, ¡pero tremendo druida era mi dealer!: acertó de pleno). La cosa venía, además, avalada por gente muy de mi santoral: Gurf Morlix, Mary Gauthier y Fred Eaglesmith, nada menos. Y el envoltorio era ya de por sí una auténtica virguería. No en vano, Sam Baker, aparte de músico, es fotógrafo y pintor, y tiene un gusto exquisito. Bastaron veinte segundos del primer tema («Waves») para saber que Mercy iba a ser uno de los discos de mi vida (junto con los otros dos que conformarían, más adelante, la trilogía The Pretty World, con el Pretty World de 2007 y el Cotton de 2009). Hoy es una pena entrar en la tienda de su página web y ver que solo están disponibles por descarga. A nadie le importará, y probablemente sea una medalla paupérrima, pero yo la luzco igual con inmenso orgullo, puede que solo frente a un espejo —porque no hay nadie—, o de una comitiva de invidentes —porque nadie atiende—, pero tener a mano los discos de Sam Baker, palpables, físicos, con su buen cartón, nada de plásticos, sin duda, repercute. Tesoros que, seguramente, acabarán en el vertedero, pero que, mientras tanto, hasta entonces (hasta el heredero desafecto que aún no intuyo quién será —al paso que voy, sospecho que un funcionario del ayuntamiento—, que lo descalabrará todo como hicieron mis primos con los enseres de mi abuelo), ayudan, y mucho, porque el mundo es cada vez más cutre (impresiones digitales, fresadas, con ilustraciones hechas por I. A., en papel infecto, mientras el operario de turno de las Gráficas Loquesea escucha Spotify convencido de que ayuda a los artistas y se asombra de lo bien que lo conoce el algoritmo, pobre subnormal; yo hasta ahora no he conocido mejor algoritmo que el de mi dealer, y siempre suscribiré aquello que decía no me acuerdo quién: nada más valioso que alguien que te descubre nueva música). Lo que sí ofrece ahora Sam Baker desde su web, son las letras manuscritas de las canciones, que son, por cierto, como relatos de tu autor favorito (en esta última frase exhibo una filantropía que nunca he tenido y que ni yo mismo me creo: el autor favorito de la especie humana, en general, suele ser un mojón). Pero yo no tendría ningún apuro en situar a Sam Baker entre los mejores escritores de Texas (saliéndome, incluso, del ámbito musical). Nos hayamos ante la música y la literatura de un superviviente. De un superviviente, además, de verdad, sin tropos, sin literatura. En 1986, viajando en tren a Machu Picchu, estalló la bomba que los guerrilleros de Sendero Luminoso instalaron en el compartimento para equipajes que tenía encima. Murieron siete viajeros, incluidos los tres que iban sentados con él (un niño alemán, con sus padres, despedazados). Sam Baker sobrevivió y pudo volver a tocar la guitarra y escribir después de diecisiete cirugías reconstructivas. De eso habla «Mercy», la canción que da título al álbum con que debutó en 2004 (también «Steel» y «Angels»: «Todo el mundo es un ángel / pero también un hijo de perra y una mala puta»). Se lo produjo Walt Wilkins (otro monumento de Texas del que aún no hemos hablado en este ventorrillo, pero del que hablaremos próximamente), al que había teloneado en una gira. Lo grabaron en el Dog Den Studio de Nashville, algo así como un «bed and breakfast» de Llano, con una silla, dos micrófonos y una vela. Luego irían dejándose caer los músicos. Mike Daily, de Whiskeytown, con su pedal-steel inconfundible, el violín increíble de Tim Lorsch (creo que nunca han sonado tan bien los violines en un disco) y las voces de Kevin Welch (en «Truale»), Joy Lynn White (espectacular en ese relato de Carver que es «Iron») y la maravillosa Jessi Colter (en la canción que abre el disco, «Waves»). Todo se adscribe a la sacrosanta tradición de los míticos songwriters de Texas: Guy Clark, Lyle Lovett, Townes Van Zandt, Lightnin' Hopkins y Mance Liscomb. «Yo solo soy un hilillo de esa grandiosa tela. Pero pertenezco, como ellos a ese terruño, a esas historias y esas mismas gentes. Cuando escribo, funciona mejor cuando hablo de lo que conozco, como les pasaba a Townes y Guy. Todos escribimos sobre los mismos árboles, las mismas piedras y la misma gente que lucha por salir adelante. Natural que haya ecos y reminiscencias. Respondo al mismo género de cosas a las que ellos respondían: el modo en que se extiende la pradera ante nuestros ojos, el modo en que sopla el viento desde la costa del golfo… Townes y Guy me enseñaron a mirar a mi alrededor y a ver lo que había en mi patio, porque es ahí dónde reside la auténtica fuerza de una canción. Cuando ellos escribían sobre una hoja que caía de un árbol, con toda seguridad se trataba del árbol que se veía desde su ventana, y esa siempre me ha parecido la lección más valiosa». En sus letras y sus arreglos casi se puede adivinar también la voz de Larry McMurtry (y la de su hijo y, ahora también, la de su nieto, la eminente saga McMurtry), su música tiene mucho del polvo y el tono elegíaco de The Last Picture Show. Otra cosa (aparte del objeto y de la calidad del sonido) que se perderán los sombríos «spotyfiers», es el maravilloso texto de agradecimientos, al final del cuadernillo que incluye las letras: «[…] gracias a todos los artistas, forasteros, viajeros, barqueros, amantes, carpinteros, soldados, borrachos, amas de casa, luchadores, trabajadores sociales, constructores, niños, policías, bomberos, vagabundos, enfermeras, pastores y profesores. Gracias a todos los que se empeñan denodadamente en hacer algo bueno. Todos estamos a merced del sueño de otro». Y el emocionante guiño final a Jessi Colter, que no aparece en el disco por cortesía de Highway 29 Records (como Wilkins), ni de Dead Reckoning Records (como Welch), sino «por cortesía de la bondad de su corazón» (Waylon, me gustaría añadir por último, ¡qué pedazo de mujer tenías!). La friolera de veinte años, como decía al principio, y la cosa sigue poniéndome los pelos de punta.