Tigers Blood!
(Anti- Records, 2024)
Ni al niño el bollo ni al santo el voto, vamos, para entendernos, que cosa prometida es medio debida y, haciendo caso al proverbio, para que no se nos afee luego, y con razón, la conducta, como ya dejamos caer la semana pasada, vamos a cerrar el año de recomendaciones con broche de oro, volviendo a Katie Crutchfield, de la que ya hablamos por este ventorrillo hace unos meses, cuando se juntó con la tejana Jess Williamson para perpetrar esa maravilla que es Plains (2022), primera incursión de la Crutchfield en estudio después del exitazo de su anterior álbum con la nueva formación de Waxahatchee, el celebérrimo Saint Cloud (con esos dos temazos, «Lilacs» y «The Eyes» que, desde la primera escucha, se han quedado incrustados ya para siempre en nuestra playlist cicatrizante), ahora en Anti- Records, claro, donde ya había irrumpido con Plains. Como con el disco anterior, con Brad Cook, de la banda, a cargo de la producción, se fueron al Sonic Ranch, de Tornillo, Texas. Ella siempre ha dicho que la grabación es la etapa del proceso que menos disfruta, que más ansiedad le genera. Y hubo un momento de crisis en el que, en efecto, el disco pudo haber dejado de existir; el picorcillo ese que a veces les entra a algunos, casi siempre para descrismarse, de la evolución artística y la reinvención (el sueño de la reinvención produce, sin duda, monstruos, esto es casi un dogma de fe, y muchas veces los monstruos que genera son monstruos que se quedan y que no salen ni con aguarrás, no hay viaje de vuelta), pero, por fortuna, duró poco. En este caso, el canto de sirena que desnortó a la tripulación fue el embaucamiento (inconsciente) del pop. La cosa fue que, al principio de las sesiones, acometieron «365», un tema que les salió afectado de un sonido y una producción «notoriamente pop». Es ese punto crítico de la historia (brevísimo, apunta ella, no sin cierto alivio) en el que todo podría haberse ido al garete: otro hermoso vencido en el desapacible camino hacia el Primavera Sound (o un infierno de parecido tonelaje). La llegada de MJ Lenderman fue, en este sentido, proverbial. Pisó el bicho del pop según entró por la puerta. Dejaos de fruslerías. Lo que conseguisteis en Saint Cloud es muy grande. No os vayáis de ahí. Eso es lo que les dice sin decirles nada, al hacer las voces en «Right Back To It» (y contribuir con su guitarra eléctrica, como acabará haciendo en el resto de temas) y, tanto ella como Cook, lo verán claro al escucharlo luego: hay que contagiar todo el disco de este sonido, de este ambiente. No obstante, existe una evolución desde el disco anterior. En la entrevista de Raina Douris para el World Cafe, Crutchfield dice que nunca se ha sentido a gusto componiendo canciones de amor. Esas canciones que hablan de enamoramientos o rupturas, y que se sitúan siempre en el estallido. Ella ha llegado a estar en paz consigo misma después de muchas batallas (con el alcohol y las drogas —nunca a lo kamikaze, como suele aclarar siempre en las entrevistas, porque los periodistas son así de córvidos y van a por lo que huele—, entre otras distracciones) y remarca que casi nunca se canta de lo que pasa en medio, que es donde ella se encuentra en estos momentos. La épica, no tan estruendosa (ni tan impostada, pero puede que hasta más épica), del día a día. Canciones descarnadas y despojadas de romanticismo, de encontrar la novedad y la frescura de la intimidad con esa misma persona que está a tu lado, sin fuegos de artificio ni brumas alcohólicas. Ese parece un terreno sin dragones, inexplorado, sin mucho juglar que quiera adentrarse en la nada, la crónica del desencanto, del tedio, del apagamiento, como en el estribillo del sexto corte, «Bored»: «Mi benevolencia se ha estrellado contra el suelo, me aburrooooo». Canciones de peleas de madrugada, amistades desgastadas sin arreglo, elegías por un pasado idílico…, pero también de estar bien, de esa cosa, casi percibida como violencia, que es estar relajado y a gusto con uno mismo (algo que, en los tiempos que corren, parece ser poco menos que una impertinencia e, incluso, una provocación). Madurez, sobriedad y éxito (cuando no hay talento, estos son elementos que suelen suponer el fin de la fiesta, porque lo que funcionaba era el fantoche icónico destinado a acabar componiendo un bonito cadáver). Es una simplificación, dice ella, pero podría decirse que Tigers Blood! es un álbum de alguien que lleva ya unos años sobrio. La seguridad con que canta y compone de un tiempo a esta parte resulta apabullante. «No hace falta estar torturado para hacer un arte interesante.» Esa es la gran patraña. Sobre todo cuando se nota tanto que es tortura del la tienda del chino de abajo. Y todo eso se palpa en sus directos (mucho más que en los discos). Disfrutan con lo que hacen y lo transmiten. El concierto que dieron en Tiny Desk el pasado 16 de diciembre (se puede ver entero en YouTube) es portentoso, sobre todo cuando salen a la palestra el banjo y el dobro. El círculo sigue sin romperse. Gente que te hace sonreír así, ¡siempre en nuestro equipo!