Larry Jon Wilson
(1965 Records, 2008)
De un tiempo a esta parte, lapso cifrado en años (muchos años), en esta casa, cada Nochevieja es Nashville, es el salón de Guy Clark, y 1976 el año entrante. Ya hemos repetido hasta lo indecible, como abuelos plúmbeos y ligeramente amnésicos, que nuestra caída del caballo camino de Damasco fue ver (por suerte, muy pronto) el documental Heartworn Highways, de James Szalapski. Fue y sigue siendo nuestra piedra de Rosetta, esto también lo habremos repetido unas mil veces. Y cada Nochevieja, como digo, lo revisitamos (en los extras del DVD está todo el material filmado de aquella noche gloriosa). Pues bien, de todo aquel plantel de supervivientes y forajidos, muchos llegarían a convertirse en figuras clave de la música country (off-off-Nashville, incluso off-off-off, todos los off que quepan) y alguno hasta alcanzaría el rango de mítico; otros, por el contrario, quedarían arrinconados en los desvanes del tiempo, devorados por el olvido. Ahora se ve el documental con otros ojos, quien se enfrenta a él de nuevas lo hace conociendo ya a muchos de sus protagonistas, la visión es inevitablemente resabiada, avisada, entendida. Guy Clark, claro, Townes Van Zandt, Steve Earle, Rodney Crowell, David Allan Coe, John Hiatt, Steve Young, Charlie Daniels… Verlo hoy es como confirmar un teorema. Ya está ahí el germen de todo. Conmueve ver de dónde venían y adónde llegaron. Pero hubo otros pululando por allí que, si bien no claudicaron ni abandonaron la lucha, nunca llegarían a saborear las mieles del éxito (hablamos, entiéndasenos, de un éxito en muchos casos escuálido o, directamente, tullido). De quien, no obstante, nadie podrá olvidarse (puede que del nombre sí, pero no de su portentosa presencia) es del tipo que abre la película: en el estudio de grabación, Larry Jon Wilson graba «Ohoopee River Bottomland», el tema que iba a inaugurar su primer disco, New Beginnings. El temazo, el vozarrón, el personaje, dejan su impronta. No vuelve a salir más, pero aquella sesión improvisada les vendría de perlas a los visionarios cineastas para marcar la deriva del viaje que se disponían a emprender. Szalapski y su productor, Graham Leader, lo vieron claro en el montaje: la película tenía que empezar con eso (y acabar con la reunión de Nochevieja en casa de Guy Clark). El tipo venía de Swainsboro, en el condado de Emmanuel, Georgia, y tenía un buen trabajo de consultor técnico de fibra de vidrio, hasta que decidió dejarlo todo para irse a Nashville y dedicarse a la música. Como él mismo diría: «Antes hacía dinero, ahora hago música». Grabaría otros tres discos con Monument, sello de CBS: Let Me Sing My Song To You (1976), Loose Change (1977) y The Sojourner (1979), perpetrando un total de cuatro álbumes soberbios. Nunca logró un hit. Como dijo alguien, su música tenía demasiada alma para ser radiada, y Larry Jon, desilusionado, acabaría abandonando la música en 1980. Robert K. Oermann, animando al personal a ir a verle en directo al Bluebird Cafe en un artículo de The Tennessean, allá por 1979, expresaría de este modo su alejamiento del cotarro: «Quizá sea porque sus canciones son tan intensamente íntimas, tan dolorosamente conmovedoras. Puede romperte el corazón, hacerte llorar y dejarte hecho polvo en una sola noche. Pero también puede hacerte reír y animarte a bailar. Lo tiene todo para alcanzar el estrellato, pero es incapaz de explotar y malbaratar esas cualidades». No quiso claudicar, no quiso entrar en «el circuito comercial de la fiestas de cóctel», como él lo llamaba («el club de las almendritas saladas», que lo llamaría Trapiello, cambiando de ámbito y oficio, en su Salón de los Pasos Perdidos). Los que tuvieron la suerte de verlo en aquellas míticas sesiones del Bluebird Cafe no se cansarán nunca de atestiguarlo. Estuvieron allí y lo cataron (esa ventaja que nos llevan). Tras años de hacer caso omiso a los ruegos de sus amigos (Townes Van Zandt, Mickey Newbury, Guy Clark, Billy Joe Shaver, John Prine, Kris Kristofferson y Tony Joe White, entre otros) para que grabase de nuevo, se animaría a volver a tocar en directo. Noches de baruchos pequeños y oscuros. Y, en 2008, dos años antes de morir, Jeb Loy Nichols y Jerry DeCicca, a lo Rick Rubin con Cash en las «American Recordings», lo convencen para grabar en la decimoquinta planta del Mirabella, un complejo de apartamentos en Perdido Key, con vistas al Golfo de México (veinte canciones en siete días, de las que quedan doce, dieciséis, teniendo en cuenta que en dos de ellas se funden tres: «Loser Trilogy» y «Whore Trilogy», trilogías de perdedores y prostitutas), él solo, rodeado de divanes, con su voz de yunque golpeando el suelo de mármol, su vieja guitarra y el violín (posterior, grabado de noche en la tienda de discos de segunda mano en la que trabajaba Jerry DeCicca) de Noel Sayre. Un hombre fuera de tiempo, cantando sus historias de carretera, de buscavidas, de ser padre, de apostar y beber, de mujeres y de la amistad que compartió con Van Zandt y Mickey Newbury. El álbum, sin orden, sin calendario, sin plan, rebosa magia y autenticidad. Cantó lo que quiso. Sin producción. Sin brillo. Sin pensar en la industria ni el mercado. La versión del «Heartland» de Dylan y Willie Nelson, es estremecedora. Y así suena como suena. A música, a Vida con mayúscula, como dice el productor, a Larry Jon Wilson y a nadie más que él. Un perfecto recuerdo para empezar el año, para que la vida sea siempre 1976 en el salón de Guy Clark, y para seguir trabajando a contracorriente, sin ceder, posiblemente buscándonos la ruina, pero haciendo solo lo que queremos y con quienes queremos. Las almendritas saladas, para quienes gusten de tales verbenas. Nosotros mejor nos abstenemos, quedamos mal en esos saraos, nos envaramos y decimos cosas improcedentes. A ellos les queda mejor (lo suben a redes y los vemos). Llevan años haciéndolo. Tienen el culo pelado de creerse gigantes. Que con su pan se lo coman. Nosotros a lo nuestro.