GILLIAN WELCH

Revival

(Acony Records, 1996)

Si no me fallan las cuentas, este va a ser el disco nº400 que reseñamos por este humilde ventorrillo y, para celebrar tan peregrina efeméride, muy sacada de la manga, he decidido que tiene que ser «EL DISCO». Cada hijo de vecino tendrá el suyo, claro es, por los motivos o accidentes que sea; este es el mío, mi auténtica piedra de Rosetta, mi caída del caballo camino de Damasco, el disco que lo cambio todo (para mí y para cosas de mayor enjundia, como por ejemplo: la historia de la música popular). Para situarnos, fue en el año del Unchained, el American II de Johnny Cash, con Rick Rubin a los fogones. Me lo mandó una buena amiga desde Chicago. El año anterior había salido el Wrecking Ball de Emmylou Harris, con Daniel Lanois a los fogones (unos queman el guiso más que otros). En aquel entonces, se estaban perpetrando varias reinvenciones. Por nuestra parte, ya empezábamos a dejar de tomarnos en serio a nuestros grupos sudorosos de gente encrespada. Y ya se estaba empezando a calzar la calcomanía de «Americana» a todo lo que tuviera un sombrero vaquero o un banjo. Emmylou Harris hizo un disco atrevido y extraño (reconozco que a veces lo detesto y a veces lo adoro, más lo primero que lo segundo), trataba de modernizarse para llegar a las nuevas audiencias, cuando la música folk, en los circuitos de Nashville, empezaba a languidecer y no sabía por dónde tirar. Precisamente por aquellos mismos circuitos, en los calores de un agosto de Tennessee (que son unos calores muy cabrones, pese al río), trataba de abrirse camino una veinteañera a la que, diecinueve años después, pedirían el texto de presentación de la edición «deluxe» del susodicho disco de Emmylou. En aquel texto, Gillian Welch, ya con cinco álbumes a sus espaldas (cinco obras maestras), recordaba aquel cálido día de agosto en que Wrecking Ball cayó en sus manos. La canción número diez hablaba de una huérfana. La huérfana era ella y la canción era suya. Cuenta Welch que, de alguna manera, gracias a ese gesto que tuvo Emmylou Harris con ella, incluir en el disco una canción suya (entre temas de gente como Steve Earle, Julie Miller, Neil Young, Bob Dylan, Lucinda Williams y Jimi Hendrix), se sintió de pronto bienvenida en la comunidad musical de la ciudad. Cuenta que al salir su nombre en los créditos junto al de semejantes luminarias, por el mundillo empezó a circular la pregunta: «¿Quién demonios es Gillian Welch?». Ella también se lo preguntaba, probablemente sea la pregunta que se hace cualquier huérfano. Ella había nacido en Nueva York, enseguida la adoptaron y fue una niña feliz (olvídense de Dickens, sus padres adoptivos se trasladaron a Los Ángeles cuando la niña cumplió los tres años para componer canciones para el programa de Carol Burnett, así que nunca le faltó de nada). Acabó estudiando fotografía en Santa Cruz, California. En aquellos días tocó el bajo en una banda gótica y la batería en una de surf psicodélico. La epifanía la tuvo el día en que alguien le pasó un disco de bluegrass de los Stanley Brothers. Aquella era su música. Aquello era lo suyo. Más tarde, pasaría por Boston, donde estudiaría música en Berklees y conocería a David Rawlings, antes de recabar en Nashville, donde empezarían a actuar juntos por los bares, como dúo (conservarían el nombre de ella, Gillian Welch, aunque en futuras encarnaciones, cuando en las armonías prevaleciera la voz de David, la cosa se llamaría Dave Rawlings Machine y, más recientemente, David Rawlings, en ese prodigioso disco que fue el Poor David's Almanack de 2017), ella trabajando, además, en un «bed & breakfast» de Franklin, a treinta y cuatro kilómetros de Nashville, hasta el día en que, abriendo en el Station Inn para Peter Rowan, los escuchó T-Bone Burnett. Decíamos que ella también se estaba haciendo esa pregunta por aquel entonces: ¿quién demonios era aquella chica que aparecía en los créditos del último disco de Emmylou? El caso es que, al año siguiente, T-Bone Burnett produjo a la pareja su primer disco, Revival, y ya desde el primer corte, la versión de la propia Gillian de su «Orphan Girl», la canción incluida en el álbum de Emmylou, pero sin las florituras del guisote de Lanois, la cosa estaba clara y sentenciada. En un momento en que a Johnny Cash le endosaban rockeros y Emmylou buscaba sonidos modernos, de repente, una veinteañera desconocida llegada de las colinas de California, y para más inri huérfana, sacaba un disco que apuntaba precisamente hacia el lado contrario, hacia el lado del que todo el mundo, en Nashville, trataba de desvincularse, una apuesta radical por la crudeza y la desnudez del folk montañés. Cualquier diría que aquellos dos jovenzuelos, Gillian y Dave, acababan de llegar a la ciudad desde lo más profundo de los Apalaches. El disco no tiene desperdicio, de principio a fin. Resulta apabullante. «Barroom Girls» (la canción definitiva sobre las camareras de baretos), «One More Dollar» (la canción definitiva sobre los trabajadores temporeros) y «Tear My Stillhouse Down» (la canción definitiva sobre los «moonshiners») quedarán grabadas para siempre en la memoria de la música folk. Retratos del lado más oscuro de la vida rural (experiencias que, aun no siendo de primera mano, demuestran la mano firme y segura de una excelente escritora en ciernes; su carrera, imparable, lo acabaría demostrando). Y el resto es historia, como quien dice. Muchos seguirían después su camino, sin complejos. Pero ella desvió el punto de mira hacia el pasado y la tradición, sin subvertirla, sin aditivos embarazosos, y ahora es una eminencia. El caso es que este disco, junto al primer Cash de Rubin y algunos otros que salieron por aquella época, dignificó nuestros afectos más íntimos (y, en ciertos círculos, en aquellos furibundos años noventa, inconfesables) y nos dio licencia 00 para amordazar a todos aquellos que miraban la música folk y rural por encima del hombro. Enseguida se solidificaría lo de «Americana» para que los modernos de turno no pasaran apuro y, al final, todos contentos. En esta casa, no obstante, desde aquel lejano 1996 en que nos llegó el disco (la amiga de Chicago sabía muy bien de qué pie cojeo —y mucho me temo que me moriré con esta renquera, y ni tan mal—), Gilliam Welch es la reina indiscutible de todo esto. Han habido y seguirán habiendo (si Dios tiene a bien) aproximaciones, pero de ahí arriba no la desbanca, de momento, ni el más granado.