Leavin This Holler
(New West Records, 2024)
Yo no puedo dejar de verlo como un Pokémon, con su mecánica de evolución convergente y sus episodios de paradojas temporales. Ahora le ha dado por el country (a ver lo que le dura el juguete), se está haciendo fotos con mucha gente influyente del ramo (incluida Sierra Ferrell, que yo creo que lo mismo ese día ni se enteró, creyó que era uno de esos forofos cansinos) para ganar credibilidad, disfrazándose de vaquero rudo, siempre con una o dos latas de cerveza en la mano (otro buen cliché de cara a la galería) y, muy en plan «canción del verano», bastante Georgie Dann pero ya sin hueco para más tatuajes, lo está petando en las listas de lo que algunos llaman, o creen que es, la música country (que no es que no lo sea, pero lo es por donde, al menos en este rancho, nunca nos ha gustado que sea, es decir, por la vía de lo hortera). Y así, sin comerlo ni beberlo, nos vemos con que han surgido de repente expertos que jamás habían hablado de esto hablando de esto, explicándonos cómo va la movida y tildándonos de no sé qué por no tolerarlo ni para amenizar una hipotética barbacoa piscinera (que ya son ganas de estropear una buena carne). Lo bueno, como muy bien dice un amigo, es que gracias a «esto», llevados por la curiosidad, un poco como quien fotografía aborígenes llamativos, muchos llegarán a oír otras cosas y descubrirán el trampantojo que les están vendiendo. Y mientras todo «eso» nutre y abulta por el mundo tiktokero (y que con su pan se lo coman, cada cual con su pedrada, o con su barbacoa), van sucediendo, por fortuna, otras cosas, más discretas, no tan saludadas por quienes están o pretenden estar en «la pomada» (mucho cincuentón desubicado queriéndoselas dar de contemporáneo —solo cuando miran las niñas, claro, luego ya no, luego ya a sus vinilos viejos—) que, afortunadamente, sin que se les transparente la desesperación de medrar, siguen a pico y pala haciendo lo que saben hacer (quizá lo único que saben hacer), sin imposturas. Por eso, un disco como este, Leavin This Holler, quinto de la banda y segundo en colaboración con el productor Stewart Myers, y una canción como, por ejemplo, «Hillbilly Happy», nos hace tan montañosamente felices. Porque su autenticidad brilla y nos reafirma en lo que siempre hemos creído (incluso cuando creerlo y sentirlo era un oprobio). Ya en la reseña que hicimos de su anterior álbum, Fortune Favors The Bold (2022) hablábamos de esto (preconizando un poco al susodicho Pokémon —la Pokemona también se las trae, pero bueno, no nos distraigamos—): «Una mera cuestión de energía que va mucho más allá del hábito, que jamás hace al monje, por mucho que nos intenten hacer creer los fantoches. Para empezar no es un disfraz, es auténtico. Enseguida se identifica al mamarracho que jamás se ha puesto un sombrero vaquero o al hijo de familia que se implanta un imperdible demasiado brillante en el pezón o se tatúa un dibujillo que en nada se diferencia de las calcamonías que venían en los pastelillos Bimbo. Disfrazados hay muchos y su música también suena a disfrazada. Cowboys y punks de pega. Pura fachada insulsa tocando música vacía». Los de Russell County, en Virginia, han seguido a lo suyo y, hace poco, estuvieron abriendo para Luke Combs ante nada menos que veinte mil personas en el O2 Arena de Londres, ganando notoriedad por donde mejor se gana, que es por lo cabal, por el sudor y el esfuerzo, y por la autenticidad, que es algo que se tiene o no se tiene, muchas veces más una lacra que un socorro (como canta Gibson en «Traveling Band»: «me gano la vida tocando música country, las facturas no se pagan solas»). También por cantar, con el corazón abierto y sin pretender caer bien a nadie. Ya han pasado diez años (Gibson, el líder de la banda, dice que es lo único de su vida que goza de una década de solera) desde que Isaac Gibson, su mejor amigo, Chase Chafin, y su compinche Bus Shelton, decidieran salir de Castlewood, un pueblo de dos mil cuarenta y cinco habitantes, en la desolada zona boscosa del sur de los Apalaches («donde las oportunidades rara vez llaman a la puerta»), y dejar el porche delantero de aquella casa de la calle Winchester (el nº49) donde se juntaban para tocar, y llevar su música a todos los escenarios a los que les dejaran subirse. ¡Y vaya si les han ido dejando! Sus vidas han cambiado (algunos han formado familia) y eso ha influido en sus letras. Ahora hay una voluntad manifiesta de dejar atrás la hondonada, el valle, y hay muchas lecciones aprendidas por el camino. Hasta han incluido un par de temas grabados con la Orquesta Sinfónica Nacional de Checoslovaquia, deudores de los arreglos de cuerdas de los grandes discos country de los sesenta y los setenta (otra de sus muchas influencias). Pero siguen sonando con la misma contundencia y la misma crudeza con que tocaban en aquel porche, sin halagar con intelectualidad fatua ni modernismos churriguerescos a los oídos finos de los nuevos feligreses atraídos por el sello de la «Americana Music» (a quienes demasiado campo suele producirles urticaria). Country soul de los Apalaches. Nada que ver con la música del universo Pokémon del Country Music Channel.