WILLIE WATSON

Willie Watson

(Little Operation Records, 2024)

Desde que se fue de los Old Crow Medicine Show (de los que fue miembro fundador, vocalista y compositor principal), Willie Watson, calladamente, sin la verbena con que Ketch Secor (único superviviente de la plantilla original) ha seguido dirigiendo la banda, ya más metido en el cotarro, limpio de crudezas punk y bastante más edulcorado, Willie Watson, decía, no ha parado quieto. Y su apuesta, como la de Gill Landry (otro de los inmensos fugados de la banda), sigue siendo cada vez más extrema y arriesgada, de espaldas al oropel, únicamente comprometidos con la materia base, sin refinerías. En el caso de Watson, hay algo, bastante, de entomólogo, de conservador, o más bien de curador, un poco como el Agapito Marazuela de aquellas latitudes, con banjo y guitarra en lugar de tamboril y dulzaina. Eso, claro, le aleja de las multitudes y de las radios. Se gana la vida con sus bolos, otro día otro dólar, suele tocar con Sara y Sean Watkins en la Watkins Family Hour, en Los Ángeles, donde ahora reside, y es miembro habitual de la Dave Rawlings Machine, con los inmensos David Rawlings y Gillian Welch, que tampoco ceden los más mínimo a las imposiciones del mercado y la industria. Pero sobre todo, ya decimos, se ha ganado una reputación de cantante folk itinerante, de trotamundos, dando vida y nuevas alas al viejo cancionero. De ahí salieron sus dos primeros álbumes, el Folksinger Vol 1 y el Vol 2 (que reseñamos por aquí en su día), editados en el sello de Welch y Rawlings, Acony, en 2014 y 2017 respectivamente. Algunos lo recordarán más, probablemente sin saberlo, por su intervención en La Balada de Buster Scruggs, de los hermanos Coen, en la primera historia (la que da título a la película) en el papel de The Kid, de negro riguroso, en el duelo final, matando al vaquero cantante, e interpretando la canción que sería nominada aquel año a los Oscar, «When A Cowboy Trades His Spurs For Wings», compuesta por Welch y Rawlings (al final el premio se lo llevaría Lady Gaga, por el «Shallow» de la nefasta A Star is Born, porque el mundo es así de chusco). Y es así que ahora Willie Watson se nos planta con su primer disco (homónimo) con composiciones propias, aunque no desentona, para nada, con los dos anteriores. Sigue siendo una rendición incondicional y emocionante a la música del pasado, la música de los viejos maestros. El punto culminante es, sin duda, el tema que cierra el álbum, «Reap'em In The Valley», que frisa los nueve minutos. Una narración (hablada) de la llegada del artista a California, sus anhelos, su morriña y su amor por la música, una «canción» que, probablemente, nadie radiará jamás y que, en los minutos finales, pone el pelo de punta. Puro corazón. El testimonio hará (quizá me pase de cándido) que cualquiera que ame esta música, la música de la gente, se sienta irremediablemente conmovido. Watson nos cuenta que ya lleva veinte, o quizá quince, años (nunca se le dieron bien las cuentas) en California y nos habla del desenfreno de Los Angeles, nada que ver con el terruño agrario del nordeste donde se crio. Es muy difícil encontrar en esas calles las raíces. Sunset Boulevard se las ha comido. Pero todo esto no es más que el preámbulo para referirse a cierto día de 1995, al volante de un viejo Volvo familiar por Hector Logan Road. Hay que dejar atrás el pueblecito de Burdett, abandonar el asfalto y tomar el camino de grava que conduce a Seneca Lake, para llegar a la granja de los Argetsinger. Allí, en un cobertizo donde se oxidan dos viejos Packards, es donde esconden la marihuana. Las dotes de narrador de Watson lo emparejan con los antiguos trovadores, los míticos contadores de historias de la tribu. En ese lugar, a la sombra de un huerto de manzanos, fuman, contemplan el atardecer y cantan. «Creedme, no hay nada mejor en este ancho mundo que sentarse bajo aquellos árboles, bebiendo la sidra que se elabora con esas manzanas y viendo cómo se pone el sol en el lado occidental del Lago Séneca.» «Beren se había graduado en el instituto. Yo no. Él tenía un diploma, yo un corazón roto.» Y es entonces cuando salen a la palestra las guitarras y las viejas canciones de Guthrie y la Familia Carter. «¿Sabéis?, en aquella época, en aquella ciudad, no es que uno pudiese entrar en una tienda de discos y comprarse un disco de la Familia Carter. Por eso esperaba con ansia esos momentos.» «Tennessee Waltz», «Sow 'Em On The Mountain» y «Worried Man Blues». «La primera vez en mi joven vida —dice Watson— que canté una canción y lloré al mismo tiempo.» Llámese «Dios» o como se quiera, lejos del mundanal ruido, Watson nos revela que gracias a esas composiciones (que son, en el fondo, su verdadera patria, su terruño), es muy fácil creer en «eso». Y si no se te saltan las lágrimas al oírlo, es que has venido aquí a por otra cosa, y no tiene ningún sentido perder el tiempo en explicártelo, porque no lo vas a entender. Te emocionarán otras cosas, supongo. Tampoco es que me importe. En este caso se trata de complicidad. Pensar que no está uno solo en esto. Así que gracias por la confesión, señor Watson. Tennessee nos queda un poco a trasmano, pero por aquí mismo, en la villa, que es poco más que un pueblo manchego, también seguimos bailando el viejo vals.