BRENT COBB

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Keep'Em On They Toes

(Thirty Tigers, 2020)

Brent Cobb masca y escupe tabaco. Esto es así, te guste o no. En su tierra, Ellaville, Georgia, (mil ochocientos doce habitantes en el censo de 2010) es normal parar el coche en un semáforo y escupir por la ventanilla. Hay hasta arte y pericia en ello. Escupitajos negros aerodinámicos. A los veintiuno pasó cuatro meses en Los Ángeles. Él mismo dice que fue como haber estado en la luna. Vivió un terremoto, le intentaron robar el coche y presenció un tiroteo en la calle. Cosas de ciudad. Pero lo que más le chocó fue ir un día por Sunset con su compañero de piso (natural de Yankton, Dakota del Sur, más rojo, de redneck, que el culo de un mandril) en el viejo Cadillac destartalado de su padre y que les parase la policía por escupir tabaco en la calle (en ese momento no llevaban el consabido vaso de polietileno, tan socorrido). Su música también es eso y suena a eso. A ser como se es y punto. Sin falsos modales ni imposturas. A escupir tabaco en el suelo y no andarse con remilgos. Su padre era reparador de electrodomésticos y tenía una banda de rock. Todo muy blue collar: deslomarse a currar entre semana y, al llegar el viernes, «white shuffle», cerveza y rock and roll. Brent debuta a los siete añitos en la banda de su padre cantando una canción de Tim McGraw (ese country tan para el que le guste –pero que, oye, bien borracho en un garito de un bar de carretera de, por ejemplo, Georgia, entra de lujo y entiendes la vida– se nutriría luego de sus canciones, lo que a Brent, desde luego, le vendría de perlas, no en vano ha escrito canciones para gente como Luke Bryan, Kellie Pickler, Kenny Chesney y los Little Big Town, entre otras glorias; el caso es que él no ha perdido nunca el contacto con esa clase obrera que no oye la música con bolígrafo y cuadernito, esa gente curtida y fatigada que llena los viernes los bares deportivos a lo largo y ancho de toda la nación porque quiere hacerse daño y olvidarse del jefe y de las putas facturas, y en su defensa siempre ha dicho que es fácil que un fan de los Florida Georgia Line, por poner un ejemplo muy extremo, escuche y sepa apreciar la música de Chris Stapleton, Jason Isbell o Sturgill Simpson –grupo en el que, por cierto, suele también incluírsele a él–, pero difícilmente te encontrarás con el caso contrario: un fan de cualquiera de estas majestades que vibre con una canción insulsa y trotona de los Florida Georgia Line; y es que en ambos extremos hay mucho prejuicio y mucha tontería, más quizá entre estos últimos, los orantes semi-intelectualoides a los que se les llena de baba la boca al hablar de la autenticidad de la «americana music» –como si la otra música no fuera americana, en fin, siempre acabo liándome con esto, que les den y punto, a mí qué más me da–). El caso es que de adolescente forma y lidera un grupo, los Mile Maker 5, de singular éxito regional, e incluso llegan a abrir para estrellas de relumbrón. Y luego un buen día todo cambia en un cementerio. Con 16 años, en un funeral de la familia, conoce a su primo, Dave Cobb, que estaba intentando ganarse la vida como productor en Los Ángeles (es muy posible que cualquier disco de country o «americana» que te haya vuelto loco en los últimos quince años lo haya producido él) y le pasa una demo con sus coplillas. Y la cosa cuaja. A los pocos años, en 2006, su primo, que ya anda trasteando con Shooter Jennings (al que le producirá sus tres primeros discos, los buenos), le dice que se plante ya mismo en La-La-Land, porque le van a producir su primer álbum, el No Place Left to Leave. Su primo Dave se ha rendido ante la imaginería lírica de sus canciones. Cuando Brent escribe, dice, sientes como si estuvieras caminando por el paisaje que describe, puedes ver los árboles y la vida cotidiana de la zona rural de Georgia. Zonas embarradas y poco pobladas, bosques remotos, alambiques, moonshine y soul sureño… Y, a partir de ahí, todo rodado hasta esta obra maestra, Keep'Em on They Toes (su cuarto álbum), en medio de un año tan plagado de miserias (no solo musicales). Si bien en los álbumes anteriores se centraba más en los lugares y las personas, en este ha querido cederle mas espacio a la reflexión y los sentimientos. No es de extrañar, estando el mundo como está. Ahora, eso sí: country auténtico. Canciones de casa, grabadas en Durham, Carolina del Norte, esta vez con Brad Cook de productor (Hiss Golden Messenger, Bon Iver, BJ Barham, Brandi Carlile…). El tema «Soap Box», compuesto mano a mano con su padre y con Nikki Lane en la retaguardia, es el mejor regalo que nos podían haber hecho para dar por finiquitado este 2020 tan inmundo. «Cuando escucho este álbum –dice Cobbs–, siento que estoy ahí sentado con alguien, conversando. Y me gustaría que la gente sintiera eso mismo, que está sentada con un viejo amigo al que no ven desde hace mucho. No hay nada como estar solo, escuchando un disco tranquilo y coloquial, como aquellas viejas grabaciones de Jerry Lee Lewis, Roger Miller o Willie Nelson. Espero que mi música sea así para alguien». Pues lo es, amigo. Vaya que si lo es. Y espera un segundo, no te vayas aún, que todavía falta un rato para el toque de queda. Esas aceitunas son del pueblo de mi padre, pruébalas, anda, mientras yo voy a la cocina a por otro par de cervezas.

RAY WYLIE HUBBARD

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Co-Starring

(Big Machine Records, 2020)

En un primer momento todo pintaba a película bochornosa: popular discográfica de country-pop de Nashville (la Big Machine Records de Taylor Swift y Scott Borchetta, en la que también estuvo involucrado al principio Toby Keith, suma de horrores, Dios mío, este paréntesis no puede dar más grima, cerrémoslo ya), contrata a viejo músico legendario para protagonizar un disco junto a un radiante plantel de fabulosos actores secundarios. Aunque ya no se diga así, «actores secundarios», como tampoco se dice «telonero», porque todos tienen su ego y su corazoncito, y lo de secundario, «segundo en orden y no principal», como que no se digiere muy bien, como que un poquito de respeto, por favor, como que mejor, si acaso, «de reparto», o incluso, «coprotagonista», mano a mano con la estrella, preocupación sobre todo de mediocres, por otra parte, de gente presuntuosa que no suele estar a la altura y que se considera genial (los típicos «figurettis», actores secundarios Bob, que se mosquean si alguien de la banda destaca más que ellos), cuando no hay más que fijarse en cualquier gran producción, para ver que la calidad suele hallarse en los márgenes, en segundo plano, a veces hasta fuera de foco e incluso «en off». Ahí atrás es dónde se llevan a cabo las mejores interpretaciones. Y Ray Wylie Hubbard lo sabe, porque él siempre ha sido uno de esos segundones. Nunca dio el gran salto y está más que acostumbrado a moverse en la sombra. De hecho, la ama y la busca, ajeno a las luces de neón y a las listas de éxitos, escribiendo canciones que luego popularizarán, o no, otros peores que él (salvo en el caso de Jerry Jeff, claro), y haciendo puntualmente discos gloriosos de los que casi nadie se hace eco, salvo los, no tan pocos, que lo atesoran como el luminoso e inspirador secreto, nativo de Oklahoma pero adoptado por Texas, que es, sigue y seguirá siendo. Así que lo que sonaba a priori tan mal, lo que hasta a juzgar por la cubierta podía parecer un álbum absolutamente prescindible, ha acabado siendo lo que no podía dejar de ser en ningún momento: otro glorioso álbum (el decimoctavo) del inmenso pastor de crótalos, Ray Wylie Hubbard, esta vez coprotagonizado, por orden de aparición, por: Ringo Starr (en ningún otro tema del disco suena la batería como lo hace –crema– en el tema que la toca él con su apoteósico pantalón de chándal), Don Was, Joe Walsh, Chris Robinson (¡¿pero qué maravillosa fantasía es esta?! ¡¿Un tema, «Bad Trick», para abrir el disco, en el que tocan a la vez miembros de los Beatles, los Eagles y los Black Crowes?! ¡¡¡Compro!!!), Aaron Lee Tasjan, The Cadillac Three, Pam Tillis, Paula Nelson, Elizabeth Cook, Tyler Bryant & The Shakedown, Ashley McBryde, Larkin Poe, Peter Rowan y Ronnie Dunn. Rollo reparto de El Coloso en Llamas. Y todos bordando sus interpretaciones al servicio del viejo Hubbard. Respeto total. Un honor (y un regalo) ser «segundo en orden y no principal» de esta mala bestia. Y la cosa suena como suena porque han ido a tocar en su huerto. Han ido a chapotear en su pantano y a comerse su barbacoa sin preguntar por la procedencia de la carne…, te la comes y te callas, que están tocando los mayores. Hay un rendido y emocionante homenaje a Mississippi John Hurt (con Pam Tillis) y al momento en que alguien le comunicó a Ray en el estudio que Tom Petty había muerto («Rock Gods»)… Y sigue siendo un maestro de las letras. Un magnífico «storyteller», de la misma sacrosanta escuela de Ramblin' Jack Elliott (esto es: puedes ir a un concierto suyo y después de dos horas darte cuenta de que no has oído ni cinco canciones, porque casi todo habrá sido él hablando, relatando sus increíbles historias, humor e hipnosis, ¡maldito encantador de serpientes!). Solo destacar, para terminar, otro gran momento. ¿Cómo no rendirse a sus pies ante el trío que se marca con Paula Nelson y Elizabeth Cook? «Salta a la vista que eres una mujer de buen gusto / por ese tatuaje de Reba McEntire. / Y me encanta cómo llevas el pelo, / más explosivo que un Cutlass 4-4-2. / Me dejaste de piedra cuando te acercaste a la gramola / y pusiste “A Boy Named Sue”. / Aparte, bebes como un marinero de permiso. / Eres el sueño hecho realidad de cualquier vaquero. // CORO: Voy a beber hasta que vea doble / y voy a llevarme a casa a una de las dos». Hell, yeah.

ZEPHANIAH OHORA

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Listening To The Music

(Last Roundup Records, 2020)

Sostiene Zephaniah, y no le falta razón, que la gente se cree que uno tiene que ser de Texas o de Nashville para tocar este tipo de música. Tonticos tiene que haber en todas partes y, probablemente, es sano que los haya (aunque solo sea por las risas que nos echamos luego). Claro que quienes aceptan la intrusión no lo harán sin antes clavarle al foráneo de turno una buena etiqueta en el pecho: «nuevo tradicionalismo» (¿nuevo por qué?, ¿hubo uno antiguo?, vaya castaña, niño) o «countrypolitan», que queda siempre de los más pintón y hasta puede parecer que estás diciendo algo relevante de lo que se ve que estás muy enterado para así, al menos, poder justificar, si bien de un modo bastante exiguo, tu sueldo (si es que acaso te pagan, también te digo; miserias de la prensa musical y de cualquier prensa, ya que estamos). En fin. Zephaniah es nativo de New Hampshire y residente en Nueva York. Como es de ciudad (¡y qué ciudad!) y, además, tira de tradición, pues eso, toma dos etiquetazas y adiós muy buenas, ya está dicho todo. ¡Venga ya! Han pasado tres años desde su deslumbrante debut, This Highway, y el círculo sigue sin romperse. De nuevo sostiene Zephaniah (con permiso de Tabucchi) que, tal y como él lo ve, la música country va sobre todo de ser fiel a uno mismo y de contar historias honestas y auténticas. Y sostiene también que eso puede hacerse en cualquier sitio. Así que no se trata de una cuestión geográfica. Tres acordes y la verdad, ¿te suena? Y es por eso que puede haber country en Nueva York, en mi casa de Madrid, en una azotea de Córdoba y hasta en medio del desierto de los Monegros. Si bien es cierto que Nueva York se presta. Los seguidores de este blog ya sabrán de lo que hablamos. En efecto. De Williamsburg. Del Skinny Dennis. Poco menos que un epicentro. Una escuela. Honky-tonk en toda regla. Y por allí acabaría recabando el bueno de Zephaniah, coleccionista y estudioso de discos viejos, después de muchas noches de pinchadiscos, con el sonido magro y depurado del mejor Bakersfield de los sesenta que sabía destilar al frente de su exquisita banda, los 18 Wheelers, con quienes empezó haciendo versiones, antes de ponerse a componer sus propios temas y grabar aquel primer álbum en el que desplegó su rendida adoración por los gigantes de su santoral: el Merle Haggard del inmortal Big City y, por supuesto, Gram Parsons. También lo suyo le viene de familia profundamente religiosa y de mucha iglesia. E insisto en lo del círculo irrompible. Pienso en el himno cristiano de Charles H. Gabriel y Ada R. Habershon, que inmortalizaría la familia Carter. Pero más aún en el disco de la Nitty Gritty Dirt Band. Aquella obra fundacional en la que el grupo californiano se mezcló con las viejas glorias de la música country, para perpetuar la tradición y luchar contra el olvido. Mucho hay de eso. No es pose ni ejercicio de estilo. Es algo auténtico y heredado que nunca pasará de moda, aunque les joda a los «adelantados». Es el mismo corazón que palpitaba en los viejos porches y en los bailes de granero. En los bares de carretera y en las cabinas de los camiones de dieciocho ruedas. Música de la gente. Folk music. Sin etiquetas de curso moderno. Él lo mamó desde que era un renacuajo (muchos himnos, Ray Price, Red Simpson…) y eso es lo que que le sale de manera natural, aunque tenga el puente de Brooklyn de fondo en lugar de un rancho californiano o de Texas. Estuvo en el Skinny Dennis desde su fundación. Y en esta segunda entrega de sus canciones, Listening to the Music, producido nada menos que por su amigo Neal Casal (una de las últimas cosas que hizo antes de largarse de esa manera y dejarnos a todos tan desconsolados), sostiene Zephaniah, concretamente en el tema «Riding this train», que andan diciendo por ahí que la gente como él tiene los días contados, que debería empezar a comportarse de acuerdo a su edad; sostiene que sus amigos se largan de la ciudad para irse a vivir a los plácidos suburbios de las afueras, sostiene que es verdad que la juventud le abandona a toda velocidad (bares, noches y amores perdidos, ¿qué esperabas?), pero acto seguido sostiene que se siente vivo y que, como quizá mañana ya no esté por aquí, lo que va a hacer es coger su vieja guitarra y ponerse a cantar otra canción country. Porque eso es lo que le gusta y porque no conoce otra forma de expresarse. Cantar esto es estar en casa. Lo mismo que escucharlo. Algo sincero y espontáneo. Y lo mismo en Nueva York que si, por los azares del destino, acabará chapoteando en un arrozal de la China Popular. Es lo que hay. Y al que no le guste o le parezca impostado, que le ponga la etiqueta que más le sosiegue y que se compre un mono.

JOSHUA RAY WALKER

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Glad You Made It

(State Fair Records, 2020)

Hace un año, en la cubierta de su primer álbum (Wish You Were Here), Joshua aparecía en la barra de un Honky Tonk de Dallas, Texas, su ciudad natal, solo y agarrado a una lata de cerveza. Tiene veintinueve años. Empezó a tocar la guitarra a los doce y compuso su primera canción a los diecinueve. A partir de entonces ha tenido una agenda de lo más delirante, con más de doscientos cincuenta bolos al año, compartiendo escenario, ahogándose en cerveza y arrastrando su tristeza con gente como los Old 97's, los Vandoliers, el gran BJ Barham (de American Aquarium) y Colter Wall, antes de meterse a grabar su primer disco en los míticos Garland's Autumn Sound Studios donde Willie Nelson grabó el legendario Red Headed Stranger. Un puñado de canciones tristes sobre almas perdidas, prostitutas de áreas de servicio y gente jodida en general. Joshua no habla de oídas. Ha conocido y se ha relacionado con esa fauna, caracterizada en aquel primer disco por los cuatro personajes que salen al fondo de la cubierta, al otro lado de la barra, esa parroquia anochecida y solitaria, convaleciente de una soledad que ninguna compañía es capaz de atemperar. De canijo, Joshua, de la mano de su madre, que se dedicaba a la promoción de deportes de motor, fatigó toda clase de eventos rednecks: competiciones de «monster trucks», carreras de motos, carreras de coches, carreras de barcos…, carreras de cualquier cosa que tuviera un motor estruendoso. Así es que vivió rodeado de máquinas atronadoras y fascinado con las mujeres toscas (rústicas y «peligrosas en los bordes) que contrataban los organizadores de los eventos (normalmente su madre) para lucir palmito y promocionar algún producto: sonrisas tatuadas a la fuerza y bikinis mínimos. Joshua trabó amistad con ellas, descubrió la pena que arrastraban y la dureza que ocultaban sus vidas. Una de ellas acabaría siendo su canguro. Joshua recuerda que se limitaban a hacer su trabajo. Sonreían, asentían y se movían de un modo excitante, aunque someramente calculado, como si estuviesen encantadas de estar allí. Él, entre bambalinas, las veía sonreír para la foto, tolerarle la insolencia al imbécil de turno y luego darse la vuelta poniendo los ojos en blanco, con mirada asesina. Esa dualidad, ese darse la vuelta, ese gesto de hartazgo resignado, casi de desesperanza, es la soledad, la rabia y la tristeza que luego se colaría en sus canciones. El disco fue un éxito y en menos de un año ya se estaba metiendo en el estudio para grabar el segundo, este Glad You Made It que hoy reseñamos, para el que decidió intentar mostrarse más optimista, más animado, y puede que lo consiguiera en la música y el ritmo (hay un poco más de Tennessee), pero el ánimo subyacente sigue siendo el mismo, porque esa pena no se quita de la noche a al mañana (no se quita, y punto), y reaparecen aquellas chicas demolidas, como la protagonista del tema «Boat Show Girl». La cubierta no engaña. Ahora hay fiesta y luz. Parece que hay cachondeo y risas. Dinero y alcohol, y hasta un enano. Pero Joshua, que ahora sostiene un vaso de bourbon, sigue estando solo y cantando canciones de gente desguazada, aunque sea con un envoltorio más festivo (la cosa se grabó en un piso Airbnb de East Nashville que, con ayuda del productor, John Pedigo, transformó en un estudio provisional por el que fueron pasando los músicos a beber, a hacer el idiota y, ya de paso, a grabar lo que cayera, y claro, ese ambiente de fiesta perpetua se cuela en la música: hay yodel, hay honky tonk, hay vientos y hasta hay un poco de noise-rock, en el tema de «D.B. Cooper» que cierra el disco) lo que las vuelve aún más devastadoras, si cabe. Él, de todas formas, lo tiene claro. «Escribo canciones sinceras, de acuerdo, pero al final del día, si pretendo ganarme la vida, lo que realmente tengo que hacer es vender cerveza. Me pagan por conducir durante largos períodos de tiempo, montar el equipo y quedarme hasta tarde intentando que la gente no deje de comprar alcohol. Ese es mi trabajo. Y, en ese sentido, siento la conexión con las chicas de las carreras con las que conviví de crío: hay que tener algo brillante y reluciente para que la gente se quede y se gaste el dinero». No nos engañemos. Damos esa cara, pero luego nos giramos y torcemos el gesto. Estamos solos y todas las historias de amor están condenadas a pudrirse. Mientras tanto, banjo, pedal steel, B3 Organ, acordeón, trompeta y, como decía Ray Cheek, a quien Joshua Ray cita en las notas del disco: «Reza a Dios, pero procurar nadar hacia la orilla», por si acaso.

PORTER & THE BLUEBONNET RATTLESNAKES

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Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You

(Cornelius Chapel Records, 2017)

Es inevitable, el modo en que termina el trallazo final de «East December», el último corte de este Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You, ya siempre sonará a hierro escacharrado y a cristales rotos. Hasta el título hace que se te retuerzan un poco las tripas, «No te vayas, cariño, sin ti esto se va a poner raro». Quizá habría sido mejor no saberlo. No mancharlo todo con el descorazonador recuerdo de ese fatídico 19 de octubre de 2016 en el que todo se fue al carajo. El disco sería editado póstumamente, al año siguiente de que todo se manchase de sangre. Chris Porter no llegaría a verlo. A los pocos meses de grabarlo en Austin, Texas, producido nada menos que por Will Johnson, de Centromatic, y con las colaboraciones estelares de los Mastersons (guitarra y violín en «When We Were Young», otro buen derechazo directo al hígado, porque no le dio tiempo a dejar de serlo, joven, digo), Shonna Tucker (de los Drive By Truckers) y John Calvin Abney (compinche de John Moreland), todo gloria, a los pocos meses, decía, Chris Porter se mató en un accidente de tráfico, camino de un bolo, a las afueras de Baltimore. Y es horrible pensar en todo lo que podría haber venido después, porque con este álbum, después de los años de formación en sus dos otras bandas, The Back Row Baptists y Some Dark Holler, aparte de su colaboración con los Pollies (Porter and the Pollies) y su debut en solitario (This Red Mountain, en el que aparecía también el inmenso Jon Dee Graham, de quien ya hablaremos en otra ocasión), con este Don't Go Baby…, en compañía de los Bluebonnet Rattlesnakes, alcanzó la cima, lo clavó. En este disco está todo, constituye un resumen de todas las fatigas que tuvo que padecer (cualquier músico de esta lamentable era de industria emasculada que nos ha tocado vivir, se reconocerá, no sin cierto rubor, en sus peripecias) hasta llegar a la inusitada confianza, e incluso la fanfarronería, de la que hace gala en estas once canciones. Como dice un buen amigo suyo, Chris Prunckle (no os perdáis sus Wannabe, maravillosas reseñas de discos dibujadas en seis viñetas), en la grabación de este disco puso todo la carne en el asador: «canciones de rock sureño, country y americana sobre el amor, la perdida y la vida, que abarcan todo lo que Porter había sido y era hasta aquel momento: todas las bandas, todas la carreteras interminables, todas las madrugadas sobrevividas en bares, todos los suelos que le sirvieron de cama y todos los amigos que conoció en el camino… todo eso culminó en la creación de estos 41 minutos mágicos que ahora podemos arrebatarle a las garras de la muerte». Y todo ello sin perder el sentido del humor, lo que quizá haga su pérdida aún más dolorosa. Claro que es muy fácil, y muy humano, padecer ahora estas canciones bajo la luz de la tragedia, como si hubiera en ellas algo que, de alguna manera, la preconizara. Probablemente no sea así. Probablemente no haya en ellas nada de elegíaco ni de dolorosa despedida. Pero eso, yo al menos, no soy capaz de discernirlo. Cuando el disco llegó a nuestras manos, él ya se había largado al GRAN QUIZÁS, como diría Alphonse Louis Constant. Y no puede ser más cierto que la «Shit Got Dark», como dice el título del séptimo tema del álbum… y que lo digas, joder Chris, y que lo digas («ya casi lo tenías»). Pero qué gloriosa manera de irse (y no nos referimos, obviamente, al accidente, que también, sino a este disco).

WILLI CARLISLE

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To Tell You The Truth

(Self-Released, 2018)

Lo conocimos a través de un glorioso vídeo en blanco y negro grabado en las calles de NOLA (New Orleans), gracias, como tantas veces, al canal de YouTube de Western AF. La canción «Cheap Cocaine», de su primer EP, Too Nice To Mean Much (2016), un tema acerca de «ser adolescente, drogarte a tutiplén en una casa llena de punks y llamar a tu madre para decirle que te gustaría no seguir haciéndolo mucho más tiempo». El vídeo es un plano secuencia que sigue a Willi Carlisle, con su guitarra y su armónica, por las susodichas calles de Nueva Orleans. Y ahí esta todo. Vaqueros, chupa, botas camperas y hebillón (falta el sombrero que suele ponerse), su voz, su presencia, su actitud de viejo estafador que se las sabe todas, de vendedor de elixires fraudulentos, de ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (sus letras tienen mucho de juego malabar). Recolector de la vieja vieja música folk tradicional, pero sin el hedorcillo intelectualoide de Washington Square. Willi Carlisle tiene la sensibilidad de un poeta, sí, pero también la elocuencia de un descacharrante humorista. Lo mismo te monta un concierto para niños en una biblioteca pública que se despelota y se empieza a dar porrazos en la cabeza con el micrófono en un garito infecto y estridente de música punk en el que ni siquiera te piden la identificación al entrar. Antiguo, viejuno (a sus treinta y un años) y, a la vez, como subrayó en su momento el Orlando Weekly, tremendamente vanguardista («hogareño y sesudo» según el Washington Post). La canción, y el vídeo, «Cheap Cocaine», son brillantes. Es verlo y querer seguir con él un buen rato. De las más de quinientas mil visitas, puede que cerca de cincuenta sean nuestras. De ahí fue ir de cabeza a bichear en su página de Bandcamp y pillarnos todo lo suyo. Hay poca información en redes, pero circula por ahí un fantástico artículo de Lara Hightower, publicado en el Arkansas Democrat Gazette el 29 de abril de 2018, en el que se nos revelan muchas cosas. Nativo de Wichita, Kansas (o como él siempre dice: «De fuera»). Fue capitán del equipo de fútbol de su instituto y miembro de los Madrigals, donde disfrazado y con corona de plástico cantaba música medieval y renacentista. El rarito. «Siempre un poco en las afueras, nunca bien amado, creo que por estar siempre hosco y de mala leche. Aún no sé muy bien por qué». La música fue su vía de escape. La colección de vinilos de su padre, trompetista y antiguo músico de bluegrass. Sobre todo cosas rarunas, música de vaqueros bizarros, Robert Crumb & His Cheap Suit Serenaders, canciones sucias y canciones sentimentales. Luego, ya en la facultad, entrega total a la poesía, sin olvidarse de la música, militando en horribles grupos punks de Illinois (de los que no quiere ni decir el nombre, no vaya a ser que la gente dé con ellos en el puto MySpace), baretos llenos de gente ruidosa y escacharrada y cerveza tirada de precio. Y muchos bailes de granero. Aprende, sin ayuda de nadie, a tocar la guitarra, el banjo, el violín y el acordeón («con distintos grados de destreza»). Y de ahí la mezcla explosiva con la que empieza a girar en su viejo autobús de quince plazas con la frase «Comunidad de la Iglesia Baptista de Osage Mills» impresa en la carrocería: poesía, teatro, square-dancing, música del renacimiento y ruidos raros. Canciones e historias, recursos visuales, chistes malos y variedad instrumental. «One man band». Un demente de lo más entretenido. To Tell You The Truth, su segundo disco, es Willi Carlisle en toda su desnudez, gloria y vulnerabilidad. Él solo con sus instrumentos y sus historias. El Willi que podrías escuchar en la carretera o en la esquina de una calle. «Piezas populares de los viejos tiempos, composiciones jamás escuchadas y baladas interpretadas a voz en grito. Un álbum en solitario, íntimo y vulnerable».

S.G. GOODMAN

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Old Time Feeling

(Verve Forecast, 2020)

Kentucky seco, sí, como el libro de relatos que supuso el debut del gran Chris Offutt. Eso es este Old Time Feeling con el que debuta S.G. Goodman en solitario. Kentucky puro y duro, seco, sin agua. Autenticidad no buscada, ni impostada, sino padecida. El álbum esboza su experiencia como hija de un granjero de la zona occidental de Kentucky, concretamente de Hickman, un pueblo de tres mil habitantes junto al río Mississippi. Y una intención de acabar con los estereotipos que niegan o son sencillamente incapaces de capturar la verdadera esencia del Sur, de desmontar las ideas preconcebidas acerca de lo que supone vivir en una comunidad rural (de vivir de verdad, no de visitante, no de acabar de instalarte porque te ha dado por ir de salvaje, cultivar un calabacín o cruzarte con una culebrilla y hacerte un selfie). Goodman es muy crítica con eso y con el sistema social, político y económico que ha moldeado las vidas de su familia y de sus vecinos. De ahí, por cierto, la crudeza y la sequedad de su sonido. Es bourbon, solo, a palo seco. Es una cosecha anual de maíz para tres niños, que luego ellos mismos van a tener que recolectar a mano y venderla para poder comprarse la ropa del colegio. Es ser gay, mujer y de izquierdas en un condado abrumadoramente conservador. Es un sonido de ir a la universidad en Murray y tropezar de golpe con la escena post-punk de la ciudad. Es graduarse en una tienda de discos (algo ya cada vez menos posible), en este caso la popular Terrapin Station (920 S 12th St, Murray, KY 42071). En la ciudad el ambiente es mucho más abierto, pero ella no renuncia a su origen rural. Hija de campesino, así se define y eso es lo que es. Su intención coincide con la de Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan en The Liberal Redneck Manifesto (El Manifiesto Redneck Rojo). Ella podía haber sido una de las firmantes del libro. Su compromiso político, potente y necesario, sale a la luz en todas sus entrevistas. «El Sur es un lugar complejo. El tema del orgullo sureño es complejo. Yo me siento enormemente orgullosa de mis orígenes y de la gente que me rodea. Pero, al mismo tiempo, no hay duda de que existen algunos ciclos generacionales que necesitan ser quebrantados, interrogados y bajados de sus pedestales», como las estatuas de Robert E. Lee, sin ir más lejos. Hay que oír la voz de la gente. Oír lo que tienen que decir. Y desde ahí cavar hondo. En la canción que da título al álbum, «Old Time Feeling», suelta una frase demoledora que identifica ese posicionamiento de chichinabo que algunos esgrimen, muy dignos, henchidos de orgullo y compromiso moral (normalmente desde un teclado): «Oh, y escucho a la gente decir lo mucho que desea un cambio / y luego la mayoría hace una cosa de lo más extraña: / se muda a donde todo el mundo siente lo mismo». Esa huida es lo fácil, aunque entiende que a muchos no les queda más remedio que irse porque o bien en su terruño no hay trabajo o bien, simplemente, porque quedarse allí es peligroso. Pero la única manera de inducir el cambio no es opinando desde la distancia, sino viviendo tus ideas políticas delante de la gente, en carne viva. Claro que tampoco nos llamemos a engaño, este álbum expresa esas ideas de forma muy contundente, en ese sentido podría considerarse un álbum político, al fin y al cabo todo en esta vida es política, pero no es uno de esos insufribles y circunstanciales álbumes políticos de dar la chapa y vomitar soflamas enojadas. Tampoco es un álbum conceptual. Es una instantánea de un período de tiempo muy particular de su vida, un momento en el que S.G. Goodman estaba atravesando una ruptura sentimental. Un álbum de estar jodida por ver cómo sufren tus vecinos, pero también un álbum de estar triste en tu habitación porque alguien te ha roto el corazón. La puta vida misma, en definitiva. Y coproducido, además, por Jim James, de My Morning Jacket. Así que, tonterías las mínimas.

THE 40 ACRE MULE

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Goodnight & Good Luck

(State Fair Records, 2019)

Imaginaos por un momento a esa mula. La de los cuarenta acres. La de la Orden Especial de Campo nº15 proclamada por el general Sherman el 16 de enero de 1865: dieciséis hectáreas y una mula para los esclavos liberados dispuestos a colaborar en su plan de reforma agraria (el pequeño pedazo del pastel que muchos años más tarde Spike Lee reclamaría para bautizar a su productora). Esa mula. Las mulas. No el prestigioso caballo que daría lugar a la estampa de los Centauros del Desierto. No. Kit Carson lo sabía. Nunca quiso caballos. Era un hombre práctico. Y muy zorro. Amigo de indios. Sabía que el secreto estaba en las mulas. Que el territorio abrupto del suroeste de Estados Unidos no era apto para caballos delicados. Y que si gracias a algo se conquistó el Oeste, fue gracias a las mulas. Esas mulas. Las de los cuarenta acres. Duras, recias, infatigables y cabezotas. Como esta música que hoy reseñamos. Antes lo llamaban «boogie-woogie». Lo llamaban «rhythm & blues». Ahora lo llaman «rock & roll». Son palabras de Chuck Berry. Muchas fronteras cruzadas: country, soul, rock…, todo eso y mucho más. La mezcla. Little Richard, sí. Y Bo Diddley y Ray Charles. Pero también el Reverendo Horton Heat, Alejandro Escovedo, Rosie Flores, Jon Spencer Blues Explosion y los Old 97s. Punk y rockabilly. Desde 2015, en los antros de Dallas, Texas, tocando para diez amigos. Leyendo y escribiendo mensajes en las paredes de los cuartos de baño más infectos y apestosos del Estado de la Estrella Solitaria, hasta debutar, de manos del legendario Scott Beggs, en el Bomb Factory. Ahora ya no hay quién les pare. Quienes los han visto en directo ya se han unido a la causa del inmenso J. Isaiah Evans, voz y guitarra, la auténtica mula de estos 40 acres. Cinco años les llevó grabar el contundente Goodnight and Good Luck (referencia, en efecto, a las famosas palabras con que se despedía el periodista Edward R. Murrow cada noche en su programa, See It Now, de la CBS, interpretado por George Clooney en la película que él mismo dirigió). «Muchas de las canciones», afirma Evans, «son sobre las malas elecciones que tomamos en la vida, sobre cosas que hacemos por la noche, cosas de las que luego nos arrepentimos, o no. Es como jugar con esa frase, «que se te dé bien la noche y que tengas buena suerte con el problema en el que, seguro, acabarás metiéndote». Dicen sus fieles que el disco transmite la energía y la intensidad de sus descomunales directos. El tirón de la mula se hace sentir en cada corte. Citas de una noche, baladas de asesinatos, mujeres traicioneras y lentas serenatas dedicadas a amores perdidos… vamos, el viejo y bueno rock & roll de toda la vida de Dios. Sonido sin desbastar, con todas las asperezas y tosquedades de lo grabado a pelo, y con la raíz de Big Mama Thornton y todos los viejos maestros del R&B. Lo que tocaba el abuelo, pero con más decibelios. Música que no se olvida de la historia. Mulas que guardan memoria de sus cicatrices. De aquellas oportunidades prometidas que nunca llegaron a cumplirse. Agallas y músculo. Saxofón, congas, guitarrazos, humo y sudor. Música terca como una mula de Missouri. Rock & Roll de carga y trilla.

NICK SHOULDERS

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Okay, Crawdad

(Self-released, 2019)

Un lagarto bicéfalo, una botella rota, un banjo roto, la mandíbula de una criatura de extraños colmillos, una flecha partida, un machete mellado para ir abriendo trocha, mosquitos, un sombrero con ojos y boca que parece estar asustado y una granja en llamas… todo eso rodea el autorretrato que ilustra la cubierta, y el álbum suena precisamente a lo que tendría que sonar una estampa semejante, ni más ni menos. Yodel y silbidos elaborados a lo largo de toda una infancia persiguiendo lagartos por las montañas Ozark. Río, cieno y ruidos de cosas que huyen o fornican en la espesura. Añádase al guiso sus estrechos vínculos familiares con la música tradicional sureña y años de desgañitarse con su guitarra en esquinas oscuras de calles vacías, y ya estaría: música campestre híbrida y estridente del gran silbador errante y curruca zarcerilla, el inigualable Nick Shoulders, nacido en un remoto valle oscuro y criado para ser pisoteado en las pistas de baile de Nueva Orleans, ciudad y decorados que ahora considera su hogar. Música «honkabilly». Música de cocodrilo, música que hará ponerse a bailar al mismísimo Bigfoot, si es que pasa por allí, y ya de paso a todos tus muertos. Música con fondo de grillos y de criaturas que cazan en la oscuridad. Música de bichos que se escabullen y luciérnagas que se apagan. Música de matorral denso y espinoso. Música de la decadencia del sur de Louisiana. Grabada casi toda en vivo a finales de diciembre, a pelo, sin red, en cinta de toda la vida, de la de rebobinar con boli, y muy por debajo del nivel del mar. Canciones de dolor y alivio de las Tierras del Sur Estadounidense, «un gañido contra el lodazal de un mundo marchito», como él mismo se describe. Este es su primer disco de larga duración tras su demo en solitario de finales de 2017, Nothingmaster (Maestro de nada). Desde entonces ha viajado mucho en la autocaravana en la que vive con su enorme perro de sesenta kilos, Moose, un amor que, a veces, se cuela en sus vídeos. Ha tocado con notabilísimos contemporáneos, como Sam Doores y The Deslondes. No ha parado de sudarlo. Es, además, un hombre comprometido con la dignidad y el valor de lo que hace, no se va a peinar ni a adecentar para ti, y siempre estará radicalmente en contra de que el conservadurismo blanco, anacrónico e intolerante, se adueñe de la música country que tanto ama, en honor y memoria de los buenos viejos tiempos de Slim Whitman y todos los inmortales vaqueros cantarines muertos de la gran pantalla. Y lo acomete haciendo gala de una habilidad pasmosa en la ejecución, tanto vocal como instrumental, bordando una perfección de lo más acrobática; es todo un espectáculo y un gusto verle tocar. Lo ves y te fías de él. Aquí no hay pose ni imitación. Una exquisitez sorprendente, radical, sin concesiones. Mucho bosque y montaña. Humedad y cebo de pesca. Ese olor a renacuajo. Y ese sonido de ramas que crujen. Música de pantalones sucios porque has estado deslomándote en el campo, porque te has mojado el culo pescando y has tenido que quemarte luego las sanguijuelas con un mechero. Música de rata almizclera que te roba el transistor y se zambulle en el agua. «Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay-ee-la-ee-ay-ee-lee-ay».

KRISTA SHOWS

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Prone to Wander

(Frumabuv Records, 2020)

Empezaremos sosteniendo, sin medias tintas, que Prone to Wander nos parece, sin duda, el debut más impresionante, ya en las postrimerías, de este año tan extraño y enojoso. Lo primero que llamó nuestra atención fue la voz, profunda y vivida, de esta camarera nacida en Texas y criada en Greenwood y en Jackson, Mississippi. Ahí claramente pasaba algo y queríamos saber qué. En la canción «Full of sin», último corte del álbum, identificamos algunos rastros de su biografía. «Mi padre y mi madre me invitaron a quedarme, / a ir a la iglesia todos los domingos, a escuchar las buenas palabras que decían, / pero yo me adentré en el bosque y encontré mi camino, / di con el Señor en los árboles y en un lago». Crecer en el Sur Profundo, en la doble cara de su día a día. Eso es lo que pasaba en su voz. De ahí esas tripas, toda esa entraña que se cifra en la gravedad de su timbre. Su padre sirvió como predicador de la Mississippi Baptist Convention Board, y Krista y su hermana solían cantar antes de sus sermones, por lo que la música siempre estuvo presente en sus vidas, como en tantas otras infancias maceradas en el Delta del Mississippi. Ahora vive en Asheville, Carolina del Norte, a donde se mudó después de grabar una maqueta en un granero tras conocer a Scott Sharpe (el músico a cargo de las guitarras y el pedal steel en el «Dream Team» que configura la banda que la acompañaría luego en este impecable Prone to Wander, en efecto, «propensa a vagar»), y si se mudó a Asheville, como expresó en la entrevista que le hizo Joe Greene en los estudios de la WNCW, no fue solo por la apasionante escena musical (una de las más frescas y vivas del país) sino, también, y sobre todo, por la belleza geográfica. Ella misma se declara una «freak» de la naturaleza. La letra de «Full of sin» habla de esa terapia de lo salvaje que ella siempre ha buscado: «Encontré un lugar en la zona norte de Mississippi / que encaja conmigo de maravilla, / no hay mucha gente, pero los que viven allí / me recuerdan lo que de verdad importa, y que la vida no es justa». El camino ha sido duro hasta llegar a ese lugar. Se han sucedido pérdidas, abandonos y deserciones. Esa tristeza la arrastra en su voz. El estribillo no oculta nada: «Soy una chica llena de pecados, / he hecho daño, menos hacia fuera que hacia dentro, / bebo y fumo, hago música con los amigos, / no tengo la menor consideración, mi indulgencia tiene un límite». Ser camarera, ellas lo saben, conduce muchas veces a esa clase de desazón. Mientras atendía mesas se apuntó a un taller de composición de canciones. Eso le abrió las esclusas para verter todo lo que llevaba dentro y volver a encontrar en la espesura un hilo de comunicación con los demás. Muchas veces es eso (ellas lo saben) o el asesinato. Fue catarsis, simple y pura. Hay mucho dolor, mucha pérdida y mucho aprendizaje en sus canciones. Es, de hecho, un álbum sobre la aflicción y sobre la necesidad y la capacidad de sobreponerse a las circunstancias adversas. Krista tiene ahora treinta y un años. En «Full of sin» continúa diciendo: «Me encuentro con gente que llevo años sin ver. / Me preguntan cosas que no me interesan para nada: / ¿Qué has estado haciendo? ¿Te has casado? / En nada cumplirás los treinta y se te va a pasar el arroz». Pero ella sigue irredenta. Es probable que prefiera la compañía de sus lechugas y de sus rábanos a la de tanto idiota conformista y gris. «Abro la boca y oyen lo que sale de mis labios, / un fuerte acento de campo. ¿Estás de broma? Guau. / No pretenden ofender, pero ya ha llegado el momento de hacerme / con el control de mi voz, sin importarme lo que digan». Y aquí está este disco para demostrarlo, grabado durante la semana de su treinta cumpleaños, con luna llena. «Antes de la pandemia de la Covid-19 trabajaba de camarera», reflexiona. «Me llevó diez meses ahorrar el dinero para grabar estas canciones. Fue la primera vez que entraba en un estudio de verdad… Nos lo pasamos bien, ojalá se note en el disco». Se nota, y duele, pero duele bonito.

JERRY JOSEPH

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The Beautiful Madness

(Décor Records, 2020)

Patterson Hood, de los Drive By Truckers, lo comentó hace unos meses, de pasada, en una entrevista. «Le estoy produciendo un disco a un tipo que, probablemente, no conozcáis, pero que os va a volar la cabeza». El tipo, Jerry Joseph, no es nuevo en esto. De hecho, este es su vigésimo noveno disco y su nombre consta en el Oregon Music Hall of Fame. Hace alrededor de ciento cincuenta bolos al año (no solo en América y en Europa, también en el Líbano, en Israel, en Irak, en la India, muchas veces en zonas de guerra y en campos de refugiados). Es, aparte, el artífice de Nomad, una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es dar clases de rock and roll a adolescentes desterrados en áreas de conflicto. Ha donado guitarras y enseñado riffs en campamentos de Kabul, Afganistán, y de Sulaymaniyah y Duhok, en el Kurdistán iraquí. Lleva grabando discos desde los ochenta con los Little Women. Se metió de todo en los noventa tocando con los Jackmormons de Utah. Compuso varias canciones para los Widespread Panic. Formó parte, ya limpio, de los Stockholm Syndrome y, ya en 2016, sí, en efecto, era aquel señor que abría los conciertos de la gira de despedida de los Richmond Fontaine. En resumen, y en palabras del propio Patterson Hood: «Es la puta hostia» [«… he's really fucking great»]. En The Beautiful Madness lo acompañan, y se nota, los Stiff Boys, el nombre con el que Jerry, en homenaje a los viejos grupos punk de finales de los ochenta, ha bautizado para la ocasión a los Drive By Truckers. Los de Alabama hacen gala de la misma pegada y la misma fuerza que suelen desplegar en sus grabaciones, el mismo motor engrasado. Honestidad en carne viva y rabia furiosa. Hasta, por primera vez en años, se reincorpora Jason («estoy hasta en la sopa») Isbell a su vieja banda para ponernos los pelos de punta con su slide guitar en el tema cumbre del disco, el faulkneriano «Dead Confederate», una narración desgarradora sobre el Sur vencido y la herencia funesta (dice Patterson Hood que la primera vez que Jerry la tocó en su casa, su esposa no pudo contener las lágrimas), un corte valiente y descarnado que casa muy bien, por cierto, barriendo para casa, con nuestro reciente Manifiesto Redneck Rojo: el peso de la historia, el dolor, los prejuicios, el odio racial, la derrota, el orgullo y la redención. En este caso, desde la perspectiva de la voz desafiante de una estatua confederada derribada. Para Hood, una canción que es la digna sucesora del tema «Rednecks» del Good Old Boys, el cuarto disco de estudio y obra maestra del inmenso Randy Newman. El objetivo de Hood en la producción ha sido de lo más simple: «Considero que Jerry es uno de los mejores cantautores de nuestra generación y quería hacer un álbum que, por encima de todo, respaldase ese argumento. Capturar las canciones en sus formas más puras, con las ornamentaciones mínimas, nada que no se ajustara como un guante a la narrativa». Jerry lo cuenta así: «Los tíos esos de los Drive By Truckers, se me sentaban delante en el estudio de Mississippi [Dial Back Sound, el estudio de Matt Patton en Water Valley], y era casi como si estuviésemos en el colegio. Me decían: “Cuéntanos la historia”. Así que yo iba y les contaba la historia que había detrás de cada canción, luego oíamos la demo y a continuación la grabábamos». Sin más. Enérgico y crudo. Tremenda sorpresa y tremendo descubrimiento. Gracias una vez más, señor Hood.

RIDDY ARMAN

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Demo

(Demo, 2019)

12 de septiembre. Hoy hace diecisiete años que Johnny Cash, cuatro meses después de la muerte de June, murió en el Hospital Baptista de Nashville por complicaciones de la diabetes, destinándonos a muchos de sus «creyentes» (como me dijera una vez W.S. Holland, el viejo «Fluke»: «You're not a fan, you're a believer», al ver la colección de discos y libros del Hombre de Negro que custodia mi casa; el 13 de marzo de 2007 los Tennessee Three habían venido a Madrid a tocar en la Sala El Sol) a una orfandad difícilmente remediable. Recuerdo perfectamente el día, la hora, la llamada de mi hermano, el silencio y el temblor que al menos yo experimenté en la calle Salitre. Teníamos ya los billetes para ir a Nashville, a «la casa del lago», para estrecharle la mano y darle un ejemplar del cómic que habíamos hecho cuando publicamos su primer libro de memorias en la editorial Acuarela. Ya no iba a poder ser. Pero aún así fuimos. Y Nashville era un erial, un inmenso vacío. (¿Te acuerdas, Fani?, tú con tu cresta mohawk, yo con mis pelos Rage Against the Machine, todos nos preguntaban si estábamos allí por «music business», hasta en el Country Music Hall of Fame, al que entramos como los dos japoneses tristes y extraviados de la película de Jim Jarmusch, aclarando que veníamos de Madrid, pero no el Madrid de Iowa ni el de Nuevo México, sino el de España, que viajábamos tras las huellas de Johnny Cash y, de nuevo, que no, que no éramos una banda punk)… Pues bien, rememorando todo aquello y con ánimo de enlazar la efeméride como a un potro salvaje, no se me ocurre mejor manera de homenajear a Cash que reseñar esta fabulosa «demo» de Riddy Arman (que os podéis descargar por seis miserables dólares en Bandcamp), cinco temas desnudos y descarnados, guitarra, bajo y pedal steel, grabados una noche a mediados de diciembre de 2019 en Holy Cross, Nueva Orleans, cuyo corazón es la desgarradora «Spirit, Angels or Lies», una canción, precisamente, sobre el 12 de septiembre de 2003, el día de la muerte de Johnny Cash, y también sobre la muerte, un mes más tarde, del padre de la cantante, Thomas Arman, probablemente una de las canciones más conmovedoras y emocionantes que se han escrito sobre la muerte y el legado de ese padre gigantesco que siempre fue y seguirá siendo el inmenso Hombre de Negro. La interpretación que hace para Western AF en un viejo vagón de mercancías abandonado (podéis encontrarla en YouTube), en cuya presentación Riddy no puede evitar que se le inunden los ojos de lágrimas al evocar la historia que hay detrás de la letra, es sencillamente estremecedora. Imposible evitar el escalofrío. La emoción que transmite su voz, una voz poderosa curtida a la intemperie, una voz de las llanuras desoladas de Montana, de mano callosa, piel quemada y coyotes a lo lejos, de pasar frío ahí fuera, en compañía de tu perro y del ganado, no puede transmitir mejor la apabullante soledad en la que nos dejó sumidos Su ausencia… Riddy Arman, de Dixon, en el condado de Sanders, Montana, tiene una calidez en la voz y un deje melancólico que, con ayuda del bisturí del pedal steel, tiene la capacidad de dejarte estremecido frente a la fogata del campamento, como una osamenta pelada por las inclemencias del tiempo. No me extraña que en los últimos años se haya convertido en una habitual del Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada. Es una extraordinaria «storyteller». Y maldita sea mi estampa, al final me la he perdido por poco (aún estoy a tiempo de enmendarlo). Durante muchos años fui un habitual de ese Festival. Encuentro de vaqueros narradores, poetas y cantantes, donde tuve la suerte y el honor de conocer y codearme con los grandes de las generaciones anteriores (Ramblin Jack Elliott, Tom Russell, Michael Martin Murphy, Ian Tyson, Don Edwards y, en el último, Corb Lund). Ahora es la generación de Riddy Arman la que se deja caer por el Western Folklife Center. Colter Wall entre ellos. De hecho, de Riddy dicen que es la versión femenina del Colter. Gente bonita, en definitiva. Autenticidad, piel de gallina y escalofrío. Y cómo te echamos de menos, querido Johnny. Cada día, de cada año, desde que te fuiste…

AMERICAN AQUARIUM

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Lamentations

(New West Records, 2020)

Fue la tercera entrada de este blog, hace ya la friolera de cinco años, el 14 de mayo de 2015, apenas empezábamos en estas lides, acababa de salir el Wolves, su mejor disco hasta la fecha, y los de Raleigh, Carolina del Norte, con el nombre distraído del primer verso de la canción de Wilco «I Am Trying to Break Your Heart» («I am an American aquarium drinker / I assassin down the Avenue […]»), eran desde hacía ya cinco o seis años una de nuestras bandas favoritas «EVER» (el anterior disco, Burn. Flicker. Die., producido por Jason Isbell también nos había volado la cabeza). Preconizamos, ya entonces, la carrera en solitario que el líder del grupo, BJ Barham, no tardaría en emprender (disco que, en efecto, también acabaríamos reseñando al año siguiente, el primero de octubre de 2016), aunque, en vista de los avatares y las peripecias de la formación, tampoco era ser muy agorero, el propio Barham, en abril de 2017, haría la siguiente declaración: «Fundé American Aquarium en la habitación de la residencia de estudiantes de la universidad en 2005 con la esperanza de formar una banda que diera vida a mis canciones. En los últimos doce años he dado más de tres mil conciertos con veintiséis músicos distintos. Hemos estado en trece países y en cuarenta y seis estados, y hemos grabado nueve álbumes bajo el nombre de American Aquarium. Me duele en el alma tener que comunicaros que la actual formación ha llegado a su fin». Pero lo que todo esto venía a dejar claro era que American Aquarium, se mirase por donde se mirase, era y es BJ Barham, sus canciones, y, tras el álbum en directo que seguiría al Wolves (el contundente Live at Terminal West, de 2016, que incluía el fabuloso DVD del concierto), volvería con nuevas formaciones para el Things Change (2018), producido por John Fullbright (otro habitual en estas líneas), y para este portentoso Lamentations que hoy reseñamos, producido, como todo lo bueno que sale últimamente de aquellas latitudes, por el ubicuo Shooter Jennings (que, básicamente, deja hacer). Pues bien, entre aquel Wolves que reseñábamos en 2015 y este reciente Lamentations, no solo el grupo, sino también el país, el mundo en general, ha sufrido cambios notables que BJ Barham, atento y comprometido observador de la realidad, magnífico escritor, ha sabido diagnosticar y diseccionar de manera admirable. Se puede trazar un arco que va desde el tema «Southern Sadness» del Wolves, al «A Better South» del Lamentations. En el primer tema había ganas de marcharse lejos, desesperación, puentes quemados, un agujero imposible de rellenar, caminos retorcidos y profundamente oscuros, una indeleble tristeza sureña. El país, y más concretamente el Sur, se iban a la mierda. Aún estaba Obama en el poder, pero saltaba a la vista que la cosa no iba a durar. Se avecinaban malos tiempos. Las peores pesadillas, finalmente, se hicieron realidad. Mucho más de lo esperado. Y BJ Barham fue testigo. «The World is on fire», era la canción que abría el álbum Things Change. Y así llegamos por fin a estas emocionantes «lamentaciones». Un disco de una fuerza y una contundencia necesarias. Porque Estados Unidos no es eso. No puede serlo. Todo arde, en efecto. En el Sur especialmente. Fantasmas del pasado que nunca habían sido fantasmas ni se habían desvanecido. Aguardaban en la sombra. Y el panorama resulta de lo más desolador. Pero también es año de elecciones. Y a otra cosa no, pero a la dignidad sí que se puede y se ha de apelar. Para que no acaben metiendo a todo el mundo en el mismo saco. BJ Barham no se avergüenza de sus orígenes. Pueblos vacíos y empobrecidos. Rednecks y crackers. Pero como dice en «A Better South», a cada gota de orgullo le acompaña otra de culpa. Hay gente luchando por motivos equivocados. Herencia y odio, la eterna discusión. Y por cada paso que se da, parece que hay dos que retroceden. Pero él lo tiene claro. «Cierra la boca y canta tus canciones». BJ cree en un Sur mejor. «Estoy harto y cansado de escuchar a la generación de mi padre, / el subproducto de la guerra y la segregación, / gente que sigue pensando que puede decirnos lo que hay que hacer, / quién puede vivir dónde y quién puede amar a quién». Ha llegado el momento de la acción y el compromiso. La música siempre ha sido un arma poderosa. Dirá el ministro de cultura imbécil que es «ocio nocturno», o lo que quiera, pero canciones, álbumes y artistas de este calibre, con esta actitud y esta convicción, son los que hacen que las cosas cambien y no acaben pudriéndose en la sombra. Lucha y esperanza. Gracias de nuevo, BJ. Eres muy grande.

OTIS GIBBS

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Hoosier National

(Otis Gibbs, 2020)

Tras doce años en East Nashville (Tennessee), Otis, de quien ya reseñamos Mount Renraw hace tres años, decidió regresar con su compañera, Amy Lashley (compositora y autora de libros infantiles), a Indiana, su tierra natal, donde en su día, trabajando en el campo, llegaría a plantar más de siete mil árboles (dato que dejamos caer como quien no quiere la cosa solo para subrayar, ya de primeras, para quien no lo conozca, que se trata de un hombre que sabe perfectamente lo que es el sudor y la tierra: «Harder Than Hammered Hell»). Adquirieron una casa victoriana de ciento quince años de solera, en un viejo barrio con mucha historia, y ahora no puede sentirse más feliz, de vuelta en la tierra que vio nacer al gran Kurt Vonnegut y al inmenso guitarrista de jazz, Wes Montgomery. Reencuentro con viejos amigos y el gusanillo de nuevos proyectos. El primero ha sido este impresionante (lo decimos ya) Hoosier National, en cuya campaña de Indiegogo aún estáis a tiempo de participar. El objetivo ya ha sido superado, pero aún quedan, a día de hoy, veinticinco días para sumarse a la fiesta. Si os animáis, el mismo día os llegará la descarga. El vinilo (es la primera vez que lanza su trabajo en este formato) o el CD zarparán desde su salón en diciembre, con sus golosas recompensas… Para explicar el origen de este álbum, Otis comienza como quien cuenta un chiste: «¿Os sabéis el del cantante de folk idealista y cascado que coge un día una guitarra eléctrica de más de cincuenta años y la enchufa sin cuidado a un viejo ampli de más de sesenta tacos?». Pues esa es exactamente la historia que hay detrás de Hoosier National, y a eso es a lo que suena el primer disco eléctrico («¡Judas!», jajajaja) de Otis Gibbs, sin sello discográfico, sin publicistas, sin vías de acceso y sin capital. Independiente a más no poder. Artista marginal, si se prefiere (como él mismo sugiere). ¿Qué puede salir mal? «Conseguí la guitarra en 1989 y ya tenía veinte años en aquel entonces, una guitarra vieja, maltrecha y obsoleta como yo mismo. Estaba una tarde solo en casa y se me ocurrió enchufarla a un ampli viejuno de más de sesenta años, lo puse a todo meter y sonó tan condenadamente bien que decidí basar en eso mi siguiente trabajo». Un álbum del medio oeste, de polvo, tierra y carretera. El mismo imaginario de los discos precedentes, pero con la fuerza y la presencia de lo eléctrico, y de una manera natural, nada impostada, con la misma aridez del Oklahoma de John Moreland, muy Nebraska y de seguir el rastro fantasmal de Tom Joad. Diez canciones, diez relatos de clase obrera, pueblos industriales anochecidos, fábricas cerradas, sindicatos, gente que se apaña su propia Chopper con piezas de desguace y que lucha por seguir adelante, en la carretera, a noventa millas por hora, intentando no desmoronarse, poco dinero y gasolina solo hasta el próximo bolo. Un disco, en sus propias palabras, imperfecto, literario y muy del momento que estamos viviendo, un momento de prescindir de filtros artificiales e intermediarios, directo desde su salón al tuyo. Con él resulta difícil, porque con cada disco lo clava, pero puede que estemos ante una de sus mejores obras. Un lujo siempre poder contar con Otis trabajando a destajo, como un orfebre, en sus canciones (o brindándonos las entrevistas y las historias de su maravilloso podcast: en el más reciente, Todd Snider habla de su amor por John Prine y de las fiestas que se montaban en su casa en compañía de Guy Clark, Townes Van Zandt y Nanci Griffith: https://otisgibbs.com/1832-2/). Y el caso es que Otis siempre nos da las gracias por «giving a damn», pero, ¡qué demonios!, ¡cómo no nos va a importar! Imposible que algo así pueda llegar a sudárnosla/lo. No hay más que oír sus canciones. Honestidad y compañerismo. Canciones que echan una mano. Con toda la aspereza y la rugosidad del camino. Sin embellecer ni pulir, pero con toda la dignidad de la lucha y el sudor. Y la esperanza. Y es así, entre otras cosas, porque él ha estado allí y lo suyo, sus historias, sus visiones, importan e inspiran. Mucho. No en vano fue campeón de yo-yo en quinto de primaria y, una vez, luchó contra un oso, y perdió.

SLAID CLEAVES

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Unsung

(Rounder, 2006)

El gran Nicholson Baker, en El antólogo (ya estáis tardando en leerlo, edita Duomo), lo suelta de buenas a primeras en la segunda página: «Escuchen a Slaid Cleaves, que ahora vive en Texas, pero se crió cerca de donde vivo» [South Berwick y Round Pond, Maine]. Cerca de donde vive Paul Chowder, el susodicho antólogo, protagonista de la novela, y cerca también de dónde vive otro grande entre los grandes, nada menos que el Rey, Stephen King, que no pudo decirlo más claro: «Agradezco haberme topado un día con Slaid Cleaves, porque mi vida, sin él, habría sido mucho más pobre… Asistan a alguno de sus conciertos, llévense a un amigo, que corra la voz: no todos los buenos llevan sombrero». Cleaves ha hecho de todo antes de poder ganarse la vida con la música en la carretera, ha sido conserje, rata de almacén, conductor del camión de los helados, operador de telesquí, revelador de fotos, jardinero, revisor de contadores, repartidor de pizzas. Hasta se prestó, cuando no le quedó otra, como conejillo de indias: le pagaban por ser objeto de dudosos estudios farmacológicos… La cosa de la música le viene, no obstante, desde el instituto, donde formó una banda garajera, The Magic Rats (por el personaje de la canción de Springsteen, «Jungleland»: «The Rangers had a homecoming / In Harlem late last night / And the Magic Rat drove his sleek machine / Over the Jersey state line»), con su gran amigo de infancia, Rod Picott (que ya ha aparecido al menos en un par de ocasiones por este blog y quien, por cierto, produce el disco que hoy reseñamos). Debutó como músico callejero en Cork, Irlanda, donde aprendió a tocar sus canciones acompañándose de una guitarra durante su primer año universitario. En 1992 se traslada a Austin con su mujer y obtiene el prestigioso premio del Kerrville Folk Festival (que previamente ganaron artistas del calibre de Nanci Griffith, Robert Earl Keen y Steve Earle). Desde entonces no ha dejado de darnos gloria. Y como dice Richard Skanse en las notas de este asombroso Unsung, «Tenía que ocurrir». Tarde o temprano, Slaid Cleaves, estaba destinado a sacar un disco de versiones. Lo ha dicho el propio Cleaves: «Desde canijo, una de las experiencias más potentes de mi vida es quedarme tocado por culpa de una canción. Por eso me dedico a lo que me dedico. En aquel entonces eran Johnny Cash, los Beatles y Hank Williams. En la actualidad, las que me dejan noqueado son las que me topo cara a cara, en mi viajes o en casa. Están compuestas por amigos y colegas de profesión, compañeros y compañeras de armas. Unsung reúne varias de mis favoritas». Y logra la magia (que muy pocos consiguen): convertir un disco de versiones en un disco cien por cien propio que hasta puede que sea uno de los mejores de su catálogo (que ya es decir), de cabo a rabo, y no precisamente con versiones de temas conocidos (como suele excretar la gente, recurriendo al «gran cancionero americano») sino con canciones «unsungs», canciones que, por una u otra razón, pasaron desapercibidas y, para más inri, de compañeros de trincheras que están muy lejos de militar en el circuito «mainstream» (David Olney, Ana Egge, Adam Carroll…). Historias y personajes que, aun no perteneciendo inicialmente a Slaid Cleaves, técnicamente hablando, como afirma rotundamente Richard Skanse, pasan a ser suyas. Igual que le pasó a Trent Reznor con Cash, que al oír la versión que hizo este último de «Hurt», sintió que había perdido a su novia para siempre. Pues así mismo con estas trece canciones. Segunda oportunidad y dignidad. La dignidad heredada de Woody Guthrie, inherente al hecho de saber detectar y descubrir canciones no reconocidas u olvidadas, que merecen y han de ser cantadas. «Y cantarlas», termina diciendo Richard Skanse. «Porque eso es lo que hacen los poetas».

CLIFF WESTFALL

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Baby You Win

(Cliff Westfall, 2018)

Dennis Sánchez, «el flaco», fue un músico country de sesión que tocó el bajo con Guy Clark durante la estancia de este en Los Ángeles, cuando grabó el mítico Old No.1. Clark lo menciona en la letra de «L.A. Freeway»: «Esta va por ti, viejo Skinny Dennis / el único, creo, al que echaré de menos / Oigo el sonido de tu viejo bajo / dulce y grave, como quien lleva un regalo». Padecía el síndrome de Marfan (aumento inusual de la longitud de los miembros, entre otras soberanas putadas) y de ahí el mote, «skinny», delgaducho como él solo, apenas sesenta kilos con una altura de casi uno noventa. Formó parte de aquella gloriosa pandilla compuesta por Townes Van Zandt, Rodney Crowell, Steve Earle y Richard Dobson. De hecho, le dedicaron la película Heartworn Highways. Murió sobre el escenario en 1975. Un fallo cardíaco mientras tocaba con John Malcolm Penn en el Captain Jack's de Sunset Beach. Solo tenía 28 años… Todo esto para decir que en pleno corazón de Williamsburg, Brooklyn, se abrió en febrero de 2013 un glorioso Honky Tonk en su honor, el Skinny Dennis (152 Metropolitan Ave. Brooklyn, NY, 11211), centro hoy de la escena country y de música de raíces neoyorquina. Y es ahí, entre cáscaras de cacahuetes y cervezas derramadas, donde Cliff Westfall, nativo de Kentucky, el Estado del Bluegrass (donde comenzó tocando «cowpunk»: su padrastro era policía y su madre trabajaba en una destilería, la suma es evidente, mucho Jason and The Scorchers durante la época universitaria), ahora residente en Nueva York, suele desplegar su particular versión de la música honky tonk, resquebrajando los estereotipos del «urban cowboy» y sus deplorables engendros, reclamando y subrayando la autenticidad entre rascacielos y ladrillos, lejos de vacas y trenes (una música mucho más auténtica que la que defeca, en términos generales, el Music Row de Nashville). Según declara él mismo, compone canciones sobre corazones rotos, pérdidas y adicción… «ya sabes, canciones sobre cosas divertidas». Pero puede zambullirse de cabeza en el lodazal y transformarse en un llorón sentimental. Ingenio y bravuconería. La esencia de la música country. Y en este disco, producido en nueve días nada menos que por Bryce Goggin, productor, entre otras glorias, de Los Ramones, Phish y Antony and the Johnsons, se rodea de algunos de los mejores músicos de sesión de la ciudad para explorar su nuevo concepto de la música country. Si cabe destacar algo por encima de todo es, sin duda, el humor, algo dramáticamente ausente (hasta casi rozar el ridículo –¿es que ya nadie tiene la capacidad de reírse de sus desgracias como Dios manda?–) en esta cosa tan de modernos que ha venido a empaquetarse bajo la etiqueta de «Americana». Westfall reivindica, jubilosamente, el humor de gente como Roger Miller, Don Gibson, Shel Silverstein y Del Reeves y recupera esa habilidad (como también hacen magistralmente Robbie Fulks y Mike Stinson) que solía definir la música country en los buenos viejos tiempos: la causticidad, la mordacidad, el humor agridulce, los giros inesperados, algo que no dejaba de estar presente en quien Westfall considera su letrista favorito, Chuck Berry. Un poco de country liberado, desempolvado, sacado del baúl, sin olor a naftalina ni a semen seco. Con influencias de todo lo que Cliff ha mamado y gozado a lo largo de su vida, como las horas que se pasaba en el «diner» de la familia de un amigo, a altas horas de la madrugada, cuando ya todos los bares de su pueblo, Owensboro, habían cerrado, comiendo bollos con salsa de carne y escuchando una y otra vez las mismas dos canciones de Dwight Yoakam (cuyo rastro se huele en la canción que abre el disco, «It Hurt Her To Hurt Me»; o su pasión desmedida por el Jerry Lee Lewis de las sesiones Mercury de finales de los sesenta. Hasta hay un poco de Bob Dylan («I'll Play The Fool») y trazos de la armonía brumosa de Laurel Canyon («The Man I Used To Be»). Como él mismo afirma, hoy se mitifica cansina y deshonestamente la América rural en el country moderno, pero las ciudades, tanto las grandes como las pequeñas, siguen siendo el corazón de la música country, en las ciudades fue donde nació, donde acabaron recabando todos los sureños que tuvieron que irse de las granjas arruinadas en busca de curro, más familiarizados con las máquinas de las fábricas y los honky tonks que con los porches y los lomos de las mulas. Un country auténtico, de clase trabajadora, que abre los antiguos sonidos tradicionales e incorpora una visión mucho más amplia y gozosa (llena de esperanza y de risa) de los viejos «tres acordes y la verdad».

TIM BARRY

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28TH & Stonewall

(Chunksaah Records, 2011)

Si alguna vez hubo un punk, o mejor, un protopunk, fue, sin duda, Woody Guthrie. La influencia de su actitud y su compromiso es fácil de trazar en la escena folk y country, pero puede que sea en las bandas punk sureñas de finales de los ochenta y principios de los noventa donde más y mejores frutos haya dado. Fue el caso en su día de Chuck Ragan y los Hot Water Music, en Gainesville, Florida, y, de un modo más patente en Tim Barry y los ya icónicos Avail de Richmond, Virginia («Sic semper tyrannis»), una ciudad con mucha tradición de rabia y rebeldía «hardcore punk» (los GWAR), «crossover trash» (los Municipal Waste) y «groove metal» (los Lamb of God). Ya cuando militaba en los Avail y volvían magullados se sus agotadoras giras a bordo de su furgoneta (Jenny) de 150 dólares, a Tim Barry, hasta que llegara el momento de emprender la siguiente tanda de combates (pues los bolos de la banda eran básicamente eso: sudar y lanzarse contra las barricadas, y a menudo sangrar), lo que más le gustaba era cervecear tranquilamente con los colegas, sentarse a componer canciones en el porche de su casa, salir a dar una vuelta con su bici de montaña, pasar el rato a orillas del río James con su perra (Emma) y subirse a los trenes de mercancías. Se encarama a un vagón y se larga con viento fresco a Carolina del Norte, a Carolina del Sur, a Georgia o a Florida. Se bebe unos whiskys en compañía de extraños, luego se sube a otro tren y se larga a cualquier otra parte. Ha tenido amigos y compañeros de viaje que han perdido las piernas en esos trenes. Y, al final, sus canciones, sobre todo a partir del Rivanna Junction (2006), su deslumbrante primer disco en solitario, son como las historias que ocultan las inscripciones, a veces jeroglíficas, que los vagabundos tallan en las paredes de esos vagones. Historias de soledad, de malos tiempos, de malas decisiones, de amigos perdidos en el camino, de calabozos, de relaciones malogradas, de huidas y regresos, de no tener donde caerse muerto y dormir al raso, de vivir, sobre todo de vivir, y trabajar luego (nunca al contrario). Y todo ello sin la menor afectación «beat». Jack Kerouac es una puta broma. El auténtico libro de viajes, la verdadera actitud punk, la verdadera valentía, para Tim, está en Travels with Lizabeth. La historia de un vagabundo enorme y gay que viaja con su perra (Lizabeth), haciendo dedo entre Texas y Los Ángeles, por el interior del país. Al final ese tipo consiguió algo de pasta y logró que se lo publicasen. Un libro mucho más honesto que toda esa parafernalia «cool» que defecaban los beatniks. Y la música de Tim suena y desprende esa misma sinceridad. Los discos son crudos y potentes. La actitud punk permanece y, aunque la rabia ya no eructa con la estridencia eléctrica de los Avail, el resultado sigue siendo igual de intenso y descarnado: «grit and no-bullshit attitude». Más aún, si cabe, que entonces. Él siempre lo ha dicho: «No creo en cómo suena la música, lo importante es lo que te hace sentir». Sin florituras. 28TH & Stonewall es su tercer disco (el mejor, para el que esto suscribe), algo más rico musicalmente que los dos anteriores (espléndida «Will Travel», con sus metales a lo banda cacharrera de Nueva Orleans), y en él está todo su ideario, el disco perfecto para los no iniciados. Pura pasión. Imposible escucharlo sin que te entren ganas tremendas de beberte una cerveza (bueno, quizá diez cervezas) y quedarte toda la noche escuchando sus historias en buena compañía (la que yo elijo vive en las montañas del norte y tiene una perra alucinante que me recuerda muchísimo a la mía, ¡ojalá se hubiesen conocido, –aunque seguro que el mapache habría generado algún conflicto–!).

WEBB WILDER

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Night Without Love

(Landslide Records, 2020)

John Webb McMurray nació en Hattiesburg (y aún conserva y favorece ese acento casual de Mississippi, esa voz entre cansina y arrastrada, tanto en su conversación como en sus discos: «Supongo que sigo intentando ser un ídolo de quinceañeras», dice) y, según su familia, aprendió a cantar antes que a caminar. A los doce ya aporreaba la guitarra y a los catorce comenzó a militar en bandas. Puede que su cara os resulte familiar; es Ned, el propietario del motel donde se hospedaban los músicos que intentaban medrar en Nashville en la película The Thing Called Loved (1993), de Peter Bogdanovich. En la marquesina de la entrada ponía cada día versos de canciones que tenían que ver con las peripecias de los protagonistas… Lo de actor y comediante le viene también de nacimiento, de hecho, el personaje de Webb Wilder surge de un cortometraje que dirigió un colega suyo en 1984, Webb Wilder, Private Eye, donde interpretaba a un detective de una región apartada, músico para más inri, que tiene que vérselas con unos invasores alienígenas que están causando el pánico entre la basura blanca de tráiler de un pequeño pueblo de Mississippi (al final resultaba que la novia abducida en realidad había huido del imbécil de su novio con un vecino y el cornudo se había inventado lo de los extraterrestres en un intento de ocultar la humillación). Una especie de Philip Marlowe con bien de gonzo en la salsa, héroe que pasaría luego de la pantalla a los escenarios y a los discos, hasta hoy mismo, con este exquisito Night Without Love (su undécimo álbum). Esa es la estampa: un rockero con gafas y sombrero Fedora que se declara a sí mismo como «el último hombre adulto». De su tía, Lilian McMurry, cofundadora de Trumpet Records, un pequeño sello discográfico de vida efímera pero enorme influencia (con grabaciones seminales de cumbres montañosas como Elmore James, Little Milton y Sonny Boy Williamson II), le viene el gusto por el blues clásico, el R&B y los sonidos country de más solera, sonidos que empapó con su querido rockabilly y la influencia de las bandas de la invasión británica que dominaron las ondas durante su adolescencia. A lo que habría que añadir un credo muy osado del que no se ha desprendido jamás: «trabaja duro, rocanrolea duro, come duro, duerme duro, crece mucho ¡y ponte gafas, si las necesitas!». Webb Wilder estuvo allí, a mediados de los ochenta, primero con los Drapes y luego con los Beatnecks, con quienes se convertiría de la noche a la mañana en un artista de culto gracias a su primer álbum, la obra maestra It Came From Nashville (1986), en la época en que Jason and The Scorchers y otras bandas de la misma gloriosa calaña lo petaban fuerte en la cúspide del renacimiento rockero de Nashville. En este Night Without Love, como explican maravillosamente en las páginas bíblicas de nuestra queridísima No Depression, el nativo de Mississippi con residencia en Music City «arranca las raíces embarradas y las sacude hasta desprender el barro». Con una primera cara de «inspiring songs» para «entrar en ambiente» (fantástica la versión del «Be Still» de Los Lobos, añadiéndole un toque vaquero a lo Marty Robbins) y una segunda de composiciones propias («con un mensaje oculto en cada tema»), Webb Wilder nos ofrece once canciones sobre «esa cosa tan elusiva que es el amor» (cantadas por «alguien que sabe»). «No es broma», acaba diciendo el reseñista de la No Depression. «Webb Wilder ha vuelto, más adulto que nunca, con gafas, rocanroleando duro y arrasando con todo». No se puede molar más.

JAIME WYATT

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Neon Cross

(New West Records, 2020)

El camino hasta llegar a esta «cruz de neón» no ha sido, ni mucho menos, un camino de rosas. En la década de los ochenta (que tantos cadáveres dejó a su paso), sus padres se dedicaron a ganarse la vida cantando y componiendo en la nada hospitalaria ciudad de Los Ángeles, una ciudad de camareros con un plan. Su madre llegó a colaborar en los coros de la banda sonora de Porky's y, de haber tenido una vida más fácil, podría haberse hecho con un nombre en el mundo de la música. Por parte de padre, de apellido O'Neill, hay ancestros católicos irlandeses, una abuela que emigró de Dublín, de ahí ese apasionado amor por la poesía, las canciones y la emoción que hay en la familia, pura sangre irlandesa. La música siempre estuvo presente. Sus padres la arrastraban a conciertos (The Grateful Dead, Booker T & The Mgs, Neil Young, Bonnie Rait…) y siempre había algún conocido tocando en la banda, mucha vida de backstage y noches interminables. Y luego, en casa, a la luz del día, sobre el ruido de la aspiradora o de los guisos borboteantes, siempre Bob Dylan, Tom Petty, John Prine, Lucinda Williams, Steve Earle sonando en el tocadiscos… y su madre cantando a todas horas canciones de Hank Williams. A todo eso, añádese criarse en el estado de Washington, a dos horas al sur de Seattle, con el grunge ya sacudiéndose en los garajes: ingredientes más que suficientes para arruinar o condenar una existencia. Jaime vivió, por tanto, esa época, poco menos que elegíaca, en la que la juventud aún perdía horas y ahorros en las tiendas de discos y se hacía daño en los dedos aprendiendo a tocar la guitarra como Kurt Cobain en los garajes. Un trabajito, también, en el establo de unos vecinos, con el transistor regurgitando country venenoso de los noventa, bosque y caballos con canciones de Patty Loveless, Garth Brooks, Shania Twain y Alan Jackson. La mezcla, o el desbarajuste, con algún que otro descubrimiento súbito (como Jeff Buckley, Otis Redding y Aretha Franklin), solo tenía un hilo común: la pasión, pura y dura, sin adulterar. En un primer momento, puede sonar idílico, pero, como decíamos al principio, la cosa no fue nada fácil. La música estaba llamada a ser, al fin y al cabo, la tabla de salvación de una infancia definida, sobre todo, por el desamparo, el abandono y la confusión, con la herencia, además, del maldito gen de la adicción. Su carrera en la música estaba destinada a ser la vía de escape, pero también sus primeros pasos en el negocio de la música fueron decepcionantes, lo que la llevaría a hundirse aún más en la tormenta de las drogas y a acabar en la prisión del condado de L.A., ocho meses, por consumo de heroína (resulta que se la robó a su camello). Con todas esas experiencias vertidas sobre su primer trabajo (Felony Blues) estaba destinada a convertirse en una «outlaw» en toda regla. Los enfermos del «Americana» estaban hambrientos de ese guiso: historias de mala suerte y actitud combativa, cantadas por gente que lo había vivido, sin postureos ni disfraces. Y Jaime Wyatt es, por encima de todo, esa autenticidad, esa honestidad sin concesiones. En su voz hay barrotes, desesperación, lucha y compañeras de celda, «miseria y ginebra», como en la canción de Merle Haggard (otro que sabía muy bien de lo que hablaba) con la que cerraba su primer álbum. Y ahora, con este Neon Cross (producido además, por Shooter Jennings, el «son of a gun» por excelencia –que en estos últimos años está produciendo lo mejor del panorama–, y con colaboraciones de ensueño como las de Jessi Colter, el gran Ted Russell Kamp al bajo y el inmenso Neal Casal –a quien está dedicado el disco–), queda demostrado, con una solvencia y una rotundidad que la foto de la cubierta no hace más que subrayar, que Jaime Wyatt ha venido aquí para quedarse y que no se avergüenza de nada («perfume deplorable, gafas oscuras, alcohol dorado y botas de cocodrilo»). Puro instinto. Feminista, gay y forajida. Y al que no le guste, ahí tiene la puerta. Honky Tonk Hero.

BENJAMIN TOD

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A Heart Of Gold Is Hard To Find

(Anticorporate Music, 2019)

En la primavera de 2019, sin más armas que una acústica Guild F-20 de 1956 y «las cuerdas vocales en proceso de desvanecimiento» de Benjamin Todd (así lo refiere él mismo), en los estudios Black Matter Mastering de Nashville, tuvo lugar este exorcismo. Es el primer disco que el interfecto reconoce haber grabado completamente sobrio, algo que no ocurría, lo de la completa sobriedad, desde que tenía catorce años. Cada canción está dedicada a alguien y es un demonio expulsado. Obviamente, dice, hay un par de canciones para su mujer, Ashley; el resto están dirigidas a su familia, a algún que otro amigo y a gente con la que ya no se habla. «He escrito miles de canciones a lo largo de mi vida y buena parte de ellas o bien estaban dedicadas directamente a alguien, o bien hubo alguien muy presente en mi corazón durante el proceso. Algunas de las composiciones de A Heart of Gold is Hard To Find las escribí apenas unas semanas antes de entrar en el estudio de grabación, y otras son de hace más de una década. Me pareció importante sacar un álbum radicalmente personal, que hablase solo de mí, pero que, al mismo tiempo, fuese, de algún modo, universal. Todos mantenemos diálogos con la gente que se cruza en nuestras vidas, y lo hacemos del modo que desentrañan estas canciones. Aun así, son conversaciones personales imaginarias. Fue muy catártico grabarlas y espero que puedan servir de inspiración para que la gente se atreva a decir las cosas que casi nunca se dicen a los seres amados…». Y así es como, de pronto, se despliegan el dolor y la crudeza, sin excusas ni embellecimientos vanos, buscando y hallando una suerte, cualquier suerte, de cauterización, la liberación a través de la verdad. Tatuajes que curan y cicatrices que cierran. El recuento honesto y el testamento sincero de una vida siempre padecida, con poco más que agallas, bolsillos vacíos y agujereados, entre la adversidad y la desesperación. Benjamin Tod nació y se crió en Sumner County, Tennessee, y empezó a tocar en las calles de Nashville a los trece años. A los catorce le expulsaron por tercera vez del colegio y ya jamás volvería a pisarlo. En su lugar, comenzó a entrar y a salir, recurrentemente, de centros de detención para menores. Debutó con quince años en la escena punk de Nashville, tocando el bajo en una banda muy perroflauta que se llamaba Capital Murder. Los siguientes años son sobre todo de acuclillarse con mendigos locales, debajo de los puentes, y con vagabundos en trenes de mercancías, aprendiendo la ley de la calle y de la carretera, por las malas: drogas, alcohol, muertes de amigos y caos desde muy crío. A los diecisiete se larga de Nashville en un tren con Ashley Mae (su actual mujer, una historia de amor tumultuosa, llena de aventuras y contratiempos) y se dedican a tocar juntos, música folk y country, en cocheras y paradas de camioneros, para llenar la tripa y seguir caminando. Un año y medio más tarde, Benjamin Tod ha sido encarcelado en cuatro estados, ha viajado de costa a costa en trenes de mercancías, ha ganado pasta de todas las maneras imaginables y se ha enamorado perdidamente de la carretera, de la aguja y de la botella. A los 19 se une a los Barefoot Surrender, una banda de folk/punk, aunque la cosa acababa menos de un año más tarde, con una pelea en un bar y una reyerta en un hotel. Es entonces cuando forma con su mujer (y su perro, un labrador) la banda Lost Dog Street Band, la Banda Callejera del Perro Perdido, con sede en el condado de Muhlenberg, Kentucky, un lugar, que como cantaba John Prine: «huele a serpiente». Canciones sobre adicción, muerte y corazones rotos. Sacaron cinco álbumes, cinco joyas. Este A Heart of Gold is Hard To Find, es su segundo disco en solitario y, una vez que lo escuchas, ya no te lo puedes sacar de dentro, es más, cuanto más lo escuchas más te entra, más te cala y más te jode, benéficamente, la vida. Si duele es que estás vivo y si pica es que se está curando. Asoma la esperanza, sí, aunque nunca se queda uno del todo ileso. Es su obra más personal y minimalista hasta la fecha. Lo ves, lo oyes, te acuerdas de los grandes, de Townes y del Steve Earle que bailaba con la muerte, y piensas: «no todo está perdido». Aún hay bestias sueltas.