HOME GROUND

 

Lo mío con el fútbol es una relación de todo o nada. O no paro de ver partidos, como me sucede ahora, o le hago el mismo caso que le hace mi socio Dirty Lucini, que es nulo.

Javi lo tiene claro, no le interesa lo más mínimo, pero un servidor se deja llevar por cómo se alinean los astros al comienzo de cada temporada.

Me pasa un poco con todo en la vida, me dio por tatuarme y no paraba; ahora mismo no me haría un tatuaje ni de coña, que duelen un huevo y la yema del otro. Me da con un autor y solo leo sus libros; me da por las series y paso de las películas, cosa que, por cierto, según está el cine en los días que corren, es bastante fácil, dadas las castañas que se hacen, salvo honrosas excepciones. Con las gorras lo mismo, tengo la casa llena, hay en las sillas de la cocina, en el cuarto de baño, encima de los discos en el salón, colgadas en los marcos de los cuadros que tengo en la pared del dormitorio, y en mi cabeza, claro está.

En cuanto se me pase la fiebre, sé que seguiré llevando una gorra cada vez que salga a la calle, pero dejaré de comprarme.

Nunca llego a ser un auténtico coleccionista que dedica toda su vida a una pasión en concreto. Puedo tener conversaciones sobre muchos temas de los que sé cosas, temas a veces de lo más peregrinos, pero no soy un pro en nada. De joven, no llegar a profundizar hasta la obsesión en los temas o las cosas que me interesaban me causaba desasosiego y cierta inseguridad, con los años, me la suda. 

Cuando apareció la serie Home Ground en 2018, estaba despertando de un letargo no futbolero y me costó decidirme a verla.

Home Ground va sobre la primera entrenadora, Helena Mikkelsen, interpretada por la actriz Ane Dahl Torp, de un equipo de fútbol masculino recién ascendido a la primera división noruega, el Varg IL.

Tanto en la decisión de ver la serie, como en la decisión de volver a ver fútbol, la culpa ha sido de Margarita, mi chavala. Y no veas lo agradecido que le estoy. Ella es futbolera, pero sobre todo bética, y como en todas las cosas de mi vida de un tiempo a esta parte, siempre me da buenos consejos. 

Home Ground, en cada episodio, va más allá de lo que es el fútbol para un equipo no puntero. Vamos, que si no te interesa lo más mínimo que veintidós tíos con pelos en las piernas corran en calzoncillos y camiseta detrás de un balón sin salirse de un rectángulo e intenten chutar entre tres palos, y que encima se les pague por ello, no quiere decir que no te vaya a molar la serie.

Clase obrera, sueños rotos, compartir cervezas en la barra de un bar, romper barreras establecidas, relaciones tóxicas paternofiliales, y frío, todo el frío que puede hacer en un pequeño pueblo del norte de Noruega.

Eso sí, alrededor de una pelota de cuero.

By the way, se puede ver en Filmin y, de momento, hay dos temporadas.

 

CHARLEY CROCKETT

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Welcome to Hard Times

(Son of Davy, 2020)

Este es el disco de después de la herida, el disco de la enorme cicatriz que ahora le decora el pecho, el disco de lo que pudo no haber cicatrizado y haberle mandado al otro barrio, pero no, él sigue aquí, y este es el disco justamente de eso, de seguir aquí pese a todo, de seguir luchando, de dar la bienvenida a los malos tiempos (lo grabó poco antes de la pandemia), de superarlo y de hacerle una peineta a la parca, con el corazón roto, reparado. Y Charley Crockett sabe perfectamente de lo que habla. No hace ficción. Viene de allí. De haberlo vivido. Lo suyo no es un ejercicio de estilo. Es la puta verdad, con toda su crudeza. La clase de verdad que te parte el corazón, literalmente. La verdad del quirófano, de las operaciones a corazón abierto, del síndrome de Wolff-Parkinson-White, de andar con los ventrículos jodidos, de haberse visto en el filo, de haberse asomado al abismo y haber saludado a la oscuridad. Su vida nunca ha sido un camino de rosas. Nativo del sur de Texas, pariente lejano de Davy Crockett, «el Rey de la Frontera Salvaje» («recuerda El Álamo»), criado en una zona rural desolada del Valle del Río Grande, con su madre soltera y dos hermanos, en un tráiler rodeado de cañaverales y campos de pomelos. De adolescente, improvisación, «free-styling» y rap. Años formativos con un tío que vive en el barrio francés de Nueva Orleáns, donde empieza a actuar en las calles y se enamora de la música folk. Deja los estudios a los diecisiete. Su madre le regala una guitarra adquirida en una tienda de empeños. Aprende a tocarla sin ayuda de nadie. Luego autoestop, carreteras y trenes de mercancías. Y en 2009, músico callejero en Nueva York. Hip-hop y blues en esquinas y en vagones de metro. Organiza una banda, los Asaltadores de Trenes, que llama la atención de Sony Music, de lo que resulta un fichaje, a los veintiséis años, del que no saldrá nada. Arresto por posesión de marihuana y asunto turbio que acaba con su hermano cumpliendo siete años en prisión. Años de labranza y de composición de canciones hasta autoproducirse su primer disco, A Stolen Jewel, en mayo de 2015. Desde entonces siete discos más. Debut en el Grand Ole Opry y en el Newport Folk Festival. Y todas esas experiencias del camino para acabar en lo que él considera el mejor disco de su carrera, este portentoso Welcome to Hard Times que tenemos ahora entre manos. En palabras de su productor, Mark Neill (que ha producido el Brothers de The Black Keys y el Let The Good Times Rolls de JD McPherson, entre otros), «un álbum oscuro de country gótico». Anticipa que puede oírse en sus cortes una profunda y oscura tristeza, pero asegura al mismo tiempo que es una oscuridad que te hace revolverte y te invita a la lucha. Los médicos le dijeron a Charley que se lo tomara con calma. Pero una vez fuera del hospital, hizo todo lo contrario. Alzó la ceja (como solo él sabe hacerlo) y dijo: «Voy a hacer un álbum que cambie toda la conversación acerca de la música country». Cuando Mark Neill leyó las canciones que había escrito, lo vio claro. «Esto es una película. Tenemos que contar esta historia». Dicho y hecho. En efecto, se trata de un disco poderosamente cinematográfico. No en vano, el título procede de un viejo western de 1968 protagonizado por Henry Fonda que Charley Crockett sitúa entre sus favoritos. Doce composiciones propias y una versión que roza la perfección («Blackjack County Chain», de Red Lane), un mundo poblado de forajidos, prisioneros y ventajistas con el corazón roto, literal y figurado. Un sonido retro y contemporáneo, como nos tiene acostumbrados (en eso es un maestro), pero esta vez el eclecticismo es mucho más radical. La cicatriz le ha redefinido. Se toca el pecho mientras lo dice. «Estas canciones proceden de un lugar de inmensa gratitud, pero también son deudoras de una fuerza llena de furia. Porque soy un luchador. Lucharé hasta el último aliento por esta música». En tiempos duros, en tiempos turbulentos, los estadounidenses siempre han gravitado hacia la música country. Siempre ha sido el refugio de los desfavorecidos. El consuelo. La última bala. Así que al mal tiempo, buena cara. Al fin y al cabo, las cicatrices son eso, Harry Crews lo sabía, heridas sanadas. Como estas canciones.

MARK OTIS SELBY

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Naked Sessions

(Pepper Cake, 2018)

En el documental que se estrenó el año pasado sobre el mítico Bluebird Cafe de Nashville hay un momento memorable. Garth Brooks (sí, lo sé, pero no os vayáis todavía, hacedme caso) canta su megaéxito «The Dance» y, en un momento de la canción, cede las riendas a un señor que se encuentra en el círculo de músicos que lo acompañan. Se trata de Tony Arata, un tipo de Savannah, Georgia, del que no habrás oído hablar en tu puta vida. Es el autor de la canción. El obrero que hay detrás de la fachada. El que mezcló la masilla y puso los ladrillos y se hizo daño en la espalda. Garth Brooks, rendido a sus pies, dice que nadie es capaz de cantar una canción con la misma intención y sentimiento que la persona que la compuso. Ese señor de Savannah acepta el envite, agarra la canción por el pescuezo y nos parte el alma. A Garth Brooks (cayéndonos bien por primera vez desde que tenemos uso de razón –y de gusto–) le resulta imposible evitar que se le escapen las lágrimas. A mí también. Y a ti. Y a todo bicho viviente que haya en la sala. De repente: ¡ZAS!, la verdad al desnudo. Interpretada así, como solo puede hacerlo el que verdaderamente la padeció, y en sol mayor. Uno identifica la historia que hay detrás en toda su crudeza, sin las florituras edulcorantes de las ultramegaproducciones del tan denostado (por nosotros, al menos) «Nashville Sound» del sello Capitol de finales de los ochenta, primeros noventa. Esto es así. Por muy bueno que sea el intérprete, los callos y las cicatrices están muchas veces en otras manos y cuando son esas manos las que cogen la pala, el agujero y la hondura se notan… Pues bien, Mark Selby fue uno de esos venerables albañiles de la canción. En 2016, un año antes de que el cáncer se lo llevara (demasiado pronto, maldita sea), fue incluido en el Kansas Music Hall of Fame. Nosotros lo descubrimos con su glorioso Dirt, el álbum en solitario que sacó en 2002. En la cubierta de aquel disco, sí, en efecto, salía él, pero no con su Fender Relic Nocaster ni con su Gibson J-45 de 1944, sino con una pala. Era su quinto disco. Ya llevaba un tiempo siendo grande en Alemania, lejos de su Enid (Oklahoma) natal (de nuevo la tierra y el polvo de Oklahoma, ingredientes que nunca fallan). Pero como realmente se ganaba la vida era escribiendo canciones para otros (Kenny Wayne Shepherd siempre ha dicho que fue Mark Selby el que le enseñó a expresarse a sí mismo, a ser creativo y a tener una voz propia; también escribiría el tema que supuso el primer Grammy de las Dixie Chicks«There's Your Trouble»–, así como varios éxitos para lo más granado del «mainstream» de Nashville, gente como los Little Big Town, Trisha Yearwood, Johnny Reid, Lee Roy Parnell y Keb' Mo'). Y también currando como músico de sesión, limpiando y allanando el terreno, cavando zanjas, construyendo andamios y limpiando escombros y otros materiales de desecho para discos de gente como Kenny Rogers, Johnny Reid o Wynonna Judd. Siempre a la sombra, con su pala Fender Stratocaster. No en vano se pasó buena parte de su juventud plantando trigo en los campos de Oklahoma, mientras escuchaba incansablemente los discos de ZZTop (Billy Gibbons siempre fue su favorito), y las jams espontáneas que se montaba Eric Clapton con Jimmy Page y Muddy Waters… El caso es que, en algún momento, después del Dirt, le perdí la pista. Ni siquiera me enteré de su muerte. Y ha sido solo hace unas semanas (aunque el álbum ya tiene un par de años), con la publicación de este disco póstumo (Naked Sessions), cuando me he vuelto a poner al día. Y vaya burrada, amigos. Vaya forma de irse. Los pelos, de nuevo, lo mismito que al escuchar al señor de Savannah, como escarpias. La idea de las Naked Sessions fue de Dianna Maher, inspirada por el estilo ferviente y expresivo de Mark Selby, que ya andaba más que acechado por la puta enfermedad. Mark le dijo: «Hay magia en la versión más sencilla de una canción, cuando se escuchan todas las palabras y todas las notas». Quitarle la sobreproducción, los multitracks, los focos y el ruido. Desnudarla. Sentar al compositor en una habitación con nada más que la canción, una guitarra y el deseo profundo de expresar la verdad. En vivo y en una sola toma. Ahí sucede la magia. Las Naked Sessions se pueden ver en YouTube. El proyecto era ese: pequeños documentales de no más de media hora y un disco (vicio puro, el de Chuck Mead es gloria, por cierto). Pero, lamentablemente, el vídeo de Mark Selby nunca pudo llegar a grabarse. Nos queda, eso sí, el disco. Y flaco favor les ha hecho a los artistas que grabaron sus canciones antes de que decidiera acometer esta fastuosa barbaridad. Es algo parecido a lo que hizo Johnny Cash en su día con Rick Rubin, pero al revés. Antes de hacer mutis, Mark Selby volvió a apoderarse de sus propias canciones (Johnny Cash lo hizo con las de otros). Y, en efecto, les quitó la novia a los intérpretes que las habían grabado antes. Las hizo bajar de los Top Charts y se las llevó de nuevo al barro, a la tierra, a casa. Y lo cierto es que nunca han sonado ni volverán a sonar mejor. Tremenda forma de irse, ya digo. Todo tiembla y vibra en este disco. Sin tonterías. Igual que cuando, calladamente, casi como quien no quisiera la cosa, aquel humilde señor de Savannah reventó a Garth Brooks por dentro (y a mí y a ti), simplemente haciendo honor a la vieja fórmula de Harlan Howard, tres acordes y la verdad. Sin complementos. Sin sucedáneos. Con el daño original.

IRIS DEMENT

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Infamous Angel

(Warner Bros, 1992)

Para despedir este año tan aciago, tan de irse con la música a otra parte, tan de no querer verlo ni en pintura, decido tirar del viejo DeLorean DMC-12 de Doc Brown y marcarme un Marty McFly en toda regla, hasta el año 1992, hasta el «Ángel Infame» de Iris DeMent, uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, hasta esa extraña época, difícil de explicar a quien no la transitó, en la que sacar un disco significaba algo, no solo para el artista (que claro, obvio) sino, y sobre todo, para el resto de los mortales, para los que esperábamos y ansiábamos y rebuscábamos (qué Cretácico todo, coño, y qué lástima). En España tuvo que ser en el 96, creo yo, aunque nunca he sido muy bueno con las fechas. Calculo un poco a lo loco, por aproximación. Últimos planos del último capítulo de la última temporada de Doctor en Alaska. No existe Netflix y Canal Plus apenas lleva seis años codificándonos los genitales los viernes por la noche (pero esa es otra historia y merece ser contada en otro momento). Capítulo 110, Vigésimo tercero de la sexta temporada. Recordarlo ahora sigue poniéndome los pelos de punta. Lo que ocurre en el capítulo es lo de menos, de hecho no es, ni por asomo, de los mejores (ya hay muchas cosas rotas en la serie). Pero esos minutos finales… «Our Town», esa canción, esa letra, esa voz, ese todo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Fue vivirlo y marcarnos al momento, en aquel caso, un Hércules Poirot, o más bien un John Silence, investigador de lo oculto, para intentar averiguar qué demonios había sido eso. Y «eso», aparte de los habitantes de Cicely, que se nos iban ya para siempre, aparte de Cicely, que ya también era un poco nuestro pueblo, había sido Iris DeMent, más concretamente el quinto corte de su primer álbum, Infamous Angel, un disco que ya llevaba cuatro años sembrando asombro allí donde sonaba (ella, mientras tanto, ya había sacado otros dos álbumes fastuosos, My Life y The Way I Should). John Prine la presentaba en las anotaciones del disco y, ya por aquel entonces, pese al estruendo languideciente del grunge y de los otros desajustes que escuchábamos, lo que decía John Prine, en casa (al menos en mi cuarto), iba a misa: «Una noche, después de recibir una copia de “Let the Mystery Be” [primer tema del disco que, por cierto, sonaría y fascinaría en los títulos de otra serie más reciente, The Leftovers, sustituyendo al tema principal original de Max Richter], estaba escuchando la cinta mientras freía una docena de chuletas de cerdo en una sartén. Bueno, pues Iris DeMent empieza a cantar “Mama's Opry” y, como soy un sentimental, se me hizo un nudo en la garganta y se me cayó una lágrima en el aceite hirviente. El aceite saltó y me quemó el brazo como si las chuletas de cerdo me estuviesen intentando decir: "Cállate o te daremos algo por lo que llorar de verdad". Por supuesto, las chuletas de cerdo no pueden hablar. Pero las canciones de Iris DeMent sí. Hablan de recuerdos aislados, del amor y de la vida. Y ella tiene una voz que me encanta, una de esas voces que parece que ya has escuchado antes… aunque no. Así que ponte esta música, escucha a esta Iris DeMent. Te hará bien. Y si las chuletas de cerdo pudiesen hablar, seguro que aprenderían a cantar una de sus canciones. Y entonces todos tendríamos algo por lo que llorar». Desde entonces, la última de los catorce vástagos de una familia muy pentecostal de Paragould, Arkansas, criada en California, entre mucho góspel y mucha música country tradicional, ha conquistado nuestros sucios corazones y ocupa un lugar especial en nuestro panteón. No se prodiga mucho, pero cada vez que saca un disco es un acontecimiento. La seguimos esperando como esperábamos en aquel lejano entonces, cuando nos subíamos impacientes al autobús que iba al centro e íbamos a Madrid Rock, o a dónde fuese, con el dinerillo que habíamos logrado ahorrar en la semana (emborrachándonos menos o, mejor dicho, peor) para comprarnos discos. Y no estaría de más que, en estos tiempos tan absurdos de industria crepuscular y reediciones pantagruélicas (la culpa de todo no fue de Yoko Ono, sino de los «bootlegs» con las toses y los carraspeos de Dylan –¿para cuando el de sus fratulencias?–) alguien remasterizara y reeditara aquellos primeros discos de Iris DeMent, hoy casi imposibles de encontrar. Porque de ella, en serio, hasta los andares. Porque sí, porque seguimos allí y allí seguiremos, mucho me temo, calle arriba, junto a aquella luz roja de neón donde Iris conoció a su amor en una calurosa noche de verano, él era el camarero y ella se pidió una cerveza, y porque han pasado cuarenta años (ahora quizá más de sesenta) y ella sigue allí sentada, y nosotros con ella. Porque su música es casa, porque su música es nuestro bar y nuestro pueblo. Y no hay salida (ni falta que hace, mientras haya cerveza).

BRENT COBB

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Keep'Em On They Toes

(Thirty Tigers, 2020)

Brent Cobb masca y escupe tabaco. Esto es así, te guste o no. En su tierra, Ellaville, Georgia, (mil ochocientos doce habitantes en el censo de 2010) es normal parar el coche en un semáforo y escupir por la ventanilla. Hay hasta arte y pericia en ello. Escupitajos negros aerodinámicos. A los veintiuno pasó cuatro meses en Los Ángeles. Él mismo dice que fue como haber estado en la luna. Vivió un terremoto, le intentaron robar el coche y presenció un tiroteo en la calle. Cosas de ciudad. Pero lo que más le chocó fue ir un día por Sunset con su compañero de piso (natural de Yankton, Dakota del Sur, más rojo, de redneck, que el culo de un mandril) en el viejo Cadillac destartalado de su padre y que les parase la policía por escupir tabaco en la calle (en ese momento no llevaban el consabido vaso de polietileno, tan socorrido). Su música también es eso y suena a eso. A ser como se es y punto. Sin falsos modales ni imposturas. A escupir tabaco en el suelo y no andarse con remilgos. Su padre era reparador de electrodomésticos y tenía una banda de rock. Todo muy blue collar: deslomarse a currar entre semana y, al llegar el viernes, «white shuffle», cerveza y rock and roll. Brent debuta a los siete añitos en la banda de su padre cantando una canción de Tim McGraw (ese country tan para el que le guste –pero que, oye, bien borracho en un garito de un bar de carretera de, por ejemplo, Georgia, entra de lujo y entiendes la vida– se nutriría luego de sus canciones, lo que a Brent, desde luego, le vendría de perlas, no en vano ha escrito canciones para gente como Luke Bryan, Kellie Pickler, Kenny Chesney y los Little Big Town, entre otras glorias; el caso es que él no ha perdido nunca el contacto con esa clase obrera que no oye la música con bolígrafo y cuadernito, esa gente curtida y fatigada que llena los viernes los bares deportivos a lo largo y ancho de toda la nación porque quiere hacerse daño y olvidarse del jefe y de las putas facturas, y en su defensa siempre ha dicho que es fácil que un fan de los Florida Georgia Line, por poner un ejemplo muy extremo, escuche y sepa apreciar la música de Chris Stapleton, Jason Isbell o Sturgill Simpson –grupo en el que, por cierto, suele también incluírsele a él–, pero difícilmente te encontrarás con el caso contrario: un fan de cualquiera de estas majestades que vibre con una canción insulsa y trotona de los Florida Georgia Line; y es que en ambos extremos hay mucho prejuicio y mucha tontería, más quizá entre estos últimos, los orantes semi-intelectualoides a los que se les llena de baba la boca al hablar de la autenticidad de la «americana music» –como si la otra música no fuera americana, en fin, siempre acabo liándome con esto, que les den y punto, a mí qué más me da–). El caso es que de adolescente forma y lidera un grupo, los Mile Maker 5, de singular éxito regional, e incluso llegan a abrir para estrellas de relumbrón. Y luego un buen día todo cambia en un cementerio. Con 16 años, en un funeral de la familia, conoce a su primo, Dave Cobb, que estaba intentando ganarse la vida como productor en Los Ángeles (es muy posible que cualquier disco de country o «americana» que te haya vuelto loco en los últimos quince años lo haya producido él) y le pasa una demo con sus coplillas. Y la cosa cuaja. A los pocos años, en 2006, su primo, que ya anda trasteando con Shooter Jennings (al que le producirá sus tres primeros discos, los buenos), le dice que se plante ya mismo en La-La-Land, porque le van a producir su primer álbum, el No Place Left to Leave. Su primo Dave se ha rendido ante la imaginería lírica de sus canciones. Cuando Brent escribe, dice, sientes como si estuvieras caminando por el paisaje que describe, puedes ver los árboles y la vida cotidiana de la zona rural de Georgia. Zonas embarradas y poco pobladas, bosques remotos, alambiques, moonshine y soul sureño… Y, a partir de ahí, todo rodado hasta esta obra maestra, Keep'Em on They Toes (su cuarto álbum), en medio de un año tan plagado de miserias (no solo musicales). Si bien en los álbumes anteriores se centraba más en los lugares y las personas, en este ha querido cederle mas espacio a la reflexión y los sentimientos. No es de extrañar, estando el mundo como está. Ahora, eso sí: country auténtico. Canciones de casa, grabadas en Durham, Carolina del Norte, esta vez con Brad Cook de productor (Hiss Golden Messenger, Bon Iver, BJ Barham, Brandi Carlile…). El tema «Soap Box», compuesto mano a mano con su padre y con Nikki Lane en la retaguardia, es el mejor regalo que nos podían haber hecho para dar por finiquitado este 2020 tan inmundo. «Cuando escucho este álbum –dice Cobbs–, siento que estoy ahí sentado con alguien, conversando. Y me gustaría que la gente sintiera eso mismo, que está sentada con un viejo amigo al que no ven desde hace mucho. No hay nada como estar solo, escuchando un disco tranquilo y coloquial, como aquellas viejas grabaciones de Jerry Lee Lewis, Roger Miller o Willie Nelson. Espero que mi música sea así para alguien». Pues lo es, amigo. Vaya que si lo es. Y espera un segundo, no te vayas aún, que todavía falta un rato para el toque de queda. Esas aceitunas son del pueblo de mi padre, pruébalas, anda, mientras yo voy a la cocina a por otro par de cervezas.

WARRIOR

 

Acabemos este 2020 con Warrior, serie en la que se reparten hostias como panes. ¿Hay acaso mejor manera?

Recuerdo mi visita a San Francisco, ciudad donde se sitúa la acción de Warrior, como en una nebulosa. Porque ya han pasado un montón de años desde entonces y porque, nada más llegar, me corrí una juerga con un colega que vivía allí, de la que solo pude recuperarme tras tres días de cama.

Se nos fue de las manos la alegría del reencuentro tras dos años sin vernos y nos metimos y nos bebimos todo lo que nos dieron, y fue mucho de todo, la verdad.

Al cuarto día, cuando pude salir de la cama y mi estómago empezó a retener cosas sólidas, decidimos salir a dar una vuelta y a comer algo por Chinatown.

Muchos patos lacados colgando del cuello en los escaparates de algunos comercios, mucho bullicio de gente con los ojos rasgados y muchas tiendas con frutas exóticas que no había visto en mi vida, eso es todo lo que retuvo mi mente. Ah, y que la cerveza china no estaba mal.

Todo esto pasaba a finales del siglo XX, y la acción de Warrior se sitúa a finales del XIX, así que hay unos 100 años de diferencia entre la Chinatown que refleja la serie y lo que yo vi. Pero como no me acuerdo de casi nada, para mí como si fuese igual, puestos a flipar…

La trama de Warrior nace de una idea que tuvo Bruce Lee allá por los años 70 y que todas las grandes compañías cinematográficas como la Paramout o la Warner Bros rechazaron. Peor para ellas.

Cincuenta años después, Cinemax ha retomado la idea con gran acierto y por aquí las dos temporadas se pueden ver en HBO.

Diálogos de «kie» muy al estilo de las pelis de Kung Fu de Bruce Lee, las de gángsteres de Humphrey Bogart o las de vaqueros de Clint Eastwood.

De hecho, Warrior es una mezcla de todo eso, refleja las guerras por el poder entre las bandas Tong de la mafia china de aquella época, como si de un western se tratara.

Ah Sahm, el personaje protagonista, está interpretado por el actor Andrew Koji que, al igual que Bruce Lee, es especialista en artes marciales, y se nota.

Las peleas son tremendas, nada de rollos efectistas con la cámara para que los mamporros parezcan lo que no son.

Bueno, y junto a Andrew, un mazo de actores que se zurran también de lo lindo.

Vamos, que me lo he pasado como un chiquillo viendo la serie.

Cuando de pequeño vivía con mi madre, tenía un póster de Bruce Lee colgado en la pared de mi habitación, el mítico en el que salía de cintura para arriba, a pecho descubierto y con el arañazo de una garra en uno de los pectorales.

Si lo encontrara lo volvería a colgar.

 

RAY WYLIE HUBBARD

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Co-Starring

(Big Machine Records, 2020)

En un primer momento todo pintaba a película bochornosa: popular discográfica de country-pop de Nashville (la Big Machine Records de Taylor Swift y Scott Borchetta, en la que también estuvo involucrado al principio Toby Keith, suma de horrores, Dios mío, este paréntesis no puede dar más grima, cerrémoslo ya), contrata a viejo músico legendario para protagonizar un disco junto a un radiante plantel de fabulosos actores secundarios. Aunque ya no se diga así, «actores secundarios», como tampoco se dice «telonero», porque todos tienen su ego y su corazoncito, y lo de secundario, «segundo en orden y no principal», como que no se digiere muy bien, como que un poquito de respeto, por favor, como que mejor, si acaso, «de reparto», o incluso, «coprotagonista», mano a mano con la estrella, preocupación sobre todo de mediocres, por otra parte, de gente presuntuosa que no suele estar a la altura y que se considera genial (los típicos «figurettis», actores secundarios Bob, que se mosquean si alguien de la banda destaca más que ellos), cuando no hay más que fijarse en cualquier gran producción, para ver que la calidad suele hallarse en los márgenes, en segundo plano, a veces hasta fuera de foco e incluso «en off». Ahí atrás es dónde se llevan a cabo las mejores interpretaciones. Y Ray Wylie Hubbard lo sabe, porque él siempre ha sido uno de esos segundones. Nunca dio el gran salto y está más que acostumbrado a moverse en la sombra. De hecho, la ama y la busca, ajeno a las luces de neón y a las listas de éxitos, escribiendo canciones que luego popularizarán, o no, otros peores que él (salvo en el caso de Jerry Jeff, claro), y haciendo puntualmente discos gloriosos de los que casi nadie se hace eco, salvo los, no tan pocos, que lo atesoran como el luminoso e inspirador secreto, nativo de Oklahoma pero adoptado por Texas, que es, sigue y seguirá siendo. Así que lo que sonaba a priori tan mal, lo que hasta a juzgar por la cubierta podía parecer un álbum absolutamente prescindible, ha acabado siendo lo que no podía dejar de ser en ningún momento: otro glorioso álbum (el decimoctavo) del inmenso pastor de crótalos, Ray Wylie Hubbard, esta vez coprotagonizado, por orden de aparición, por: Ringo Starr (en ningún otro tema del disco suena la batería como lo hace –crema– en el tema que la toca él con su apoteósico pantalón de chándal), Don Was, Joe Walsh, Chris Robinson (¡¿pero qué maravillosa fantasía es esta?! ¡¿Un tema, «Bad Trick», para abrir el disco, en el que tocan a la vez miembros de los Beatles, los Eagles y los Black Crowes?! ¡¡¡Compro!!!), Aaron Lee Tasjan, The Cadillac Three, Pam Tillis, Paula Nelson, Elizabeth Cook, Tyler Bryant & The Shakedown, Ashley McBryde, Larkin Poe, Peter Rowan y Ronnie Dunn. Rollo reparto de El Coloso en Llamas. Y todos bordando sus interpretaciones al servicio del viejo Hubbard. Respeto total. Un honor (y un regalo) ser «segundo en orden y no principal» de esta mala bestia. Y la cosa suena como suena porque han ido a tocar en su huerto. Han ido a chapotear en su pantano y a comerse su barbacoa sin preguntar por la procedencia de la carne…, te la comes y te callas, que están tocando los mayores. Hay un rendido y emocionante homenaje a Mississippi John Hurt (con Pam Tillis) y al momento en que alguien le comunicó a Ray en el estudio que Tom Petty había muerto («Rock Gods»)… Y sigue siendo un maestro de las letras. Un magnífico «storyteller», de la misma sacrosanta escuela de Ramblin' Jack Elliott (esto es: puedes ir a un concierto suyo y después de dos horas darte cuenta de que no has oído ni cinco canciones, porque casi todo habrá sido él hablando, relatando sus increíbles historias, humor e hipnosis, ¡maldito encantador de serpientes!). Solo destacar, para terminar, otro gran momento. ¿Cómo no rendirse a sus pies ante el trío que se marca con Paula Nelson y Elizabeth Cook? «Salta a la vista que eres una mujer de buen gusto / por ese tatuaje de Reba McEntire. / Y me encanta cómo llevas el pelo, / más explosivo que un Cutlass 4-4-2. / Me dejaste de piedra cuando te acercaste a la gramola / y pusiste “A Boy Named Sue”. / Aparte, bebes como un marinero de permiso. / Eres el sueño hecho realidad de cualquier vaquero. // CORO: Voy a beber hasta que vea doble / y voy a llevarme a casa a una de las dos». Hell, yeah.

ZEPHANIAH OHORA

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Listening To The Music

(Last Roundup Records, 2020)

Sostiene Zephaniah, y no le falta razón, que la gente se cree que uno tiene que ser de Texas o de Nashville para tocar este tipo de música. Tonticos tiene que haber en todas partes y, probablemente, es sano que los haya (aunque solo sea por las risas que nos echamos luego). Claro que quienes aceptan la intrusión no lo harán sin antes clavarle al foráneo de turno una buena etiqueta en el pecho: «nuevo tradicionalismo» (¿nuevo por qué?, ¿hubo uno antiguo?, vaya castaña, niño) o «countrypolitan», que queda siempre de los más pintón y hasta puede parecer que estás diciendo algo relevante de lo que se ve que estás muy enterado para así, al menos, poder justificar, si bien de un modo bastante exiguo, tu sueldo (si es que acaso te pagan, también te digo; miserias de la prensa musical y de cualquier prensa, ya que estamos). En fin. Zephaniah es nativo de New Hampshire y residente en Nueva York. Como es de ciudad (¡y qué ciudad!) y, además, tira de tradición, pues eso, toma dos etiquetazas y adiós muy buenas, ya está dicho todo. ¡Venga ya! Han pasado tres años desde su deslumbrante debut, This Highway, y el círculo sigue sin romperse. De nuevo sostiene Zephaniah (con permiso de Tabucchi) que, tal y como él lo ve, la música country va sobre todo de ser fiel a uno mismo y de contar historias honestas y auténticas. Y sostiene también que eso puede hacerse en cualquier sitio. Así que no se trata de una cuestión geográfica. Tres acordes y la verdad, ¿te suena? Y es por eso que puede haber country en Nueva York, en mi casa de Madrid, en una azotea de Córdoba y hasta en medio del desierto de los Monegros. Si bien es cierto que Nueva York se presta. Los seguidores de este blog ya sabrán de lo que hablamos. En efecto. De Williamsburg. Del Skinny Dennis. Poco menos que un epicentro. Una escuela. Honky-tonk en toda regla. Y por allí acabaría recabando el bueno de Zephaniah, coleccionista y estudioso de discos viejos, después de muchas noches de pinchadiscos, con el sonido magro y depurado del mejor Bakersfield de los sesenta que sabía destilar al frente de su exquisita banda, los 18 Wheelers, con quienes empezó haciendo versiones, antes de ponerse a componer sus propios temas y grabar aquel primer álbum en el que desplegó su rendida adoración por los gigantes de su santoral: el Merle Haggard del inmortal Big City y, por supuesto, Gram Parsons. También lo suyo le viene de familia profundamente religiosa y de mucha iglesia. E insisto en lo del círculo irrompible. Pienso en el himno cristiano de Charles H. Gabriel y Ada R. Habershon, que inmortalizaría la familia Carter. Pero más aún en el disco de la Nitty Gritty Dirt Band. Aquella obra fundacional en la que el grupo californiano se mezcló con las viejas glorias de la música country, para perpetuar la tradición y luchar contra el olvido. Mucho hay de eso. No es pose ni ejercicio de estilo. Es algo auténtico y heredado que nunca pasará de moda, aunque les joda a los «adelantados». Es el mismo corazón que palpitaba en los viejos porches y en los bailes de granero. En los bares de carretera y en las cabinas de los camiones de dieciocho ruedas. Música de la gente. Folk music. Sin etiquetas de curso moderno. Él lo mamó desde que era un renacuajo (muchos himnos, Ray Price, Red Simpson…) y eso es lo que que le sale de manera natural, aunque tenga el puente de Brooklyn de fondo en lugar de un rancho californiano o de Texas. Estuvo en el Skinny Dennis desde su fundación. Y en esta segunda entrega de sus canciones, Listening to the Music, producido nada menos que por su amigo Neal Casal (una de las últimas cosas que hizo antes de largarse de esa manera y dejarnos a todos tan desconsolados), sostiene Zephaniah, concretamente en el tema «Riding this train», que andan diciendo por ahí que la gente como él tiene los días contados, que debería empezar a comportarse de acuerdo a su edad; sostiene que sus amigos se largan de la ciudad para irse a vivir a los plácidos suburbios de las afueras, sostiene que es verdad que la juventud le abandona a toda velocidad (bares, noches y amores perdidos, ¿qué esperabas?), pero acto seguido sostiene que se siente vivo y que, como quizá mañana ya no esté por aquí, lo que va a hacer es coger su vieja guitarra y ponerse a cantar otra canción country. Porque eso es lo que le gusta y porque no conoce otra forma de expresarse. Cantar esto es estar en casa. Lo mismo que escucharlo. Algo sincero y espontáneo. Y lo mismo en Nueva York que si, por los azares del destino, acabará chapoteando en un arrozal de la China Popular. Es lo que hay. Y al que no le guste o le parezca impostado, que le ponga la etiqueta que más le sosiegue y que se compre un mono.

JOSHUA RAY WALKER

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Glad You Made It

(State Fair Records, 2020)

Hace un año, en la cubierta de su primer álbum (Wish You Were Here), Joshua aparecía en la barra de un Honky Tonk de Dallas, Texas, su ciudad natal, solo y agarrado a una lata de cerveza. Tiene veintinueve años. Empezó a tocar la guitarra a los doce y compuso su primera canción a los diecinueve. A partir de entonces ha tenido una agenda de lo más delirante, con más de doscientos cincuenta bolos al año, compartiendo escenario, ahogándose en cerveza y arrastrando su tristeza con gente como los Old 97's, los Vandoliers, el gran BJ Barham (de American Aquarium) y Colter Wall, antes de meterse a grabar su primer disco en los míticos Garland's Autumn Sound Studios donde Willie Nelson grabó el legendario Red Headed Stranger. Un puñado de canciones tristes sobre almas perdidas, prostitutas de áreas de servicio y gente jodida en general. Joshua no habla de oídas. Ha conocido y se ha relacionado con esa fauna, caracterizada en aquel primer disco por los cuatro personajes que salen al fondo de la cubierta, al otro lado de la barra, esa parroquia anochecida y solitaria, convaleciente de una soledad que ninguna compañía es capaz de atemperar. De canijo, Joshua, de la mano de su madre, que se dedicaba a la promoción de deportes de motor, fatigó toda clase de eventos rednecks: competiciones de «monster trucks», carreras de motos, carreras de coches, carreras de barcos…, carreras de cualquier cosa que tuviera un motor estruendoso. Así es que vivió rodeado de máquinas atronadoras y fascinado con las mujeres toscas (rústicas y «peligrosas en los bordes) que contrataban los organizadores de los eventos (normalmente su madre) para lucir palmito y promocionar algún producto: sonrisas tatuadas a la fuerza y bikinis mínimos. Joshua trabó amistad con ellas, descubrió la pena que arrastraban y la dureza que ocultaban sus vidas. Una de ellas acabaría siendo su canguro. Joshua recuerda que se limitaban a hacer su trabajo. Sonreían, asentían y se movían de un modo excitante, aunque someramente calculado, como si estuviesen encantadas de estar allí. Él, entre bambalinas, las veía sonreír para la foto, tolerarle la insolencia al imbécil de turno y luego darse la vuelta poniendo los ojos en blanco, con mirada asesina. Esa dualidad, ese darse la vuelta, ese gesto de hartazgo resignado, casi de desesperanza, es la soledad, la rabia y la tristeza que luego se colaría en sus canciones. El disco fue un éxito y en menos de un año ya se estaba metiendo en el estudio para grabar el segundo, este Glad You Made It que hoy reseñamos, para el que decidió intentar mostrarse más optimista, más animado, y puede que lo consiguiera en la música y el ritmo (hay un poco más de Tennessee), pero el ánimo subyacente sigue siendo el mismo, porque esa pena no se quita de la noche a al mañana (no se quita, y punto), y reaparecen aquellas chicas demolidas, como la protagonista del tema «Boat Show Girl». La cubierta no engaña. Ahora hay fiesta y luz. Parece que hay cachondeo y risas. Dinero y alcohol, y hasta un enano. Pero Joshua, que ahora sostiene un vaso de bourbon, sigue estando solo y cantando canciones de gente desguazada, aunque sea con un envoltorio más festivo (la cosa se grabó en un piso Airbnb de East Nashville que, con ayuda del productor, John Pedigo, transformó en un estudio provisional por el que fueron pasando los músicos a beber, a hacer el idiota y, ya de paso, a grabar lo que cayera, y claro, ese ambiente de fiesta perpetua se cuela en la música: hay yodel, hay honky tonk, hay vientos y hasta hay un poco de noise-rock, en el tema de «D.B. Cooper» que cierra el disco) lo que las vuelve aún más devastadoras, si cabe. Él, de todas formas, lo tiene claro. «Escribo canciones sinceras, de acuerdo, pero al final del día, si pretendo ganarme la vida, lo que realmente tengo que hacer es vender cerveza. Me pagan por conducir durante largos períodos de tiempo, montar el equipo y quedarme hasta tarde intentando que la gente no deje de comprar alcohol. Ese es mi trabajo. Y, en ese sentido, siento la conexión con las chicas de las carreras con las que conviví de crío: hay que tener algo brillante y reluciente para que la gente se quede y se gaste el dinero». No nos engañemos. Damos esa cara, pero luego nos giramos y torcemos el gesto. Estamos solos y todas las historias de amor están condenadas a pudrirse. Mientras tanto, banjo, pedal steel, B3 Organ, acordeón, trompeta y, como decía Ray Cheek, a quien Joshua Ray cita en las notas del disco: «Reza a Dios, pero procurar nadar hacia la orilla», por si acaso.

PORTER & THE BLUEBONNET RATTLESNAKES

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Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You

(Cornelius Chapel Records, 2017)

Es inevitable, el modo en que termina el trallazo final de «East December», el último corte de este Don't Go Baby, It's Gonna Get Weird Without You, ya siempre sonará a hierro escacharrado y a cristales rotos. Hasta el título hace que se te retuerzan un poco las tripas, «No te vayas, cariño, sin ti esto se va a poner raro». Quizá habría sido mejor no saberlo. No mancharlo todo con el descorazonador recuerdo de ese fatídico 19 de octubre de 2016 en el que todo se fue al carajo. El disco sería editado póstumamente, al año siguiente de que todo se manchase de sangre. Chris Porter no llegaría a verlo. A los pocos meses de grabarlo en Austin, Texas, producido nada menos que por Will Johnson, de Centromatic, y con las colaboraciones estelares de los Mastersons (guitarra y violín en «When We Were Young», otro buen derechazo directo al hígado, porque no le dio tiempo a dejar de serlo, joven, digo), Shonna Tucker (de los Drive By Truckers) y John Calvin Abney (compinche de John Moreland), todo gloria, a los pocos meses, decía, Chris Porter se mató en un accidente de tráfico, camino de un bolo, a las afueras de Baltimore. Y es horrible pensar en todo lo que podría haber venido después, porque con este álbum, después de los años de formación en sus dos otras bandas, The Back Row Baptists y Some Dark Holler, aparte de su colaboración con los Pollies (Porter and the Pollies) y su debut en solitario (This Red Mountain, en el que aparecía también el inmenso Jon Dee Graham, de quien ya hablaremos en otra ocasión), con este Don't Go Baby…, en compañía de los Bluebonnet Rattlesnakes, alcanzó la cima, lo clavó. En este disco está todo, constituye un resumen de todas las fatigas que tuvo que padecer (cualquier músico de esta lamentable era de industria emasculada que nos ha tocado vivir, se reconocerá, no sin cierto rubor, en sus peripecias) hasta llegar a la inusitada confianza, e incluso la fanfarronería, de la que hace gala en estas once canciones. Como dice un buen amigo suyo, Chris Prunckle (no os perdáis sus Wannabe, maravillosas reseñas de discos dibujadas en seis viñetas), en la grabación de este disco puso todo la carne en el asador: «canciones de rock sureño, country y americana sobre el amor, la perdida y la vida, que abarcan todo lo que Porter había sido y era hasta aquel momento: todas las bandas, todas la carreteras interminables, todas las madrugadas sobrevividas en bares, todos los suelos que le sirvieron de cama y todos los amigos que conoció en el camino… todo eso culminó en la creación de estos 41 minutos mágicos que ahora podemos arrebatarle a las garras de la muerte». Y todo ello sin perder el sentido del humor, lo que quizá haga su pérdida aún más dolorosa. Claro que es muy fácil, y muy humano, padecer ahora estas canciones bajo la luz de la tragedia, como si hubiera en ellas algo que, de alguna manera, la preconizara. Probablemente no sea así. Probablemente no haya en ellas nada de elegíaco ni de dolorosa despedida. Pero eso, yo al menos, no soy capaz de discernirlo. Cuando el disco llegó a nuestras manos, él ya se había largado al GRAN QUIZÁS, como diría Alphonse Louis Constant. Y no puede ser más cierto que la «Shit Got Dark», como dice el título del séptimo tema del álbum… y que lo digas, joder Chris, y que lo digas («ya casi lo tenías»). Pero qué gloriosa manera de irse (y no nos referimos, obviamente, al accidente, que también, sino a este disco).

WILLI CARLISLE

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To Tell You The Truth

(Self-Released, 2018)

Lo conocimos a través de un glorioso vídeo en blanco y negro grabado en las calles de NOLA (New Orleans), gracias, como tantas veces, al canal de YouTube de Western AF. La canción «Cheap Cocaine», de su primer EP, Too Nice To Mean Much (2016), un tema acerca de «ser adolescente, drogarte a tutiplén en una casa llena de punks y llamar a tu madre para decirle que te gustaría no seguir haciéndolo mucho más tiempo». El vídeo es un plano secuencia que sigue a Willi Carlisle, con su guitarra y su armónica, por las susodichas calles de Nueva Orleans. Y ahí esta todo. Vaqueros, chupa, botas camperas y hebillón (falta el sombrero que suele ponerse), su voz, su presencia, su actitud de viejo estafador que se las sabe todas, de vendedor de elixires fraudulentos, de ventajista, embaucador, cantor callejero, actor, cómico de la legua, creador de operetas e incluso malabarista (sus letras tienen mucho de juego malabar). Recolector de la vieja vieja música folk tradicional, pero sin el hedorcillo intelectualoide de Washington Square. Willi Carlisle tiene la sensibilidad de un poeta, sí, pero también la elocuencia de un descacharrante humorista. Lo mismo te monta un concierto para niños en una biblioteca pública que se despelota y se empieza a dar porrazos en la cabeza con el micrófono en un garito infecto y estridente de música punk en el que ni siquiera te piden la identificación al entrar. Antiguo, viejuno (a sus treinta y un años) y, a la vez, como subrayó en su momento el Orlando Weekly, tremendamente vanguardista («hogareño y sesudo» según el Washington Post). La canción, y el vídeo, «Cheap Cocaine», son brillantes. Es verlo y querer seguir con él un buen rato. De las más de quinientas mil visitas, puede que cerca de cincuenta sean nuestras. De ahí fue ir de cabeza a bichear en su página de Bandcamp y pillarnos todo lo suyo. Hay poca información en redes, pero circula por ahí un fantástico artículo de Lara Hightower, publicado en el Arkansas Democrat Gazette el 29 de abril de 2018, en el que se nos revelan muchas cosas. Nativo de Wichita, Kansas (o como él siempre dice: «De fuera»). Fue capitán del equipo de fútbol de su instituto y miembro de los Madrigals, donde disfrazado y con corona de plástico cantaba música medieval y renacentista. El rarito. «Siempre un poco en las afueras, nunca bien amado, creo que por estar siempre hosco y de mala leche. Aún no sé muy bien por qué». La música fue su vía de escape. La colección de vinilos de su padre, trompetista y antiguo músico de bluegrass. Sobre todo cosas rarunas, música de vaqueros bizarros, Robert Crumb & His Cheap Suit Serenaders, canciones sucias y canciones sentimentales. Luego, ya en la facultad, entrega total a la poesía, sin olvidarse de la música, militando en horribles grupos punks de Illinois (de los que no quiere ni decir el nombre, no vaya a ser que la gente dé con ellos en el puto MySpace), baretos llenos de gente ruidosa y escacharrada y cerveza tirada de precio. Y muchos bailes de granero. Aprende, sin ayuda de nadie, a tocar la guitarra, el banjo, el violín y el acordeón («con distintos grados de destreza»). Y de ahí la mezcla explosiva con la que empieza a girar en su viejo autobús de quince plazas con la frase «Comunidad de la Iglesia Baptista de Osage Mills» impresa en la carrocería: poesía, teatro, square-dancing, música del renacimiento y ruidos raros. Canciones e historias, recursos visuales, chistes malos y variedad instrumental. «One man band». Un demente de lo más entretenido. To Tell You The Truth, su segundo disco, es Willi Carlisle en toda su desnudez, gloria y vulnerabilidad. Él solo con sus instrumentos y sus historias. El Willi que podrías escuchar en la carretera o en la esquina de una calle. «Piezas populares de los viejos tiempos, composiciones jamás escuchadas y baladas interpretadas a voz en grito. Un álbum en solitario, íntimo y vulnerable».

S.G. GOODMAN

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Old Time Feeling

(Verve Forecast, 2020)

Kentucky seco, sí, como el libro de relatos que supuso el debut del gran Chris Offutt. Eso es este Old Time Feeling con el que debuta S.G. Goodman en solitario. Kentucky puro y duro, seco, sin agua. Autenticidad no buscada, ni impostada, sino padecida. El álbum esboza su experiencia como hija de un granjero de la zona occidental de Kentucky, concretamente de Hickman, un pueblo de tres mil habitantes junto al río Mississippi. Y una intención de acabar con los estereotipos que niegan o son sencillamente incapaces de capturar la verdadera esencia del Sur, de desmontar las ideas preconcebidas acerca de lo que supone vivir en una comunidad rural (de vivir de verdad, no de visitante, no de acabar de instalarte porque te ha dado por ir de salvaje, cultivar un calabacín o cruzarte con una culebrilla y hacerte un selfie). Goodman es muy crítica con eso y con el sistema social, político y económico que ha moldeado las vidas de su familia y de sus vecinos. De ahí, por cierto, la crudeza y la sequedad de su sonido. Es bourbon, solo, a palo seco. Es una cosecha anual de maíz para tres niños, que luego ellos mismos van a tener que recolectar a mano y venderla para poder comprarse la ropa del colegio. Es ser gay, mujer y de izquierdas en un condado abrumadoramente conservador. Es un sonido de ir a la universidad en Murray y tropezar de golpe con la escena post-punk de la ciudad. Es graduarse en una tienda de discos (algo ya cada vez menos posible), en este caso la popular Terrapin Station (920 S 12th St, Murray, KY 42071). En la ciudad el ambiente es mucho más abierto, pero ella no renuncia a su origen rural. Hija de campesino, así se define y eso es lo que es. Su intención coincide con la de Trae Crowder, Corey Ryan Forrester y Drew Morgan en The Liberal Redneck Manifesto (El Manifiesto Redneck Rojo). Ella podía haber sido una de las firmantes del libro. Su compromiso político, potente y necesario, sale a la luz en todas sus entrevistas. «El Sur es un lugar complejo. El tema del orgullo sureño es complejo. Yo me siento enormemente orgullosa de mis orígenes y de la gente que me rodea. Pero, al mismo tiempo, no hay duda de que existen algunos ciclos generacionales que necesitan ser quebrantados, interrogados y bajados de sus pedestales», como las estatuas de Robert E. Lee, sin ir más lejos. Hay que oír la voz de la gente. Oír lo que tienen que decir. Y desde ahí cavar hondo. En la canción que da título al álbum, «Old Time Feeling», suelta una frase demoledora que identifica ese posicionamiento de chichinabo que algunos esgrimen, muy dignos, henchidos de orgullo y compromiso moral (normalmente desde un teclado): «Oh, y escucho a la gente decir lo mucho que desea un cambio / y luego la mayoría hace una cosa de lo más extraña: / se muda a donde todo el mundo siente lo mismo». Esa huida es lo fácil, aunque entiende que a muchos no les queda más remedio que irse porque o bien en su terruño no hay trabajo o bien, simplemente, porque quedarse allí es peligroso. Pero la única manera de inducir el cambio no es opinando desde la distancia, sino viviendo tus ideas políticas delante de la gente, en carne viva. Claro que tampoco nos llamemos a engaño, este álbum expresa esas ideas de forma muy contundente, en ese sentido podría considerarse un álbum político, al fin y al cabo todo en esta vida es política, pero no es uno de esos insufribles y circunstanciales álbumes políticos de dar la chapa y vomitar soflamas enojadas. Tampoco es un álbum conceptual. Es una instantánea de un período de tiempo muy particular de su vida, un momento en el que S.G. Goodman estaba atravesando una ruptura sentimental. Un álbum de estar jodida por ver cómo sufren tus vecinos, pero también un álbum de estar triste en tu habitación porque alguien te ha roto el corazón. La puta vida misma, en definitiva. Y coproducido, además, por Jim James, de My Morning Jacket. Así que, tonterías las mínimas.

THE 40 ACRE MULE

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Goodnight & Good Luck

(State Fair Records, 2019)

Imaginaos por un momento a esa mula. La de los cuarenta acres. La de la Orden Especial de Campo nº15 proclamada por el general Sherman el 16 de enero de 1865: dieciséis hectáreas y una mula para los esclavos liberados dispuestos a colaborar en su plan de reforma agraria (el pequeño pedazo del pastel que muchos años más tarde Spike Lee reclamaría para bautizar a su productora). Esa mula. Las mulas. No el prestigioso caballo que daría lugar a la estampa de los Centauros del Desierto. No. Kit Carson lo sabía. Nunca quiso caballos. Era un hombre práctico. Y muy zorro. Amigo de indios. Sabía que el secreto estaba en las mulas. Que el territorio abrupto del suroeste de Estados Unidos no era apto para caballos delicados. Y que si gracias a algo se conquistó el Oeste, fue gracias a las mulas. Esas mulas. Las de los cuarenta acres. Duras, recias, infatigables y cabezotas. Como esta música que hoy reseñamos. Antes lo llamaban «boogie-woogie». Lo llamaban «rhythm & blues». Ahora lo llaman «rock & roll». Son palabras de Chuck Berry. Muchas fronteras cruzadas: country, soul, rock…, todo eso y mucho más. La mezcla. Little Richard, sí. Y Bo Diddley y Ray Charles. Pero también el Reverendo Horton Heat, Alejandro Escovedo, Rosie Flores, Jon Spencer Blues Explosion y los Old 97s. Punk y rockabilly. Desde 2015, en los antros de Dallas, Texas, tocando para diez amigos. Leyendo y escribiendo mensajes en las paredes de los cuartos de baño más infectos y apestosos del Estado de la Estrella Solitaria, hasta debutar, de manos del legendario Scott Beggs, en el Bomb Factory. Ahora ya no hay quién les pare. Quienes los han visto en directo ya se han unido a la causa del inmenso J. Isaiah Evans, voz y guitarra, la auténtica mula de estos 40 acres. Cinco años les llevó grabar el contundente Goodnight and Good Luck (referencia, en efecto, a las famosas palabras con que se despedía el periodista Edward R. Murrow cada noche en su programa, See It Now, de la CBS, interpretado por George Clooney en la película que él mismo dirigió). «Muchas de las canciones», afirma Evans, «son sobre las malas elecciones que tomamos en la vida, sobre cosas que hacemos por la noche, cosas de las que luego nos arrepentimos, o no. Es como jugar con esa frase, «que se te dé bien la noche y que tengas buena suerte con el problema en el que, seguro, acabarás metiéndote». Dicen sus fieles que el disco transmite la energía y la intensidad de sus descomunales directos. El tirón de la mula se hace sentir en cada corte. Citas de una noche, baladas de asesinatos, mujeres traicioneras y lentas serenatas dedicadas a amores perdidos… vamos, el viejo y bueno rock & roll de toda la vida de Dios. Sonido sin desbastar, con todas las asperezas y tosquedades de lo grabado a pelo, y con la raíz de Big Mama Thornton y todos los viejos maestros del R&B. Lo que tocaba el abuelo, pero con más decibelios. Música que no se olvida de la historia. Mulas que guardan memoria de sus cicatrices. De aquellas oportunidades prometidas que nunca llegaron a cumplirse. Agallas y músculo. Saxofón, congas, guitarrazos, humo y sudor. Música terca como una mula de Missouri. Rock & Roll de carga y trilla.

NICK SHOULDERS

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Okay, Crawdad

(Self-released, 2019)

Un lagarto bicéfalo, una botella rota, un banjo roto, la mandíbula de una criatura de extraños colmillos, una flecha partida, un machete mellado para ir abriendo trocha, mosquitos, un sombrero con ojos y boca que parece estar asustado y una granja en llamas… todo eso rodea el autorretrato que ilustra la cubierta, y el álbum suena precisamente a lo que tendría que sonar una estampa semejante, ni más ni menos. Yodel y silbidos elaborados a lo largo de toda una infancia persiguiendo lagartos por las montañas Ozark. Río, cieno y ruidos de cosas que huyen o fornican en la espesura. Añádase al guiso sus estrechos vínculos familiares con la música tradicional sureña y años de desgañitarse con su guitarra en esquinas oscuras de calles vacías, y ya estaría: música campestre híbrida y estridente del gran silbador errante y curruca zarcerilla, el inigualable Nick Shoulders, nacido en un remoto valle oscuro y criado para ser pisoteado en las pistas de baile de Nueva Orleans, ciudad y decorados que ahora considera su hogar. Música «honkabilly». Música de cocodrilo, música que hará ponerse a bailar al mismísimo Bigfoot, si es que pasa por allí, y ya de paso a todos tus muertos. Música con fondo de grillos y de criaturas que cazan en la oscuridad. Música de bichos que se escabullen y luciérnagas que se apagan. Música de matorral denso y espinoso. Música de la decadencia del sur de Louisiana. Grabada casi toda en vivo a finales de diciembre, a pelo, sin red, en cinta de toda la vida, de la de rebobinar con boli, y muy por debajo del nivel del mar. Canciones de dolor y alivio de las Tierras del Sur Estadounidense, «un gañido contra el lodazal de un mundo marchito», como él mismo se describe. Este es su primer disco de larga duración tras su demo en solitario de finales de 2017, Nothingmaster (Maestro de nada). Desde entonces ha viajado mucho en la autocaravana en la que vive con su enorme perro de sesenta kilos, Moose, un amor que, a veces, se cuela en sus vídeos. Ha tocado con notabilísimos contemporáneos, como Sam Doores y The Deslondes. No ha parado de sudarlo. Es, además, un hombre comprometido con la dignidad y el valor de lo que hace, no se va a peinar ni a adecentar para ti, y siempre estará radicalmente en contra de que el conservadurismo blanco, anacrónico e intolerante, se adueñe de la música country que tanto ama, en honor y memoria de los buenos viejos tiempos de Slim Whitman y todos los inmortales vaqueros cantarines muertos de la gran pantalla. Y lo acomete haciendo gala de una habilidad pasmosa en la ejecución, tanto vocal como instrumental, bordando una perfección de lo más acrobática; es todo un espectáculo y un gusto verle tocar. Lo ves y te fías de él. Aquí no hay pose ni imitación. Una exquisitez sorprendente, radical, sin concesiones. Mucho bosque y montaña. Humedad y cebo de pesca. Ese olor a renacuajo. Y ese sonido de ramas que crujen. Música de pantalones sucios porque has estado deslomándote en el campo, porque te has mojado el culo pescando y has tenido que quemarte luego las sanguijuelas con un mechero. Música de rata almizclera que te roba el transistor y se zambulle en el agua. «Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay. Ho-la-la-ee-ay-ee-la-ee-ay-ee-lee-ay».

BEAT

 

«Lenguaje mal sonante, sexo, drogas, violencia». Amazon Prime Video ha sustituido los dos rombos de toda la vida que aparecían en la parte superior izquierda de la pantalla de nuestros televisores en blanco y negro por esta nueva aclaración.

Si, cuando era canijo, los dos rombos eran la razón por la que mis padres no me dejaban ver la peli en cuestión y me mandaban a la cama, esta nueva versión de los dos rombos de Amazon es el motivo por el que le doy una oportunidad a las series que no conozco.

Igual está mal que yo lo diga, pero con la serie alemana Beat la he clavado.

Siete episodios para sumergirte en un thriller de puro acelere, música electrónica, farlopa, pirulas de éxtasis, tráfico de armas y mucho más.

Como marco de fondo, el club de electrónica que poseen Beat y su colega en la ciudad de Berlín.

Ay, Berlín… hace ya mazo de tiempo que no voy por allí. 

Como siempre que me da por algo, sea lo que sea, un disco, una ciudad, una chupa…, lo machaco hasta reventarlo. Y así me pasó con Berlín hace ya unos cuantos años, no paraba de ir siempre que podía.

La última, si no recuerdo mal, fue, ¿cómo no?, con mi compadre Dirty Lucini. El amigo Ryan Bingham no se decidía a venir a tocar por estos lares, así que los dos decidimos ir a su encuentro.

El bolo fue en un garito muy parecido al que sale en la serie, paredes de cemento, en un callejón oscuro que nos costó un huevo y la yema del otro encontrar, pero con la diferencia de que la música que pinchaban era y es la que nos gusta.

Ninguno de los dos somos muy amantes de la electrónica, vamos, que no nos gusta una mierda, aunque tengo que decir que en Beat el rollo «chunda, chunda», cumple su papel a la perfección. 

Beat, el nombre que da el título a la serie, es el de su personaje principal, interpretado por Jannis Niewöhner, actor que no tengo ni puta idea de quién es, pero sobre el que me voy a informar, porque el colega lo borda.

Como, con los tiempos que corren, el tema de viajar está chungo, yo, como vuestro abogado, os recomiendo un viaje mental al Berlín más underground, que estos días de ver series a saco, he tenido la suerte de encontrar, gracias a los nuevos dos rombos, bicheando por las plataformas.

 

KRISTA SHOWS

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Prone to Wander

(Frumabuv Records, 2020)

Empezaremos sosteniendo, sin medias tintas, que Prone to Wander nos parece, sin duda, el debut más impresionante, ya en las postrimerías, de este año tan extraño y enojoso. Lo primero que llamó nuestra atención fue la voz, profunda y vivida, de esta camarera nacida en Texas y criada en Greenwood y en Jackson, Mississippi. Ahí claramente pasaba algo y queríamos saber qué. En la canción «Full of sin», último corte del álbum, identificamos algunos rastros de su biografía. «Mi padre y mi madre me invitaron a quedarme, / a ir a la iglesia todos los domingos, a escuchar las buenas palabras que decían, / pero yo me adentré en el bosque y encontré mi camino, / di con el Señor en los árboles y en un lago». Crecer en el Sur Profundo, en la doble cara de su día a día. Eso es lo que pasaba en su voz. De ahí esas tripas, toda esa entraña que se cifra en la gravedad de su timbre. Su padre sirvió como predicador de la Mississippi Baptist Convention Board, y Krista y su hermana solían cantar antes de sus sermones, por lo que la música siempre estuvo presente en sus vidas, como en tantas otras infancias maceradas en el Delta del Mississippi. Ahora vive en Asheville, Carolina del Norte, a donde se mudó después de grabar una maqueta en un granero tras conocer a Scott Sharpe (el músico a cargo de las guitarras y el pedal steel en el «Dream Team» que configura la banda que la acompañaría luego en este impecable Prone to Wander, en efecto, «propensa a vagar»), y si se mudó a Asheville, como expresó en la entrevista que le hizo Joe Greene en los estudios de la WNCW, no fue solo por la apasionante escena musical (una de las más frescas y vivas del país) sino, también, y sobre todo, por la belleza geográfica. Ella misma se declara una «freak» de la naturaleza. La letra de «Full of sin» habla de esa terapia de lo salvaje que ella siempre ha buscado: «Encontré un lugar en la zona norte de Mississippi / que encaja conmigo de maravilla, / no hay mucha gente, pero los que viven allí / me recuerdan lo que de verdad importa, y que la vida no es justa». El camino ha sido duro hasta llegar a ese lugar. Se han sucedido pérdidas, abandonos y deserciones. Esa tristeza la arrastra en su voz. El estribillo no oculta nada: «Soy una chica llena de pecados, / he hecho daño, menos hacia fuera que hacia dentro, / bebo y fumo, hago música con los amigos, / no tengo la menor consideración, mi indulgencia tiene un límite». Ser camarera, ellas lo saben, conduce muchas veces a esa clase de desazón. Mientras atendía mesas se apuntó a un taller de composición de canciones. Eso le abrió las esclusas para verter todo lo que llevaba dentro y volver a encontrar en la espesura un hilo de comunicación con los demás. Muchas veces es eso (ellas lo saben) o el asesinato. Fue catarsis, simple y pura. Hay mucho dolor, mucha pérdida y mucho aprendizaje en sus canciones. Es, de hecho, un álbum sobre la aflicción y sobre la necesidad y la capacidad de sobreponerse a las circunstancias adversas. Krista tiene ahora treinta y un años. En «Full of sin» continúa diciendo: «Me encuentro con gente que llevo años sin ver. / Me preguntan cosas que no me interesan para nada: / ¿Qué has estado haciendo? ¿Te has casado? / En nada cumplirás los treinta y se te va a pasar el arroz». Pero ella sigue irredenta. Es probable que prefiera la compañía de sus lechugas y de sus rábanos a la de tanto idiota conformista y gris. «Abro la boca y oyen lo que sale de mis labios, / un fuerte acento de campo. ¿Estás de broma? Guau. / No pretenden ofender, pero ya ha llegado el momento de hacerme / con el control de mi voz, sin importarme lo que digan». Y aquí está este disco para demostrarlo, grabado durante la semana de su treinta cumpleaños, con luna llena. «Antes de la pandemia de la Covid-19 trabajaba de camarera», reflexiona. «Me llevó diez meses ahorrar el dinero para grabar estas canciones. Fue la primera vez que entraba en un estudio de verdad… Nos lo pasamos bien, ojalá se note en el disco». Se nota, y duele, pero duele bonito.

JERRY JOSEPH

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The Beautiful Madness

(Décor Records, 2020)

Patterson Hood, de los Drive By Truckers, lo comentó hace unos meses, de pasada, en una entrevista. «Le estoy produciendo un disco a un tipo que, probablemente, no conozcáis, pero que os va a volar la cabeza». El tipo, Jerry Joseph, no es nuevo en esto. De hecho, este es su vigésimo noveno disco y su nombre consta en el Oregon Music Hall of Fame. Hace alrededor de ciento cincuenta bolos al año (no solo en América y en Europa, también en el Líbano, en Israel, en Irak, en la India, muchas veces en zonas de guerra y en campos de refugiados). Es, aparte, el artífice de Nomad, una organización sin ánimo de lucro cuyo objetivo es dar clases de rock and roll a adolescentes desterrados en áreas de conflicto. Ha donado guitarras y enseñado riffs en campamentos de Kabul, Afganistán, y de Sulaymaniyah y Duhok, en el Kurdistán iraquí. Lleva grabando discos desde los ochenta con los Little Women. Se metió de todo en los noventa tocando con los Jackmormons de Utah. Compuso varias canciones para los Widespread Panic. Formó parte, ya limpio, de los Stockholm Syndrome y, ya en 2016, sí, en efecto, era aquel señor que abría los conciertos de la gira de despedida de los Richmond Fontaine. En resumen, y en palabras del propio Patterson Hood: «Es la puta hostia» [«… he's really fucking great»]. En The Beautiful Madness lo acompañan, y se nota, los Stiff Boys, el nombre con el que Jerry, en homenaje a los viejos grupos punk de finales de los ochenta, ha bautizado para la ocasión a los Drive By Truckers. Los de Alabama hacen gala de la misma pegada y la misma fuerza que suelen desplegar en sus grabaciones, el mismo motor engrasado. Honestidad en carne viva y rabia furiosa. Hasta, por primera vez en años, se reincorpora Jason («estoy hasta en la sopa») Isbell a su vieja banda para ponernos los pelos de punta con su slide guitar en el tema cumbre del disco, el faulkneriano «Dead Confederate», una narración desgarradora sobre el Sur vencido y la herencia funesta (dice Patterson Hood que la primera vez que Jerry la tocó en su casa, su esposa no pudo contener las lágrimas), un corte valiente y descarnado que casa muy bien, por cierto, barriendo para casa, con nuestro reciente Manifiesto Redneck Rojo: el peso de la historia, el dolor, los prejuicios, el odio racial, la derrota, el orgullo y la redención. En este caso, desde la perspectiva de la voz desafiante de una estatua confederada derribada. Para Hood, una canción que es la digna sucesora del tema «Rednecks» del Good Old Boys, el cuarto disco de estudio y obra maestra del inmenso Randy Newman. El objetivo de Hood en la producción ha sido de lo más simple: «Considero que Jerry es uno de los mejores cantautores de nuestra generación y quería hacer un álbum que, por encima de todo, respaldase ese argumento. Capturar las canciones en sus formas más puras, con las ornamentaciones mínimas, nada que no se ajustara como un guante a la narrativa». Jerry lo cuenta así: «Los tíos esos de los Drive By Truckers, se me sentaban delante en el estudio de Mississippi [Dial Back Sound, el estudio de Matt Patton en Water Valley], y era casi como si estuviésemos en el colegio. Me decían: “Cuéntanos la historia”. Así que yo iba y les contaba la historia que había detrás de cada canción, luego oíamos la demo y a continuación la grabábamos». Sin más. Enérgico y crudo. Tremenda sorpresa y tremendo descubrimiento. Gracias una vez más, señor Hood.

GREYZONE

 

Si pienso en la década de los 90, lo primero que me viene a la cabeza es que estaba todo el día metido en el cine.

En aquellos años, un servidor era un adolescente que intentaba ser tenista profesional. Un mundo en el que no encajaba, aunque no me daría cuenta de ello hasta cumplir los 19 y mandarlo todo a tomar por culo.

Mi única vía de escape para el esfuerzo físico y el desgaste mental que suponía estar las 24 horas del día dedicado en cuerpo y alma al deporte o cuidándome para poder correr en calzoncillos con un palo con cuerdas detrás de una pelota, era ir al cine. En los años posteriores a mi retirada me desquitaría con creces de tanto sacrificio, pero durante la mayor parte de esa época así fueron las cosas. No iba a bares, no bebía cerveza, no salía por la noche y no me comía un colín con las chavalas. El poco dinero que caía en mis manos, era para estar a oscuras en una sala de cine y dejar que mi mente viajara por los mundos que se reflejaban en la pantalla. 

En los 90 lo petaban los thillers y eso es lo que consumía. Buenos, malos… me daba igual con tal de alejarme un par de horas de la realidad.

El otro día, bicheando qué ver, leí en la descripción que hace Filmin de Greyzone: «Un thriller de alto voltaje sobre terrorismo internacional protagonizado por Birgitte Hjorth Sørensen… 2018 · Serie completa · 1 Temporada · 44min/ep.». Y me dije: «¿Por qué no? For the good old times». También el enganche que tengo últimamente por las series nórdicas influyó en la decisión.

Greyzone es una coproducción sueca y danesa que te tiene con el alma en vilo desde el minuto uno. No con el rollo efectista del que gustan muchas pelis y series gringas, sino con un rollo psicológico que se le presupone a los buenos thrillers y en el que, a día de hoy, los de ahí arriba son los que parten el bacalao.

Me la he tragado de dos tacadas. 5 capítulos el sábado y los 5 restantes el domingo.

¡Todo un viaje!

Ya no voy al cine, quitando la última de Tarantino, no sabría decir cuál es la última peli que vi en una sala. Ahora bien, lo de estar a oscuras y viajar a otros mundos para escapar de la realidad a través de una pantalla, es algo que nunca he dejado de hacer.

En casa, tumbado en el sofá con mi chavala al lado y acercando la tele para que dé el efecto de ser más grande de lo que en verdad es.

Diferentes circunstancias, misma movida.

Supongo que soy un animal de costumbres…

 

RIDDY ARMAN

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Demo

(Demo, 2019)

12 de septiembre. Hoy hace diecisiete años que Johnny Cash, cuatro meses después de la muerte de June, murió en el Hospital Baptista de Nashville por complicaciones de la diabetes, destinándonos a muchos de sus «creyentes» (como me dijera una vez W.S. Holland, el viejo «Fluke»: «You're not a fan, you're a believer», al ver la colección de discos y libros del Hombre de Negro que custodia mi casa; el 13 de marzo de 2007 los Tennessee Three habían venido a Madrid a tocar en la Sala El Sol) a una orfandad difícilmente remediable. Recuerdo perfectamente el día, la hora, la llamada de mi hermano, el silencio y el temblor que al menos yo experimenté en la calle Salitre. Teníamos ya los billetes para ir a Nashville, a «la casa del lago», para estrecharle la mano y darle un ejemplar del cómic que habíamos hecho cuando publicamos su primer libro de memorias en la editorial Acuarela. Ya no iba a poder ser. Pero aún así fuimos. Y Nashville era un erial, un inmenso vacío. (¿Te acuerdas, Fani?, tú con tu cresta mohawk, yo con mis pelos Rage Against the Machine, todos nos preguntaban si estábamos allí por «music business», hasta en el Country Music Hall of Fame, al que entramos como los dos japoneses tristes y extraviados de la película de Jim Jarmusch, aclarando que veníamos de Madrid, pero no el Madrid de Iowa ni el de Nuevo México, sino el de España, que viajábamos tras las huellas de Johnny Cash y, de nuevo, que no, que no éramos una banda punk)… Pues bien, rememorando todo aquello y con ánimo de enlazar la efeméride como a un potro salvaje, no se me ocurre mejor manera de homenajear a Cash que reseñar esta fabulosa «demo» de Riddy Arman (que os podéis descargar por seis miserables dólares en Bandcamp), cinco temas desnudos y descarnados, guitarra, bajo y pedal steel, grabados una noche a mediados de diciembre de 2019 en Holy Cross, Nueva Orleans, cuyo corazón es la desgarradora «Spirit, Angels or Lies», una canción, precisamente, sobre el 12 de septiembre de 2003, el día de la muerte de Johnny Cash, y también sobre la muerte, un mes más tarde, del padre de la cantante, Thomas Arman, probablemente una de las canciones más conmovedoras y emocionantes que se han escrito sobre la muerte y el legado de ese padre gigantesco que siempre fue y seguirá siendo el inmenso Hombre de Negro. La interpretación que hace para Western AF en un viejo vagón de mercancías abandonado (podéis encontrarla en YouTube), en cuya presentación Riddy no puede evitar que se le inunden los ojos de lágrimas al evocar la historia que hay detrás de la letra, es sencillamente estremecedora. Imposible evitar el escalofrío. La emoción que transmite su voz, una voz poderosa curtida a la intemperie, una voz de las llanuras desoladas de Montana, de mano callosa, piel quemada y coyotes a lo lejos, de pasar frío ahí fuera, en compañía de tu perro y del ganado, no puede transmitir mejor la apabullante soledad en la que nos dejó sumidos Su ausencia… Riddy Arman, de Dixon, en el condado de Sanders, Montana, tiene una calidez en la voz y un deje melancólico que, con ayuda del bisturí del pedal steel, tiene la capacidad de dejarte estremecido frente a la fogata del campamento, como una osamenta pelada por las inclemencias del tiempo. No me extraña que en los últimos años se haya convertido en una habitual del Cowboy Poetry Gathering de Elko, Nevada. Es una extraordinaria «storyteller». Y maldita sea mi estampa, al final me la he perdido por poco (aún estoy a tiempo de enmendarlo). Durante muchos años fui un habitual de ese Festival. Encuentro de vaqueros narradores, poetas y cantantes, donde tuve la suerte y el honor de conocer y codearme con los grandes de las generaciones anteriores (Ramblin Jack Elliott, Tom Russell, Michael Martin Murphy, Ian Tyson, Don Edwards y, en el último, Corb Lund). Ahora es la generación de Riddy Arman la que se deja caer por el Western Folklife Center. Colter Wall entre ellos. De hecho, de Riddy dicen que es la versión femenina del Colter. Gente bonita, en definitiva. Autenticidad, piel de gallina y escalofrío. Y cómo te echamos de menos, querido Johnny. Cada día, de cada año, desde que te fuiste…

AMERICAN AQUARIUM

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Lamentations

(New West Records, 2020)

Fue la tercera entrada de este blog, hace ya la friolera de cinco años, el 14 de mayo de 2015, apenas empezábamos en estas lides, acababa de salir el Wolves, su mejor disco hasta la fecha, y los de Raleigh, Carolina del Norte, con el nombre distraído del primer verso de la canción de Wilco «I Am Trying to Break Your Heart» («I am an American aquarium drinker / I assassin down the Avenue […]»), eran desde hacía ya cinco o seis años una de nuestras bandas favoritas «EVER» (el anterior disco, Burn. Flicker. Die., producido por Jason Isbell también nos había volado la cabeza). Preconizamos, ya entonces, la carrera en solitario que el líder del grupo, BJ Barham, no tardaría en emprender (disco que, en efecto, también acabaríamos reseñando al año siguiente, el primero de octubre de 2016), aunque, en vista de los avatares y las peripecias de la formación, tampoco era ser muy agorero, el propio Barham, en abril de 2017, haría la siguiente declaración: «Fundé American Aquarium en la habitación de la residencia de estudiantes de la universidad en 2005 con la esperanza de formar una banda que diera vida a mis canciones. En los últimos doce años he dado más de tres mil conciertos con veintiséis músicos distintos. Hemos estado en trece países y en cuarenta y seis estados, y hemos grabado nueve álbumes bajo el nombre de American Aquarium. Me duele en el alma tener que comunicaros que la actual formación ha llegado a su fin». Pero lo que todo esto venía a dejar claro era que American Aquarium, se mirase por donde se mirase, era y es BJ Barham, sus canciones, y, tras el álbum en directo que seguiría al Wolves (el contundente Live at Terminal West, de 2016, que incluía el fabuloso DVD del concierto), volvería con nuevas formaciones para el Things Change (2018), producido por John Fullbright (otro habitual en estas líneas), y para este portentoso Lamentations que hoy reseñamos, producido, como todo lo bueno que sale últimamente de aquellas latitudes, por el ubicuo Shooter Jennings (que, básicamente, deja hacer). Pues bien, entre aquel Wolves que reseñábamos en 2015 y este reciente Lamentations, no solo el grupo, sino también el país, el mundo en general, ha sufrido cambios notables que BJ Barham, atento y comprometido observador de la realidad, magnífico escritor, ha sabido diagnosticar y diseccionar de manera admirable. Se puede trazar un arco que va desde el tema «Southern Sadness» del Wolves, al «A Better South» del Lamentations. En el primer tema había ganas de marcharse lejos, desesperación, puentes quemados, un agujero imposible de rellenar, caminos retorcidos y profundamente oscuros, una indeleble tristeza sureña. El país, y más concretamente el Sur, se iban a la mierda. Aún estaba Obama en el poder, pero saltaba a la vista que la cosa no iba a durar. Se avecinaban malos tiempos. Las peores pesadillas, finalmente, se hicieron realidad. Mucho más de lo esperado. Y BJ Barham fue testigo. «The World is on fire», era la canción que abría el álbum Things Change. Y así llegamos por fin a estas emocionantes «lamentaciones». Un disco de una fuerza y una contundencia necesarias. Porque Estados Unidos no es eso. No puede serlo. Todo arde, en efecto. En el Sur especialmente. Fantasmas del pasado que nunca habían sido fantasmas ni se habían desvanecido. Aguardaban en la sombra. Y el panorama resulta de lo más desolador. Pero también es año de elecciones. Y a otra cosa no, pero a la dignidad sí que se puede y se ha de apelar. Para que no acaben metiendo a todo el mundo en el mismo saco. BJ Barham no se avergüenza de sus orígenes. Pueblos vacíos y empobrecidos. Rednecks y crackers. Pero como dice en «A Better South», a cada gota de orgullo le acompaña otra de culpa. Hay gente luchando por motivos equivocados. Herencia y odio, la eterna discusión. Y por cada paso que se da, parece que hay dos que retroceden. Pero él lo tiene claro. «Cierra la boca y canta tus canciones». BJ cree en un Sur mejor. «Estoy harto y cansado de escuchar a la generación de mi padre, / el subproducto de la guerra y la segregación, / gente que sigue pensando que puede decirnos lo que hay que hacer, / quién puede vivir dónde y quién puede amar a quién». Ha llegado el momento de la acción y el compromiso. La música siempre ha sido un arma poderosa. Dirá el ministro de cultura imbécil que es «ocio nocturno», o lo que quiera, pero canciones, álbumes y artistas de este calibre, con esta actitud y esta convicción, son los que hacen que las cosas cambien y no acaben pudriéndose en la sombra. Lucha y esperanza. Gracias de nuevo, BJ. Eres muy grande.