(Breve reseña aparecida en el número 54 de la revista No Depression, con motivo del fallecimiento de Larry Brown, traducido por Javier Lucini).
31 diciembre, 2004
El alma del mundo se encogió un poco el 24 de noviembre con el fallecimiento del autor sureño Larry Brown. Un ataque al corazón le sorprendió mientras dormía. Tenía solo 53 años y dejó esposa, tres hijos y dos nietos. Murió en su casa de Mississippi, en su cama, en el lugar que había amado toda su vida.
Ese lugar alimentó su escritura haciendo de él uno de los escritores más venerados y brillantes de nuestro tiempo. Sus libros son Facing the Music, Trabajo sucio (Ed. Dirty Works), On Fire, Amor malo y feroz (Ed. Bartleby), Joe, Father and Son, Billy Ray’s Farm, Fay y The Rabbit Factory. Su trabajo se ha ganado el beneplácito de la crítica a lo largo y ancho de todo el país, estantes llenos de premios y la admiración rendida de miles de lectores.
Pero Larry Brown fue mucho más que un gran escritor. Fue también un gran hombre. Y algo que a Larry seguro que le gustaría que supieseis es que, también, fue un hombre que, por encima de todo, amaba la música.
En el número 34 de la revista No Depression, Larry escribió un artículo sobre uno de sus cantantes-compositores favoritos, Robert Earl Keen, que empezaba diciendo: «En cada concierto puedes verlos, apretujados y con los rostros alzados. La música irrumpe sobre ellos y los atrapa bajo su influencia… Se saben las letras de las canciones y las cantan en voz alta… Yo he estado ahí… Sé lo que escuchan. Sé lo que ven. Y sé lo que sienten y les hace adquirir ese aspecto. Simplemente aman la canción, compadre».
Larry comprende el poder de la música. Comprende su impacto comunitario y privado. Una de las cosas que más le gustaban era llenar una neverita portátil de latas de cerveza Bud y conducir por el campo de Mississippi en su destartalada camioneta con el equipo de música a todo trapo. Le gustaba especialmente conducir con la música en el crepúsculo, ese momento de tregua entre la noche y el día. Durante el año anterior a su fallecimiento, Larry se embarcó en una misión personal: hacer que todos sus conocidos amasen tanto como él la música del cantante y compositor de Minnesota Ben Weaver. Una noche de verano cargó con la nevera y sus discos de Weaver, pasó a recogerme con su camioneta y cogimos la Autopista 334 hasta Tula, su lugar favorito del mundo, donde se estaba construyendo una cabaña para escribir (a la que había bautizado como: «la choza») en un estanque al que solía ir a pescar de crío y que más tarde compró. «Colega, este tío lo tiene», me dijo. «Es lo mejor porque te hace sentir la música».
Acto seguido, pisó el freno, apagó el motor y nos quedamos ahí sentados escuchando la canción. Larry hizo un gesto de satisfacción con la cabeza en una frase particularmente hermosa, se inclinó hacia adelante y miró por el parabrisas. El cielo era enorme y bajo, el horizonte estaba incendiado con llamaradas rojas y color melocotón. Nos quedamos allí sentados un buen rato. En las carreteras secundarias de Tula puedes hacerlo, quedarte ahí sentado en mitad de la carretera sin que nadie te moleste. Y cuando acabó la canción, Larry se quedó mirando la puesta de sol. «Verdaderamente la luz de agosto tiene algo», dijo. «Música como esta y un cielo así. No se puede pedir más, hermano». Puso en marcha la camioneta y seguimos conduciendo.
Larry era un discípulo convencido de la buena música. En las giras de promoción de sus libros se llevaba discos de Alejandro Escovedo, de los Blue Monuntain y de gente así. Los personajes que creaba en sus ficciones eran como los personajes de las mejores canciones, y siempre les gustaba la música; el tipo de música que encontrarías en las páginas de esta revista y muy raras veces en la radio. El tipo de música que desprende un sentimiento de dignidad y de tradición, como el propio Larry. El tipo de música que podría ser la banda sonora de un crepúsculo de agosto en Mississippi.
No mucho antes de su muerte, Larry se compró una Gibson Hummingbird que se convirtió en una de sus posesiones más preciadas. Era una belleza. Escribía canciones y las cantaba con los ojos cerrados. Pateaba el suelo con las botas llevando el ritmo. Solía preceder o concluir las canciones diciendo: «No valgo mucho como cantante», pero era bueno. Porque cuando cantaba, lo sentía. Y también hacía que lo sintiese el oyente.
En el funeral de Larry, se colgó su Hummingbird al lado de su ataúd. Y cuando lo enterraron en la colina que había junto a su estanque, al otro lado de su cabaña de escribir, un hombre se levantó y se puso a interpretar «Will Ther Circle Be Unbroken» mientras el cielo gris se debatía muy bajo y los cedros juntaban sus ramas mecidos por las fuertes ráfagas de viento y la lluvia que caía en diagonal. Cada uno de los presentes se sumó a la canción. Todas aquellas voces unidas por la melodía. En aquel momento todos debieron comprender de un modo muy intenso algo que Larry siempre había sabido, que la música no solo se escuchaba, era algo que se sentía.
Apuesto mi sombrero a que le hubiera encantado ese momento.