LOS HIMNOS NACIONALES TRISTES DE JOHN MORELAND

(El cantante folk y country demuestra que hay algo gloriosamente estadounidense en hacer del dolor una forma de vida)

JOHN MORELAND/LARRY BROWN

por AMANDA PETRUSICH

ilustración de KRISTIAN HAMMERSTAD

traducción de JAVIER LUCINI

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En sus canciones no hay héroes ni villanos, solo gente que lo hace lo mejor que puede.

Hay algo en el acento y en la enunciación sosegada de la música country que parece encajar particularmente bien con el modo de narrar estadounidense. La música country comenzó como un género rural, nacido en enclaves aislados del Sur; sus primeras estrellas, con su yodel, cantaban para salir de la oscuridad y el olvido, regodeándose en la narración del relato y revelando todo lo que habían ido ganando y perdiendo por el camino. Los músicos de country asumieron buena parte del trabajo de fijar una identidad nacional en la canción. La gratitud, el orgullo y la intrépida autodeterminación casan perfectamente con el sonido del pedal steel. Al igual que un arraigado sentimiento de pesar.

John Moreland, un cantautor de Tulsa, Oklahoma, no es solo un artista de música country (su trabajo también está en deuda con la música folk y el rock), pero parece beber del mismo pozo atrayente y melancólico del que bebía Hank Williams, quien, en 1949, escribió «I'm So Lonesome I Could Cry», que sigue siendo insuperable como himno country de espíritu funesto (Elvis Presley, en el programa especial que hizo para la televisión en 1973, Aloha from Hawaii, se refería a esa canción como «la canción más triste que he escuchado en mi vida»). Moreland, al igual que Williams, compone melodías sencillas de ritmo tranquilo que parecen evocar la sensación de ir corriente abajo a la deriva en un bote destartalado. Aunque las imbuye de momentos de profunda compunción. La discordancia en las canciones de Moreland no se encuentra en su estructura (no hay ángulos pronunciados ni aristas dentadas), sino en el arrepentimiento que se desprende de su voz y de las historias que relata.

Moreland nació en 1985 en Longview, Texas. Su familia se trasladó al norte de Kentucky cuando él era muy joven y creció cerca del río Ohio, no muy lejos de Cincinnati. La identidad regional del norte de Kentucky no es del todo sureña ni del todo del medio oeste; es tan inexpresivamente grata que hace que todos los futuros parezcan posibles. Es un lugar del que podría proceder, de manera verosímil, cualquier cosa o persona.

Moreland se crió entre discos de música hardcore y punk, e interiorizó desde muy pronto el espíritu del «hazlo-tú-mismo». «Cuando tienes dieciocho años y tus grupos favoritos son bandas hardcore de los ochenta, ¿cómo acabas dando con alguien como Guy Clark? Es un camino complicado», contaba en 2015 en una entrevista para la American Songwriter. Su padre fue el que le metió en el mundo del folk y de la música country, aunque no se convertiría en fan de dichos géneros hasta que un día vio el video del tema «Rich Man's War» de Steve Earle, una canción protesta, en la televisión.

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Moreland publicó su primer disco, Endless Oklahoma Sky, grabado con la Black Gold Band, en 2008; Big Bad Luv, que salió esta primavera (2017) en el sello 4AD, es su séptimo álbum. La decisión de Moreland de firmar con un sello independiente conocido por editar discos de bandas «underground» como los Cocteau Twins y los Pixies parece un reconocimiento de su juventud punk-rock; una desconsideración pretendida y obstinada ante cualquier expectativa. Musicalmente, Moreland renuncia sobre todo al antagonismo del punk. Más que de lucha contra la aflicción, sus mejores temas son casi un encogimiento de hombros (uno se titula «Amen, So Bet It» [«Amén, que así sea»]). Parece menos claramente agraviado por su dolor que muchos de sus coetáneos; músicos como Sturgill Simpson, Jason Isbell y Chris Stapleton se basan en fuentes similares, pero componen canciones más enojadas y obviamente catárticas. Moreland no se opone a nada. Acepta la tristeza, la examina y la deja a un lado.

No obstante, Moreland sigue ferozmente presente en su obra. Es como si, solo con escucharle, uno pasara a ser el depositario de sus confidencias. Esa confianza (la distancia insignificante entre lo que Moreland siente y lo que canta) puede crear una intimidad cautivadora. Se confiesa, pero no espera la absolución. Esta cualidad le convierte en un descendiente obvio de Townes Van Zandt, que estaba igualmente resignado a cierta cantidad de sufrimiento. En ocasiones, también me recuerda a Bruce Springsteen; comparten la misma aspereza de tono, calidez y destreza para convertir una canción sencilla y directa en algo revelador.

Moreland es experto en liderar una banda. «Sallisaw Blue», el tema que abre Big Bad Luv, es una canción alegre y «honky tonk», con mucho piano y armónica; parece destinada a las gramolas de los bares de carretera, donde sonaría perpetuamente mientras los clientes se ahogan en cerveza. Pero hace algo singular cuando se encuentra a solas con la guitarra acústica. «Break My Heart Sweetly», de su álbum de 2013 In the Throes, es una balada devastadora sobre no saber cómo olvidar a alguien. «Supongo que puedo dejarlo pasar hasta que me destroces del todo, me rompas el corazón dulcemente y me cubras de tristeza», canta, rasgueando la guitarra en solitario. Interpretó la canción en The Late Show with Stephen Colbert en 2016, con una camiseta carmesí, gafas y una barba desaliñada. Su voz resbalaba y se quebraba un poco cada vez que pronunciaba la palabra «corazón». Para los intérpretes acostumbrados a los garitos de rock oscuros y angostos, las actuaciones en un plató de televisión pueden suscitar una extraña rigidez, pero la actuación de Moreland, que apenas alza la mirada cuando toca, fue tan fascinante que, cuando acabó, prácticamente se podía oír al público soltar el aire.

Como letrista, a Moreland no le interesan las inculpaciones; sugiere que no hay héroes ni villanos, solo gente que trata de abrirse paso en el mundo lo mejor que puede («Tú has estado escasa de momentos dorados, yo he cometido todos los errores posibles», admite en «Every Kind of Wrong»). La cuestión que le atormenta no es tanto la de cómo razonar a través del gran misterio de las relaciones humanas («Yo no tengo nada, tú no tienes ni puta idea», canta en «Sallisaw Blue», prescindiendo de la idea de una solución limpia), sino la de cómo congeniar con el hecho de que la gente suela fastidiar siempre las cosas al final. Navegar por la aflicción puede percibirse un poco como verse atrapado en arenas movedizas, cuanto más luchas, más te hundes, lo que hace que el enfoque de Moreland hacia la cura se sienta como algo amable. No le des más vueltas, parece estar diciéndonos; va a doler igual, no importa lo que hagas. «No sirve de nada. Que Dios bendiga esta tristeza», canta.

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El título del nuevo álbum de Moreland es un reajuste de Big Bad Love (Amor malo y feroz), una colección de relatos del escritor de Mississippi Larry Brown, publicada en 1990. Los narradores de Brown son tipos solitarios e insociables, aunque anhelan algo más. «Esto no puede ser vida –dice uno de ellos–. Bebo demasiadas cervezas Old Milwaukee, me despierto por la mañana y la boca me sabe a corteza de pan rancio». Se tambalean por carreteras comarcales, pescando latas de cerveza tibia de las neveras que llevan bajo el asiento del copiloto, preocupados por el dinero y por la perspectiva de no llegar a encontrar nunca a la persona amada. Ese es el precio de la búsqueda. «Hay un letrero de neón que dice: “Amor malo y feroz” –canta Moreland–. Y una soga que cuelga del cielo sobre tu cabeza». Si deseas algo, espera lo contrario.

Big Bad Luv, como el libro de Brown, habla del deseo. Las canciones de Moreland están pobladas de personajes en estados comparables de desbarajuste: hombres rotos que metabolizan la pérdida, que intentan averiguar qué significa el amor y qué se puede esperar razonablemente de él. Moreland parece contemplar este constreñimiento existencial casi con ternura. Es, al menos, carnaza sobre la que trabajar, algo propiciador, tal como él mismo lo expresa, «la vida que me gané en el amor, salió mal».

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Hay algo gloriosamente estadounidense en hacer del dolor una forma de vida; al final, todo es grano para el molino. «Si no sangramos, no parece una canción», afirma en «Old Wounds». La idea es asumir los golpes y seguir adelante; no frenar para inspeccionar los daños. «Irrumpir en la I-40 con canciones estadounidenses», grita Moreland. «Pueden enterrar nuestros cuerpos en errores estadounidenses». Por lo visto, el único pecado estadounidense imperdonable es darse por vencido.

Este es el primer trabajo de Moreland que se publica desde que se casó, y puede defenderse en las entrevistas cuando se le trata de encasillar como un depresivo empedernido. «Soy una persona real que a veces se pone triste y a veces se pone contenta, no es más que eso», dijo recientemente, este mismo año, en la Rolling Stone. Pero hasta los momentos más optimistas de Big Bad Luv («El amor no es una enfermedad, aunque hubo un tiempo en que lo pensé», canta en «Lies I Chose to Believe», subrayando un evidente crecimiento), delatan las batallas que ha tenido que lidiar para llegar hasta ahí.

EL VERANO DEL ODIO

(Padre e hijo, de Larry Brown)

por Anthony Quinn

22 septiembre, 1996

New York Times

(Traducción: Javier Lucini)

Los sucesos de la nueva novela de Larry Brown transcurren a lo largo de cinco días del verano de 1968, aunque sus temas son tan intemporales y sus arquetipos tan imperecederos que podrían haber tenido lugar perfectamente cincuenta o cien años antes. Padre e hijo está construida, desde el mismo título, sobre las sólidas bases clásicas de un western. El modelo es Faulkner, pero su influencia ha sido absorbida y trascendida: el efecto acumulativo de esta tragedia de clase trabajadora da fe de la obra de un escritor que tiene plena confianza en su propia voz.

Desarrollada en una pequeña comunidad de Mississippi es, en el fondo, la historia de la enemistad no resuelta (y el parentesco ignorado) entre dos hombres. Glen es un joven airado que acaba de salir de la cárcel tras haber cumplido tres años por homicidio. Enseguida queda de manifiesto que la prisión, lejos de haber fomentado el espíritu de arrepentimiento, lo que ha hecho es endurecer el cascarón de esta mala semilla. Glen hace gala de muy poco aguante y de una memoria extremadamente viva: a las pocas horas de su regreso mata a tiros a un viejo enemigo en un bar del condado vecino y viola a una jovencita. Abriga un odio implacable hacia su padre, Virgil, un veterano discapacitado que a causa del alcohol convirtió la vida de su esposa y sus hijos en un infierno. Glen se pregunta «por qué cojones los japos no acabaron el trabajo y lo mataron cuando tuvieron la oportunidad. Su muerte habría puesto las cosas más fáciles a todo el mundo». A Virgil, que acaba de enviudar, no le queda más remedio que resignarse a la amargura de su hijo, no sin manifestar su asombro ante el hecho de que «un hombre pueda albergar tanto odio en su interior». Lo único que parece haber heredado Glen de su padre es su problema con el alcohol.

Sin embargo, el conflicto central de la novela no es el que existe entre el padre y el hijo. Glen también vive intoxicado con un resentimiento perpetuo hacia Bobby, el sheriff del pueblo. Lacónico, imperturbable, honrado, Bobby es todo lo que Glen jamás ha sido, y desde su primer y único careo, los malos presagios no dejan de acumularse. Una complicación más viene, gradualmente, a sumarse. Jewel, la novia de Glen, madre de su hijo, ha sido fiel a su novio descarriado durante su ausencia de tres años a pesar del persistente cortejo de (¿adivinan quién?) Bobby. En este punto el lector puede sentir que Larry Brown ha forzado más de la cuenta el tejido de su pequeño pueblo para resultardel todo plausible.

Este momentáneo parpadeo de duda queda digerido al instante frente a la aceleración progresiva de la tensión. El señor Brown, cuyas anteriores novelas son Joe y Trabajo sucio, maneja este embrollo de lealtades y alianzas tácitas con resuelta destreza, y el modo en que, frugalmente, nos va proporcionando revelaciones crea remansos inesperados en el discurrir de la obra. Puede que esta sea una manera extravagante de decir que el autor sabe perfectamente cómo hay que contar una historia. Resulta realmente chocante, por ejemplo, enterarse súbitamente de que la rabia de Glen contra el mundo deriva de un horrible accidente acaecido en su infancia: la narración retrocede al pasado para dar con un con niño que juguetea con un rifle y aprieta el gatillo apuntando a la cabeza de su hermano «esperando que hiciese un simple chasquido». Su familia le ha perdonado, pero la triste realidad es que Glen no puede perdonarse a sí mismo. Avanzado el libro, el señor Brown entreabre la puerta de la redención en el momento en que Glen se va a pescar con un viejo amigo y captura una pieza enorme. Es uno de esos peces que solo se pescan una vez en la vida, pero Glen, ante el asombro de su amigo, decide soltarlo: «No había tiempo para explicaciones. El pez podía morir si no lo devolvía al agua de inmediato. “Es así. Nunca he matado un ciervo que luego no haya deseado que siguiese vivo. Esta cosa es demasiado bonita para matarla. Prefiero que siga ahí dentro a que cuelgue de la pared de alguien”».

Lo que añade aún más intensidad a la resonancia mítica de la novela es la casi total exclusión de referencias contemporáneas. Uno apenas es capaz de reconocer que todo tiene lugar en los años sesenta: una peregrina alusión a Vietnam («No te irán a enviar a ese desastre del otro lado del océano, ¿verdad?») es lo único que nos sitúa en el año 1968. La lucha por los derechos civiles, los asesinatos y los disturbios en las ciudades no se mencionan en ningún momento.

El señor Brown tiene la mirada puesta en algo mucho más elemental. Padre e hijo trata sobre la violencia del corazón humano y sobre los accidentes que han podido incubarse en este desde la cuna. Sobre todo es un relato absorbente, descrito maravillosamente: el ritmo aletargado de la vida de un pueblo pequeño del sur está captado de un modo magistral. Si hay que buscarle un solo defecto al libro, es que se percibe una cierta esquematización, algo a lo que el autor no nos tiene en absoluto acostumbrados. Las simetrías que el señor Brown establece ocasionalmente se perciben algo forzadas. La forma y la proporción se encuentran entre los elementos civilizadores de la ficción, pero siempre es menos divertido cuando se distinguen, siquiera mínimamente, las junturas. También resulta sorprendente porque la técnica del señor Brown, sobre todo en los diálogos, se basa siempre en la insinuación y la sutileza; la mayor parte del tiempo nos da la impresión de que estamos leyendo entre líneas. En un escritor menos dotado este ligero forzamiento no sería tan destacable; es el único punto que se le podría achacar a esta admirable novela para no llegar a ser un logro rotundo.

LARRY BROWN. EL REY DE LA «GRIT LIT»

Pam Kingsbury entrevista a LARRY BROWN con motivo de la publicación de su obra The Rabbit Factory.

(Traducido por Javier Lucini)

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Resulta difícil imaginar la literatura sureña contemporánea sin la influencia de Larry Brown. Sus libros se aguardan con ansiedad, son muy leídos y han sido alabados por la crítica. Sus personajes reflejan la crudeza del Sur, donde se necesitan «agallas» para sobrevivir.

A Brown, nativo de Oxford, Mississippi, se le suele comparar con el icono literario de la ciudad, William Faulkner. Ambos asistieron a la Universidad de Mississippi sin llegar a graduarse y ambos aprendieron los rudimentos de su oficio a través de la lectura, vehemente y fervorosa.

Bombero durante diecisiete años antes de retirarse y dedicarse a la escritura a jornada completa, Larry Brown también ha ejercido de carpintero, leñador, constructor de cercas, limpiador de alfombras, pintor de brocha gorda, transportista de heno y empleado en una tienda. Conoce muy bien el mundo del trabajador.

¿Qué personaje o imagen de The Rabbit Factory se te ocurrió primero?

Lo primero fue Arthur. No era más que una imagen de un viejo intentando capturar un gato salvaje en una jaula. Ese primer párrafo lo escribí en 1994, también los siguientes seis o siete capítulos, luego lo dejé porque estaba convirtiéndose en algo mucho más largo que un relato, que era lo que había pretendido escribir en un principio.

¿Por qué cambiaste de editor?

Estuve catorce años con Algonquin, ocho libros. Creo que pusieron mucho empeño en comercializar mi obra, y gané un montón de premios. Este libro es algo distinto, algo así como una desviación o un nuevo punto de partida, por lo que tenía que irme a otra parte.

Cada nuevo libro tuyo es radicalmente diferente al que le precede. ¿Alguna vez te has visto obligado a escribir pensando en el mercado?

De verdad que no me preocupa en absoluto lo que la gente políticamente correcta vaya a pensar de mis libros. Yo no los escribo para ellos. Los escribo para la persona a la que le guste leer historias sobre gente con la que podría llegar a relacionarse, sin juzgarla, puede que solo comprendiéndola y sintiendo por ella un poco de compasión.

Para mí es imperativo escribir lo que uno quiere en medio de toda esta mierda de lo políticamente correcto que tanto abunda en mi trabajo. Siempre he creído que la gente tiene que hablar (me refiero a los personajes de un relato) del modo en que lo haría según dónde viva, porque la geografía modela el lenguaje y las vidas de la gente. Lo único que debe preocuparte es crear sobre el papel un mundo real. Para lograrlo tiene que poseer autenticidad de tiempo y espacio, y tiene que revelar las diversas complejidades del corazón humano, que en ocasiones es muy retorcido. Lo principal es contar una buena historia. No se trata más que de eso. Cualquier cosa que quede por debajo de esa intención, apesta.

En cierta ocasión apadrinaste una serie de lecturas en Oxford. ¿Cómo llegaste a eso? ¿Sigues involucrado?

No, de eso hace ya casi dos años. Yo vivía gracias a un premio Lila-Wallace-Reader’s Digest que me proporcionó 35.000 dólares al año, durante tres años, más 10.000 al año para financiar el programa que eligiese, que no fue otro que llevar a escritores de todo el país para que diesen conferencias e hiciesen talleres de escritura en nuestra biblioteca. Era una maravillosa oportunidad para traer a un montón de amigos míos a pasar un fin de semana por aquí y al mismo tiempo ofrecer a los lectores locales la posibilidad de entrar en contacto con escritores fantásticos que de otra forma jamás habrían llegado a conocer. También me permitió vivir y escribir sin que me molestase nadie durante tres años. Impagable.

¿Quieres hablar de cómo es vivir en Oxford?

La conexión Oxford. Bueno. Me lo preguntan muy a menudo. Ya no me dejo caer mucho por allí porque, por lo general, suelo pasarme aquí, trabajando, todas las noches. Lo que pasa es que ya no dispongo de tanto tiempo como deseara para salir y ver a los amigos sin que mi trabajo se resienta. Lo de ir a un bar a beber no es bueno para mí. Me quedaría toda la noche, lo pasaría de puta madre y al día siguiente me sentiría como el culo. Me obligué a no andar todo el día por ahí de parranda. A veces pasaban meses. Siempre acompañados de mucho guitarreo, que lo único que te da es entretenimiento, o diversión, o una excusa para no dar ni chapa, igual que la bebida. Después de esos tres años me di cuenta de que no podía beber y escribir al mismo tiempo, así que la mayoría de las veces elijo escribir.

Cuando llegué no había muchos escritores jóvenes. Creo que ahora hay bastantes. Un montón de jóvenes que vienen y se presentan y me dicen que aprecian mi obra, y eso siempre resulta muy agradable. Es bueno que los jóvenes aprecien lo que haces.

Faulkner, Grisham, Hannah. Todos pegando la hebra en Oxford. John ya no tanto. Yo simplemente nací aquí y me gustaba leer. Constantemente llegan escritores para vivir y escribir, algunos hasta acaban echando raíces. La librería, Square Books, atrae a miles de personas. Es una de las razones por las que Oxford se ha convertido en un lugar tan popular para los escritores y los lectores. Jim Harrison se vuelve loco, le encanta la comida. Arliss Howard y Debra Winger rodaron Big Bad Love aquí. Se está volviendo un sitio muy popular para mudarse. Me resulta raro ver cómo es ahora, la plaza llena de bares y restaurantes, y recordar cómo era en los años cincuenta y sesenta, cuando yo no era más que un crío y no había absolutamente nada que hacer por las noches. Es un mundo completamente nuevo. Y me resulta duro dar una vuelta por ahí. Pero eso casa con lo que he decidido hacer con mi vida. La mayor parte del tiempo ando aquí fuera, en el campo, y me dedico a escribir. Y trabajo en mi choza. Y alimento a mis bagres.

¿Qué escritores consideras que te han influenciado más?

Flannery O’Connor, Charles Bukowski, Raymond Carver, William Faulkner, Cormac McCarthy y Harry Crews.

¿Qué escritores jóvenes deberían estar leyendo los lectores?

Silas House. Nancy Jean Peacock. June Spence. Daniel Wallace. Es difícil estar al día. Los editores me mandan muchos libros para que les haga notas publicitarias, y me es imposible leerlos todos. Me interesaría saber en que anda metido ahora Charles Frazier. Hay muchísimos escritores buenos por ahí. Es difícil elaborar una lista porque seguro que te dejas a alguien muy bueno fuera.

¿Tienes algún consejo para los aspirantes a escritor?

Rechazo.

Tanteo.

Cometer un montón de errores estúpidos.

No existen los atajos.

Tienes que aprender a escribir ficción que agarre al lector por la garganta y no le deje escapar hasta que hayas acabado con él.

Y la única manera de hacerlo es sentarse y pasarse años escribiendo y fracasando y volviendo a escribir.

Si abandonas, nadie volverá a saber de ti.

¿Hay alguna pregunta de la que estés hasta las narices?

Joder, me han preguntado tantas veces las mismas cosas que es difícil acordarse. Una vez me entrevistó una señora con una grabadora y me hizo unas preguntas buenísimas sobre Joe. Fui capaz de permanecer allí sentado y hablar no solo sobre él, sino sobre el medio ambiente y lo que sucede en los bosques cuando las grandes compañías madereras arrasan y reforestan con pinos, y cómo los animales tienen que largarse porque se quedan sin alimento cuando los robles y las bellotas que producen desaparecen. Pude hablar sobre la evolución del paisaje de los alrededores, que llevo viendo desde que cumplí los dieciocho años, y sobre lo mucho que ha cambiado. Y del modo en que Faulkner lo profetizó. Cómo ha dado forma a la vida de la gente. La manera en que la fatalidad interfiere en los planes… todos esas cosas interesantes.

¿Cuál es la pregunta que siempre deseas que te hagan?

No se me ocurre nada que desee que me pregunten. Solo intento animar un poco a los escritores jóvenes sin acogerlos personalmente bajo mi ala, aunque ya he acogido a más de uno. Pero trato de hacerlo de un modo que les proporcione un punto de vista realista de a qué se van a enfrentar si desean de verdad ser escritores de ficción. No es fácil, he visto a gente que ha dejado su trabajo para dedicarse a esto y luego ha fracasado. Yo no dejé mi curro hasta que ya hube publicado unos cuantos libros y conseguí otros trabajos relacionados con el oficio. Y fracasé un montón antes de hacerlo. Cinco novelas. Y una que quemé. Habré escrito unos ciento cincuenta relatos. Poesía. Todo un horror. He escrito mucho ensayo, y me encanta. Guardo en mi ático cajas y cajas de material inédito. Eso es lo que se precisa: cajas y cajas de material que no vale para nada. Pero de todas formas tienes que sentarte ahí a escribirlo hasta que aprendes a hacerlo bien. Esas son las normas. No hay otro modo si deseas de verdad ser un buen escritor.

¿A dónde te llevará la gira promocional de tu libro?

La gira promocional. Austin, Oxford, Memphis, Blytheville, Jekyll Island, GA, Jackson, MS, Birmingham, Asheville, Louiville y Lexington, KY, Atlanta, Athens, Milledgeville, GA, Nashville, Seattle, Santa Cruz, San Francisco, Iowa City, Minneapolis, donde, por cierto, voy a quedarme un día más para dar una lectura con mi amigo Ben Weaver, 24, que, sencillamente, es uno de los mejores músicos jóvenes que he conocido en años, y luego acabaré en Nueva York y podré ir a conocer al bebé de mi hijo, McCaslin, que nació hace unos días. Pesó más de tres kilos y tiene el pelo rizado y rubio.

¿Qué es lo que más te gusta de las giras promocionales?

Está muy bien lo de ir viendo, ciudad tras ciudad, a gente que ha leído tus libros. Está la impaciencia por comer en tus restaurantes favoritos de Seattle, dar una conferencia en Elliott Bay o en Un Lugar Limpio y Bien Iluminado. Uno nunca sabe quién puede acabar presentándose. Tengo amigos por todas partes y me gusta mucho verles. Es agradable poder ir a L.A. y quedarse en casa de un amigo. Por todo el país, gente conocida que aparece cuando llegas a su ciudad. Es un mundo inmenso con un montón de gente buena. Las librerías independientes me han salvado la vida, y me preocupa su futuro. Te venden los libros que les gustan y solo así los buenos libros consiguen entrar en las listas de bestsellers, por el peso fundamental del número de ejemplares vendidos. Libros que son demasiado buenos para ser ignorados. Pero no siempre ocurre así con los libros buenos. A veces sucede con libros muy malos. Pero así es el mundo. No todo es perfecto.

¿Te gustaría escribir otro libro de ensayo?

Desde luego que sí, me gustaría escribir sobre la casita que llevo construyéndome sin ayuda de nadie desde hace cinco años, y sobre los ocho acres de bosque y tierras de pasto sobre los que la estoy levantando, y sobre los pájaros y los animales que viven por allí, los peces que crío y luego pesco en mi estanque, y sobre todo el trabajo que hago en esa tierra con mi tractor, mi sierra eléctrica, mi pala…, pero en este país el ensayo no se vende tan bien como las novelas, así que creo que seguiré escribiendo novelas.

Tengo planeado escribir algunos guiones originales para el cine. Ahora mismo estoy con mi tercer guión. Sobre la vida de Hank Williams.

También tengo dos novelas en marcha. A mi nuevo editor le gustan. Y eso está bien.

RECORDANDO A LARRY BROWN

(Breve reseña aparecida en el número 54 de la revista No Depression, con motivo del fallecimiento de Larry Brown, traducido por Javier Lucini).

31 diciembre, 2004

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El alma del mundo se encogió un poco el 24 de noviembre con el fallecimiento del autor sureño Larry Brown. Un ataque al corazón le sorprendió mientras dormía. Tenía solo 53 años y dejó esposa, tres hijos y dos nietos. Murió en su casa de Mississippi, en su cama, en el lugar que había amado toda su vida.

Ese lugar alimentó su escritura haciendo de él uno de los escritores más venerados y brillantes de nuestro tiempo. Sus libros son Facing the Music, Trabajo sucio (Ed. Dirty Works), On Fire, Amor malo y feroz (Ed. Bartleby), Joe, Father and Son, Billy Ray’s Farm, Fay y The Rabbit Factory. Su trabajo se ha ganado el beneplácito de la crítica a lo largo y ancho de todo el país, estantes llenos de premios y la admiración rendida de miles de lectores.

Pero Larry Brown fue mucho más que un gran escritor. Fue también un gran hombre. Y algo que a Larry seguro que le gustaría que supieseis es que, también, fue un hombre que, por encima de todo, amaba la música.

En el número 34 de la revista No Depression, Larry escribió un artículo sobre uno de sus cantantes-compositores favoritos, Robert Earl Keen, que empezaba diciendo: «En cada concierto puedes verlos, apretujados y con los rostros alzados. La música irrumpe sobre ellos y los atrapa bajo su influencia… Se saben las letras de las canciones y las cantan en voz alta… Yo he estado ahí… Sé lo que escuchan. Sé lo que ven. Y sé lo que sienten y les hace adquirir ese aspecto. Simplemente aman la canción, compadre».

Larry comprende el poder de la música. Comprende su impacto comunitario y privado. Una de las cosas que más le gustaban era llenar una neverita portátil de latas de cerveza Bud y conducir por el campo de Mississippi en su destartalada camioneta con el equipo de música a todo trapo. Le gustaba especialmente conducir con la música en el crepúsculo, ese momento de tregua entre la noche y el día. Durante el año anterior a su fallecimiento, Larry se embarcó en una misión personal: hacer que todos sus conocidos amasen tanto como él la música del cantante y compositor de Minnesota Ben Weaver. Una noche de verano cargó con la nevera y sus discos de Weaver, pasó a recogerme con su camioneta y cogimos la Autopista 334 hasta Tula, su lugar favorito del mundo, donde se estaba construyendo una cabaña para escribir (a la que había bautizado como: «la choza») en un estanque al que solía ir a pescar de crío y que más tarde compró. «Colega, este tío lo tiene», me dijo. «Es lo mejor porque te hace sentir la música».

Acto seguido, pisó el freno, apagó el motor y nos quedamos ahí sentados escuchando la canción. Larry hizo un gesto de satisfacción con la cabeza en una frase particularmente hermosa, se inclinó hacia adelante y miró por el parabrisas. El cielo era enorme y bajo, el horizonte estaba incendiado con llamaradas rojas y color melocotón. Nos quedamos allí sentados un buen rato. En las carreteras secundarias de Tula puedes hacerlo, quedarte ahí sentado en mitad de la carretera sin que nadie te moleste.  Y cuando acabó la canción, Larry se quedó mirando la puesta de sol. «Verdaderamente la luz de agosto tiene algo», dijo. «Música como esta y un cielo así. No se puede pedir más, hermano». Puso en marcha la camioneta y seguimos conduciendo.

Larry era un discípulo convencido de la buena música. En las giras de promoción de sus libros se llevaba discos de Alejandro Escovedo, de los Blue Monuntain y de gente así. Los personajes que creaba en sus ficciones eran como los personajes de las mejores canciones, y siempre les gustaba la música; el tipo de música que encontrarías en las páginas de esta revista y muy raras veces en la radio. El tipo de música que desprende un sentimiento de dignidad y de tradición, como el propio Larry. El tipo de música que podría ser la banda sonora de un crepúsculo de agosto en Mississippi.

No mucho antes de su muerte, Larry se compró una Gibson Hummingbird que se convirtió en una de sus posesiones más preciadas. Era una belleza. Escribía canciones y las cantaba con los ojos cerrados. Pateaba  el suelo con las botas llevando el ritmo. Solía preceder o concluir las canciones diciendo: «No valgo mucho como cantante», pero era bueno. Porque cuando cantaba, lo sentía. Y también hacía que lo sintiese el oyente.

En el funeral de Larry, se colgó su Hummingbird al lado de su ataúd.  Y cuando lo enterraron en la colina que había junto a su estanque, al otro lado de su cabaña de escribir, un hombre se levantó y se puso a interpretar «Will Ther Circle Be Unbroken» mientras el cielo gris se debatía muy bajo y los cedros juntaban  sus ramas mecidos por las fuertes ráfagas de viento y la lluvia que caía en diagonal. Cada uno de los presentes se sumó a la canción. Todas aquellas voces unidas por la melodía. En aquel momento todos debieron comprender de un modo muy intenso algo que Larry siempre había sabido, que la música no solo se escuchaba, era algo que se sentía.

Apuesto mi sombrero a que le hubiera encantado ese momento.

North Mississippi Allstars

 

Como Dylan anda estos días por nuestro país (de gira con Los Lobos), publicamos este extracto de la entrevista que le hizo James Calemine a Jim Dickinson en 2009 (famoso músico y productor, padre de Luther y Cody, componentes de los gloriosos North Mississippi Allstars).

JAMES CALEMINE: Háblame de cuando Bob vino a Mississippi a visitarte hace unos años.

JIM DICKINSON: Sí, fue un puntazo, la verdad. Él andaba metido en aquella gira con Paul Simon. Me llamó, a veces llama cuando está de paso por la ciudad. No suele hacerlo, pero en aquella ocasión lo hizo y me dijo (imitando el tono de voz de Dylan): «Eh, tengo un día libre. ¿Por qué no me das una vueltecita por Mississippi?». Yo le dije que claro. Vino a casa cuando los chicos aún vivían en el otro trailer. Tengo dos tráilers y un granero. El granero es mi estudio, los chicos se escondieron en su tráiler y se pusieron a mirar por la ventana cuando vieron aparecer a Dylan.

Hablamos sobre Larry Brown. Dylan dijo: «¿Conoces a Larry Brown?». Y como que me quiso sonar, así que le dije: «Sí, ¿no es ese borracho que suele pasarse por el bar donde suelen tocar mis hijos?». Y Dylan me miró de un modo muy severo, como si hubiese dicho algo inconveniente, y me dijo: «He leído hasta la última palabra que ha escrito». Y yo pues, oh, bueno, permíteme reconsiderar el comentario que acabo de hacer (risas) sobre mi buen amigo Larry Brown...

(Particularmente nos encanta la imagen: Larry Brown disfrutando en un juke joint de un concierto de los North Mississippi Allstars con una buena cerveza fresca en la mano).

 

La guerra no estaba a diez mil kilómetros sino en tu propio país, en el barrio, en casa.

 

Recuperamos aquí esta entrada del Blog El Eco de los Libros (que era una maravillosa fuente de información pero, lamentablemente, lleva inactivo desde 2010) en el que Luis Ingelmo, traductor y prologuista del primer libro de Larry Brown publicado en España (Amor malo y feroz, Ed. Bartleby; el prólogo es una maravilla) y verdadero responsable de que conozcamos y amemos a este autor, hablaba de Trabajo sucio.

Foto de Adolfo Ruiz Maeso


Foto de Adolfo Ruiz Maeso


En cierta entrevista Larry Brown confesaba que se había librado de ser enviado a Vietnam por los pelos, pues, recién concluidos sus estudios de secundaria, su nombre aparecía el primero de entre los obligados a formar las filas de las tropas de infantería que se habrían de unir al cerca de medio millón de soldados estadounidenses desperdigados por las selvas del sureste asiático. Supuso que, ya de puestos, mejor ir a la guerra con todas las de la ley y en buenas condiciones de preparación militar, para lo cual se alistó como voluntario en el cuerpo de infantes de marina. Sin embargo, quisieron los dioses que su batallón no llegase siquiera a despegar de la base en la que se encontraba destinado. Así que, una vez transcurrido su entrenamiento como recluta, tenía por delante un buen puñado de meses y, además de dejar que pasara el tiempo jugando al billar, leyendo y practicando el tiro al blanco, Brown se dedicó a escuchar a los veteranos que habían regresado de la guerra. A veces de modo consciente, otras de fondo, oía los relatos de los supervivientes del gran desastre militar, humano y natural que fue la guerra en Vietnam, soldados cuyo uniforme los despojaba de su humanidad para reemplazarla con una coraza de hielo y fuego, de sangre y sudor, de rabia inagotable en brazos de una pesadilla cuyos efectos solo parecían mitigarse entre densas nubes de maría y litros de alcohol. La violencia gratuita hacia un enemigo versátil y escurridizo se alimentaba de su constante paranoia: allí hasta las mujeres de ojos rasgados e infantil sonrisa seductora a menudo guardaban una granada de mano oculta bajo el vestido. Aquellas narraciones que Brown escuchaba, ya fuera como telón de fondo o aplicando sabiamente el oído donde debía hacerlo, conformaron la base de su primera novela, Dirty Work (que bien podría traducirse como Trabajo sucio), historias que leemos a través de sus dos protagonistas, Braiden Chaney y Walter James, este sin rostro, aquel sin brazos ni piernas, el uno negro y el otro blanco, ambos despedazados en su interior más aun que por fuera, los dos postrados en sendas camas de un hospital de veteranos de guerra. Una sola noche dura el relato de su encuentro, al comienzo distante, progresivamente más cercano, entreverado con recuerdos de su juventud perdida y sus ciudades natales, con ecos de la memorable y pasmosa Johnny Got His Gun de Dalton Trumbo –no solo por las coincidencias de la puesta en escena, sino por los escollos materiales y emocionales que han de sortear los personajes para llegar a comunicarse–, una larga noche hacia el alba, inalcanzable por inexistente, que acaba por borrar cualquier traza de romanticismo o heroísmo que nadie pudiera albergar acerca de la guerra. Ha de advertirse, con todo, que la cadencia narrativa de Brown no es la misma que la elaborada y vagamente filosófica de Trumbo, sino que se halla más acorde con la despiadada de Thom Jones en sus relatos sobre Vietnam de The Pugilist at Rest (pienso en «The Black Lights» y, sobre todo, en «Break On Through», que de inmediato nos trae a la mente la segunda parte del verso de la canción de los Doors: «to the other side», una ruptura imposible, un cruce insalvable, una travesía sin destino final) o, debido a la alternancia entre los puntos de vista de ambos protagonistas, que hacen de cada capítulo prácticamente un relato independiente y a la par inseparable del resto, con la de Tim O’Brien en The Things They Carried, con el añadido de un ritmo frenético y lacerante, sutil e inquebrantable.

Pinchar aquí para leer la entrada original: 
http://elecodeloslibros.blogspot.com.es/2008/02/la-guerra-no-estaba-diez-mil-kilmetros.html

 

Dan Allawat

 

Trabajo sucio, de Larry Brown: Contar la verdad sobre la Guerra de Vietnam a través de la ficción.


(AVISO IMPORTANTE: contiene spoilers, se recomienda leer tras la lectura de la novela) Traducción: Javier Lucini


Podría argumentarse que para que la literatura de ficción triunfe sus elementos esenciales han de estar claramente definidos y establecidos en la historia, esto es: la trama, los personajes, el lugar, el estilo, el diálogo, el punto de vista y la temática. Y sería un buen argumento, aunque haya quien pueda darle más valor a la verdad a la hora de calificar el logro de cualquier historia de ficción. Quizá la verdad pueda obtenerse simplemente a partir de los elementos esenciales que acabamos de mencionar. Por supuesto, no nos estamos refiriendo al éxito en términos de atractivo comercial o número de ejemplares vendidos. No, en esta reflexión el éxito se mide por la capacidad de la ficción para procesar y transmitir al lector la verdad de la condición humana y el mundo en general. En este sentido, el fallecido Larry Brown fue un escritor de éxito; un narrador absolutamente comprometido con la verdad. Y en su novela Trabajo sucio nos revela con enorme éxito la verdad sobre la guerra de Vietnam; sobre todo en su descripción de la condición humana de quienes lucharon en aquella guerra. Y aún más, consigue transmitirnos esa verdad con una honestidad tan dolorosamente vívida y desgarradora que podría muy bien sostenerse que nos encontramos ante el libro definitivo sobre los estragos físicos y emocionales de la Guerra de Vietnam. Tanto es así que debería ser promovido y leído por quienes detentan puestos de autoridad y, el día menos pensado, puedan tener que tomar decisiones que, en último término, acaben metiéndonos en otra guerra.

Foto AP.

Foto AP.

Entre los años 1950 y 1975, Estados Unidos se involucró en la guerra de Vietnam. En apoyo de la lucha anti-comunista del sur contra el norte, la implicación estadounidense fue cada vez mayor hasta el punto culminante de finales de los años sesenta, cuando llegaron a desplegarse más de quinientas veinticinco mil tropas. El interés de Estados Unidos en Vietnam se basaba principalmente, y puede que exclusivamente, en el miedo a que una pequeña nación asiática cayese bajo el régimen comunista y acabase provocando un efecto dominó en el que Asia acabaría perdida por completo bajo el yugo del comunismo. La historia revelaría al final que dicha suposición era incorrecta y, peor aún, aquel malentendido de la amenaza comunista acabaría costando cincuenta y ocho mil vidas estadounidenses y trescientos cincuenta mil heridos. Esta pérdida de vidas, junto al concomitante número de bajas, sin olvidar la increíble cantidad de fondos que se invirtieron en el despliegue, resultó un auténtico fracaso. Al final, Estados Unidos, incapaz de hacerse con la victoria, tendría que retirarse del país. En 1975 Vietnam del Sur se rindió al Norte y el país se reunificó. Desgraciadamente, para muchos veteranos la cosa no acabó en 1975. Para la mayoría la guerra continuó rugiendo mientras trataban de aclimatarse a la normalidad de sus antiguas vidas, de vuelta al hogar, marcados emocionalmente y, en muchos casos, incapacitados físicamente. Es en este escenario sobre el que se construye Trabajo sucio de Brown.

La novela relata la historia de dos excombatientes que pasan un día y una noche juntos, codo con codo, en un Hospital de Veteranos. Tiene lugar unos veinte años después del regreso de las tropas. Braiden Chaney, que perdió tanto los brazos como las piernas en la guerra, lleva muchísimos años ingresado. Al inicio de la historia, le colocan a un nuevo paciente en la cama de al lado: se trata de Walter James, un hombre esencialmente sin rostro a causa del estallido de una granada y que, además, sufre colapsos repentinos e impredecibles por culpa de los fragmentos de proyectil que tiene alojados en el cerebro. A Walter lo han ingresado en el hospital a causa de un incidente con un coche. No recuerda muy bien los pormenores de lo sucedido. Braiden es afroamericano y Walter caucásico. Ambos se criaron en el sur rural y pobre y la novela relata fielmente las realidades de dos vidas forjadas en esas particulares circunstancias. A pesar de sus prejuicios mutuos, tienen mucho en común pues comparten y comprenden la experiencia de haber crecido siendo pobres en el sur de Estados Unidos. También poseen fuertes convicciones religiosas, muy sureñas, acerca del bien y del mal, aunque la guerra haya atenuado bastante su sistema de creencias, aun después de tantos años. Al final, después de pasarse horas hablando y contándose sus vidas, sus historias y sus guerras, Braiden reúne el valor para pedirle a Walter que le quite la vida, que termine con su desesperada existencia. Walter se resiste pues siente que eso sería caer en el peor de los pecados. Mientras continúan charlando sobre sus vidas y Walter espera que le den el alta para regresar a su casa, el peso de la petición de Braiden cuelga incómodamente entre las dos camas como si se tratase de un tercer personaje. Las complejas realidades del efecto de la guerra en sus vidas, tanto física como emocionalmente, quedan estampadas en cada una de las páginas de esta obra que Larry Brown despoja totalmente del romanticismo que pudiese tener la guerra o el ejército. No hay héroes ni intención de definir a los personajes por la nobleza de su sacrificio en nombre de la patria. Solo la realidad del sufrimiento perdura como resultado de una guerra que, en términos generales, nunca llegó a entender la mayor parte de quienes participaron en ella, incluyendo, por supuesto, a Braiden y a Walter. Braiden le da vueltas en cierto momento a esta idea cuando le relata a Walter cómo fue su última mañana en el hogar junto a su madre antes de ser enviado a Vietnam: «Estaba allí tumbado aquella mañana. Tenía el uniforme colgado ahí mismo. Un soldado de la nación más poderosa del mundo. Y en lo único que podía pensar era: ¿Por qué?, ya sabes, ¿Por qué? Ni siquiera era capaz de comprender de qué iba la cosa. Tenía que ir porque era mi deber». La habilidad de Brown a la hora de crear estos personajes bajo la luz de la autenticidad, verosímiles en su desesperación y en el cuestionamiento de su sino tantos años después del final de la guerra, es un testamento de su compromiso a permanecer honesto en su retrato de las víctimas de la guerra.

La Guerra de Vietnam ha dado lugar a una prolífica cantidad de literatura. Lucas Carpenter señala: «Una de las muchas ironías de la Guerra de Vietnam es que siendo una de las mayores derrotas de Estados Unidos, sea la guerra que ha generado más y mejor literatura, colectivamente, de todas las que libró en el siglo XX, y resulta abrumador que en su mayor parte haya sido escrita por veteranos que no tardaron mucho en darse cuenta de que aquella no era la guerra de sus padres».

Foto de Judge Rock (Flickr)

Foto de Judge Rock (Flickr)

Casi toda esta literatura fue escrita con un estilo reminiscente de las historias bélicas de guerras anteriores, esto es, historias en las que hombres jóvenes, inocentes e ingenuos, fueron a la guerra para regresar cambiados por el horror de las trincheras, pero aun manteniendo cierto sentido de la nobleza en su coraje y su patriotismo. No obstante, al mismo tiempo surgieron voces nuevas que quisieron desmarcarse de aquel romanticismo trasnochado y de la idea del sacrificio, dando como resultado historias que dejaban al denudo la verdad de la guerra. Como afirma Tim O’Brien en The Things They Carried: «Si al final de una historia bélica te sientes elevado, si sientes que se ha logrado rescatar un pedacito de rectitud de entre los despojos, entonces es que has sido víctima de una terrible y muy vieja mentira. No hay rectitud, en absoluto. Ni virtud». La voz de una nación que se cuestiona su participación en la Guerra de Vietnam y aún más, la voz del propio soldado sobre el terreno, pueden encontrarse en muchas de las historias de O’Brien, del mismo modo que en las otras muchas obras escritas por los autores que quisieron sumarse a esa nueva voz emergente. Trabajo sucio de Brown, aunque no surja de las mismas raíces que los relatos de O’Brien (O’Brien sirvió en Vietnam, Brown no), es una historia que se adscribe al credo de O’Brien. No hay rectitud. Ninguna virtud puede encontrarse en la Guerra de Vietnam, ni en sus secuelas.

Larry Johannessen sugiere que para comprender la literatura sobre la Guerra de Vietnam lo mejor es «considerar las cuatro categorías principales en las que se pueden clasificar estas novelas: básicamente (a) las que lidian con la experiencia de Vietnam (la narrativa del combate); (b) las que se centran en los efectos de la guerra al regreso a casa; (c) las que examinan la experiencia de los refugiados; o (d) las que se centran en el legado de la guerra, particularmente en el impacto sobre los niños de la generación que vio la luz durante la guerra».

Si uno ha de meter Trabajo sucio en una de estas categorías en la que mejor encajaría sería en la (b): los efectos de la guerra al regreso al hogar. Y aunque esta categoría le viene muy bien al empeño de etiquetar en un sentido amplio y cómodo, resulta muy difícil definir una obra como Trabajo sucio en términos tan amplios y poco precisos. Trabajo sucio es una historia bélica. De acuerdo. Contiene escenas narradas de batallas que fácilmente podrían catalogarse como pertenecientes a la denominada narrativa de combate. Y Walter tiene un hermano menor que solo tenía cinco o seis años cuando se fue a la guerra; en ese sentido, hay escenas en el libro que podrían entrar perfectamente en la categoría  que se ocupa del impacto de la guerra sobre los niños de la generación posterior. Pero, al final, se trata de una historia que se centra básicamente en la manera en que Braiden y Walter afrontan la vida, o quizá en el modo en que no la afrontan, dadas las condiciones que les toca vivir, herencia funesta de la Guerra.

Creative Commons, cortesía de ‘mikefisher821

Creative Commons, cortesía de ‘mikefisher821

Lo que separa Trabajo sucio de la mayor parte de la ficción que trata la Guerra de Vietnam es el denodado esfuerzo de Brown por impedir que la esperanza se inmiscuya en lo que es básicamente una realidad triste y desesperanzada. De nuevo, aun cuando haya por ahí literatura como la de Tim O’Brien que mantenga una distancia similar a la hora de inculcar cierto código moral, por muy sutil que sea, en el texto, los ejemplos son escasos y muy esporádicos, y ninguno resulta tan verosímilmente desolador como el de Larry Brown. Hay multitud de historias que hablan de la desesperación de quienes regresaron, de los veteranos heridos, pero casi siempre hay un momento en el que se acaba derramando algún significado o algún atisbo de luz que resulta en la comprensión/aceptación por parte del personaje, o los personajes, que sufren. Un buen ejemplo es la novela In Country, escrita por Bobbie Ann Mason. In country narra la historia de una adolescente, Samantha, o Sam para abreviar, cuyo padre murió en Vietnam antes de que ella naciese. En parte es criada por su tío, Emmett, también veterano de la Guerra de Vietnam que lucha día a día tratando de sobrellevar los prolongados efectos emocionales de la guerra. Decidida a saber más sobre la guerra que se llevó la vida de su padre, Sam empieza a preguntar a diversos veteranos, incluyendo a su tío. Este, por su parte, lidia como puede con sus inacabables interrogatorios, que le hacer revivir una y otra vez el horror. Al final, la protagonista y su tío viajan al Monumento de los Veteranos de Vietnam, en Washington, donde ella parece acceder a cierto grado de comprensión, si no a una cierta sensación de clausura o conclusión, en relación a la muerte de su padre. Asimismo, su tío, herido emocionalmente, parece obtener alguna suerte de beneficio de su enfrentamiento directo con la memoria de la guerra.

No hay nada malo en novelas como la de Mason. Aquí únicamente la citamos como ejemplo de cómo la literatura de ficción sobre la Guerra de Vietnam, o puede que de cualquier guerra, tiende a aposentarse sobre un cierto sentido de cierre o resolución. Como dice W. D. Ehrhart con respecto al final de In country de Mason: «Y de hecho, al final de In country, mientras Sam reflexiona sobre el misterio de ese otro Sam A. Hughes cuyo nombre está tallado en el muro y el rostro de Emmett “arde en una sonrisa, como si fuesen llamas”, no podemos evitar sentir que al final todo va a estar bien. Nos gustan las historias que acaban así. Nos gustan las guerras que acaban así. Pero las historias de verdad rara vez acaban tan bien, las guerras nunca».

Larry Brown entiende esta premisa y la adopta para contar la historia de Braiden Chaney y Walter James.

Sería fácil decir que In country de Mason es una mala elección para compararla o contrastarla con Trabajo sucio. No hay personajes gravemente discapacitados físicamente, por ejemplo, aunque el tío de la protagonista parezca estar sufriendo los efectos del Agente Naranja. Aunque ambas historias comparten el hecho de que transcurren bastantes años después de la guerra. Y ambas cuentan con personajes que están tratando de vivir sus vidas bajo el dictamen de la conexión, directa o indirecta, con la guerra. Pero, de nuevo, es la negativa de Brown a conceder el menor alivio a los personajes de Trabajo sucio lo que la separa de In country y de la mayor parte de la literatura surgida de la Guerra de Vietnam. Incluso el clásico libro de memorias, Nacido el 4 de julio, que narra la lucha de su autor, Ron Kovic, como veterano de Vietnam herido y condenado a vivir en una silla de ruedas, ofrece inspiración aunque no sea por otro motivo que el de la lucha incansable y a menudo exitosa de su autor por la mejora de las condiciones de los veteranos. Y eso no le quita valor literario, de hecho el elemento inspirador, junto a las descripciones de las horrendas luchas que tuvo que emprender Kovic, sitúa a esta obra en los anales de la literatura de la Guerra de Vietnam. Larry Brown prefiere contar una historia en la que no brille el menor atisbo de luz, una historia en la que la inspiración brille por su ausencia, y al apostar por eso se mantiene fiel a los veteranos cuyas realidades comparten las mismas circunstancias que viven Braiden y Walter.

A medida que Trabajo sucio se aproxima a su conclusión, Walter recuerda el incidente por el que le ingresaron en el hospital. En los días que precedieron al incidente entabló una amistad improbable con una joven plagada de cicatrices de cintura para abajo producidas por el virulento ataque de un perro siendo niña. Ella y Walter no tardan en hacerse íntimos y durante las horas en las que le cuenta a Braiden aquel incipiente romance, poco a poco, va colocando en su sitio las piezas sueltas y acaba recomponiendo la secuencia de sucesos que le condujeron al hospital. Estuvo con aquella muchacha en un coche, aparcados en el lecho seco de un arroyo; pasaron por alto sus cicatrices y se pusieron a hacer el amor en medio de una tormenta. Dado que la lluvia torrencial no amainó, el agua empezó a cubrir el lecho del arroyo hasta conformar una inundación. Aún negándose a ofrecer el menor alivio o socorro a los personajes de la historia, Brown hace que Walter sufra uno de sus inoportunos colapsos justo en el momento en que el agua empieza a inundar el coche. La chica, atrapada bajo el cuerpo inmóvil de Walter, se hunde y se ahoga bajo su peso. Un equipo de rescate los encuentra, la cabeza de él unos pocos centímetros por encima del agua, la de ella unos pocos por debajo. El descubrimiento de estos hechos y las ulteriores cicatrices emocionales que Vietnam le ha producido hacen que Walter reconsidere la petición pendiente de Braiden. Como reflexiona William Becker en su crítica de Trabajo sucio: «Quizá sea el reconocimiento del enorme precio que va a tener que pagar, lo que le hace aceptar el argumento de Braiden: Braiden ya ha pagado más que suficiente». La historia concluye con la decisión de Walter: «Permanecí a su lado un buen rato. Él abrió los ojos y me miró cuando cerré las manos alrededor de su cuello. Dijo: Jesús te ama. Y yo cerré los ojos porque no me tragué esa mierda. Yo sabía que en algún lugar Jesús lloraba».

En Trabajo sucio, Larry Brown construye una historia sobre los efectos de la guerra en los combatientes. En muchos sentidos, el libro es una novela antibélica, pero al etiquetarla de esta manera se corre el riesgo de alejar a los lectores a quienes más se les debería encomendar su lectura. Si Once an Eagle, de Anton Myrer, una cautivadora novela que describe el ascenso solitario de un soldado por los estamentos militares a lo largo de diversas guerras es de lectura obligatoria en nuestras Academias Militares, entonces puede que Trabajo sucio debiera ser de lectura obligatoria para todos y cada uno de los oficiales elegidos por el pueblo y para el pueblo de este país. Quizá la guerra sea inevitable, pero debe tenerse un cuidado extremo al considerarla como una opción para la resolución de conflictos. Después de todo, cuando se toma una decisión como esa, la historia potencial de Braiden y Walter vuelve a escribirse una y otra vez, ad infinitum.


OBRAS CITADAS  

Becker, William H. «Dirty Work/The Acquittal of God: A Theology for Vietnam Veterans (Libro)». Theology Today 47.2 (1990): 212. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

Brown, Larry. Trabajo sucio. Barcelona. Dirty Works, 2015.

Carpenter, Lucas. «IT DON’T MEAN NOTHING»: Vietnam War and Postmodernism. College Literature 30.2 (2003); 30. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

Ehrhart, W.D. «Who’s Responsible». Vietnam Generation Journal & Newsletter 4.2 (1992): n. pag. Web. 25 abril 2010.

Johannessen, Larry R. «From combat to legacies: Novels of the Vietnam War». Clearing House 68.6 (1995): 374. Academic Search Premier. EBSCO. Web. 15 abril 2010.

O’Brien, Tim, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon. Barcelona. Anagrama, 2011.

 

RECORDANDO A LARRY BROWN

 

por Bob Minzesheimer, USA TODAY, 29-11-2004
Traducción Javier Lucini

Era medianoche en un bar de Oxford, Mississippi, la última vez que vi a Larry Brown, el bombero convertido en novelista capaz de escribir y beber mejor que la mayoría de nosotros. Brown, que murió el miércoles a la edad de 53 años a causa de un ataque al corazón, habló aquella noche acerca de una de las muchas lecciones que había aprendido por sí mismo: beber y escribir no casan bien.

«Me doy verdaderas orgías de escribir y me doy verdaderas orgías de cerveza», dijo, «pero no es bueno intentar escribir y beber al mismo tiempo». Estaba a punto de publicar su cuarta novela, Fay, pero aquel día no había estado escribiendo, simplemente hablaba de ello.

Habíamos quedado a mediodía en otro de los sitios que solía frecuentar, Square Books, la librería de Oxford donde, en la época en que apagaba fuegos y coleccionaba cartas de rechazo de las editoriales, se animaba y encontraba valor. Aquel día, hace ya cuatro años, habló un montón sobre escribir, pescar y crecer en la ciudad natal de William Faulkner. Y bebió un montón mientras me paseaba por el campo en su camioneta y me enseñaba la cabaña para escribir que se estaba construyendo con sus propias manos junto a su estanque particular.

En lo que se refiere a la bebida, perdí la cuenta después de que se bebiese un pack entero de seis cervezas, varias botellitas de aguardiente de menta y unos cuantos chupitos de whisky para hacer la digestión. A medianoche yo ya estaba exhausto. Pero Brown seguía dándole fuerte en la barra. No se le trataba como a una celebridad literaria local, sino como a un cliente muy bueno.

Sus ensayos y novelas, incluyendo JoeDirty Work y Father and Son, convirtieron a Brown en estrella de la «Grit Lit», como cierta bibliotecaria de Seattle, Nancy Pearl, denominó a aquella especie de género en Book Lust, su lista de lecturas recomendadas.

Grit Lit, escribió, es «tragedias griegas fritas al estilo sureño, llenas de personajes furiosos, trastornados y generalmente desesperados, impulsados por el sexo y el alcohol». Su escritura era accesible, cruda e inquietante. Pat Conroy, en cierta ocasión, dijo: «Larry Brown escribe como una fuerza de la naturaleza».

Brown se graduó a duras penas en el instituto antes de ingresar en los marines, pero siempre le gustó leer. Con 31 años vendió un relato a una revista de moteros y se convenció para asistir a clases de escritura en la Universidad de Mississippi, donde la novelista Ellen Douglas le descubrió escritores como Flannery O’Connor, Raymond Carver y Tobias Wolff.

Después de vender otro relato a la revista Mississippi Review, la editora Shannon Ravenel le escribió para preguntarle si tenía más. «Alrededor de unos cien», le respondió por carta. En 1988, la editorial de Ravenel, Algonquin Books, publicó diez de aquellos relatos en una colección que se tituló Facing The Music, que obtuvo críticas muy favorables. El bombero se había convertido en escritor.

Abandonó el Cuerpo de Bomberos de Oxford dos años más tarde, pero siempre escribió sobre la clase obrera. «Un escritor sensible escribe lo que él, o ella, conoce mejor, y se centra en el material que siente más cercano y en las vidas que observa a diario», decía Brown.

Creció observando a su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que nunca pudo ganarse la vida en los campos de algodón y que bebía demasiado. Brown decía que su infancia podía explicar «por qué escribo tanto sobre beber, meterse en problemas y la violencia. Conozco bien esas cosas, y no tengo que imaginar cómo se vive con ellas».

Las críticas de Brown fueron siempre mejores que sus ventas. Se convirtió en una especie de autor de culto e hizo un pequeño papel en una película, protagonizada por Debra Winger, adaptada de uno de sus cuentos, Big Bad Love. Fue el tema de un documental, The Rough South of Larry Brown, y ejerció de profesor visitante en la Universidad de Montana. 

Pero nunca tuvo un bestseller.

Cuando salió Fay en el año 2000, Booklist, la publicación de la Asociación de Bibliotecas Norteamericanas, la bautizó como «una horrenda y hermosa obra del Rey de la Basura Blanca». Eso hizo reír a Larry. Le dijo a su hija, LeAnne, «Si yo soy el Rey de la Basura Blanca, eso significa que tú eres la princesa». ¿Su propia marca? «Bah, no soy más que un tipo normal y corriente que ha tenido la suerte de descubrir lo que quería hacer con su vida».

Unas seiscientas personas, desde bomberos a escritores, asistieron al funeral que se celebró el sábado pasado en Oxford. Deja atrás tres hijos, dos nietos y una esposa, Mary Annie, que fue quien le prestó su máquina de escribir el día que decidió ponerse a escribir.