¿TODO QUEDA EN CASA?

 

Reproducimos aquí este extracto del libro The Job (El Trabajo, entrevistas con William Burroughs), publicado por la editorial Enclave de Libros (2014), porque pensamos que es muy revelador y porque constituye un buen material extra para antes o después de la lectura del nuestro libro Maldito desde la cuna.


Traducido por Federico Corrientes.

DANIEL ODIER: Usted ha dicho que la familia es uno de los principales obstáculos para cualquier progreso humano real. ¿Por qué?

WILLIAM S. BURROUGHS: En primer lugar significa que los niños son criados por las mujeres. En segundo lugar, que cualquier clase de tara mental que padezcan los padres –sean neurosis o confusiones– se transmiten inmediatamente al indefenso niño. Todo el mundo parece creer que los padres tienen perfecto derecho a infligirles a sus hijos cualquier clase de tara perniciosa que padezcan ellos y que a su vez les transmitieron a ellos sus padres, de manera que a toda la especie humana se la mutila durante la infancia, y todo esto lo hace la familia. No iremos a ninguna parte mientras esta ridícula unidad no sea disuelta.

Hay varias formas de hacerlo. Por supuesto, la más obvia sería quitarles a los padres biológicos sus niños en cuanto nacen y criarlos en una especie de guarderías estatales. Esto se ha propuesto muchas veces, pero claro, hay que tener en cuenta qué clase de formación y de entorno va a haber en las guarderías estatales.

Otra propuesta, hecha por el señor Brion Gysin, es que se pague a los niños por ir a la escuela. En otras palabras, que cuanto más avancen en sus estudios más dinero obtendrán. Si esto se hiciera desde una edad muy temprana, empezaría a socavar su dependencia económica de los padres, y cuando el niño se licenciase de la universidad, por ejemplo, tendría dinero suficiente para iniciar su carrera sin recurrir a los padres. Lo que realmente mantiene a los hijos atados a sus padres es la dependencia económica, y hay que acabar con ella.

– William S. Burroughs con Thurston Moore (Sonic Youth) y la hija de este último.

– William S. Burroughs con Thurston Moore (Sonic Youth) y la hija de este último.

DANIEL ODIER: Ya ha habido varios intentos de acabar con la familia, pero no han dado resultado. ¿Por qué han fracasado?

WILLIAM S. BURROUGHS: Bueno, para empezar no han llegado lo bastante lejos. Imagino que en China se habrán aproximado más que cualquier otro país, aunque no he tenido la ocasión de comprobar qué es lo que está sucediendo allí. En Rusia decían que iban a hacer algo al respecto y luego no hicieron absolutamente nada; por lo visto, en Rusia existe la misma familia burguesa que en el mundo occidental. Por supuesto, la gente que tiene intereses creados en la familia son las mujeres. Y evidentemente, cualquier intento de atacarla hace que echen espuma por la boca.

DANIEL ODIER: ¿Qué haría falta para reemplazar a la familia?

WILLIAM S. BURROUGHS: Nada. Nada. No veo en absoluto ninguna necesidad de familia. Es una buena forma de empezar. Por supuesto, en la actualidad la inseminación artificial es completamente posible. Muy bien, se escogen a los donantes y a las mujeres, estas quedan preñadas, y permanecen en el hospital hasta que nace la criatura: no conviene que anden paseándose por ahí, porque antes de nacer a un bebé pueden pasarle todo tipo de cosas. Algo que también es muy importante es que no haya ningún ruido cuando nazca el bebé: nadie debe decir nada, porque en ese instante tan traumático las palabras dejan huellas permanentes. El señor L. Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología, dice que durante cualquier período de inconsciencia es absolutamente criminal que nadie diga nada, porque esas palabras quedan impresas en el organismo y, si son reestimuladas o repetidas con posterioridad, volverá a experimentarse ese dolor, y son muy devastadoras. Muy bien, el bebé ha nacido; entonces se le traslada a una guardería, o lo que sea, para que lo críen. Eso es todo… Sin familia.


 

NOTA DE ALLEN GINSBERG

 

NOTA DE ALLEN GINSBERG A PROPÓSITO DE SPEED,
LA PRIMERA NOVELA DE WILLIAM BURROUGHS Jr.

Traducción Javier Lucini

Speed, la crónica de William Burroughs Jr., está escrita de manera imperturbable (carece de sentimentalismo porque dentro del autor hay una figura difusamente impersonal que observa los desplazamientos que le circundan), es muy lúcida en lo que concierne a las alucinaciones, a la prudente realidad y al lenguaje sumergido en penumbras crepusculares («conseguiría una condena por hurto»), y por fin se ubica en un espacio ajeno a lo histórico, porque acepta que el metabolismo que tritura hasta morir (¿un invento nazi?) provocado por la metanfetamina es el Wanderjahre personal de todo muchacho moderno. El libro se detiene en el episodio final sin dar mayores explicaciones, se trata de un indicio de inteligente sentido de la proporción. Las repeticiones onomatopéyicas del texto ofrecen un tono juvenil más divertido, pero más inexperto como prosa, que el procedimiento implacable del buscador de hechos que exhibía Burroughs padre en Yonqui, su primer libro, extrañamente análogo a este. Hay una diferencia de diez años; al completar su primera obra publicada, Burroughs Jr. tiene justamente diez años menos que los que tenía su padre en iguales circunstancias. Establezco la comparación porque salta a la vista y no debe ser desechada; Speed exhibe indicios del laconismo propio de Burroughs padre, así como su capacidad de observación para registrar los hechos: «la luna que flotaba a través de una escalera de incendios por encima de los apartamentos»; «en un instante se convirtió en un montón de ojos y ganglios»; «un pedacito de carne avanzando paso a paso entre los desfiladeros»; «me quedé al borde del precipicio con una pastilla disolviéndose sobre mi lengua». Lo que resultó es una relación dotada de coherencia narrativa acerca de un asunto inasiblemente escurridizo: el interior del universo de la metanfetamina. El padre había cumplido su primera tarea en el universo de la marihuana, ¿adónde llegará la conciencia de la próxima generación?, ¿se proyectará al sistema solar?, ¿lo trascenderá para llegar a otros mundos y otros océanos? El bondadoso observador indiferente que se percibe tanto en la prosa del padre como en la del hijo es el alma auténtica, que es lo perdurable.

 

RECORDANDO A LARRY BROWN

 

por Bob Minzesheimer, USA TODAY, 29-11-2004
Traducción Javier Lucini

Era medianoche en un bar de Oxford, Mississippi, la última vez que vi a Larry Brown, el bombero convertido en novelista capaz de escribir y beber mejor que la mayoría de nosotros. Brown, que murió el miércoles a la edad de 53 años a causa de un ataque al corazón, habló aquella noche acerca de una de las muchas lecciones que había aprendido por sí mismo: beber y escribir no casan bien.

«Me doy verdaderas orgías de escribir y me doy verdaderas orgías de cerveza», dijo, «pero no es bueno intentar escribir y beber al mismo tiempo». Estaba a punto de publicar su cuarta novela, Fay, pero aquel día no había estado escribiendo, simplemente hablaba de ello.

Habíamos quedado a mediodía en otro de los sitios que solía frecuentar, Square Books, la librería de Oxford donde, en la época en que apagaba fuegos y coleccionaba cartas de rechazo de las editoriales, se animaba y encontraba valor. Aquel día, hace ya cuatro años, habló un montón sobre escribir, pescar y crecer en la ciudad natal de William Faulkner. Y bebió un montón mientras me paseaba por el campo en su camioneta y me enseñaba la cabaña para escribir que se estaba construyendo con sus propias manos junto a su estanque particular.

En lo que se refiere a la bebida, perdí la cuenta después de que se bebiese un pack entero de seis cervezas, varias botellitas de aguardiente de menta y unos cuantos chupitos de whisky para hacer la digestión. A medianoche yo ya estaba exhausto. Pero Brown seguía dándole fuerte en la barra. No se le trataba como a una celebridad literaria local, sino como a un cliente muy bueno.

Sus ensayos y novelas, incluyendo JoeDirty Work y Father and Son, convirtieron a Brown en estrella de la «Grit Lit», como cierta bibliotecaria de Seattle, Nancy Pearl, denominó a aquella especie de género en Book Lust, su lista de lecturas recomendadas.

Grit Lit, escribió, es «tragedias griegas fritas al estilo sureño, llenas de personajes furiosos, trastornados y generalmente desesperados, impulsados por el sexo y el alcohol». Su escritura era accesible, cruda e inquietante. Pat Conroy, en cierta ocasión, dijo: «Larry Brown escribe como una fuerza de la naturaleza».

Brown se graduó a duras penas en el instituto antes de ingresar en los marines, pero siempre le gustó leer. Con 31 años vendió un relato a una revista de moteros y se convenció para asistir a clases de escritura en la Universidad de Mississippi, donde la novelista Ellen Douglas le descubrió escritores como Flannery O’Connor, Raymond Carver y Tobias Wolff.

Después de vender otro relato a la revista Mississippi Review, la editora Shannon Ravenel le escribió para preguntarle si tenía más. «Alrededor de unos cien», le respondió por carta. En 1988, la editorial de Ravenel, Algonquin Books, publicó diez de aquellos relatos en una colección que se tituló Facing The Music, que obtuvo críticas muy favorables. El bombero se había convertido en escritor.

Abandonó el Cuerpo de Bomberos de Oxford dos años más tarde, pero siempre escribió sobre la clase obrera. «Un escritor sensible escribe lo que él, o ella, conoce mejor, y se centra en el material que siente más cercano y en las vidas que observa a diario», decía Brown.

Creció observando a su padre, un veterano de la Segunda Guerra Mundial que nunca pudo ganarse la vida en los campos de algodón y que bebía demasiado. Brown decía que su infancia podía explicar «por qué escribo tanto sobre beber, meterse en problemas y la violencia. Conozco bien esas cosas, y no tengo que imaginar cómo se vive con ellas».

Las críticas de Brown fueron siempre mejores que sus ventas. Se convirtió en una especie de autor de culto e hizo un pequeño papel en una película, protagonizada por Debra Winger, adaptada de uno de sus cuentos, Big Bad Love. Fue el tema de un documental, The Rough South of Larry Brown, y ejerció de profesor visitante en la Universidad de Montana. 

Pero nunca tuvo un bestseller.

Cuando salió Fay en el año 2000, Booklist, la publicación de la Asociación de Bibliotecas Norteamericanas, la bautizó como «una horrenda y hermosa obra del Rey de la Basura Blanca». Eso hizo reír a Larry. Le dijo a su hija, LeAnne, «Si yo soy el Rey de la Basura Blanca, eso significa que tú eres la princesa». ¿Su propia marca? «Bah, no soy más que un tipo normal y corriente que ha tenido la suerte de descubrir lo que quería hacer con su vida».

Unas seiscientas personas, desde bomberos a escritores, asistieron al funeral que se celebró el sábado pasado en Oxford. Deja atrás tres hijos, dos nietos y una esposa, Mary Annie, que fue quien le prestó su máquina de escribir el día que decidió ponerse a escribir.