POR QUÉ AMO A ZETA ACOSTA

por LIONEL ROLFE

(traducido por Javier Lucini)

Aunque deambulé mucho por Los Ángeles durante los tumultuosos años sesenta, no sé cómo me las ingenié para no llegar a conocer a Óscar Zeta Acosta; aunque no esté del todo seguro de que fuese así.

Aun cuando no llegara a poner los ojos en él, después de leer lo de su encuentro con Dorothy Healey, presidenta del Partido Comunista del Sur de California, me sentí como si lo conociera de toda la vida. En La revuelta del pueblo cucaracha relató cómo la conoció en una manifestación contra la brutalidad policial enfrente del Parker Center, corría el año 1968. Acosta estaba escribiendo acerca de la ciudad de Los Ángeles como epicentro de las luchas de su pueblo a finales de los años sesenta y principios de los setenta, poco antes de su desaparición a lo B. Traven en México.

En aquellos días yo trabajaba de reportero policial en la sala de prensa del Parker Center y había tenido ocasión de cubrir varias de las protestas contra la brutalidad policial que se hicieron delante del edificio (lo que me resulta irónico es que en los años sesenta yo tendría que haber sido más bien un participante activo en las manifestaciones de ahí fuera, mano a mano, con Acosta y Healey).

Junto a César Chávez, Acosta era el activista chicano más conocido de aquella época. Su otro libro fue Autobiografía de un Búfalo Pardo. También escribió algunos relatos y se le recuerda sobre todo por «Perlaw es un cerdo». Pese a lo reducido de su producción literaria, su legado como el primer y, hasta ahora, último gran escritor chicano queda fuera de toda duda.

Acosta era un hombre de tez morena que parecía un guerrero azteca. Hunter Thompson, en Miedo y asco en Las Vegas, lo apodó «el samoano». El abogado samoano de Thompson era un hombre que despreciaba la ley incluso más que el propio Thompson.

Hoy, a los pocos meses de haber entrado en el nuevo milenio, el organizador de una protesta me ha aclarado concienzudamente que los manifestantes nunca fueron anti-policía, que lo único que pretendieron fue deshacerse de las manzanas podridas.

A pocos metros de distancia, un oficial negro engalanado de arriba a abajo con el equipo de los antidisturbios, se ha puesto a escuchar con atención y no ha tardado en sumarse a la conversación. «Eso es también lo que queríamos nosotros», ha dicho. Entended que todavía resulta novedoso ver policías negros con poder en el LAPD, tradicionalmente una de las fuerzas policiales más intolerantes y llenas de prejuicios fuera del sur profundo. Durante el asunto de Monica Lewinsky, cualquier policía blanco al que se le preguntase sostendría que el presidente se había comportado como un cerdo y un criminal.

«Oh, vamos», le dije a uno de ellos, «si una mujer sexy y sumisa se te echase encima de esa manera, ¿rechazarías sus avances?».

Guardó silencio y, acto seguido, reconoció que habría hecho exactamente lo mismo que Clinton quien, después de todo, fue literalmente lo bastante «buen chico» para detenerse antes de seguir manteniendo relaciones con Monica. En cualquier caso, los agentes blancos hablarían sin parar de lo rata que fue Clinton, mientras que los agentes negros (hombres o mujeres) lo verían desde el punto de vista de Clinton. El escándalo Clinton no trató nunca de la defensa de la moralidad; fue un asunto de política muy sucia que se frenó al borde del asesinato. Los agentes negros se dieron cuenta de que eso fue lo que pasó con Clinton.

Volviendo a los años sesenta, los agentes negros escaseaban más que ahora, y el legado del hombre que dio nombre al Parker Center fue la existencia de una sola variedad de policía: arios grandes y altos muy dados a manosear sus pistolas y sus porras, como grandes masturbadores.

Cuando yo era estudiante en el City College de Los Ángeles, que primero fue un centro de derechos civiles y más tarde de activismo anti-bélico, un blanco no podía caminar por la avenida Melrose en compañía de un negro sin ser detenido por la policía de la División Rampart y arrojado contra el capó de un coche patrulla para ser cacheado. Al mismo tiempo, en Los Ángeles, tanto blancos como negros salían del Xanadu, una cafetería de la avenida Melrose, portal con portal con el Centro Cultural Ucraniano, camino de sus expediciones al sur para registrar votantes. Por aquel entonces el jefe de policía Bill Parker estaba en modo J. Edgar Hoover y no le gustaban nada aquellos tejemanejes subversivos.

Y, claro, todo se reducía a una cosa. Un blanco con una negra era muchísimo peor que un blanco con un negro andando por las calles próximas al Xanadu. Las parejas mestizas, ya fuesen amigos o amantes, eran, como mínimo, objeto de comentarios obscenos y pullas desagradables.

Ahora las cosas han cambiado un poco. Pero no os vayáis a pensar que lo que escribió Acosta sobre aquella época es exagerado, hacedme caso. No lo es. 

Uno de mis compañeros de habitación en los días de la facultad era el por entonces presidente del consejo estudiantil Ron Everett, que se rebautizaría luego como Ron Karenga y fundaría la religión Kwaanza. Había también un africano llamado Paul Sumbi y otro más llamado Ed Bullins que acabaría teniendo un éxito considerable como dramaturgo negro, al igual que LeRoi Jones, antes de su muerte prematura.

Le pregunté a un detective negro de la policía a propósito de Ron, si realmente fue o no un personaje tan peligroso como sería retratado en años posteriores.

«En absoluto», me dijo. «La mayor parte de aquellos tipos, incluyendo a los Panteras Negras, hicieron muy poco. Fuimos nosotros los que hicimos parecer lo contrario». Entonces el detective bajó la voz y añadió: «Mis superiores querían que me deshiciese de Karenga. Me dieron licencia para matar».

Menciono todo esto para explicar el tenor de los tiempos que retrató Acosta. Me he puesto a pensar en aquella época no solo por la reciente protesta que me ha tocado cubrir, sino también por la ironía de cierta declaración a propósito del reciente fallecimiento de la viuda de William Parker. El jefe de policía Bernard C. Parks puede que sea negro, pero en su declaración acerca del reciente fallecimiento de la viuda de Bill Parker ha descrito a Parker como el jefe de policía más grande de todos los tiempos.

Me pregunto si vivió la misma época que yo.

De acuerdo, es probable que Acosta nunca hubiese afirmado, como aquel policía negro que estaba de guardia en el Parker Center, que quería ser policía para poder deshacerse de las manzanas podridas. Aun existiendo pruebas de que el escritor chicano más grande que ha existido anheló ser policía (por algo presentó su candidatura a sheriff y obtuvo cien mil votos), lo cierto es que disfrutó del papel de revolucionario, aunque se perciba bastante teatro en su impulso revolucionario.

Pero no toda la violencia de aquellos días fue teatro. El encuentro de Acosta con Dorothy tuvo lugar durante las primarias de California de 1968, poco después del asesinato de Robert Kennedy. Acosta fue el instigador de la manifestación, al mismo tiempo que el abogado de los presos políticos que se hallaban en las celdas del Parker Center en huelga de hambre. Igual que ahora, una tropa de lo mejorcito de L.A. impidió que los manifestantes entrasen en la «casa de cristal», pero no participaron de la guasa, ni siquiera de la guasa casi seria, de los manifestantes.

Dado que Acosta era el abogado de aquellos presos, podía entrar y salir del edificio a su antojo para hablar con sus clientes. Su crimen era bastante familiar entre los chicanos de Los Ángeles. Luchaban por mejorar sus pésimas escuelas. Dorothy estaba entre los manifestantes, al igual que algunos miembros de los Panteras Negras. Le preguntó a Acosta si pensaba que su presencia iba a resultarle embarazosa, a él o a su causa. Él rodeó con un brazo a aquella «hermosa mujer de pelo color flameante atardecer», la estrujó y la reprendió. «Mira, Dorothy, tú puedes marchar conmigo siempre que quieras… y además, en estos momentos los chicanos están diez veces más a la izquierda que los comunistas». Los ojos verdes de ella brillaron, según él nos cuenta, y permaneció en primera línea.

Yo era solo uno más de entre toda aquella generación de radicales de los años cincuenta y sesenta que se enamoraron perdidamente de Dorothy por, sin duda, algunas de las mismas razones que llevaron a Acosta a estrecharla fuerte entre sus brazos. Una mujer que se suponía que representaba a los revolucionarios diabólicos y, al mismo tiempo, tan endemoniadamente achuchable. Mike Davis, el no poco controvertido y popular historiador de la ciudad de Los Ángeles en libros como City of Quartz, fue otro de los que serían aleccionados a sus pies. Durante muchos años, Dorothy fue la cara humana del socialismo en Los Ángeles. Cuando yo tenía 16 años y estaba empezando a descubrir la política y la literatura, así como algo acerca del amor y la vida, me pasé muchas tardes en la cocina y en el salón de Dorothy, preguntándole cosas no solo de política, sino de todo lo imaginable. Por supuesto, yo estaba enamorado de ella de una manera más o menos virginal. Su apariencia y su sexualidad siempre formaron parte de su inteligencia y su sabiduría.

Del mismo modo en que me veo propulsado hacia aquellos días salvajes de los años sesenta al leer a Acosta, soy muy consciente de que en la vida real él nunca me habría proporcionado el consuelo de ser el guía de mi desconcierto, a diferencia de Dorothy. Dorothy, cuando me ponía a considerar el asunto que fuese, casi siempre le encontraba sentido a todo, mientras que Acosta lidiaba con las realidades existenciales más desagradables de la opresión y la violencia para las que nunca podrían hallarse respuestas fáciles. Desde luego, hay cosas que aprender de alguien que vivió la vida con el abandono con que la vivió Acosta, sugerida en la manera, a lo B. Traven, con que desapareció misteriosamente en México a principios de los años setenta, al poco de abandonar Los Ángeles. En cualquier caso, el modo en que forzó los límites puede que sirva mejor a la literatura que el consuelo. Dorothy no surte el mismo efecto hoy que el que ejerció cuando yo era joven. Ahora soy mucho menos romántico y cuesta mucho más convencerme de la perfectibilidad de las cosas. La propia Dorothy se ha distanciado de sus viejas creencias políticas, aunque creo que siguen estando en juego los mismos brochazos humanísticos de entonces.

La última vez que vi a Dorothy fue en Skylight Books, en Los Feliz, y de algún modo, el paso de los años, tanto en su caso como en el mío, había empañado la leyenda. Yo ya no me aferraba a sus palabras como lo hice en el pasado. Jack Smith, de Los Angeles Times, pudo escribir, y de hecho así lo hizo, un largo retrato laudatorio de Dorothy, en parte porque ella era persuasiva, encantadora, muy hermosa y se la podía retratar más fácilmente en las páginas de un «periódico familiar» que a alguien como Acosta. Óscar habría presentado un material mucho más problemático en el caso de que Smith se hubiese planteado escribir sobre él. Acosta formó parte de la contracultura de los años sesenta, mucho más activamente que ella, una época en la que el sexo y las drogas fueron las armas del arsenal del terrorismo cultural de toda una generación.

Dorothy, sin duda, consideraba a Acosta un «izquierdista infantil». Como un montón de radicales de aquellos días, él estaba aquejado de la noción anarquista de la «acción directa». En La revuelta del pueblo cucaracha escribe sin vergüenza sobre su participación en el incendio de un pequeño centro comercial y en un bombardeo de un juzgado que se saldó con la muerte de una persona (un chicano). Cuánto hay en ello de ficción, es difícil de determinar.

También presentó su candidatura a sheriff contra la campaña de Peter Pitchess y obtuvo más de cien mil votos; una exhibición bastante respetable que contó entre sus simpatizantes con gente como Anthony Quinn. Su extravagancia y su increíble pasión a la hora de defender a los activistas chicanos llegó a ser legendaria, y fue una persona muy cercana para mucha gente, algunos de los cuales hoy son concejales, fiscales del distrito y candidatos a la alcaldía.

Acosta fue, con mucho, la voz de los primeros días del movimiento chicano, cuando estaba lleno de impulsos románticos y revolucionarios. Y formó parte también de la larga tradición de revolucionarios mexicanos que florecieron en Los Ángeles a principios de siglo. La percepción particular de Acosta de lo que significaba ser un chicano era que estos eran más aztecas que hispanos. Definió a los chicanos como el pueblo que había habitado la tierra que se convertiría en California mucho antes de que México se independizara de España

La naturaleza libidinosa de Acosta parece envuelta de alguna manera en la fuerza primigenia de la fecundidad y, al igual que la belleza y la sexualidad de Dorothy, desencadenaba celos intensos entre sus críticos, tanto de fuera como de dentro del partido. Dentro de las filas del partido, Dorothy se enfrentó a la violenta oposición de los estalinistas. Y pese a ser una comunista comprometida y disciplinada, también contaba con un sentido de la alegría que irritaba mucho a su severo «weltanschauung».

Con los ideólogos marxistas siempre existe la clásica dicotomía entre la explicación política de las cosas y su explicación sexual. No fue accidental que a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta, a medida que más y más gente abandonaba el comunismo de la era de la Depresión, se fuesen alejando de la perspectiva marxista de las cosas para adoptar una interpretación freudiana.

Incluso en muchos que conservaron su postura política en los años de McCarthy, se dio un giro hacia la interpretación freudiana. Aun cuando el fundador del psicoanálisis observase que en ocasiones un cigarro no era nada más que un cigarro, hubo un montón de gente que se rindió a la idea de que la batalla del sexo y no la de clases era la verdadera fuerza motriz de la historia. Acosta fue, ciertamente, mejor ejemplo de lo uno que de lo otro.

Escribió sobre sexo a la manera pantagruélica de Henry Miller y Charles Bukowski. Pero lo hizo con la dimensión añadida de su identidad de hombre de piel morena. Llegó a creer que el color pardo era bello gracias a los militantes negros que conoció cuando estuvo trabajando en Oakland y que proclamaban que el color negro era bello.

Para Acosta todo eso culminaría en la aventura que tuvo con la mujer negra que formaba parte del jurado cuando lo del juicio de San Basilio. La relación fue la conclusión lógica a la vergüenza que había padecido por ser hijo de una familia recolectora de melocotones de un pequeño pueblo de Riverbank, en Central Valley. De niño, en aquella tierra brumosa a los pies de la ladera occidental de la Sierra, trescientas millas al norte de Los Ángeles, los «oakies» solían llamarle «negrata» debido a su tez oscura. Aquella aventura con aquella mujer parecía reafirmar la idea que había ido creciendo en su interior durante años: que tanto el negro como el pardo eran bellos.

Su aventura con aquella hermosa mujer negro azabache fue en realidad fruto más de una atracción espiritual que algo meramente sexual. Es en su identidad como Búfalo Pardo, junto a una mujer negra, donde se pone de manifiesto el concepto de que el Negro y el Pardo son Bellos. Gozó de su tez parda, de ser un búfalo, y por supuesto también de la negritud de aquella mujer y, por extensión, de la «marronez» de su relación.

La revuelta del pueblo cucaracha empieza así: «Es nochebuena del año de Huitzilopochtli, 1969. Trescientos chicanos se han reunido delante de la Iglesia Católico Romana de San Basilio. Trescientos hijos del sol de ojos castaños han venido para expulsar a los mercaderes del templo más rico de Los Ángeles. Es una noche oscura sin luna y un viento gélido nos recibe en el umbral. Llevamos velitas blancas a modo de armas. En parejas por la acera, vamos despacio, tropezando y cantando con las velas en nuestras manos, como un puñado de cucarachas que se hubieran vuelto locas». Para cuando se ve involucrado en el juicio de San Basilio ya no es un mero manifestante a pie de calle. Es el abogado encargado de la defensa de los manifestantes. Y como tal, con la visión experimentada del abogado de la defensa, mira a cada miembro del jurado directamente a los ojos. «Uno a uno, les clavo la mirada. Y cuando mis ojos llegan a la señorita Jean Fisher me doy cuenta por primera vez de que es preciosa».

Describe su piel «de un suave marrón broncíneo», su brillante cabello negro con un toque grisáceo. Y se da cuenta de que la profesora de Watts va a ser una fuerte aliada en el jurado porque «lo veo en un segundo, una milésima de segundo, un mero destello fugaz: la tengo en mis redes antes de que abra la boca».

Y eso le lleva a brillar durante el alegato final. Se refiere a los españoles y a los aztecas. Describe el modo en que Montezuma rindió su ejército de un millón de hombres a los españoles, y cómo luego los aztecas quedaron derrotados para siempre.

Los españoles violan y conquistan México para la Iglesia Católica. Eso fue en 1500. En 1850 más hombres blancos (esta vez los «anglos») conquistan el sudoeste, la antigua tierra que los aztecas llamaban Aztlán. De nuevo el pueblo pardo queda sometido, sometidos como seguían estándolo en Los Ángeles a finales de los años sesenta. A modo de explicación de lo que estaban haciendo los 21 de San Basilio en la iglesia del cardenal McIntyre, Acosta dijo al jurado (más específicamente a Jean Fisher): «Somos chicanos de Aztlán. Nunca nos marchamos de nuestra tierra. Nuestros padres nunca estuvieron involucrados en sacrificios sangrientos. Somos granjeros y cazadores y vivimos junto al búfalo».

Lo que ocurrió en San Basilio no fue más que el viejo pueblo azteca en Aztlán, tratando de explicar su necesidad de justicia, educación, comida, trabajo, libertad y felicidad.

Se trata de una argumentación que Fisher, la profesora negra de Watts, entiende muy bien y con la que se muestra totalmente de acuerdo. Al final del juicio, Acosta se da cuenta de que su pálpito a propósito de ella es cierto. Ella le hace un guiño mientras el jurado se retira a deliberar. Fue «un guiño corto y fugaz», escribió. Pero al regreso del jurado, vio lágrimas en su rostro. El jurado pronunció una decisión dividida, algunos de los 21 de San Basilio fueron declarados culpables de los cargos y otros se libraron. Ella le llamó en cuanto acabó el juicio.

«¿Sabes?, te he estado observando», le dijo ella.

«¿Perdón?».

«Bueno, ya sabes».

Y se fueron juntos a casa de ella. Cuando ella le reveló lo que él quería saber sobre lo sucedido en la sala del jurado, de repente, la tuvo entre sus brazos.

«Ni pienso ni hablo», escribió Acosta. «Todo transcurre con lentitud dentro de la oscuridad de la carne oscura y la ropa cae al suelo sin emitir el menor sonido, sin hallar el menor obstáculo. No hay lugar para la duda, nada inusual. Nada fuera de lo corriente. Como si hubiésemos hecho eso toda la vida, ninguno de los dos está nervioso y mis manos se deslizan una y otra vez, planean por su cálido vientre y sus suaves senos de mujer de mediana edad hambrienta que no duda en morderme las orejas, y grita y desciende por mi tripa y más abajo hasta mi vientre».

Se queda al amanecer y ella le prepara el desayuno. Le dice que se siente culpable por haberle llamado, porque durante todo el juicio deseó tocarle y abrazarle. Y ahora esperaba poder verle de vez en cuando. Lo sucedido fue algo más que un hombre y una mujer rindiéndose en un abrazo. Fue un encuentro de un búfalo pardo y una pantera negra en el que más que luchar, se amaron.

De niño, criado en el lado equivocado de las vías, en Riverbank y Ceres, aprendió de primera mano la rara sinergia del impuso sexual y la nacionalidad. Ya fuesen opresores u oprimidos, el mestizaje siempre tuvo el atractivo del fruto prohibido. Sí, sexo y nacionalismo es una combinación bastante potente.

En realidad existen pocos tipos «puros». Gente de todo tipo se ha estado mezclando durante miles de años. Las «razas» puras han sido, casi siempre, una ficción. Y ni siquiera serían algo bueno, en caso de ser reales, desde el punto de vista biológico. Los híbridos son, por lo general, la mezcla más saludable. Buena parte de lo escrito por Acosta versa sobre aquella lucha que se libraba en su interior por ser más azteca que «hispano». Le llevó casi toda su vida llegar a sentirse atraído por las mujeres mexicanas, ya fuese como compañeras matrimoniales o como amantes. Su pasión por las prostitutas en México fue el insólito comienzo de ese reencuentro.

De niño en Riverbank, se enamoró sobre todo de chicas «oakies», muchachas que le parecían imponentes y portentosas, anhelaba su aprobación y normalmente sus esfuerzos se saldaron con patadas en los huevos. Su madre no dejaba de preguntarle por qué no le gustaban las chicas mexicanas. Nunca obtuvo una respuesta satisfactoria.

Quizá era que para Acosta las mujeres mexicanas significaban gente como su madre, sus hermanas, las amigas de sus hermanas y sus primas. Cierto, estuvo la prima díscola con la que ambos hermanos descubrieron un día que se habían enrollado. Pero no puede negarse la fascinación entre gentes de distintos orígenes, y Acosta escribe muy acertadamente sobre eso. Ama a las mujeres mexicanas, ama a las italianas, a las negras, a las rusas y a las irlandesas por igual.

Unas pocas generaciones antes, cuando un joven escritor se refirió por primera vez en el Enterprise a la Sociedad Mestiza de Virginia City, Samuel Clemens sabía de sobra lo que estaba haciendo y se imaginó con bastante exactitud que incomodaría a ciertos sectores. En Riverbank, Acosta creció ciertamente en el lado equivocado de las vías. También sufrió la indignidad de ser apaleado por los padres y hermanos de las chicas «oakies» con las que fantaseaba (especialmente una en particular que llegó a corresponderle). Le desnudaron y se rieron de su minúsculo pene. Los mexicanos que recibían palizas (y creedme que en Riverbank en aquella época eran mexicanos o braceros, no chicanos) sabían muy bien que no debían quejarse a las autoridades locales. Los policías también eran «oakies». Eso no quiere decir que a veces no respondiesen a las agresiones y se tomasen su revancha.

Acosta fue también un hombre que jamás habría llegado a ser un héroe en los tiempos que corren, una época en la que el ideal solo tolera cuerpos tersos y lisos. Acosta, no sin cierto orgullo, era un animal enorme y desaliñado. Su infancia en Riverbank fue dolorosamente cruenta. Se crió en una familia de recolectores de melocotones, en aquella brumosa tierra al pie de la ladera occidental de la Sierra. Aún hoy sigue siendo un lugar frío, nevoso, lluvioso, neblinoso y soleado de tierra oscura, húmeda y rica, la clase de tierra capaz de producir la fruta más maravillosa. Riverbank esta justo por debajo del punto donde la Sierra, primero lenta y luego dramáticamente, se alza hacia el este. Son tierras de cultivo ricas que luego se transforman en bosques y luego en campos floreados de alta montaña, corrientes gigantescas y un glaciar, el último de la Edad de Hielo, asentado en la brecha.

Las carreteras que atraviesan las tierras de cultivo a los pies de la ladera occidental que conducen hacia la veta principal siguen siendo en su mayor parte vías de un solo carril, punteadas aquí y allí por pintorescos puentes cubiertos de madera que datan de los tiempos de la Fiebre del Oro. La zona de Riverbank parece un mundo aparte en relación a la antigua planicie de la Autopista 99 celebrada en la película American Graffiti. Por algo está empezando a convertirse en la tierra de labranza de las suaves laderas occidentales de la Sierra, en oposición a la zona del fondo del valle, unas cuantas millas más al oeste. Y por eso mismo ciudades como Ceres y Riverbank, al este de la vieja 99, se desarrollan a lo largo de las vías del Santa Fe, mientras que la Autopista 99 sigue las vías del Southern Pacific. Las dos vías férreas se construyeron el siglo pasado compitiendo en paralelo. El Valle mismo es dolorosamente plano. El Gran Valle Central siempre se compara con Kansas, porque ambos son extremadamente planos. Pero hasta Kansas tiene sus pequeñas colinas, muy antiguas, sus pequeños valles, sus pequeñas sorpresas topográficas. El Valle Central, que puede que sea el mayor granero del mundo, es completamente plano, salvo por las paredes montañosas que lo circundan (la Sierra al este y la cordillera de la costa al oeste). Ambas surgen de repente del suelo plano y fértil del valle y forman las grandes paredes escalonadas que la limitan por ambos lados. Se han producido cambios desde la infancia de Acosta. Ahora, por supuesto, la gran Autopista 5 cae en picado y atraviesa el suelo del valle, a unas buenas treinta millas al oeste de Ceres, Riverbank, Modesto, Merced y Turlock. La Autopista 99 ha quedado reducida a poco más que una carretera local entre dichas ciudades, ya no es el único enlace con Los Ángeles y San Francisco que existía en su día. Durante la infancia de Acosta, el mundo exterior seguía siendo la inmensa planicie que irradiaba de la Autopista 99.

No había Autopista 5, y la Autopista 99, en su mejor momento, no fue más que una vía ininterrumpida de cuatro carriles, dos en cada dirección. La Autopista 99 era un escalofriante portal hacia el Valle, bordeada a lo largo de muchas millas por eucaliptos que daban sombra al asfalto en verano y proporcionaban una orientación fantasmal en las noches brumosas.

Así que Acosta progresó mucho desde que llegó a Los Ángeles procedente de Ceres a finales de los años sesenta, aun cuando no fuese más que un simple trayecto de cinco horas en coche. Acosta viajó a Los Ángeles no para convertirse en abogado sino para escribir la Gran Novela. «Llevaba en la ciudad seis horas y ya estaba tumbado en pelotas en mi cama con la ventana de mi sórdida habitación de motel céntrico abierta a los sonidos de la ciudad… Ya mis huesos me habían advertido que había llegado a la ciudad más detestable de la tierra». Considera L.A. como un lugar salido directamente del Hades, sobre todo para los suyos.

Describiendo el Bulevar Whittier, el «Chicano Sunset Strip», escribió: «Allí cada puerta es un bar, una casa de empeños o una licorería. Los chulos merodean a su aire por el asfalto decorado con vómitos y mierda de perro. Si te metes en East LA, te metes en El Bulevar. Coños, priva y mota. Los policías que hay en cada esquina dan igual. La pasma, la placa, la chota, los marranos, la jura o simplemente el cerdo de toda la vida. Los eternos enemigos del pueblo».

Pese a la chabacanería de la ciudad, las circunstancias conspiran para empujar a Acosta al centro mismo del escenario. Un intermediario del alcalde no para de dejarle mensajes en la mesa para que le llame. El alcalde Sam Yorty quiere reunirse con él.

Ante la sorpresa de Acosta, Sam se lo pone claro. Se inclina hacia Acosta y le dice: «Los negros estuvieron montando manifestaciones durante años… durante muchos años. Marcharon e hicieron las mismas cosas que está haciendo su gente ahora… pero usted sabe algo y es una verdad como un templo… ¡no consiguieron nada hasta lo de Watts! ¡Es un hecho!».

Tratándose de Sam Yorty, debió de pensarse que estaba lanzando una brillante diatriba en plan agente provocador. Al fin y al cabo, Sam acostumbraba a anunciarse para la elección de su asamblea en el People’s World.

Se decía que Sam había tenido una sonada aventura con Dorothy Healey; ambos eran bajitos. Por aquel entonces él era un congresista novato que publicaba anuncios en el People’s World para cortejar al voto comunista. Así que su ponzoña contra los comunistas en los años cincuenta era intensamente personal, al mismo tiempo que oportunista.

Un hombre que va de agente provocador puede con la misma facilidad emprenderla contra la raza. Cebarse con la raza siempre resulta una victoria para los canallas. Sam fue un azote para la raza y para los rojos. La ironía es que Dorothy aprendió sus lecciones más importantes en los años treinta, como organizadora de granjeros en el Valle Imperial. Trabajó principalmente con gente de la era de Las uvas de la ira de Steinbeck; sobre todo con los mismos «oakies» que tanto atormentaron a Acosta en su infancia. Cuando Acosta deslizó sus grandes brazos pardos alrededor del cuerpo de Dorothy en 1968, más o menos treinta años después, seguro que hubo muchas resonancias, aun cuando ninguno de los dos se diese cuenta.

No sería correcto denominar a Acosta como un hedonista y a Dorothy como una revolucionaria disciplinada. Las cosas nunca son tan fáciles. Por ejemplo, ¿cómo debe tomarse la primera insistencia de Acosta en querer ser policía, y que luego se entretuviese tanto por el camino?

El pobre diablo acabó siendo únicamente el primer y último gran escritor chicano que ha producido la ciudad de Los Ángeles pero, quizá, de haberse convertido en policía tal cosa jamás habría ocurrido. Puede que estuviese demasiado comprometido, con aquellas maneras suyas tan de los años sesenta, con la alteración mental en todas sus múltiples formas, para poder llegar a ser aceptado en la policía.

Acosta cuenta la historia de cómo un tal Al Mathews le desvió de la profesión de hacer cumplir la ley. Mathews era más borrachuzo que Acosta. Mathews y Acosta, para el caso, eran unos bebedores convencidos, no muy diferentes al cónsul de Bajo el volcán, enfrascados en un baile mortal con la botella, solo para morir, al menos metafóricamente, siendo lanzados a la boca del volcán activo Popocatepetl.

La única dignidad que le quedaría al cónsul al hundirse en el abismo sería que el perro viniese tras él, ya no a por él. La historia de Acosta contiene algunos de esos mismos elementos. Compartía con Mathews el amor a la lectura y a la escritura. Pero Mathews «se conformaba con leer y beber», dice Acosta. «Lo único que siempre había querido de la vida era Rainier Ale, vino tinto con una toalla húmeda en la frente y un libro en la mano mientras estaba tumbado panza arriba en un apartamento frío e inmundo».

Acto seguido, Acosta relata un improbable desmadre etílico que incluye una persecución policial, unas cuantas semanas en la trena y la revelación de que al final le habían rechazado de su primer intento de unirse a las filas de las fuerzas del orden debido a ciertos alborotos previos que no tenían nada que ver con Al Mathews.

Otro momento de verdad le llega a Acosta cuando César Chávez, el gran anciano del movimiento chicano, le convoca. Acosta ya se estaba haciendo famoso como el abogado del movimiento chicano, pero no quería continuar en esa línea. Quería volver a escribir.

Como la mayoría de la gente que admiraba y amaba a Chávez, Acosta no estaba particularmente de acuerdo con la política de no violencia de su mentor. Aun así, cuando Chávez le llamó, Acosta estaba muy excitado. Solo el hecho de haber sido invitado le validaba.

Se encontraron en la capilla del rancho, propiedad del sindicato, en Delano.

«¿Eres tú? Búfalo», preguntó Chávez cuando Acosta entró en la estancia.

«Sí, César».

Chávez le dijo que el trabajo que había llevado a cabo como abogado chicano y líder en las calles era importante. Añadió que sabía que L.A. devoraba a los organizadores. Acosta le dijo a Chávez que no era pacifista. Chávez le replicó: «No importa que yo lo apruebe o que lo aprueben los demás. Estás haciendo lo que hay que hacer. Yo soy un hombre, igual que tú. Cada uno tiene un papel distinto, pero los dos queremos lo mismo, ¿no?». Chávez casi le rogó a Acosta que siguiese ejerciendo como primer abogado del movimiento chicano. Acosta le respondió que no quería ser abogado. ¿Quién querría en su sano juicio?, le contestó Chávez, añadiendo sombríamente: «Búfalo, vuelve a L.A. y ocúpate del asunto».

La violencia política y social que atraviesa el México de 1939 en el relato sobre el cónsul de Malcolm Lowry en Bajo el volcán y la ciudad de Los Ángeles que relató Acosta a finales de los años sesenta y principios de los setenta, tiene varias similitudes. La historia de Lowry, por supuesto, es una metáfora de la Guerra Civil Española, del triunfo del fascismo absoluto. Más acorde al espíritu de los años sesenta, Acosta llega a creer en la «acción directa». En ese sentido es más anarquista que comunista. Y, aparte, fue un hippie en su gusto por las drogas y el sexo festivo en grupo; no lo que se entiende por un revolucionario comprometido y disciplinado. Acosta escribía sobre una época revolucionaria y no se sentía incómodo en el caos, una cualidad que nunca ha escaseado en lo mejor de la literatura estadounidense. Acosta escribió fundamentalmente de lo que estaba sucediendo en L.A., al igual que en San Francisco y el resto del mundo, en los años finales de la década de los sesenta y primeros años setenta. Los héroes literarios estadounidenses a menudo han sido rebeldes y, en ocasiones, los rebeldes no tienen realmente una causa discernible. Existe un cierto nihilismo en la vida y la obra de Acosta, un vacío existencial que puede haberle colocado en esa categoría de rebelde sin causa, dedicado únicamente a la disipación y al caos. Pero en verdad el caso de Acosta no es tan simple. Desde el principio resolvió que era más azteca que español, aunque escribió siguiendo la tradición de la novela episódica iniciada por Cervantes en España unos cuantos siglos atrás.

Aun así, lo que en realidad significa el Búfalo Pardo es un asalto contra el mundo puro e inmaculado de la América anglosajona que se manifiesta especialmente en Los Ángeles.

Acosta llegó lentamente a su postura nacionalista. Perdió la virginidad con una señora mediterránea en un prostíbulo de la zona de Modesto, una señora mayor especializada en la educación de los jóvenes. Hay muchas otras variantes: un período de misionero protestante en una colonia de leprosos de Panamá, por ejemplo. Hay muy poco apego al catolicismo en su libro porque, recordemos, no era hispano; era azteca, y por extensión, chicano. Tras desilusionarse con Cristo y la religión, se fue a San Francisco donde conoció a los bohemios, escritores y mujeres de la más variada y asombrosa condición. Escribió como Henry Miller y Charles Bukowski; y en sus mejores momentos llega a escribir una prosa con reminiscencias de la poesía de Dylan Thomas: escrita desde lo más profundo de un interior legendario.

Después de haber viajado a México y haber pasado una temporada en una cárcel mexicana, volvió a su país por El Paso, su ciudad natal. En su obra siempre existe el subtexto implícito de una tensión entre su nacionalidad y su inmensa humanidad.

En el momento en que se enfrenta a un tribunal mexicano, cuando le dice al juez mexicano (una mujer) que es abogado estadounidense y ejerce en San Francisco, al menos no le responden: «No eres escritor. ¡Eres un espía!» o lo que quiera que le dijesen las autoridades mexicanas al cónsul de Bajo el Volcán.

La juez no hace mención en ningún momento a su nacionalidad. Le advierte de sus dudosos contactos con la contracultura «underground». Por supuesto, está en lo cierto.

«Si es usted abogado, debería actuar como tal», le dice la juez con severidad.

«Córtese el pelo o abandone la ciudad. Por aquí nos sobran los de su clase. Se gastan el dinero en putas y luego no les queda ni un centavo para pagar las multas cuando les pillan con los pantalones bajados», le dice.

Así que muestra la cantidad apropiada de culpabilidad y arrepentimiento, y paga la fianza. Por supuesto, el soldado que le custodia no duda en sugerirle que se vaya a su casa y aprenda a hablar la lengua de su padre. A su regreso a Estados Unidos es recibido por un guardia muy rubio con una Magnum 357 que le pregunta dónde ha nacido.

«En El Paso».

«¿Eres estadounidense?».

Acosta responde que sí y que es abogado en San Francisco. Verdad a medias, Acosta ha ejercido como abogado con conciencia social en Oakland, no en San Francisco.

«¿No me acabas de decir que eres de El Paso?», dice el guardia.

«Soy abogado. Nací en El Paso. Ejerzo en Frisco».

Acosta lo dice sin tener identificación. El guardia al final le deja pasar diciéndole: «No tienes pinta de estadounidense, ¿sabes?».

Más adelante experimenta una epifanía en una habitación de hotel de El Paso. El Búfalo Pardo ha empeñado su clarinete y su cámara de fotos por quince dólares y se ha registrado en una grasienta habitación de hotel del centro de El Paso donde se quita la ropa infestada de cucarachas de su cuerpo infestado de piojos. Recuerdos de su estancia en una cárcel mexicana.

Se sienta desnudo en la cama y se mira al espejo.

«Soy un búfalo pardo solitario y temeroso en un mundo que nunca fue suyo. Penetro en el útero de la noche y, durante las siguientes treinta y tres horas, soy un hombre muerto para este mundo de confusión».

Acosta, como la mayor parte de los grandes escritores, veía las cosas de dos o tres maneras distintas. Pero no nos equivoquemos, fue un auténtico terrorista cultural. Estuvo implicado en el incendio de un pequeño centro comercial. Pero el arma que escogió siempre fue, sobre todo, la palabra.

Cuando más tarde Acosta presenta su candidatura a sheriff del condado de Los Ángeles, no bromea cuando dice que va a hacerse cargo de las fuerzas del orden. Está representando a una gente que había sido dada de lado, escupida, explotada, brutalizada y asesinada durante muchos años en Los Ángeles. Y ahora esa gente estaba furiosa. Buena parte de la «acción directa» de los años sesenta fue más teatral que sustancial. Y en buena medida fue así en el caso de Acosta.

Con la obra de Acosta siempre resulta complicado determinar exactamente dónde acaba la realidad y dónde empieza la fantasía. Su descripción de asuntos archivados públicamente en los que se vio involucrado son, simplemente, periodismo del bueno; gente como el sheriff Peter Pitchess que se transforma en el sheriff Peaches y Rubén Salazar en Roland Zanzíbar. Pero luego, en otras ocasiones, de manera explícita, utiliza el nombre real de ciertas personas.

Hoy en día, cuando las grandes corporaciones de prensa organizan seminarios sobre ética periodística, el punto principal que suele subrayarse es que se escriba correctamente el nombre de la gente. Hasta ahí llega la profundidad de nuestra ética. Supongo que Acosta habría desaprobado el seminario de ética de los periódicos Gannett.

Bueno, Thompson y Acosta eran «gonzo», pero también fueron excelentes periodistas. Cierto, su periodismo bordeaba la ficción. Pero su periodismo sigue sonando más verídico que el 99% de lo que se lee actualmente en cualquier periódico. En cierto modo esa tradición no es nueva. Incluso cuando Mark Twain contaba un cuento, siempre trataba de expresar la verdad.

En este sentido, Acosta es como Hunter Thompson, el hombre que le inmortalizó en Miedo y asco en Las Vegas. Por debajo de las drogas, el alcohol y la locura, late el corazón de un periodista entusiasta y competente.

A diferencia de Thompson, Acosta sobrepasa la forma del «gonzo», puede que incluso más que el hombre que escribió sobre él y le animó a escribir. Con Acosta, la hipérbole que utiliza Thompson se transfigura en una magia surrealista que parece ser la marca, y no de manera tan casual, de buena parte de la mejor literatura latina.

En su segundo libro, el que casi transcurre en su totalidad en Los Ángeles, La revuelta del Pueblo Cucaracha, describe cómo presentó su candidatura de chicano radical contra el sheriff Pitchess, llegando a obtener cien mil votos; lo bastante para afectar, cuando no ganar, cualquier contienda electoral del condado de Los Ángeles.

También describe sus peripecias por la ciudad con los activistas chicanos de la «acción directa» y sus ocasionales saqueos y destrucciones de centros comerciales, bancos y cosas por el estilo, asimismo volaron cosas por los aires y sembraron el caos. Por supuesto, parte de todo eso puede ser también el brote de una realidad a lo Walter Mitty. Pero ¿quién lo puede afirmar a ciencia cierta? Emocionalmente fue perfectamente capaz de hacer tales cosas.

Así que tenemos a este tipo, un abogado, un orgulloso anarquista lanzabombas y, oh, por cierto, el primer y último gran escritor chicano de L.A. Hubo, desde luego, un montón de paranoia en su historia, en parte debido a la dura política que estaba teniendo lugar cuando Hunter Thompson lió a Acosta para escribir sobre Rubén Salazar. Acosta fue quien introdujo a Thompson en la política del barrio.

No debe menospreciarse tampoco la importancia en la historia de las drogas inductoras de paranoia que abundaron tanto sobre el papel y, sin duda, en las vidas reales tanto de Acosta como de Thompson. Y la misteriosa desaparición de Acosta en México también añade un elemento B. Traven a la leyenda. Pero apenas lo habría necesitado. Aparentemente, lo que se lee es lo que hay, al menos según Thompson. Acosta era muy consciente del hecho de que en cierto momento llegó a ser más famoso como personaje de las páginas de Thompson que como escritor.

También fue muy real. Su teatro de guerrilla fue preciso y directo. Tuvo la temeridad de citar a todos los jueces de la corte suprema del condado de Los Ángeles para impulsar su afirmación a propósito de que el racismo estaba tan generalizado en el sistema que un chicano jamás podría llegar a tener un juicio justo. También representó a los Seis Chicanos acusados de intentar incendiar el Hotel Biltmore cuando el gobernador Reagan estaba dando un discurso.

Sin embargo, pese a su inmensa apariencia de azteca iracundo, Acosta fue un hombre plagado de tremendas inseguridades, inseguridades con las que lidió abusando de la comida, las drogas y el alcohol.

Aparte de ser un hombre extremadamente paranoico, Acosta era todo un caballero, un hombre muy sensible, que escribía con intensidad y poesía, lo que le dio la estatura de un escritor estadounidense de primer orden.

Acosta procede de una larga tradición de Los Ángeles; la del mexicano revolucionario. Algunos elementos importantes de la Revolución Mexicana fueron ideados desde Los Ángeles, un hecho que horrorizó al general Otis de Los Angeles Times.

Octavio Paz escribió sobre Los Ángeles en El laberinto de la soledad. Paz habla de lo que supone vivir en Los Ángeles, «una ciudad habitada por más de un millón de personas de origen mexicano» para luego desestimar en cierto modo «[…] la atmósfera vagamente mexicana de la ciudad, que no puede ser capturada con palabras ni conceptos».

Para ser justos con Paz hay que decir que estaba escribiendo en los años cincuenta. Acosta no llegaría a verse impreso hasta los años setenta. Él por sí mismo legitima la ciudad de Los Ángeles como la capital o la Meca de la literatura chicana. Pero fue su momento culminante, y mucho me temo que seguirá siendo así durante un tiempo.

Puede que mucha literatura latinoamericana sea revolucionaria. Pero creedme, los poderes que hoy imperan en Los Ángeles pueden tolerar una cierta literatura chicana cautelosa, pero jamás permitirían la existencia de otro Acosta.

La historia de la gran literatura latinoamericana ha estado siempre muy cargada de impulso revolucionario y de sentimiento obrero, y siempre ha sido rica en boato y simbolismo religioso. Representa distintos extremos de un mismo espectro, como se muestra en la película de Eisenstein El día de los muertos. Yo creo que Acosta representó el impulso izquierdista y, a falta de una palabra mejor, existencial que ha distinguido los grandes momentos de la cultura latina. Las memorias sentimentales de un antiguo paraíso son golpes bajos. Los grandes artistas latinos, desde Diego Rivera a Pablo Neruda, creyeron que el Paraíso tenía que ser conquistado a través de la lucha de la clase obrera. Esto suena extraño y ajeno a los oídos estadounidenses, aunque de hecho los mayores escritores estadounidenses, desde Mark Twain hasta Jack London y Upton Sinclair, escribieron una literatura descaradamente obrera.

En Latinoamérica, Diego Rivera y Pablo Neruda reflejaron el gran río de la cultura latina que, para gran consternación del Departamento de Estado de Estados Unidos, forjó héroes como el Che Guevara y, por cierto, el mismo Castro, no al maldito Papa.

Acosta no fue en realidad ni un Che Guevara ni un Castro. Lo que él dejó atrás es lo que escribió. Y lo que escribió nos hace conocer aquella época y comprenderla; su obra nos proporciona algo con lo que comparar la realidad del presente.

Fue uno de esos escritores que no hubiesen sido tomados en serio por la crítica literaria establecida que suele actuar como si detentase el poder de ungir lo que resulta apropiado en la obra de los escritores «minoritarios». Los pasados míticos se toleran, pero no nos vayas a salir con visiones utópicas de un mundo mejor y más justo. Quédate satisfecho con una literatura que se sumerja en los aspectos más triviales de la existencia chicana, y no en aquellos que puedan llegar a desmoronar los poderes que imperan en tu pobre mentalidad.

Con Acosta, la peculiar amalgama de paradigmas culturales es lo que dota a sus libros de perspectiva y lo que le confiere ese carácter único, al mismo tiempo que, por encima de todo, su grandeza.

Y es por eso que la fotografía de Acosta abrazando a Dorothy aquel día de la manifestación delante del Parker Center parece un momento congelado en el tiempo, como una vieja instantánea. Pero no se trata solo de una vieja instantánea; fue un momento resonante de otra época y otro lugar que, sin embargo, nos habla directamente de nosotros mismos, hoy, sobre todo de nuestra amnesia colectiva, que continúa campando a sus anchas en el nuevo milenio.

 

LIONEL ROLFE es el autor de Fat Man On The Left: Four Decades in the Underground, Literary L.A. y de Death And Redemption in London & L.A.

Óscar Zeta Acosta

Búfalos, cucarachas, ácido, Arthur Cravan y Ambrose Bierce

por Álex Portero

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(Con la venia del señor Portero, recuperamos este fantástico epílogo que perpetró el susodicho cuando Dirty Lucini, en una anterior encarnación, le pidió un texto para acompañar la edición de La revuelta del pueblo cucaracha (Acuarela Libros), de Óscar Zeta Acosta, continuación directa de nuestra Autobiografía de un Búfalo Pardo, también traducida por Lucini. ¡Viva La Raza!).

«He’s a poet, he's a picker, he's a prophet, he's a pusher
He's a pilgrim and a preacher and a problem when he's stoned
He's a walking contradiction, partly truth and partly fiction
Taking every wrong direction on his lonely way back home».
KRIS KRISTOFFERSON


Bienvenidos a este epílogo, si han llegado hasta aquí doy por sentado que, lean lo que lean, no me harán el numerito de la marquesa ofendida, han puesto a prueba su estómago y han ganado, les felicito, así que, como dijo Fray Luis de León, adentrémonos un poco más en la espesura. 

Dicen que por cada cucaracha que ven, hay doscientas que no ven, muy cerca de ustedes se desliza un ejército invisible de pequeñas, sucias, y monstruosas hijas de perra que corretean detrás de sus paredes, se cagan bajo sus alfombras, se comen las migas de pan abandonadas en el suelo tras la cena, y cruzan libres y rampantes sus torsos desnudos mientras duermen. 

Ahora mismo están ahí. Cerca. Silenciosas. Escurridizas. 

Invisibles.

De eso ha estado hablándoles el Búfalo Pardo las últimas doscientas páginas, de cómo la invisibilidad marca la historia de los desgraciados, de la lucha a muerte por la identidad. Hay algo mucho peor para los perdedores que estar en el punto de mira, no estar, no existir, no ser –siquiera– una amenaza. 

Han conocido a nuestro hombre: tenemos a un sátiro chicano de más de cien kilos por cuyo sistema circulatorio corren desbocados dos caballos: mescalina y ácido, tendente a la conspiración, paranoico, errático y listo como un zorro, que desconoce el significado de la palabra equilibrio y que entiende por coherencia presentarse a sheriff del condado de Los Ángeles con la firme intención de abolir la policía –a la que define, muy acertadamente, como el brazo armado de los ricos–. 

Una mole morena incapaz de detenerse, pura inercia y caos, imposible de predecir (sobre todo para sí mismo), con una extraña suerte que conduce su vida por territorios –como mínimo–bizarros. Si alguien en la sala es capaz de explicar como pueden orbitar alrededor del mismo centro de gravedad: Ángela Davis, Anthony Quinn, Charles Manson y… Liberace (sí), por favor, estamos deseando entenderlo. Como su epiloguista me declaro incapaz de desentrañar ese misterio.

Óscar Búfalo Zeta Pardo Acosta. Exactamente el montón de mierda –a ojos delicados– que no pasa desapercibido, el diente podrido en la boca del predicador, la ventosidad en la noche de bodas, algo que no puede obviarse por mucho que se intente.

¿Cómo semejante conjunto de excesos y contradicciones se convierte, de la noche a la mañana, en el ariete y «toca pelotas oficial» de la causa chicana?  

No creo que haya quien sea capaz de encontrar la explicación exacta, Acosta desafía la propia lógica contracultural.

La idea de comportamiento del revolucionario perfecto –llámenme diletante– no creo que incluya fiestas de tres días en las que arden toneladas de mota, corren ríos de alcohol de gradación quirúrgica y se alterna el sexo múltiple con la quema nocturna de centros comerciales, ¿verdad?

Tenemos un buen puñado de prejuicios que se interponen entre lo que hemos leído y la realidad.

¿Qué podemos aprender del Búfalo? ¿Qué hay detrás o debajo –siempre debajo– de esa concatenación espectacular de fuego, desmadre y destrucción?

Si están esperando al caballero blanco que les guíe hasta la verdadera justicia pueden ir muriéndose, están perdiendo el tiempo.

Clamamos por la subversión, gritamos de vez en cuando ante las autoridades, en el colmo de nuestra osadía inundamos las redes de soflamas antisistema y hasta desprendemos, llegado el momento, un discreto y medido aroma a violencia.

La realidad es que no vamos a empuñar un arma jamás, no vamos a exponernos, lo siento, como su epiloguista tengo que decirles la verdad, no va a pasar, somos meros espectadores, ¿saben por qué?, porque todos tenemos algo que perder, tangibles e intangibles que nos hacen –en mayor o menor medida– amar la vida y que nos debilitan a la hora de dar la cara.

El caballero blanco velaría armas en silencio antes de una batalla, cumpliría con la liturgia de la despedida. 

La acción, la pelea, la revuelta, los actos heroicos, el auténtico sacrificio, solamente pueden ser afrontados desde la fealdad, la suciedad, el caos, la imperfección, el abandono, el egoísmo, la brutalidad, y sobre todo, la desesperación, el último ingrediente imprescindible del verdadero mártir pagano, lo que posibilita alcanzar el estado de euforia necesario, el carmín que marca la sonrisa vesánica capaz de helar la sangre del enemigo. Puedes enfrentarte a un guerrero, de un modo u otro respetará un código, ¿pero cómo afrontas el choque contra una bestia parda y drogadicta incapaz de seguir un protocolo básico de supervivencia? 

Nuestro héroe pasaría la noche anterior a la guerra emborrachándose, fornicando como un conejo y consumiendo sustancias capaces de provocar la combustión espontánea de un cuerpo humano medio.

Chínguense, ese tipo del que se ríen en su barrio, el tarugo agresivo, ese, tiene muchas más posibilidades de ser un héroe que cualquiera de ustedes, cuanta mayor desesperación circunde su existencia, más cerca de la gloria. ¿Acaso no se burlan de él o de ella desde una distancia prudencial y a sus espaldas?

Óscar Zeta Acosta era un extranjero en su propia vida, pasó su juventud buscando una identidad que siempre le fue esquiva, realizó un viaje iniciático a México en respuesta a la llamada ancestral y allí encontró la burla, el desprecio y la sorna con la que los verdaderos aztecas reciben a los gringos, demasiado clarito para ser uno de ellos, demasiado forzada –casi inexistente– esa lengua española, demasiado esfuerzo para ajustarse al molde, definitivamente no era uno de ellos.

En Los Ángeles, peor, comparado con la raza caucásica dominante resulta atezado, bajo, grueso, escandaloso y alborotador. Absolutamente al margen.

No es sino observando a su alrededor (casi siempre la respuesta la tenemos delante y nos empeñamos en adoptar la mirada de las mil millas) como Acosta atrapa su reflejo en el espejo y se reconoce al fin. Descubre la verdadera distancia que separa East Los Ángeles de Sunset Boulevard. Un desierto de desprecio, miedo, escrúpulos y conmiseración. Despierta violentamente del sueño de la invisibilidad y se reconoce como Chicano, hijo de Atzlán, habitante originario de una tierra cuyas fronteras fueron borradas de los mapas por los conquistadores. Al norte de México, al sur de Estados Unidos, un pueblo sometido a la peor de las opresiones, el olvido de sí mismo, el robo de su identidad.

A la pulsión y acción rebelde contra la opresión ejercida por personas sin formación y sin que nadie dirija sus andanadas Marx lo llamaba el instinto revolucionario, esto es, saber que algo está mal, que es injusto, aunque no se conozca su origen, ni se sepa cómo funciona y combatirlo. Acosta es un caso interesante de esta hibris contestataria, en él añadimos al instinto revolucionario un despertar ancestral, un desandar el camino del logos al mito.

Ahí tenemos al bueno de Óscar –tras un proceso larvario no exento de sufrimiento, soledad y complejos– transformado en Búfalo, aceptando una realidad totémica latiendo en su interior. Encontrando el quién. 

Lo que empieza siendo el proyecto de un muchacho de origen marginal, que estudia leyes «para demostrar que un gordo y pobre chicano puede hacerlo», con el único propósito de procurarse un sustento mientras escribe libros, acaba siendo –fruto de una versión verdaderamente grotesca del azar y de una considerable improvisación– el camino irrevocable de la visibilización y puesta en escena de toda una comunidad hasta entonces oculta bajo la alfombra del sistema. La Raza. El pueblo cucaracha, esas a las que todo el mundo pisa.

Lo cierto es que hasta entonces la causa chicana, pese a contar con activistas de probado valor –sólidos referentes de comportamiento como César Chávez o Dolores Huerta– no había fraguado. Ha de llegar un demente y alarmantemente alegre abogado, a medias mesías y a medias predicador, con una enorme vocación por ambas disciplinas, lo suficientemente kamikaze como para llevar a declarar como testigos a TODOS los jueces de la jurisdicción de Los Ángeles, uno a uno, durante seis meses, solamente por redondear su fama de grano en el culo del sistema. Un tipo dispuesto a pisar la cárcel durante su campaña como candidato a sheriff del condado, amigo de los tumultos y vicioso como un marinero de permiso, para que todo estalle –real y figuradamente– por los aires y la mirada desdeñosa del hombre blanco (sea incluido aquí también el Sr Gonzo) descienda al subsuelo y contemple esa otra realidad: que un puñado de perdedores sin nombre han encontrado la motivación para hacerse oír, que ya saben lo que les une y que no van a dejar pasar más tiempo para reclamar su lugar en el mundo.

Eso, o se hace desde la asunción de la derrota, desde el desapego, desde la psicosis y el fanatismo, o no se hace. 

Tal y como sucede con los pasotes de droga, una vez alcanzado el cénit del viaje, el descenso es abrupto. Así fue la vida de Óscar Zeta Acosta, un fogonazo descomunal, tal y como llegó, se marchó, seguro que con las mismas dudas que le acompañaron mientras crecía, con los mismos miedos, con los mismos anhelos y las mismas insatisfacciones, pero dejando un montón de ruido y de furia detrás, una vibración que aún resuena, desde El Paso hasta Orange, el Búfalo Pardo nunca pretendió dar ejemplo, nunca pretendió liderar un carajo, de haberlo planeado, una entidad tan rabiosa y desenfrenada habría cosechado una derrota épica, no sé si podemos calificar la trayectoria de Acosta como una victoria, me temo que no, pero un par de patadas en el trasero se permitió el lujo de dar a quien se lo merecía.

La última vez que se supo de él sus pasos le habían llevado a México, allí desapareció, según sus propias palabras, dichas a su hijo Marco por teléfono: «a punto de subir a un barco lleno de nieve blanca», nunca se encontró su cuerpo, no se pudo comprobar su muerte, probablemente lo mataron por pasarse de listo y arrojaron su cadáver al mar. México se lo tragó, como a los grandes, como a Arthur Cravan y Ambrose Bierce. Como su epiloguista me gusta imaginar que se encontró con ellos en alguna cantina, y que los tres –ya protegidos por la inmortalidad– marcharon juntos en busca de la mítica Atzlán, quiero creer que aún, en alguna parte, el Búfalo Pardo sigue provocando espectaculares llamaradas de caos con sus embestidas.

Prefiero vivir en un mundo con Óscar Zeta Acosta dentro, solamente por el miedo y el asco que provocaría en nuestros limpios y atildados enemigos comunes, merecería la pena.