Óscar Zeta Acosta

Búfalos, cucarachas, ácido, Arthur Cravan y Ambrose Bierce

por Álex Portero

oscar-8.jpg

(Con la venia del señor Portero, recuperamos este fantástico epílogo que perpetró el susodicho cuando Dirty Lucini, en una anterior encarnación, le pidió un texto para acompañar la edición de La revuelta del pueblo cucaracha (Acuarela Libros), de Óscar Zeta Acosta, continuación directa de nuestra Autobiografía de un Búfalo Pardo, también traducida por Lucini. ¡Viva La Raza!).

«He’s a poet, he's a picker, he's a prophet, he's a pusher
He's a pilgrim and a preacher and a problem when he's stoned
He's a walking contradiction, partly truth and partly fiction
Taking every wrong direction on his lonely way back home».
KRIS KRISTOFFERSON


Bienvenidos a este epílogo, si han llegado hasta aquí doy por sentado que, lean lo que lean, no me harán el numerito de la marquesa ofendida, han puesto a prueba su estómago y han ganado, les felicito, así que, como dijo Fray Luis de León, adentrémonos un poco más en la espesura. 

Dicen que por cada cucaracha que ven, hay doscientas que no ven, muy cerca de ustedes se desliza un ejército invisible de pequeñas, sucias, y monstruosas hijas de perra que corretean detrás de sus paredes, se cagan bajo sus alfombras, se comen las migas de pan abandonadas en el suelo tras la cena, y cruzan libres y rampantes sus torsos desnudos mientras duermen. 

Ahora mismo están ahí. Cerca. Silenciosas. Escurridizas. 

Invisibles.

De eso ha estado hablándoles el Búfalo Pardo las últimas doscientas páginas, de cómo la invisibilidad marca la historia de los desgraciados, de la lucha a muerte por la identidad. Hay algo mucho peor para los perdedores que estar en el punto de mira, no estar, no existir, no ser –siquiera– una amenaza. 

Han conocido a nuestro hombre: tenemos a un sátiro chicano de más de cien kilos por cuyo sistema circulatorio corren desbocados dos caballos: mescalina y ácido, tendente a la conspiración, paranoico, errático y listo como un zorro, que desconoce el significado de la palabra equilibrio y que entiende por coherencia presentarse a sheriff del condado de Los Ángeles con la firme intención de abolir la policía –a la que define, muy acertadamente, como el brazo armado de los ricos–. 

Una mole morena incapaz de detenerse, pura inercia y caos, imposible de predecir (sobre todo para sí mismo), con una extraña suerte que conduce su vida por territorios –como mínimo–bizarros. Si alguien en la sala es capaz de explicar como pueden orbitar alrededor del mismo centro de gravedad: Ángela Davis, Anthony Quinn, Charles Manson y… Liberace (sí), por favor, estamos deseando entenderlo. Como su epiloguista me declaro incapaz de desentrañar ese misterio.

Óscar Búfalo Zeta Pardo Acosta. Exactamente el montón de mierda –a ojos delicados– que no pasa desapercibido, el diente podrido en la boca del predicador, la ventosidad en la noche de bodas, algo que no puede obviarse por mucho que se intente.

¿Cómo semejante conjunto de excesos y contradicciones se convierte, de la noche a la mañana, en el ariete y «toca pelotas oficial» de la causa chicana?  

No creo que haya quien sea capaz de encontrar la explicación exacta, Acosta desafía la propia lógica contracultural.

La idea de comportamiento del revolucionario perfecto –llámenme diletante– no creo que incluya fiestas de tres días en las que arden toneladas de mota, corren ríos de alcohol de gradación quirúrgica y se alterna el sexo múltiple con la quema nocturna de centros comerciales, ¿verdad?

Tenemos un buen puñado de prejuicios que se interponen entre lo que hemos leído y la realidad.

¿Qué podemos aprender del Búfalo? ¿Qué hay detrás o debajo –siempre debajo– de esa concatenación espectacular de fuego, desmadre y destrucción?

Si están esperando al caballero blanco que les guíe hasta la verdadera justicia pueden ir muriéndose, están perdiendo el tiempo.

Clamamos por la subversión, gritamos de vez en cuando ante las autoridades, en el colmo de nuestra osadía inundamos las redes de soflamas antisistema y hasta desprendemos, llegado el momento, un discreto y medido aroma a violencia.

La realidad es que no vamos a empuñar un arma jamás, no vamos a exponernos, lo siento, como su epiloguista tengo que decirles la verdad, no va a pasar, somos meros espectadores, ¿saben por qué?, porque todos tenemos algo que perder, tangibles e intangibles que nos hacen –en mayor o menor medida– amar la vida y que nos debilitan a la hora de dar la cara.

El caballero blanco velaría armas en silencio antes de una batalla, cumpliría con la liturgia de la despedida. 

La acción, la pelea, la revuelta, los actos heroicos, el auténtico sacrificio, solamente pueden ser afrontados desde la fealdad, la suciedad, el caos, la imperfección, el abandono, el egoísmo, la brutalidad, y sobre todo, la desesperación, el último ingrediente imprescindible del verdadero mártir pagano, lo que posibilita alcanzar el estado de euforia necesario, el carmín que marca la sonrisa vesánica capaz de helar la sangre del enemigo. Puedes enfrentarte a un guerrero, de un modo u otro respetará un código, ¿pero cómo afrontas el choque contra una bestia parda y drogadicta incapaz de seguir un protocolo básico de supervivencia? 

Nuestro héroe pasaría la noche anterior a la guerra emborrachándose, fornicando como un conejo y consumiendo sustancias capaces de provocar la combustión espontánea de un cuerpo humano medio.

Chínguense, ese tipo del que se ríen en su barrio, el tarugo agresivo, ese, tiene muchas más posibilidades de ser un héroe que cualquiera de ustedes, cuanta mayor desesperación circunde su existencia, más cerca de la gloria. ¿Acaso no se burlan de él o de ella desde una distancia prudencial y a sus espaldas?

Óscar Zeta Acosta era un extranjero en su propia vida, pasó su juventud buscando una identidad que siempre le fue esquiva, realizó un viaje iniciático a México en respuesta a la llamada ancestral y allí encontró la burla, el desprecio y la sorna con la que los verdaderos aztecas reciben a los gringos, demasiado clarito para ser uno de ellos, demasiado forzada –casi inexistente– esa lengua española, demasiado esfuerzo para ajustarse al molde, definitivamente no era uno de ellos.

En Los Ángeles, peor, comparado con la raza caucásica dominante resulta atezado, bajo, grueso, escandaloso y alborotador. Absolutamente al margen.

No es sino observando a su alrededor (casi siempre la respuesta la tenemos delante y nos empeñamos en adoptar la mirada de las mil millas) como Acosta atrapa su reflejo en el espejo y se reconoce al fin. Descubre la verdadera distancia que separa East Los Ángeles de Sunset Boulevard. Un desierto de desprecio, miedo, escrúpulos y conmiseración. Despierta violentamente del sueño de la invisibilidad y se reconoce como Chicano, hijo de Atzlán, habitante originario de una tierra cuyas fronteras fueron borradas de los mapas por los conquistadores. Al norte de México, al sur de Estados Unidos, un pueblo sometido a la peor de las opresiones, el olvido de sí mismo, el robo de su identidad.

A la pulsión y acción rebelde contra la opresión ejercida por personas sin formación y sin que nadie dirija sus andanadas Marx lo llamaba el instinto revolucionario, esto es, saber que algo está mal, que es injusto, aunque no se conozca su origen, ni se sepa cómo funciona y combatirlo. Acosta es un caso interesante de esta hibris contestataria, en él añadimos al instinto revolucionario un despertar ancestral, un desandar el camino del logos al mito.

Ahí tenemos al bueno de Óscar –tras un proceso larvario no exento de sufrimiento, soledad y complejos– transformado en Búfalo, aceptando una realidad totémica latiendo en su interior. Encontrando el quién. 

Lo que empieza siendo el proyecto de un muchacho de origen marginal, que estudia leyes «para demostrar que un gordo y pobre chicano puede hacerlo», con el único propósito de procurarse un sustento mientras escribe libros, acaba siendo –fruto de una versión verdaderamente grotesca del azar y de una considerable improvisación– el camino irrevocable de la visibilización y puesta en escena de toda una comunidad hasta entonces oculta bajo la alfombra del sistema. La Raza. El pueblo cucaracha, esas a las que todo el mundo pisa.

Lo cierto es que hasta entonces la causa chicana, pese a contar con activistas de probado valor –sólidos referentes de comportamiento como César Chávez o Dolores Huerta– no había fraguado. Ha de llegar un demente y alarmantemente alegre abogado, a medias mesías y a medias predicador, con una enorme vocación por ambas disciplinas, lo suficientemente kamikaze como para llevar a declarar como testigos a TODOS los jueces de la jurisdicción de Los Ángeles, uno a uno, durante seis meses, solamente por redondear su fama de grano en el culo del sistema. Un tipo dispuesto a pisar la cárcel durante su campaña como candidato a sheriff del condado, amigo de los tumultos y vicioso como un marinero de permiso, para que todo estalle –real y figuradamente– por los aires y la mirada desdeñosa del hombre blanco (sea incluido aquí también el Sr Gonzo) descienda al subsuelo y contemple esa otra realidad: que un puñado de perdedores sin nombre han encontrado la motivación para hacerse oír, que ya saben lo que les une y que no van a dejar pasar más tiempo para reclamar su lugar en el mundo.

Eso, o se hace desde la asunción de la derrota, desde el desapego, desde la psicosis y el fanatismo, o no se hace. 

Tal y como sucede con los pasotes de droga, una vez alcanzado el cénit del viaje, el descenso es abrupto. Así fue la vida de Óscar Zeta Acosta, un fogonazo descomunal, tal y como llegó, se marchó, seguro que con las mismas dudas que le acompañaron mientras crecía, con los mismos miedos, con los mismos anhelos y las mismas insatisfacciones, pero dejando un montón de ruido y de furia detrás, una vibración que aún resuena, desde El Paso hasta Orange, el Búfalo Pardo nunca pretendió dar ejemplo, nunca pretendió liderar un carajo, de haberlo planeado, una entidad tan rabiosa y desenfrenada habría cosechado una derrota épica, no sé si podemos calificar la trayectoria de Acosta como una victoria, me temo que no, pero un par de patadas en el trasero se permitió el lujo de dar a quien se lo merecía.

La última vez que se supo de él sus pasos le habían llevado a México, allí desapareció, según sus propias palabras, dichas a su hijo Marco por teléfono: «a punto de subir a un barco lleno de nieve blanca», nunca se encontró su cuerpo, no se pudo comprobar su muerte, probablemente lo mataron por pasarse de listo y arrojaron su cadáver al mar. México se lo tragó, como a los grandes, como a Arthur Cravan y Ambrose Bierce. Como su epiloguista me gusta imaginar que se encontró con ellos en alguna cantina, y que los tres –ya protegidos por la inmortalidad– marcharon juntos en busca de la mítica Atzlán, quiero creer que aún, en alguna parte, el Búfalo Pardo sigue provocando espectaculares llamaradas de caos con sus embestidas.

Prefiero vivir en un mundo con Óscar Zeta Acosta dentro, solamente por el miedo y el asco que provocaría en nuestros limpios y atildados enemigos comunes, merecería la pena.