CHARLIE STOUT

Oklahoma / Dust & Wind: Flatland Murder Ballads And High Plains Hymns
(Autoeditados, 2016)

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Me viene a la cabeza aquel disco tan bizarro que grabó Johnny Cash dándose un garbeo por el Gran Cañón. Sonido de viento y polvo, pisadas en la tierra, coyotes. Quizá eran otros tiempos, otra lentitud, otras inquietudes. La industria de entonces lo asumió. Quizá fuese algo que solo podía permitirse alguien de la talla de Johnny Cash, más grande que la vida… El caso es que a Charlie Stout, básicamente (no nos andemos con eufemismos), se la suda todo, y bastante. Y eso es algo digno de celebrarse. Porque de veras que hace falta gente así. Kamikaces que le hagan un buen calvo de vez en cuando a la industria. La tarde del 15 de julio de 2015, Charlie Strout, natural de los Apalaches, condujo desde su nuevo hogar en Lubbock, Texas, a la Iglesia de los Primeros Presbiterianos de Taiban, un pueblo fantasma de Nuevo México (célebre por ser el villorrio donde Pat Garrett capturó finalmente a Billy el Niño el 23 de diciembre de 1880), con una guitarra, una grabadora de ocho pistas y un puñado de buenas canciones: baladas homicidas de las grandes llanuras y unos cuantos himnos de las altas planicies, temas que se dispone a grabar con fondo de desierto, grillos, viento, carretera y silbato de ferrocarril (Dust & Wind); más un «bootleg» en directo grabado con un iPhone 5 desde los suelos crujientes del escenario del Goddard Center de Ardmore, Oklahoma, el 27 de noviembre (Oklahoma), abriendo para los Damn Quails. Todo de lo más casero, lo-fi y fronterizo que se pueda imaginar. La verdad al desnudo. La cruda demostración de que, al final del día, lo que queda y lo que cuenta es el puro hueso de la canción. Lo demás son pamplinas. Y no puede haber nada más forajido. Quince minutos finales de polvo y viento. A ver quién es el valiente que se atreve con algo así. Ni Bruce Springsteen con su folk oscuro en Nebraska, ni el Ryan Bingham de su primer Mescalito. Johnny Cash hace ya tiempo que se fue. Habría sido el único. Canciones que se ocultan en una iglesia abandonada hace más de un siglo en medio del desierto. Canciones que huyen de la ley o esperan sentencia en el banquillo. Canciones que buscan alguna clase de redención. Igual que aquella banda desastrada, ya fantasmal, de Billy el Niño al final del camino. No podían haber encontrado mejor sitio donde guarecerse. Dos álbumes para escuchar en la soledad (a ser posible después de haber cometido un crimen). Música casi confesional que no estará jamás en las listas de ningún jukebox. Música de sentir que se acabó la fiesta, de oír las pisadas del viejo Garrett acercándose por el pasillo para descerrajarte un tiro entre ceja y ceja. Música que bordea lo mítico en su casi desgarradora sencillez. Música de bolsillos vacíos. De no quedarte balas. De no tener para pagar mezclas ni filtros. Sin romanticismos. «El desierto es mi estudio. Puedes oír cómo cambia el sonido de los grillos porque la temperatura del desierto baja al caer la noche. Esa es mi banda». Hombre con guitarra y banda de grillos entumecidos. Inmenso Charlie Stout. Solo ante el peligro.

THE NATIONAL RESERVE

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Motel La Grange

(Ramseur Records, 2018)

Hay un bar en Brooklyn. El Skinny Dennis. Está en el 152 de Metropolitan Avenue. Un honky tonk en pleno corazón de Williamsburg, «el pequeño Berlín», el barrio de Will Eisner y de la trilogía (aún por traducir) de Daniel Fuchs. Los viernes por la noche la barra se llena de moscones borrachuzos. Desde hace cerca de media década la misma banda de bar (dos guitarras, órgano, bajo y batería) se dedica a incendiar el ambiente durante no menos de cuatro horas (cinco años afilando cuchillos, cinco años en los que para oírse en medio de tanta jarana y sonar más o menos bien hay que estar muy atento a la mínima expresión del resto del grupo, y está demostrado que no existe mejor manera de curtirse, algo que solo se aprende en los rincones de ciertos bares, no en esas salas tan de té y tofu donde parece que se ofician misas y a la mínima que te muevas ya tienes a un sensible indignado chistándote a bocajarro). Legalmente, el garito tiene un aforo de sesenta borrachuzos. Cuando la banda toca, sudan y se aprietan cerca de doscientos (que vaya ahora el del tofu a decirles que se callen y que respeten al artista, a ver si hay huevos). Se han conocido en el Bitter End, el club del Greenwich Village que tantas leyendas ha forjado desde su apertura en 1961, adolescentes de Philadelphia y de South Jersey que han abandonado los estudios y que se dedican a dar bandazos por las calles de un Manhattan que todavía se resiste a desaparecer bajo el peso de lo macrobiótico. Hasta su configuración final habrá muchas deserciones. Diferencias de implicación, de compromiso, de dieta o de ambición. Cualquier banda de rock es al final un dramón provinciano muy de novela de Austen o Brontë. Cualquier banda de rock acaba siendo siempre un Orgullo y prejuicio o un Cumbres Borrascosas. Hasta que solo quedan los más persistentes, puede que los despojos (según quién cuente la historia), los que o bien lo tenían muy claro desde el principio o bien los que no tenían ni dónde caerse muertos. Los despojos, en cualquier caso, siempre será un buen nombre para una banda de rock (para cualquier banda de rock que sobreviva la frontera de los cinco años); algo que nace de la desesperación, la resistencia y la cabezonería; lo que queda después de muchas cicatrices, en definitiva: lo amoratado. Y al final son tantos los temporeros que han ido dejando su rastro viscoso por la alineación de la banda que van a ser los miembros de otra banda igualmente amoratada, después de un concierto en D.C, los que soltarán de pasada y como quien no quiere la cosa el comentario que terminará dando nombre al grupo (la parte más enojosa de todo este percal: llamarse de algún modo que no provoque tristeza ni risa). «Joder, es como si tuvieseis una reserva de músicos por todo el país». Tema resuelto. La Reserva Nacional. Y luego nada más (y nada menos) que mucha noche de viernes dándolo todo sobre una tarima sin atrincherar hasta que de entre los gloriosos borrachuzos del Skinny Dennis (lo que Sean Walsh, el líder de la banda, considera «el laboratorio») se destaca un tipo que dice que se llama Nathaniel Marro y que comienza a pegar la hebra con ellos. Y claro. «¿Tú quién cojones eres? ¿A qué te dedicas?». Respuesta: «Soy agente de contratación. Trabajo en Entourage Talent» (alguno se excusaría un momento para ir al tigre y consultar en Google si esa agencia realmente existe y qué lista de artistas maneja). Así que Tema resuelto nº2. Y ahora ya sí que sí, en muy poco tiempo su primer álbum: Motel La Grange, o lo que es lo mismo, en traducción un poco disoluta: Gloria Bendita.

CARTER SAMPSON

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Lucky

(Continental Song City, 2018)

Lugar natal y de residencia: Oklahoma City. Y, por tanto, como ya dijimos en otra ocasión, solo con esta afirmación podríamos dar por concluida la reseña. No hay mejor cantera ni carta de presentación que esa: ser de allí. Del viento y de las grandes llanuras. No suele fallar. Y, aparte, Carter Sampson es, sin duda, la Reina de Oklahoma, lo es sin duda, sin entrecomillado y sin cursiva (sin disfraz comprado en unos grandes almacenes: botas rojas, sombrero ancho y negro, chaquetón de ante y flecos, gafas de haber estudiado arte en Boston y una herradura en la mano, la herradura de la suerte a la que hace referencia el título de su último trabajo y que, lo mismo, te estampa en la cabeza sin dejar de sonreír); Reina de Oklahoma así, en letra clara y redonda. Dice que le baja la lívido la canela y los dinosaurios, pero le ponen a cien los donuts espolvoreados y la gente genuina. Y sueña con tocar algún día en el Royal Albert Hall. Pagaríamos lo que fuese por verlo. Dice también que le habría encantado componer «Graceland» de Paul Simon y que si tuviera que invitar a cenar a cinco personas, no se lo pensaría ni un segundo, serían: Dolly Parton, Elvis, Woody Guthrie, Aretha Franklin y a su abuela, Marilyn. Escuchar a Bonnie Raitt y a John Prine cantando mano a mano «Angel from Montgomery» en Boston, Massachusetts, en sus tiempos de estudiante de arte, cambió su vida. Era la primera canción que había aprendido a tocar a los quince y ver a sus héroes tocarla fue magia. Algo hizo clic y ya no hubo vuelta atrás. Lucky es su quinto álbum. Hay algún sospechoso habitual entre los créditos. Como, por ejemplo, nuestro queridísimo Jared Tyler, que últimamente está en todos los discos buenos, a cargo en esta ocasión del dobro, el banjo, la mandola y las voces de acompañamiento. Carter Sampson es una forajida sin miedo que no traga mierda de nadie, como la protagonista del tema «Rattlesnake Kate», que mató a 140 cincuenta serpientes de cascabel con sus propias manos para defender a su hijo en el lago, y luego se hizo un vestido y unos zapatos con sus pellejos. No en vano, Carter es la fundadora y la directora del Oklahoma City’s Rock ‘n’ Roll Camp for Girls, una escuela de auténticas forajidas. Y por si fuera poco, el disco acaba con el «Queen of the Silver Dollar» del grandioso Shel Silverstein. No se puede pedir más.

JOE PURDY

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Who Will be Next?

(Mud Town Crier Records, 2016)

Hace unos días, mi queridísima hermana sucia me recordó a Joe Purdy. Who Will Be Next?, su disco nº14, fue lo primero que escuché de él. Y menudo viaje me hice. Fue como volver al viejo Washington Square, puro Greenwich Village, puro Anatole Broyard en Cuando Kafka hacía furor (editado por los amigos de La Uña Rota), aunque más sesentero, más A propósito de Llewyn Davis, tanto en sonido como en mensaje, la época gloriosa del «folk revival», del primer Dylan, cafés, gatos y lluvia, con convicción y rabia, aunque el bueno de Joe, increíblemente joven para exhibir ya semejante curriculum (menuda desfachatez), y semejante enjundia (bravo por él) sea natural de Arkansas (donde urbe poca) y se hiciese desde muy pronto habitual del Hotel Cafe de Los Ángeles, currando en cuatro empleos diferentes y asistiendo a sesiones de micrófono abierto. El asunto fue que en el año 2004, después de fichar con Warner/Chappell tras un «showcase» en el South by Southwest, recibió un día, de buena mañana, una llamada del productor televisivo Brian Burk. Le dijo que estaba trabajando en una nueva serie para la ABC que iba a empezar a emitirse en una semana y que necesitaba que le escribiera una canción sobre quedarse perdido en una isla. Se trataba de la serie Lost, de J.J. Abrams. Y resultó que Joe ya tenía una balada de suicidio llamada «Wash Away», de su cuarto álbum, Julie Blue, que le venía como anillo al dedo. Se la tocó por teléfono a los productores, le preguntaron si podría alargarla 40 segundos, y acabaron metiéndola en el tercer episodio de la primera temporada. También colaría luego varios temas en Anatomía de Grey, House y en un anuncio de coches. Buena jugada. Miles de ventas por descarga. Y todo el dinero para fundírselo en giras y en la producción de sus discos. Él dice que compone, fundamentalmente, «música triste y bastarda», y el motivo que da para su casi impertinente prolijidad es que siempre pensó que iba a morir a los 27 (que iba a acabar siendo miembro del célebre club luctuoso), así que quería largarse de este mundo con bastantes cosas hechas. Se ve que no le aceptaron como socio en el club de marras, pero el muy sinvergüenza no ha bajado el ritmo, ni el nivel. Y solo podemos brindar por ello. Va por ti, Marga.

JAMES STEINLE

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South Texas Homecoming
(James Steinle, 2018)

Nació en Pleasanton, Texas, «The City of Live Oaks and Friendly Folks», un lugar de lo más vaquero, pero no tardó en llevarse su sombrero hasta Dhahran, Arabia Saudita, الظهران aẓ-Ẓahrān, y luego a Landstuhl, Alemania, que aparte de tener un castillo y ser el lugar de nacimiento de un actor que acabaría formando parte del elenco de la serie Star Trek: La Nueva Generación haciendo de Teniente de Fragata de la Flota Estelar, jefe de Ingeniería de la Enterprise (nada menos), poco más se puede destacar, salvo quizá la proximidad del borde occidental del bosque del Palatinado, Porque un buen bosque siempre viste y luce bien. El caso es que esta distancia, a su regreso, le proporcionaría cierta perspectiva; ya no se tratará simplemente de Texas swing ni de cándido country hogareño; el viaje le ha inoculado algo de Wenders y de Kaurismäki, algo de cowboy de Leningrado, un distanciamiento crítico que habla con otra mirada de la decadencia del oeste, de la angustia urbana, del amor extinguido, de lo que es sentirse, hasta en casa, como un forastero en tierra extraña. Aparte de un gusto poco común por el detalle y la textura, muy a lo Terry Allen, como han señalado algunos expertos. Se nota que ha leído y que ha viajado. Que ha probado cervezas mejores que la Lone Star. La base de la receta, no obstante, sigue siendo un buen costillar de San Antonio, vacas Long Horn, carne buena, pero la salsa barbacoa incorpora nuevas especias. Lo cierto es que nunca le atrajo la perspectiva de convertirse en un simple «honky tonker» de fin de semana. De esos ya hay muchos y mejores. Optó por el camino más complicado. El del «songwriter» solitario, en la onda de los grandes héroes del viejo Texas: Townes y Guy Clark, aunque, eso sí, sin renunciar al sonido honky tonk, dignificando el sonido honky tonk. Acabar diciendo que la cosa no ha salido de repente de la nada, existe un EP anterior y muchas noches en la escena musical de Austin. Ha sido telonero de Jonny Burke, Michael Martin Murphey, Mike & The Moonpies, Jamie Lin Wilson, y Rodney Hayden, y obtuvo el aval de un premio en el Kerrville Folk Festival antes de ponerse a grabar este South Texas Homecoming, producido por John Ross Silva (de The Gougers), en los estudios Cedar Creek de Austin con músicos de Band of Heathens, de Robert Earl Keen y de Hayes Carll… Los pozos de Texas siguen eyaculando petróleo puro. Queda mecha.

BEN DE LA COUR

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The High Cost Of Living Strange

(Flour Sack Cape Records, 2018)

Antes de poder beber legalmente, Ben de la Cour, criado en Brooklyn (aunque nacido en Londres), llevaba una década tocando con su hermano en los tugurios de Nueva York. Había abandonado el instituto y se había curtido en la lona de los cuadriláteros como boxeador amateur. La banda sonora de su infancia fue la de la colección de vinilos de sus padres, mucho Dylan, los Everly Brothers, Lynyrd Skynyrd, Jimi Hendrix y, por no perder las buenas costumbres, Black Sabbath. Se pasó un año en Cuba mojado en ron y entrenando con miembros del equipo nacional cubano de boxeo antes de mudarse de vuelta a Londres con su hermano para resucitar su vieja banda de metal, los Dead Man’s Root, con la que se pasaron años dando tumbos a bordo de una furgoneta por la vieja Europa hasta que todo se fue a la mierda a causa del agotamiento y unas cuantas peleas de borrachos. En 2008, de la Cour regresa a Estados Unidos lleno de moratones y de canciones acústicas. Flirtea con la ciudad de Los Ángeles, pero enseguida cae rendido ante los pies de Nueva Orleans. Un periodista lo califica como «un Leonard Cohen vitriólico», signifique eso lo que signifique. Una noche, en un garito del Barrio Francés, entre nubes de bourbon y mucho turista tambaleante, un compositor de Nashville le deja meridianamente claro que si tiene intención de llegar a algo en el mundo de la música va a tener que salir cagando leches de Nueva Orleans. Así es como acaba en Nashville. Sofás de amigos y curros de portero en las puertas de los bares. Graba su tercer álbum, Midnight in Havana y la gente empieza a fijarse en él. En 2018 graba los ocho temas del disco que hoy reseñamos, canciones de un estilo que él mismo define como «Americanoir»: tramas complejas, misteriosas y, a veces, estremecedoras, con ocasionales pinceladas de humor. Grabadas a pelo, sin overdubs, sin cascos, en un cuartucho y solo en un par de días. Como asaltos en el ring. A lo Cowboy Jack Clement de saldo. Es un álbum sobre la disolución, sobre cómo lidiar con el sentimiento de pérdida y cómo enfrentar la sensación asfixiante de no tener nada a lo que amarrarse, aunque no sin algún que otro destello de esperanza porque, como él mismo dice, «ser humano no está mal; por lo menos hasta que aparezca una alternativa mejor». Hay un tema en el disco que lleva el título de «Guy Clark’s Fiddle»; solo por eso no dudamos ni un segundo en apostar todo nuestro dinero por sus guantes.

KASHENA SAMPSON

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Wild Heart

(K.S. Music, 2017)

Primero Las Vegas (ser de Las Vegas, nacer en Las Vegas) y una banda de tres voces con sus dos hermanas. Luego lo de intentar ser actriz en Los Ángeles y dedicarse básicamente a atender mesas en bares y restaurantes. Pocos papeles. Muchas servilletas, muchas impertinencias, olor a grasa y mucha droga. Nadie sabe que esa chica canta. A nadie le importa. Lo que sí sabe la gente es que bebe y se droga, bastante. Digamos que la historia acaba de empezar y ya parece que es el fin de la historia. Una noche la echan bruscamente de una fiesta. Es de esa clase de borrachas. Pero algún amigo le queda. Pocos, pero intervienen. Hartos o piadosos, le dicen: «Basta». ¿Qué fue de aquella chica que cantaba como Bobbie Gentry y Stevie Nicks? De acuerdo. Ahora toca centrarse en pagar facturas y mantenerse sobria. Así dos años. Y luego un bar de micrófono abierto muy country años setenta donde se dedica a cantar canciones de sus artistas favoritos: Dolly Parton, Stevie Nicks, Bob Dylan, Bonnie Raitt… Y entonces es cuando llega lo del empresario que la ha visto cantar por YouTube y quiere contratarla para que actúe durante siete meses en un crucero de lujo. Acabará haciéndolo durante tres años, porque la vida es así de sórdida. Como en aquel artículo de David Foster Wallace, esa clase de infierno, en efecto: Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. En el curso de esos tres años le da tiempo a cantarlo todo delante de gente muy bronceada y muy casposa. Material, sobre todo, de los sesenta y los setenta, y mucha petición hortera por parte de gente con bermudas. El plan era sacar pasta, la máxima posible, para poder grabar un disco con sus propias canciones. Es su Vietnam personal, su guerra. Vuelve curtida, pero el dinero se va rápido y enseguida se ve de nuevo atendiendo mesas en Las Vegas, su ciudad natal, acorralada, también cantando, cuando se puede, en un piano bar del centro de la ciudad. Un poco Alicia ya no vive aquí, esa maravilla de cuando Scorsese hacía cine del bueno. Más sordidez a lo Leaving Las Vegas. Ese sentimiento de que hay que largarse antes de que sea demasiado tarde, avivado ahora por toda esa gente que le repite una y otra vez que tendría que darle una oportunidad a Nashville. Y la vida sigue siendo muy extraña. La suerte le vuelve a llamar desde donde menos se lo espera. Resulta que Miss Nevada USA ha escrito una canción (Las Vegas, cruceros de lujo, Miss Nevada… todo como para cortarse las venas) y un tipo que resulta ser miembro del musical Million Dollar Quartet la invita a interpretar esa canción con la banda, nada menos, de Olivia Newton-John. Como para no creer. Parece más bien el sueño de una borracha a punto de espicharla. De lo contrario, ¿cómo imaginarse que, sin un puto duro en el bolsillo, acabaría siendo compañera de piso de Miss Nevada en Nashville? Ahora esto parece una película mala. ¿Y a dónde demonios –se preguntarán ustedes– nos quiere llevar este tío con esta historia tan de camareras tristes? La respuesta es este impresionante Wild Heart, un disco que Kashena graba en directo y en solo dos días (porque no hay dinero para más) en un estudio de East Nashville, The Bomb Shelter. Crudo y real. Una reflexión íntima acerca del raro viaje que la ha llevado hasta allí. Y pone el pelo de punta. Nada ha sonado así desde aquellos gloriosos primeros discos de Linda Ronstadt y Emmylou Harris. Y es que las cosas son como son: tres años de crucero, actuando cada noche en vivo ante la clase de gente que viaja en crucero, acaban convirtiéndote en esta mala bestia.

WHEN THE WIND BLOWS

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The Songs of Townes Van Zandt

(Appaloosa Records, 2018)

La cosa viene sucediendo desde hace quince años, cada año, puntualmente. Es raro y es maravilloso que, a estas alturas del partido y viendo lo visto, viendo sobre todo lo que hay y lo que va quedando, cuando ya uno no se espera que estas cosas se den, pues eso, sucedan. Hay que trasladarse, eso sí, a un pequeño pueblo del norte de Italia del que ni los propios italianos, en su inmensa mayoría, han oído hablar, situado entre la zona idílica del Lago Como, en la región de Lombardía, y la modernosa Milán, a escasos kilómetros de la frontera con Suiza: Figino Serenza, con sus iglesias, sus campanarios, sus palmeras, su humo de leña, sus tejados de teja roja, su «Madonna di San Materno», su aceite de oliva y sus menos de cinco mil habitantes. Una reportera de The Statesman no da crédito y se queda a cuadros cuando lo ve. Algo le habían dicho en Texas, pero tenía que verlo con sus propios ojos. Me imagino su sorpresa, igual a la de aquellos paisanos de Cabra, Córdoba, Antonio y Francisco Castro, que cavando un buen día con el escardillo se toparon con aquella escultura del dios Mitra en su huerta… Lo de la reportera fue, por lo visto, en la séptima edición. Un pequeño teatro («il Teatro dell' Oratorio»), butacas de madera, un telón de terciopelo rojo y unos doscientos italianos y suizos ante doce músicos que se lo pagan todo de su bolsillo y no cobran nada por cantar en la nueva edición del Festival Internacional Townes Van Zandt, el legendario trovador de Texas. Una cuestión de pathos, pura pasión, según el organizador, el músico y promotor Andrea Parodi, devoto entre los devotos (que en el disco, por cierto, se marca una versión en italiano de «Tecumseh Valley»). ¿Y por qué en este pueblo perdido en medio de ninguna parte? Parodi, que vive cerca, en Cantu, lo tiene bastante claro: no se le ocurre mejor sitio para rendir tributo a Townes Van Zandt, un artista que en vida jamás consiguió la popularidad que se merecía; nada más apropiado que un pueblo oscuro y tan absolutamente improbable y peregrino. Todo es muy de andar por casa. La parroquia cede el teatro, el alcalde presta el equipo de sonido, el hotelillo ofrece gratis las habitaciones para los artistas y la asociación de jubilados se encarga de preparar la cena previa al concierto: risotto, asado de cerdo y patatas. Para beber, vino y agua. Cerveza y whisky en el pub de al lado. Y luego maratón de canciones. Músicos de Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Francia, Suecia, Noruega, Australia y, por supuesto, Italia. La lista de gente que ha pasado por allí es apabullante: Mary Gauthier, Eric Taylor, Carrie Rodríguez, Greg Trooper, Alejandro Escovedo, Kimmie Rhodes, Slaid Cleaves, Sam Baker, Gurf Morlix, Joe Ely, David Olney, Richard Dobson… Ver, o mejor dicho oír, para creer. Como dice nuestra admiradísima Mary Gauthier: «Bastará con decir que juntarse para cantar los blues de Townes Van Zandt hace del mundo un lugar mejor». El año que viene el Festival celebra su XV edición y por eso han querido grabar este disco. Una fiesta. Un doble cd con 32 colaboraciones. La ilustración de la cubierta es de Sam Baker. Solo diremos que, como en todos los discos homenaje, hay de todo. Pero, desde luego, hay momentos para persignarse. La versión de Malcolm Holcombe del «Dollar Bill Blues», por ejemplo, llevándoselo como nadie a su terreno, pone los pelos de punta. O la tremendísima versión de «Loretta» que se marca James Maddock. Y por citar solo uno más, destacaremos el jubiloso descubrimiento de Thom Chacon, un artista del sur de California del que no teníamos noticia y del que volveremos a hablar más detenidamente en este blog, porque su «Still Looking For You» nos ha volado la cabeza, casi un Ryan Bingham del primer disco. Insistimos: tremendo.

JOHN BLEK & THE RATS

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Leave Your Love At The Door

(We Are Rats Recordings, 2013)

Pues resulta que John Blek no se llama John Blek (se rumorea la posibilidad de un John O’Connor), fruto, quizá, de la «saludable paranoia» que uno cultiva, según aventuran por ahí, cuando se crece en un suburbio semi-rural como Glanmire, en el condado de Cork, Irlanda (esto es: muy arriba), o cuando se estudia en el Coláiste Stiofáin Naofa de Cork y en el Limerick Institute of Technology. Y lo de las «ratas» viene a propósito de un graffitero francés, inspirador de Bansky, Blek le Rat. Porque tener un alias resulta liberador, dice Blek. Te permite expresar un aspecto particular de quién eres. Te permite arriesgar. Te permite desdoblarte. La máscara, que diría Oscar Wilde, al final resulta mucho más expresiva que el rostro desnudo, por mucho que se gesticule, porque la máscara termina por mostrar abiertamente, por subrayar de un modo muy preciso, lo que se intenta ocultar. En efecto, este, su primer álbum, está grabado allí, en los estudios Monique, de Cork, pero se masterizó, se enmascaró, en Nashville. La máscara es puro «Americana». Ahora intento recordar cómo llegó el disco a mis manos. No puedo. No acierto a distinguir los links que pudieron conducirme a su descubrimiento. Munford and Sons aún no se habían ido a la mierda. A lo mejor fue indagando en esas latitudes. Puede que viera por ahí la cubierta, la fotografía de Colm O’Herlihy, esos árboles…, o puede que fuesen simplemente las ratas, una banda que se llama Las Ratas tiene por fuerza que sonar bien. Ni idea. Me he acordado ahora de ellos porque el método aleatorio me los ha disparado a bocajarro esta misma mañana. Luego no los seguí. Leo por ahí que se volvieron más irlandeses, menos enmascarados, que él tuvo una enfermedad y que volvió a las raíces, en solitario… Sea como sea, este Deja tu amor en la puerta desprende un claro tañido de los Apalaches, algo que desaparecería después. El estilo ellos mismos lo definieron en una entrevista como el de «un borracho melodioso desgañitándose en una habitación abarrotada de gente». Música folk, claro (hay banjo, fiddle y pedal). Influencias preliminares que luego iría depurando: Neil Young, Willie Nelson y Townes Van Zandt. Y Ginsberg y Kerouac. Y algo más cerca Low Anthem, Deer Tick, los Felice Brothers y Caitlin Rose. Y mucho whisky. Justin McDaid resume el tono del álbum en los versos de aquella letra inmortal de Willie Nelson: «La vida nocturna no es una buena vida, pero es mi vida». Así que o lo tomas o lo dejas. Alcoholismo, amor, lujuria y rechazo. «The Barman, the Barfly and Me», titulazo de un tema que parece casi un micro-relato de un autor californiano, de un Fante o un hijo de Fante. «Ves que lo que corre en mis venas / es impío e inhumano / pero nunca voy a cambiar / ni siquiera por ti». Y como bien sigue diciendo McDaid, hay también un toque muy de Gram Parsons (yo añado: de un Gram Parsons ya a punto de matarse) en la desesperanza que transmite, por ejemplo, «Rosie», cuando Blek clama: «Rosie, no te quiero / Solo te utilizo por tu piel / Es suave como el agua y me hundo en ti / porque ardo en las llamas del pecado». Benditas llamas del pecado.

DANIEL MEADE & THE FLYING MULES

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Let Me Off At The Bottom

(At The Helm Records, 2016)

El tipo es un hillbilly escocés y se curtió en los pubs, clubs y locales de Glasgow desde muy joven, desde cuando el cuerpo aguantaba toda la cerveza que le echasen y la cosa seguía sonando condenadamente bien. Desde las noches en los «piano bars» medio vacíos, cantando lamentos etílicos muy a lo George Jones frente a siluetas encorvadas y mujeres solitarias y mal maquilladas, a compartir escenarios ya más jubilosos con grupos de la talla de Kings Of Leon o los New York Dolls, su trayectoria traza un abanico bastante ecléctico que también define muy bien los avatares de su propia peripecia musical. Con su primer grupo, The Ronelles, y su único álbum de entonces, Motel (2006), salieron de la pérfida Albión y giraron por Japón y California. California hizo mella. El sol y el sonido Bakersfield. Tres meses en L.A. expuesto a una sesión infatigable de vieja música country. Amor a primera vista. Y no poca cerveza de allí que aunque es menos cerveza sigue siendo cerveza y, quieras que no, eso siempre ayuda. En el 2013, tras la creación y disolución de otro grupo, The Meatmen, emprende una carrera en solitario que le lleva a codearse con gente como Pokey LaFarge, The Proclaimers, Sturgill Simpson, Diana Jones, los Old Crow Medicine Show y el grandísimo Willie Watson (post-Old Crow). De hecho, Morgan Jahnig, de los susodichos Old Crow, impresionado por el sonido de su As Good As Bad Can Be, decide producirle su siguiente álbum con una banda de ensueño que, en realidad, es casi la imagen especular de los propios Old Crow. Solera y sonido añejo. Y puñetazo punk. La magia sucede allá por febrero de 2014, en Nashville. Y el resultado es el Keep Right Away, en el que convoca la influencia fantasmal de sus nuevos ídolos: Hank Williams, Big Bill Broonzy, Kris Kristofferson y el mismísimo Jerry Lee Lewis. Y es por aquel entonces cuando se forman los Flying Mules con los que abrirá para Sturgill Simpson, Pokey LaFarge y los Old Crow en sus giras por el Reino Unido. La cosa ya no hay quien la pare y en 2016 edita este Let Me Off At The Bottom, el primer álbum en estudio con los certeros Flying Mules, perfectamente engrasados tras cientos de bolos, garitos, escenarios, callejones y cervezas orinadas de aquí y de acullá, con once de esas canciones que parece que has estado escuchando junto a tu perro en el porche de atrás (aunque no tengas ni perro ni porche de atrás) durante toda tu maldita vida, lo mismo que tus padres y tus abuelos, en la vieja radio Zenith de los años cuarenta que se trajo precisamente tu abuelo de un viaje que hizo una vez a Illinois (tendrías que indagar en eso, aunque tu abuela no suelta prenda…) y que un día desapareció del salón y luego ya nunca se supo (sospechas que la malvendió el ingrato de tu primo).

SCOTT MILLER

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Ladies Auxiliary

(F.A.Y. Recordings, 2017)

No el Scott Miller pop, el «hiperintelectual» californiano de las bandas Game Theory y The Loud Family; ese se lo regalamos a los que saben de música y de trascendencia. No. Nosotros nos referimos al otro. Al menos conocido. Al de Virginia. Al de aquella primera gloriosa banda, The V-Roys (tampoco confundir con los Viceroys, la banda jamaicana que estuvo a punto de demandarles por plagiarles el nombre) que apadrinó Steve Earle en su día (un buen día de 1996) para su efímero sello E-Squared Records. El Scott Miller de la granja, el de los Apalaches y el valle de Shenandoah. El de los bosques en los que acampó Stonewall Jackson. Este es su décimo álbum, ha tardado cuatro largos años en sacarlo. Su quinto en solitario, sin los Commomwealth, su siguiente banda. Esta vez rodeado de mujeres. Solo de mujeres. Y no solo de mujeres por ser mujeres, sino por ser mujeres que tocan de miedo, lo dice alguien que se ha criado entre hermanas. Sostiene Miller (a lo «Sostiene Pereira») que quiso titular el disco «Talía y Melpóneme» por lo de las musas griegas (las caras sonrientes/enojadas del teatro), pero que su manager, Kathi Whitley le dijo: «Tu titúlalo así y yo me largo». Mensaje recibido. Canciones sobre la gente corriente de los Apalaches. Pueblos agonizantes y suicidas. La cosa se ha ido fraguando poco a poco entre las tareas de la granja familiar. En este mundo de velocidad y urgente novedad, sostiene Miller, cuesta poner en marcha la maquinaria cuando tardas cuatro años, mínimo, en salir a las calles con un nuevo disco. La gente se olvida. A la gente se la suda. Es raro. Pero eso no es lo único raro, sostiene Miller. Miller sostiene que lo raro es todo. Que no tiene don de gentes, que no es sociable. Y que lleva siete años sin beber, lo que hace que la realidad se presente dura y tenaz. Bastante jodida. Ocuparse del ganado, con unos padres ya ancianos que no pueden, te pone los pies sobre la tierra. No vas a hacerte rico con ese barro y tienes que amar lo que haces. Y con la música lo mismo, ocuparse de las canciones como si fuesen cabezas de ganado. Sin tonterías. Si no amas lo que haces, olvídate. Al final es trabajo y punto, sostiene Miller: madrugar, café, un sandwich de huevo y al tajo. Yo me lo guiso, yo me lo como. Y lo hago como me sale de las pelotas. Sin las mierdas de la industria y sus lagartos. Joder, son tus vacas y es tu rancho. Que le den a los sellos y a los publicistas. Carne plastificada que no huele a carne, no huele a nada, en los supermercados. De ahí el nombre del sello que él mismo ha creado. F.A.Y., para que nos entendamos: «Fuck All Y’all». «Yo escribo canciones, escribo canciones para gente inteligente. Ya no quedamos muchos. En ninguna parte». Y puede que la cosa ya no tenga el glamour de la época de los sellos pero, qué cojones, sostiene Miller, «yo tampoco tengo ni pizca de glamour». Y si no te gusta: puerta.

DAVE ALVIN & JIMMIE DALE GILMORE

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Downey To Lubbock

(Yep Rock Records, 2018)

Esa puede que sea la magia de la música. La magia o como se quiera llamar. Tender puentes. Propiciar compañías inesperadas, a veces de lo más improbables. Entre Downey, California (hogar natal del viejo Blaster, Dave Alvin) y Lubbock, Texas (hogar natal del viejo Flatlander, Jimmie Dale Gilmore) hay casi mil millas. Estamos en terreno de Larry McMurtry, La última película. Planicies desoladas. Glamour cero. Ambas fundadas como ciudades ganaderas en el siglo XIX, luego prósperas comunidades urbanas, si bien algo apagadas en la superficie. Dave Alvin señala además la curiosa conexión con el espacio exterior. Algo seguramente propiciado por el propio vértigo y el vacío, por la deriva de los matojos rodantes y los armadillos atropellados, que parecen gente de otra galaxia. Entusiastas de los OVNIS en Lubbock y, en Downey, la sede de la North American Rockwell, la compañía aeroespacial encargada de fabricar los Apollo que descargan hombres en la luna. Luego hay también una diferencia generacional de casi una década entre el uno y el otro. Pero, cada uno por su lado, desde muy canijos, escucharon más o menos la misma música y, al final, como no podía ser de otra manera, acaban coincidiendo en el legendario Ash Grove de Los Ángeles. Estamos a mediados de los años sesenta y Lightning Hopkins (a quien homenajean en este disco con una versión del «Buddy Brow’s Blues») está en el escenario. Claro que no llegarían a conocerse hasta los años noventa, al coincidir como miembros de la revista Monsters of Folk, en la que también militaban grandes como Steve Young, Tom Russell, Katie Moffatt y Butch Hancock (otro Flatlander). Pero tendrían que pasar cerca de treinta años para que se juntasen por primera vez sobre un escenario. Fue durante una gira que organizaron en plan Dos cabalgan juntos por poblaciones de Texas, Nuevo México, Arizona y Colorado. Ahí se fraguaría el germen de este disco que acaba de llegar a nuestras manos. No hay más que ver las fundas de sus respectivas guitarras. Los kilómetros recorridos, el polvo acumulado. Parecen intercambiables. Dos viejos Winchester del 73. Y es que aquí, a diferencia de lo que sucede en otros experimentos muchísimo menos afortunados (los discos de dúos hay que temerlos), la cosa cuaja. Y el resultado es un queso perfecto que sabe fuerte a casa. Les sabe a ellos y nos sabe también a nosotros (bueno al menos me sabe a mí, que soy muy quesero y estoy a muchísimo más de mil millas de distancia de sendas planicies). Y es que esa es la magia de la que hablábamos antes. Propiciar eso. Un reencuentro de y con viejos amigos. Y la memoria de todas las carreteras recorridas. Eso sucede al escuchar el disco. Son miles de millas, pero aún desde un país diferente y con paisajes tan distintos, la cosa suena, desde el minuto uno, a la puerta de al lado. Algo que llevamos escuchando desde siempre y que, se escuche donde se escuche, siempre sonará a casa.

AARON ALLEN & THE SMALL CITY SAINTS

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Judgement Day

(M.A.P.L., 2018)

Ya son quince años de grabar discos, de fatigar los garitos de Ontario, Canadá, y de aguantar el muy poco original sambenito de ser considerado persistentemente el Steve Earle o el Chris Knight de la zona de los grandes lagos, un sambenito con el que al final no le ha quedado más remedio que reconciliarse (la opción era la sangre que luego siempre es un engorro limpiar). El recorrido hasta este Día del Juicio ha producido un cambio radical. Una suerte de apaciguamiento. Quizá los Small City Saints hayan tenido algo que ver en ello. Ahora, antes de disparar y mandarlo todo al carajo, Aaron intenta tragarse un poco el orgullo, beber con calma y entrar en el juego, hasta cierto punto. Porque el juego tiene sus reglas y a veces hay que estrechar manos pestilentes que ni en tus peores sueños, de acuerdo, sonríes y concedes, pero sin dejar de hacer las cosas a tu manera, sin perder la honestidad, aunque lo de ser honesto no es que sea moneda de gran valor en este maldito negocio (por mucho que lo pregonen los que van o pretenden ir de ello, como si se tratara de una suerte de género: «música honesta»). Otro cambio es que ya los berridos no son tan dolorosamente personales, hay más paisaje, hay otra gente, hay incluso ficción, maldita sea, claro que, dentro del panorama de la música country, se sigue viendo a sí mismo como un barco que se hunde en medio de la nada. Afirma que lo de la «música country» en Canadá es un chiste con el que no puede, ni quiere, verse relacionado. Un poco como ocurre también por allí abajo. No es country, es pop manufacturado. De la peor estofa. Por no decir: pura mierda. Afirma, además, que Merle Haggard no es «outlaw country», como muchos insisten en catalogarlo, sino «country» y punto, a secas, «on the rocks», y en algún lugar entre los célebres tres acordes y la verdad, se han colado en el asiento de atrás los mismos sempiternos clichés acerca de caminos de tierra y mover el trasero. La mayor parte de las bandas country canadienses ya ni siquiera componen sus propias canciones, se las compran a otros, se escriben en oficinas. Y supone que tienen su razón de ser, como buena parte de las infectas películas de Will Ferrell, por ejemplo, te lo pasas bien y a veces hasta puede ser que necesites un poco de ese plástico, para desconectar, para quedarte dormido en el sofá, para no tener que pensar en la cena (un avatar, en el fondo, de la comida basura), pero la música de Aaron va de otra cosa. O al menos eso intenta. No se ve capaz de encajar en esta industria, nunca lo he hecho, no se han cansado de repetírselo. A decir verdad, ni siquiera encaja en el movimiento de los nuevos «outlaws», donde le quieren meter siempre, que no son tantos ni tan buenos. Pertenecería, si acaso (porque tampoco hay ninguna necesidad de pertenencia), al grupo de quienes componen sus canciones y punto, un obrero, de los que ya no hay muchos, pero alguno queda.

JAMES SCOTT BULLARD

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Full Tilt Boogie

(Big Mavis, 2018)

Hay un serie de hechos extraños que conviene señalar de antemano para que se puedan ir haciendo a la idea de a qué demonios suena, más o menos, este artefacto. La mayor parte de su infancia y su primera adolescencia fue un constante entrar y salir de hospitales a causa de la enfermedad de Chron (dolor abdominal, diarrea, incontinencia fecal, sangrado rectal, pérdida de peso y fatiga, ergo mucho blues). De canijo tuvo de niñera a la tía de Sugar Ray Leonard. Ha ejercido todo tipo de trabajos esporádicos: empleado en un videoclub (aclaración para «millenials»: un lugar físico, real, al que se acudía a alquilar películas –sí, pagando– que luego convenía devolver en el plazo fijado y convenientemente rebobinadas…), portero de garito, archivista de asesor fiscal, periodista y, aunque parezca mentira, ministro ordenado aconfesional. Su abuelo paterno fue «moonshiner» y su padre se ocupaba del «tráfico». Fue concebido en un motel de Nashville en el curso de un viaje en el que su padre fue a grabar una maqueta con el batería de Elvis Presley, D.J. Fontana. Trabajó una vez en un estudio de grabación como ayudante de ingeniero, dice que no aprendió nada y que en lugar de pagarle con dinero, cobró en horas de estudio que aprovechó para grabar las «demos» que acabarían formando parte de sus dos primeros discos en solitario. Fue actor durante un día en un capítulo de la serie Dawson’s Creek (a pesar de las ofertas de los estudios no ha vuelto a ejercer de actor, pero lleva ya un par de años perpetrando una película de terror, a velocidad de vértigo, y los que le conocen le describen como una especie de Rob Zombie sureño). Lideró en los años noventa del pasado siglo la banda de hard rock Crane, con la que llegaría a telonear a grupos como Creed, The Marvelous 3 y Big Wreck. Afirma que sus primeros recuerdos musicales son de tres artistas muy concretos: Elvis Presley (gracias mamá), Waylon Jennings (gracias papá) y Kiss (gracias hermanastro mayor). Al conocerse y descubrir que tenían unos cuantos amigos en común, Phil Anselmo intentó comprarle a Bullard unos CDs y unas camisetas. Ese mismo día Anselmo había tocado la fibra sensible de Bullard al ser sumamente amable con su hijo de once años, metalero de pro y, obviamente, fan de Pantera, así que, por supuesto, Bullard se lo regaló todo y selló su amistad con un contundente abrazo de oso. Hasta aquí los hechos extraños. Y solo para decir que a todo eso suena precisamente este glorioso Full Tilt Boogie. «Todas mis canciones tratan de tomar malas decisiones», dice Bullard. Ha habido rehabilitación de por medio (pensó que la sobriedad acabaría con su creatividad, pero no), y una larga lista de exnovias agraviadas que encuentran retazos de sus vidas en sus letras. En este nuevo disco destaca la aceptación de los viejos demonios y la responsabilidad por las malas decisiones. Puro country forajido, al fin y al cabo, porque la cosa va de eso. Una renuncia deliberada al material «pobre de mí» de sus anteriores trabajos. Se acabó lo de llorar. El corazón roto ha dado lugar a un demonio meditabundo. Más potencia y mucho más rock («demasiado rock and roll» para el country mainstream y «demasiado country» para el rock and roll mainstream, que se jodan). Una cabalgada más sucia, más atrevida, más embriagadora, sin concesiones a la galería. Carolina del Sur. «Crecí en pleno Sur rural –explica–. Y no pretendo que suene arrogante en absoluto, pero hay algo en ser del Sur que te hace "saber". Hay algo en los ríos y en la tierra que exuda expresión artística. Aquí nació el blues, se transformó en country y en bluegrass, y se entretejió con el góspel. Hank Williams, Little Richard, Elvis, Lynyrd Skynyrd, The Allman Brothers y Tom Petty han salido de aquí ¿Qué más pruebas se necesitan?». Letras pobladas de personajes marginales, moteros, vaqueros de rodeo y renegados. «Cuando cantas tienes que saber de qué estás hablando, de lo contrario la gente se dará cuenta». Candidato, desde ya mismo, a disco del año en el Rancho Dirty.

JOSHUA HEDLEY

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Mr. Jukebox

(Third Man Records, 2018)

La cosa se ha hecho esperar. Desde que lo descubrimos en aquel video de LR Baggs que presentaba a Joshua Hedley interpretando la emocionante «Weird Thought Thinker» en Nashville, TN, durante el Americana Music Festival del 2015 no habíamos vuelto a saber mucho de él. La crónica de un disco permanentemente anunciado. Poco sabíamos de sus peripecias (y no es que ahora sepamos mucho más). Que no estuvo sobrio hasta los 31 y que algo ocurrió entonces, que algo hizo clic y se puso a escribir canciones. Que era el violinista de Justin Townes Earle y de Jonny Fritz. Poco más. Los últimos versos de aquella canción, que desaparecen en la versión incluida en el álbum, ya constituían de por sí una auténtica declaración de principios: «Tengo a Willie y a Waylon/a Haggard y a Jones/a Lefty a Shaver y a Kristofferson/Dejar atrás las líneas blancas me recuerda a mi hogar/Y nunca estoy solo en la carretera». Eso sí, como ha dicho por ahí Dana Blaisdell: «Este hombre no solo canta, este hombre CANTA». Luego vino el Heartworn Highways Revisited de Wayne Price, la también muy demorada continuación del mítico documental de James Szalapski que nos voló a todos la cabeza (también al propio Joshua, como él mismo declara en la película supuso el descubrimiento demoledor de la existencia de Guy Clark y su «LA Freeway»). Si en aquella seminal película aparecía Townes Van Zandt en el cartel, como emblema de toda aquella generación de «outlaws», en esta segunda aparece Joshua Hedley, aún sin su esperado disco bajo el brazo. Al principio se le ve solo como uno más de los músicos que acompañan a Jonny Fritz en un estudio de grabación. Luego no vuelve a salir hasta el minuto 26, en una tienda de discos de Nashville, Fond Object Records (por si andan por allí, está en el 1313 de McGavock Pike). Es entonces, hablándonos de sus discos favoritos, cuando se apodera totalmente del documental. De nuevo salen a la luz los sospechosos habituales: Glen Campbell, Waylon y Willie, Jimmy C. Newman, Neil «Fuckin’» Diamond y, por supuesto, Guy Clark… Y de nuevo, la gestación de su «Weird Thought Thinker», ya casi al final interpretado junto a la fogata (con los versos no incluidos en la versión del disco). El caso es que, con todo su misterio, por las cosas que dice, por el respeto que transmite por los que le precedieron, casi acaba siendo el único que cae bien de todos los nuevos «outlaws» que salen en el documental. Sin pose ni afectación. Y, acto seguido, vuelve a desaparecer hasta la publicación, por fin, hace apenas un mes, de su esperadísimo álbum debut (ya casi una leyenda desde su lejana gestación): Mr Jukebox. Un emocionante acto de amor y respeto a la música country de toda la vida, pianos solitarios, violines, steel guitar… Basta reproducir sus propias palabras para definir lo que tenemos entre manos: «El country clásico es como un traje. En cerca de cien años, nada ha cambiado en los trajes para hombre. Lo clásico nunca pasa de moda. Una cosa no puede ser retrógrada si nunca ha dejado de llevarse». Puro años sesenta. Honky Tonk y jukebox. La vieja zarigüeya puede descansar tranquila en su tumba. Y queremos más.

CLAY PARKER

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Queen City Blues

(ASCAP Electric Wreck Music, 2017)

Este es un disco de irse con lo puesto. De no estar nunca donde se quiere estar. De querer estar siempre en otro sitio. De «Keep on truckin’» y Ramblin Jack. Los títulos de casi todas las canciones hacen referencia a ese malestar, a ese culo de mal asiento, a esa inquietud, a esa necesidad de que el cataclismo, si acaso, te encuentre en marcha. No ser jamás un blanco fácil por el puro y simple azar del movimiento. «On the Highway», «Hwy 61», «I wish I was in Walker», «Where it all should go», «Where I’m going to»… Todo es la consecuencia de aquel «andarás, fugitivo y errante, sobre la faz de la tierra» que le soltó el muy patitieso de Yavé al bueno de Caín en el Génesis 4, 12 (que muy a Su pesar fue en realidad una bendición: no quedar condenado al estéril e improductivo estatismo que inspira Su presencia). Rose Marie, la chica de Burnside, sin ir más lejos, la que «nunca se siente en casa», se marchó hace tiempo y no sabemos dónde estará ahora, si en Tennessee o en California, convertida en una estrella. Y quizá lo mejor sea no saberlo, para no encontrarla, para que pueda seguir siendo permanentemente el motivo fantasmal de nuestro viaje, la excusa perfecta para salir y no mirar atrás, para no quedar varados en «el sueño de su regreso» (de ningún regreso) y seguir siempre al volante de nuestros zapatos, «libres bajo la lluvia oscura». Porque, como decía R. L. Stevenson (y él sabía de lo que hablaba, porque cuando se varó se murió): «El gran asunto es moverse». La música folk es justamente eso. Movimiento. Correteo de banjo. Carretera y manta. Y, desde Baton Rouge, Clay Parker lo sabe o, mejor dicho, lo padece. Es salir a que ocurran cosas, es ir al encuentro de historias. Es colarse en trenes de mercancías y contarse/cantarse cuentos ebrios a la luz de una fogata bajo un puente. Música de temporeros y de, en efecto, fugitivos. Es, de nuevo, el sempiterno fantasma de Tom Joad. Woody Guthrie y toda su harapienta escolta de jubilosos vagabundos. El trote empieza en el segundo 0:23 de la primera canción de este maravilloso Queen City Blues (tercer disco en muy solitario de Clay Parker). Veintitrés segundos es lo que dura la quietud. Lo que dura sacudirse el polvo y ponerse a caminar para llevarse la soledad a cualquier otra parte, llevársela aunque solo sea para hacerla más llevadera. Y sí, lo que suena es puro Townes Van Zandt, ese mismo desarraigo y esa misma melancolía. Esa misma sutileza en las letras. Y añadir también que está grabado en Bogalusa, Louisiana, que en lengua de los indios choctaw quiere decir «agua oscura», en medio de bosques madereros; y eso, sea como sea, repercute. Blues rural y baladas que no se están quietas. Claro que a veces la soledad duele y Clay Parker se para y se junta de vez en cuando con Jodi James para reír y cantar a dúo. La dama y el vagabundo. Y si se les pregunta hasta cuándo piensan seguir colaborando, la respuesta de Parker no se hace esperar: «Hasta que las vacas regresen a casa», expresión arcaica cuyo origen se remonta a los inmensos pastizales de las Highlands de Escocia, de donde parecen proceder también sus baladas...

J.D. WILKES

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Fire Dream

(Big Legal Mess Records, 2018)

El disco te convida a imaginarte una barraca de feria volando en mitad de un temporal caribeño que acaba aterrizando justamente en un viejo vertedero de Kentucky. Y hay gente viviendo en la chatarra que se acerca a ver qué demonios es esa cosa demencial que ha caído del cielo. A eso es a lo que suena la última empresa en solitario del coronel J.D. Wilkes. En sus canciones sigue habiendo algo de sermón maníaco, de la locura gótico sureña de esa especie de predicador pentecostal desquiciado que le posee cada vez que se sube a un escenario al frente de sus Legendary Shack Shakers, aunque menos estridente y frenético. Más extraño. Aquí el ritmo es más de zombi lento. Hay fanfarria de bote de vapor que vaga sin que nadie lo pilote por las aguas pestilentes del río Mississippi, baile de granero y jamboree. Historias de hogueras y vodevil. Carromato y circo de freaks. Percusiones «clippity-clop», ritmo «oom-pah», vetas gitanas y arrebatos de tango oscuro, arrabalero, en los que se distinguen claras reminiscencias del Tom Waits de la época de Rain Dogs, Swordfishtrombones y Frank’s Wild Years. Hay navaja y tripa derramada sobre el suelo. Fulleros y ventajistas. El abuelo muerto en el desván. Un auténtico gabinete de curiosidades. Música vieja de los Apalaches, cajún, jazz primitivo y música isleña de los calveros suburbiales de los Creole. Hillbilly de bosque (hellbilly, mejor), blues turbio, contradanza de violín andrajoso y banjo. Y, por supuesto, vudú. Música espectral. Música de algo que acecha en la espesura para degollarte. Y en la compañía, bajo el mando de Jimbo Mathus (que últimamente anda metido en todo lo bueno), el Dr. Sick, de los Squirrel Nut Zippers y Matt Patton de los Drive By Truckers. Grant Britt, desde las páginas de nuestra Biblia, la revista No Depression, lo ha explicado de manera gloriosa y exquisitamente precisa, J.D. Wilkes es el Iggy Pop rústico de las zonas apartadas y remotas: «Coges a Iggy Pop, lo haces rodar sobre una parcela de marihuana y hongos, lo sumerges en una cuba de moonshine y, acto seguido, lo lanzas a un caldero hirviente de grasa de zarigüeya hasta que quede bien frito. Lo retiras de la grasa, lo colocas sobre un escenario y te apartas de él echando hostias».

WILLIE WATSON

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Folksinger Vol.2

(Acony Records, 2017)

«La alineación del grupo ha cambiado», dice Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, «y ya no somos el mismo grupo que en 1998 partía para la reserva india de Dakota del Sur. No somos el mismo grupo de individuos que recolectaba uvas en el estado de Nueva York para poder llenar el tanque de gasolina y salir de la ciudad». Es cierto. Ya no son la banda que tocaba en la calle. Ya no paran su coche destartalado en Brooks Road, al sur de Louisville, esperando que los perritos calientes (pues no da para más) les aclaren la cabeza el tiempo suficiente para lograr hacer el resto del camino hasta la siguiente actuación en Bowling Green. Gill Landry se fue. Y también Willie Watson. Ahora los Old Crow son guapos y molones. Se han cortado el pelo. Y hacen cosas raras con cuestionables estrellas del pop (se ve que ahora sí da para más). Willie Watson estuvo desde el principio, hasta otoño del 2011, momento en que empieza la deriva del grupo hacia territorios inhóspitos (el Carry Me Back de los OCMS es su última contribución a la causa). Lo suyo siempre fue lo añejo y a lo añejo quiso volver, sin concesiones. Se crió escuchando los discos de su padre, Dylan y Neil Young sobre todo, también Lead Belly, pero lo que le voló la cabeza fue la mítica Harry Smith’s Anthology of American Folk Music, aquella colección que ocasionaría el resurgimiento de la música folk en los años cincuenta y sesenta. Cosa de banjos y violines. Guitarra Larrivée y banjo Gibson de cinco cuerdas. Música de los viejos tiempos. También es cierto que la cosa no se dispararía hasta que Kurt Cobain, con sus soberanísimos cojones, se marcó en el Unplugged aquellas versionacas de Lead Belly, «In the Pines» y «Where Did You Sleep Last Night». Eso lo cambió todo. Cosas así fueron el motor de los primeros OCMS. Tradición y punk. El viejo yo me lo guiso y yo me lo como. Carromato y manta. Y una vez solo, de nuevo en Brooks Road, es lo que Willie Watson quiere recuperar. Al principio duda, no sabe si montar otra banda de gitanos itinerantes. Compone algunos temas. En los bolos mezcla temas propios con viejas canciones tradicionales. Con estas últimas disfruta más. El público también. Vuelta a lo básico. Al polvo y a la penumbra. Lejos de los focos. Lejos del Country Music Channel (y demás círculos del infierno). Y para eso nada mejor que juntarse con dos viejos amigos, los que en su introdujeron a los OCMS en la escena de Nashville, Dave Rawlings y Gillian Welch, que no dudarán en producirle sus «gemas oscuras». Rawlings lo dice muy bien: «Willie es el único de su generación capaz de hacerme olvidar que estas canciones fueron cantadas antes». Con este Folksinger Vol.2 la cosa se confirma. Willie Watson sigue siendo el Cuervo Viejo del Show de la Medicina.

VIVIAN LEVA

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Time Is Everything

(Free Dirt, 2018)

Desde 1990, en New River Gorge, West Virginia, se celebra anualmente el Clifftop (Appalachian String Band Music Festival) y desde que Vivian Leva tiene uso de razón no recuerda haberse perdido ni una sola edición. Crecer en los Apalaches tiene sus consecuencias. Imposible esquivar el violín o el trote del banjo. El virus del bluegrass campa a sus anchas en el ambiente. Por allí se canta como se respira. Se canta como se tose. Se canta como se orina. Al final, es cierto: como no remes fuerte al oír un banjo entre los pinos, te pilla. En el fondo es ese profundo sentido de la comunidad, algo atemporal (pese a todos los persistentes intentos de caricaturizar a sus gentes), como si el tiempo se hubiese detenido en el porche de alguien. La inmortalidad era eso: una mecedora. Las viejas melodías rondan como niebla entre los árboles, casi pueden verse, con sus cornamentas de ocho puntas, y, claro, no hay rifle ni insecticida que pueda con ellas. Pero también es cierto que las nuevas generaciones han estado escuchando otras cosas (músicas e historias, en Clifftop, por ejemplo, se reúne gente de colinas muy distantes, incluso con océanos de por medio: Americana, Cajún, Celta, Swing, Bluegrass, Dawg y hasta Reggae) y el círculo no se rompe, es más, se fortalece. Y es que el pasado aprieta, pero no ahoga. No hay nada de lo que huir ni de lo que avergonzarse. Es la vieja ceremonia y no hay necesidad de ponerle la etiqueta de «neotradicionalista» para parecer más moderno y quedar bien en las cafeterías sin amargarle el cupcake a nadie. Porque por mucho que se oculte o se quiera maquillar, esa costra es la mordedura de la misma zarigüeya, la misma soledad y el mismo aislamiento. Canciones sobre todo de pérdida. De la implacabilidad del tiempo. El tiempo es todo, como dice el título de la canción que da nombre al disco, para lo bueno y para lo malo. Son Gillian Welch, Sarah Jarosz y los Mandoline Orange. Gente ahogada jubilosamente en el bluegrass pionero de gente como el mítico dúo que formaban Hazel Dickens y Alice Gerard, gente enfrentada a los mismos problemas, quizá con otra velocidad, quizá con otra munición, quizá con un «moonshine» menos venenoso, pero poco más que eso. Vivian, de niña, con tan solo nueve años, ya escribía canciones y tocaba con su padre en el prestigioso Carter Family Ford. Y pasar por ahí es como vacunarse contra la polio. Ese tatuaje ya no se borra. Y Vivian no se olvida de mencionarlo en los agradecimientos (en un sello, Free Dirt, que no pide permiso ni se anda con disculpas): da gracias a sus padres por enseñarle que la mejor música es la música honesta, y de eso precisamente, de honestidad, rebosa este disco. Música que ya estaba ahí, en la espesura, desde mucho antes de que se oyese el primer disparo de la Revolución Americana.

 

ANDERSON EAST

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Delilah

(Elektra Records, 2015)

Hay que agradecérselo a la iglesia baptista. Nunca nos cansaremos de ponderar lo mucho que le debe la historia de la música estadounidense a los pastores y los diáconos de la iglesia baptista, a las inmersiones bautismales en el río de turno. Ríos Tennessee y Cumberland en el caso de Anderson East, que es un claro ejemplo de tales bautismos. Claro que si naces en Athens, Alabama, lo cierto es que tienes poca escapatoria. Menos aún si tu abuelo es predicador, tu padre pertenece al coro de la iglesia y tu madre es la pianista. Casi con precisión matemática, por mucho que te apriete el cinturón bíblico, vas a tener todas las papeletas para acabar el día menos pensado en Nashville, de músico de sesión y técnico de sonido (porque de algún modo hay que pagar el alquiler y las cervecitas), mientras compones y tocas lo tuyo en noches interminables de micrófono abierto, no siempre en buenos garitos. Un EP de demos y un par de discos en sellos independientes antes de llegar al séptimo libro, el Libro de los Jueces, con este rasposo Delilah que hoy reseñamos, ya en un sello importante, con el que se inicia lo que podríamos llamar su «Gran Comisión»: «Cada cristiano debe ganar y discipular a otra persona» –y ya lo creo que nos ha ganado, vaya si nos ha ganado, ¡Aleluya!–, «como era normal que un profeta ungiera a su sucesor» (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15-18; Hechos 1:8). Y todo sucede del modo más accidental. Esta vez habría que agradecérselo a las cervecitas, a su bienaventurado efecto diurético. Porque resulta que una noche Anderson East se sube al escenario del Bluebird Cafe, él solo con la guitarra y, al minuto de empezar la primera canción, se interrumpe, pide disculpas e informa al respetable que se está meando como un bendito. Baja del escenario y se dirige al servicio. El resto es historia. Así se forjan los héroes. Dave Cobb (productor de Jason Isbell, Sturgill Simpson y Chris Stapleton) estaba esa noche entre el público. Ya en los 60 segundos que había oído de la primera canción, antes de la urgencia súbita y la beatífica meada (qué alivio), identificó la personalidad arrolladora (y el inmenso talento) de uno de los suyos. Le sorprendió lo cautivado que tenía al público. Lo declararía después en una entrevista, refiriéndose a sus gloriosos producidos: «Creo que todos tienen esa cosa en común. La habilidad de entrar en una habitación, agarrar una guitarra y callar la boca a todo el mundo». A los pocos días estaban en los legendarios estudios FAME de Muscle Shoals grabando Delilah, como si fuese el año 1965, con una versión (la única del disco) de un tema medio sepultado de George Jackson, «Find 'Em, Fool 'Em, Forget ‘Em», que encontraron bicheando en los archivos. Un temazo descomunal (digno de la encarnación más «groovy» y desatada del primer Ray Lamontagne) por el que, con fe baptista ante el podio presidido por Otis Redding y Sam Cooke, Anderson East ya se ha ganado el Cielo y la Salvación Eterna. Amén (y tráete ya si eso otra cervecita).