ROUSTABOUT

Protest Songs

(Roustabout, 2016)

Rústicos de Indiana. Intento recordar aquellas «Tierras de los Indios». Recuerdo campos de maíz. Una larga extensión que cruzamos verticalmente yendo hacia otra parte (creo recordar que desde Illinois y una historia bastante rara a Kentucky y otra historia no menos extraña). Y quizá nunca haya sido más que eso: un territorio que uno cruza para ir a otra parte. No en vano su lema es «The Crossroads of America» («Las encrucijadas de Estados Unidos»). Yo andaba en una de esas, huyendo a ninguna parte. Indiana eran los Pacers, que siempre estuvieron ahí (¡cómo las colaba el cabrón de Reggie Miller!), pero nadie era de los Pacers. La gente era de los Bulls o de los Lakers. No sé cómo andará ahora la cosa. Hace tiempo que no me asomo (la NBA dejó de interesarme tras la muerte de Andrés Montes). La última vez que miré no conocía a nadie, como cuando el otro día cometí el error de entrar en el mítico bar de nuestra juventud (cuántas historias raras también en ese bar). Ni una sola cara conocida. Ni siquiera la camarera de rostro marciano que persistió tantísimos años (sí, hablo del «Louie Louie» de la calle La Palma)… Todo esto para hablar de estos muchachos. De la extrañeza de un paisaje y del sonido que genera. Punk rock y hardcore, por supuesto, música de irse a otra parte. Guns N' Roses (todos ellos), Mick Mars de Mötley Crüey y David Lee Roth de Van Halen. Pero también los Jackson 5. Y, claro, indie y hip hop en Indianapolis (con sonido de coches acelerando). En realidad, poco country y «americana», salvo en el sur, en lo que se considera el Upland South para distinguirlo del Deep South, a pesar de John Mellencamp y John Hiatt. Este es el segundo álbum de estudio de los Roustabout. Y, en efecto, suena a música de encrucijadas. Música de peón o jornalero. Hoy aquí y allí mañana. Hay fronteras cruzadas, saltos entre el más puro bluegrass, el folk y el indie. Tras una intro instrumental que te hace preguntarte a dónde demonios te conducirá este viaje, la cosa estalla con el brutal «Abbs Valley», y el disco ya no te suelta hasta el final (no te extrañe que dicho final sea en un garito de mala muerte según cruzas el límite estatal de Kentucky –o Malasaña–; camareras con caras de marcianas). Hay momentos en que recuerdan a los Avett Brothers, a los Lumineers, a los Old Crow y a nuestra queridísima Ben Miller Band. Curtidos en fiestas privadas, conciertos benéficos y bodas (dicen ellos), dan ganas de añadir linchamientos y funerales. Basta con citar algunos títulos de sus canciones para decidirte a comprarlo. «Jodidamente arruinado», «Paria», «Cerveza y una Biblia», «Meando en la Interestatal» «Jesús de gasolinera» o «Preocupante cuando estoy seco». Y en la contra y la galleta el extraño dibujo de una gallina bicéfala. ¿Qué más se puede pedir?

MANDOLIN ORANGE

Blindfaller

(YepRoc Records, 2016)

«Mandolin Orange. El disco de la cabaña en la loma y el cielo estrellado». Eso me dijo un día mi querido socio, Dirty Reig. Yo no los conocía. Such Jubilee (2015). Tenían otros tres discos antes, uno descatalogado, el primero, solo accesible por descarga. Normalmente no hago caso. No me fío. La gente cree que te tiene pillado el punto. La mayor parte de las veces no aciertan ni por el forro. Suele pasarme. Son peores que un logaritmo de Amazon o Spotify. No escucho música de prestado. Bicheo, compro y si la cago la cago solo. No me gusta cagarla en comandita, de letrina a letrina comentando la jugada. No. Cagadas solitarias. Siempre. Como en casa en ningún sitio. Fratulencias despreocupadas, sin prisas y con papel sedoso siempre a mano, doble capa a ser posible… Pero esta vez mi socio acertó de pleno. A veces pasa. El dúo de Chapel Hill, Carolina del Norte, me sedujo desde la primera escucha. Atendí, picoteé y salí de caza. Me gustó mucho el de la cabaña en la loma, pero el primero que encontré fue este, recién salido, el del bosque incendiado. Espectral. Tercero editado en YepRoc Records («el sello dirigido por artistas que se niegan a ser catalogados»). Folk, country, bluegrass y gospel con su puntito de pop. Pero no se crean, tras su aparente quietud, violín, mandolina y banjo, merodea la fuerza y la devastación. La perdición se oculta tras su belleza sin barniz, cruda. Como en los discos anteriores, parece que no estamos ahí, tal es la intimidad, parece que están solos, Andrew y Emily, tocando para sí mismos (como Gillian Welch y David Rawlings). Da igual dónde estés, Madrid, Wyoming, Tokio o El Cairo. La sensación va a ser la misma. Pones un disco de los Mandolin Orange y de repente te encuentras en una mecedora, en el porche de tu pequeña propiedad junto al río Savannah. Probablemente seas viejo o estés tullido, por eso no fuiste a la guerra (lo mismo eres un cobarde o un desertor, o la esposa de cualquiera de ellos, puede que la hija o le hermana de alguien que jamás regresará). Has escondido en el sótano el cerdo y las tres gallinas. Y las últimas sobras de una pésima cosecha. La cosa pinta bastante mal. Hace poco fue lo de Gettysburg y lo de Vicksburg. Atlanta ardió en llamas. Todo se desmorona. El general William Tecumseh Sherman hace días que inició su brutal ofensiva desde Tennessee hacia el mar. En cualquier momento aparecerá con sus tropas por el camino y lo devastará todo. Ya hay melancolía y nostalgia por todo lo perdido. Ya nada volverá a ser lo mismo. Y esta es la música que suena. La única posible. Música de vencidos. Como los personajes quebrantados de la novela de Leonard Cohen. Beautiful Losers. Los Hermosos Vencidos. Maldita mandolina…

HORACE AND PETE

 

A veces, el tedio y el aburrimiento, por raro que parezca, te llevan a descubrir cosas. Vagando por la red sin rumbo fijo, fumando un cigarro tras otro y dando sorbos al vaso de bourbon que tenía sobre la mesa de mi escritorio, no sé ni cómo, llegué hasta HORACE AND PETE.

 Tuve que frotarme los ojos al ver que existía una serie protagonizada por STEVE BUSCEMI y LOUIS C.K., para un servidor dos de los grandes.

 Buscando más información antes de ponerme a verla, descubro que junto a ellos están ALAN ALDA, JESSICA LANGE y EDIE FALCO, y que, además, el colega LOUIS ha lanzado la serie en secreto, sin publicidad ni pamplinas, directamente en su web y enviando tan solo un mailing a sus seguidores con el anuncio de la emisión del primer episodio.

 Todo muy DIRTY, montártelo a tu rollo.

 Pensé: «Vale, ya no necesito más datos, voy a ver qué coño es HORACE AND PETE».

 Tengo que decir que el primer episodio entra un poco duro.

 El formato que ha elegido LOUIS es el de una sitcom, pero sin aderezos. No hay risas enlatadas, no hay música, no hay público durante el rodaje de los episodios…, por momentos se tiene la sensación de estar viendo una obra de teatro.

 Una vez superados los prejuicios en lo referente a cómo debe de ser una serie de televisión, HORACE AND PETE te atrapa.

 Mola también que LOUIS haga lo que le da la gana en cuanto a la duración de los episodios, que pueden variar desde 30 minutos hasta 60, y también con la temática de los mismos.

 Llega el invierno, la lluvia, las noches son más largas y la melancolía, en algunos casos, se apodera de nuestros corazones... HORACE AND PETE puede ser un buen compañero de viaje.

 Como dice NICOLAS CAGE en JOE la peli basada en la novela de LARRY BROWN del mismo título:

 «WHAT’S THE POINT? FUCK THIS DAY... FUCK THIS DAY…»

 

THE RECORD COMPANY

Give It Back To You

(Concord Records, 2016)

Pocos son los discos que, desde la primera escucha, te follan la cabeza. No hay más que escuchar el primer corte de este álbum, «Off The Ground», para saber que estamos ante un portento de la naturaleza (algo parecido a lo que nos pasó en su día con el primer disco de Ryan Bingham, aquel insuperable Mescalito del 2007 que a punto estuvo de dejarnos bizcos). El típico disco por el que, con toda seguridad, te apuesto lo que quieras, tu vecino, después de destrozarse la mano aporreando la pared y de castigar tu timbre hasta fundirlo, acabará llamando a la policía (o incluso al ejército). Ellos son de Los Ángeles, mucho John Lee Hooker, pero también sus buenas dosis de The Stooges con cierto regustillo a la granja lechera en la que se crió su líder, Chris Vos (voz, guitarra –una vieja Teiesco Del Rey rescatada de un contenedor de basura– y armónica) en Wisconsin (que es un poco como nuestro Teruel: lo creas o no, en algún lugar, allá por la región de los lagos, existe –y de hecho es el estado con mayor tasa per-capita de consumo de alcohol de todo el país, detalle harto simpático; no en vano, la música de The Record Company ha sido utilizada en anuncios de Coors Light y Miller Lite, cervezas de mierda y, desde luego, muy poco apropiadas, porque ellos no tienen nada de «light», pero al final hay que sacar la banda adelante, así que, ¡qué demonios!–). Su nombre, no falla, siempre da lugar al mismo irritante diálogo. Uno que suelta: «¿Conoces “La Compañía Discográfica?». A lo que siempre le sigue la obvia pregunta del interpelado: «¿Qué compañía discográfica», para que el primero se vea obligado a aclarar: «No. La Compañía Discográfica es el nombre del grupo». Son solo tres. El combo clásico, guitarra, bajo y batería. No hace falta más. Quizá un piano en algún momento, y dos amigas, hermanas para más inri, que lo mismo se enrollen y hagan unos coros en un tema («The Crooked City»). La cosa comenzó a tomar consistencia a finales del 2011, cuando se dedicaban a grabar dudosas maquetas y se emborrachaban en el salón de la casa que el bajista, Alex Stiff, se había agenciado en el barrio de Los Feliz (barrio de míticos baretos que en su día frecuentaron ilustres borrachuzos como Bukowski o el actor Lawrence Tierney –el Joe Cabot de Reservoir Dogs–). Mucho bolo por todo el país, solos y esquivando botellas en «jukejoints» o excitando a las masas que acudían a ver a gente como B.B.King, Social Distortion, Buddy Guy o Brian Setzer. En el 2015 llegarían a pasearse por Europa (¡maldita sea, y nos enteramos ahora!) como teloneros de los Blackberry Smoke y en febrero del 2016 llegó el amanecer etílico en que dijeron: «Un momento» y se pusieron a grabar este disco. Cuando se les pregunta por lo que hacen la respuesta es tan precisa, sencilla y contundente como este disco: «Somos The Record Company. Tocamos rock and roll».

ZACH SCHMIDT

cover.jpg

The Day We Lost The War

(Zach Schmidt Music, 2016)

Los caminos del Señor (en realidad los caminos de casi cualquier señor, no digamos ya de las señoras…) son inescrutables. A veces uno llega a un disco por las vías más peregrinas. Es este caso lo que me llamó la atención fue la fotografía de la cubierta. Enseguida me dije: «Este retrato tiene toda la pinta de ser obra de Joshua Black Wilkins». Indagué un poco más y, en efecto, así era. De mis adicciones y del señor Black ya lo confesé todo por aquí en una entrada anterior (http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/12/8/joshua-black-wilkins), así que no creo que haya necesidad de explicar que, sin pensármelo dos veces (sin siquiera escucharlo) me lanzara de cabeza a por este disco. El hecho es que el señor Black sabe muy bien lo que se hace y nunca da puntada sin hilo. Y esta cosa brilla. Aún antes de escucharlo (ese momento de acabar de comprar un disco, salir a la calle y que te pueda la ansiedad y antes de llegar al metro o a la parada del autobús no puedas evitar desenvolverlo y ponerte a bichear su contenido chocando con los siempre molestos transeúntes…; esa clase de maravillosa emoción nunca te la dará una descarga digital, te jodes), veo en los créditos que a la guitarra eléctrica milita nada menos que Aaron Lee Tasjan (que con su último disco, por cierto, está empezando a petarlo en Nashville) con lo que la cosa ya se gana del todo mi corazón. No necesito ni escucharlo. Pero bueno, tampoco es eso, así que llego a casa, me abro una cervecita bien fresquita, lo escucho y todo cuadra. Desde la primera canción, no puedo evitarlo, me digo: «Consummatum Est». Porque esa es precisamente la sensación que tiene uno cuando tropieza con un disco de esta categoría. Una sensación de plenitud: todo ha culminado, todo se ha cumplido, todo está pacificado. El tipo es de Pittsburgh (Pennsylvania), ciudad «blue-collar» donde las haya, pero ahora vive en Nashville (Tennessee).  Lo ha grabado, mezclado y masterizado un tal Justin Francis en el local de Ronnie (me encanta el nombre de este estudio) en solo dos días. Puro East Nashville. En los agradecimientos también aparece el nombre de Joe Fletcher, otro de nuestros queridísimos sospechosos habituales (el primer artista que reseñamos en este Blog: http://www.dirtyworkseditorial.com/blog/2015/5/14/joe-fletcher). Solo añadir que es el segundo disco de Zach Schmidt, que ya grabó uno en el 2013, House or Truck or Train, después de recorrerse el país en moto, historias de currantes y de corazones abatidos. Y que no puedo estar más en desacuerdo con todos esos enojosos agoreros que claman al cielo pregonando cansinamente, día sí y día también, que hay que «salvar la música country». La música country no necesita ser jodidamente salvada por nadie, porque ya hay gente como Zach Schmidt que mantiene la cosa, si bien es cierto que muchas veces en la sombra, jubilosamente viva. Sin duda, como diría mi buen amigo el entendido, firme candidato a disco del año.

ROD PICOTT

Fortune

(Welding Rod Records, 2016)

Antes de que me entrara el blues de Tiger Tom Dixon y me pusiese a merodear por los callejones con aquella banda de perros sin dueño, me enamoré perdidamente de la chica de Arkansas (como tantos otros); corría el año 2004. Junto con Stephen Simmons, Nathan Hamilton y Hayes Carll, Rod Picott fue uno de los primeros artistas que me recomendó mi amigo el entendido. Por ello, y volviendo a citar al bueno de Rafi: «Le debo dinero». Nació en New Hampshire, pero se crió en South Berwick, Maine, territorio de las novelas de Stephen King (que yo tanto había explorado, y sigo haciéndolo) y lugar de residencia de Nicholson Baker (otro de mis escritores de cabecera). En su primer día en la escuela de segundo grado se hizo amigo de Slaid Cleaves (uno de los más grandes «storytellers» de la actual música popular estadounidense), juntos formarían una precaria banda de garaje (precariedad sin la que, probablemente, ese género no existiría), que bautizarían con el nombre de The Magic Rats (en homenaje a uno de los personajes que habitan la canción de Springsteen, «Jungleland») y a lo largo de los años acabarían componiendo varias canciones mano a mano. Rod encalleció y se fortaleció en Boulder, Colorado, con las montañas al fondo, antes de trasladarse a Nashville en 1994, donde se pasaría una larga temporada tocando por nada o casi nada en los dudosos clubs locales. Su fama de compositor comenzaría a despegar cuando co-escribió una canción para el álbum 50 Odd Dollars del inmenso Fred Eaglesmith (todos estos nombres, no se apuren, aparecerán, si no lo han hecho ya, en futuras entradas de este blog). En el 98 consigue un curro de conductor a cargo del camión del «merchandising» de Alison Krauss, a la que aunque solo sea por eso (porque, personalmente: me produce urticaria), le estaré infinitamente agradecida. Cuando hizo falta un telonero, esa palabra que ahora los músicos tanto detestan (ahora parece ser que se comparte escenario o se abre, a lo que yo solo puedo responder con un carcajeante: «¡Mis cojones 33!», expresión cuya procedencia ignoro, pero que ha sido la primera que me ha venido a la cabeza y la verdad que muy a pelo; aunque ahora leo con cierto grado de perplejidad que hay quien le atribuye un oscuro origen masónico…), cuando hizo falta un telonero, decía, Rod Picott estuvo ahí, el muchacho del puesto de camisetas que dice que canta… Con Fortune, su décimo álbum, el más reciente, Rod se ha vuelto más intimista. Más que de personajes entrevistos a lo largo de sus múltiples travesías (ese interminable período de gira), con su voz «leonarcohenada», se ha vuelto hacia dentro y se ha puesto a hablar más de sí mismo. En poco más de una semana, grabó los doce temas/relatos (seis de ellos en un solo día) que componen este disco. Limpio y crudo, como cualquiera de sus actuaciones en uno de aquellos garitos peregrinos que frecuentó en Nashville. Perdedores hundidos en la barra y cervezas pagadas con las últimas monedas rescatadas de un bolsillo agujereado y dado de sí. Maquillaje corrido y cáscaras de cacahuetes. Bienvenidos al «circo de los corazones rotos y la miseria» (que es como Rod Picott identifica y llama a lo que hace: cantar y abrirse, noche tras noche, frente a extraños).

THE JOHN HENRYS

Sweet As The Rain

(9LB Records, 2008)

Aparte de que hizo un frío del carajo (en diciembre los termómetros llegarían a marcar los 30 grados bajo cero) y de la aparición del primer disco de los John Henrys (The John Henrys, un álbum que solo se editó por allí, localmente, en Ontario –si alguien lo tiene, por Dios, que me llame; se lo cambio por 40 acres y una mula–), no sé qué otras cosas reseñables pudieron suceder en Ottawa en el 2004. Tampoco es que me importe demasiado. Lo que importa es que la banda comenzó a sonar fuerte en las radios de la zona y, de la noche a la mañana, se vieron compartiendo escenario con The Sadies, los Golden Dogs, Elliot Brood y gente así. Fueron días de mucha carretera y tiempo más que de sobra para ir escribiendo las canciones que compondrían el Sweet As The Rain, su segundo álbum, el primero que cayó en mis manos, ya con tirada más amplia y conciertos al otro lado de la frontera. Ellos siempre dijeron que no aspiraban a ser unos Mad Max, unos héroes de la carretera, sino que preferían pararse de vez en cuando, sentarse en el porche y componer. Por entonces fue cuando en la Chart Magazine dijeron aquello de que si Gram Parsons, Neil Young, The Band y Otis Redding montasen una orgía, The John Henrys serían, más o menos, el resultado. Es un comentario bastante extraño: una orgía con toda esa gente. Y un resultado más o menos así. No entiendo nada (resulta que nos salió ocurrente el reseñista de la Chart Magazine, no sé a qué orgías habrá asistido…). Marcianísimo mundo de referencias cruzadas, de algoritmos locos y de «si te gustó esto, te gustará esto otro» (¿tú qué coño sabrás lo que a mí me gusta, puta máquina?). En cualquier caso, el nombre del grupo, en efecto, procede del mítico personaje del folclore popular, John Henry, tan presente en docenas de canciones tradicionales. Aquel gigantón (en casi todas las versiones, afroamericano) que desafió a la máquina, martilleando clavos de ferrocarril con una maza, y acabó saliendo victorioso aunque el esfuerzo le acabó costando la vida. Símbolo de la clase trabajadora estadounidense (Johnny Cash cantó la leyenda de su martillo) y, a lo que vamos, perfecta definición también para el tipo de música que perpetra este quinteto canadiense liderado por el gran Rey Sabatin Jr., de origen Ojibway, Filipino e Irlandés (mezcla de lo más explosiva), a lo que hay que sumar, además, su vasta experiencia como luthier. Música de currantes. Música de «rabia contra la máquina». Solo diré que el tema «New Years» lo tengo en lista preferente y hay días que me lo pongo en bucle y me sigue sonando igual de contundente que la primera vez. Ya me dirán…

THE RANCH

 

Una sitcom con sus sonrisas enlatadas y toda la pesca, situada en un rancho, el IRON RIVER RANCH, cerca de un pueblecito llamado GARRISON, COLORADO, y con SAM ELLIOTT y DEBRA WINGER, de los que soy muy fan, junto a ASHTON KUTCHER y DANNY MASTERSON, con quienes reconozco que me eché unas buenas risas cuando actuaban juntos en THAT ´70s SHOW... Eso tenía yo que verlo.

Y reconozco que no me ha defraudado, para nada, todo lo contrario.

Este finde en el que la resaca del viernes ha apretado fuerte, una de esas resacas que, de no ser por la Coca-Cola, la pizza y el helado, serían casi imposibles de remontar, THE RANCH no solo ha sido la guinda del pastel, ha sido todo el puto pastel.

¡Muchas gracias NETFLIX! ¡Muchas gracias por las dos partes de la primera temporada, de 10 episodios cada una!

Durante todo el fin de semana me he prometido a mí mismo que no volvería a beber en una temporada, que comería más sano, que el agua sería el único líquido que correría por mi garganta…

THE RANCH me ha sentado tan de lujo que, hoy mismo, ya más en mis cabales, me he tomado una cervecita bien fresquita, no antes de las doce por supuesto, y ¿cómo no?, he vuelto al viejo lema:  "Al clavo, martillo".

 

JEFFREY FOUCAULT

Salt As Wolves

(Blueblade Records, 2015)

Hace ya tiempo llegamos a él a través de una recomendación de John Prine (cuentan que Jeffrey aprendió a tocar la guitarra a los diecisiete años interpretando las canciones del primer álbum de John Prine, a puerta cerrada en su habitación y rodeado de pósters de bandas de la Nueva Ola Británica; más adelante, grabaría un disco homenaje con versiones de sus canciones favoritas, el prodigioso Shoot The Moon Right Between The Eyes; para que conste en acta, añadiremos que otros hitos fundamentales de su formación fueron aprenderse de memoria los versos del «Desolation Row» de Dylan, tarea titánica de la que no todo el mundo sale indemne, y robarle a un amigo el disco de Townes Van Zandt Live and Obscure, para lo que hay que ser muy hijodeputa o muy miserable, yo aún me siento mal por el libro de Stephen King que le robé al padre de un amigo, allá por la EGB, ahora mismo lo estoy viendo, Christine, la edición azul clarito de Plaza y Janes –por aquel entonces inencontrable–, y quiero pensar que sirvió para algo, que definió algo en el tiempo, que me hizo ser quién soy: el hijoputa miserable que está escribiendo esto; al menos Jeffrey Foucault no deja de firmar discos memorables…). El caso es que ya han pasado casi dieciséis años desde que publicase, junto a Peter Mulvey, su primer trabajo, allá por el año 2001, Miles from the Lightning, «baladas de un pueblo pequeño», en este caso Whitewater, Wisconsin (de donde también es, por cierto, el fotógrafo Edward S. Curtis), pero también podría ser mi pueblo o el tuyo… Con Salt As Wolves, título sacado del Acto III, Escena 3 del Otelo de Shakespeare, Foucault se marca un décimo álbum cargado de aires oscuros del Delta (Big Bill Broonzy, John Lee Hooker y un chorrito de Jessie Mae Hemphill). Pero también incluye un par de baladas country, su especialidad, y un «Left This Town» que, en palabras del propio Jeffrey suena a algo que podrían haber perpetrado perfectamente los Rolling Stones de haber vivido en Iowa. También afirma con rotundidad que es el primer disco en el que ha logrado transmitir todo lo que hace y todo lo que escucha (no en vano, estrena su propio sello independiente). Una colección de canciones perfectas para dar un concierto en un bar vacío (sin ni siquiera un triste camarero, el camarero eres probablemente tú mismo). Canciones epistolares de, como él mismo dice, «carreteras pequeñas». Grabadas en apenas tres días en mitad de un paraje boscoso y desolado de Minnesota. Canciones gastadas que, como alguien ha dicho muy certeramente por ahí, son como tus botas favoritas, llenas de barro y polvo del camino, erosionadas por años de abuso y andanzas por carreteras interminables. Tremendo.

THE NIGHT OF

 

Todos nos preguntábamos dónde se había metido JOHN TURTURRO. ¿Qué fue del colega tras pelis como O' BROTHER WHERE ART THOU, BARTON FINK o EL GRAN LEBOWSKI?

 En los meses que viví en Nueva York me lo crucé un día por la calle mientras, al poco de llegar, paseaba yo por Manhattan con la boca abierta flipando con el tamaño de los edificios. No me atreví a acercarme a él, me limité a seguir con la boca abierta mirándole pasar a mi lado como si fuera un rascacielos más.

 La respuesta parece que ha llegado muchos años después en forma de mini serie de 8 episodios.

 En THE NIGHT OF, producida por HBO y BBC WORLDWIDE, TURTURRO interpeta a un abogado defensor a la caza de casos de solución rápida que le den un dinerillo para ir tirando, fianzas para prostitutas y camellos, hasta que un día, de casualidad, se ve metido en un caso que por fin puede sacarle del ostracismo y la mediocridad en que transcurren sus días.

 El papel desfiló por actores como JAMES GANDOLFINI, que no pudo hacerlo porque la palmó en medio de la producción, o ROBERT DE NIRO, liado con las mamarrachadas a las que se dedica últimamente.

Sea como fuere, TURTURRO se sale en un papel lleno de matices, sobre los que no me voy a enrollar porque es mucho mejor verle en THE NIGTH OF a lo que yo pueda decir.

Si echas de menos la estética cruda y realista del NuevaYork de películas como SERPICO o TAXI DRIVER, ponte con THE NIGHT OF de cabeza, no te arrepentirás.

 

BJ BARHAM

Rockingham
(At The Helm Records, 2016)

Hace tiempo que no hablo de él. Puede parecer que se ha ido, pero no. Sigue haciendo su trabajo en la sombra. Mi amigo el entendido. A veces me pregunto qué demonios haremos cuando él no esté. Tremenda depresión. No nos quedará otra que volver a fatigar las páginas de la revista No Depression en busca de pistas, migajas y jeringuillas usadas. Y echarle tremendamente de menos. Porque conocía nuestra alma, y nuestras debilidades. Y sabía sanarlas, como las «Sisters of Mercy» de aquella eterna canción de Leonard Cohen: «Y me trajeron su consuelo, y luego me dieron esta canción»… El caso es que en la tercera entrada de este Blog, allá por mayo del 2015, en la reseña del último álbum de los American Aquarium (Wolves), aparte de hablar de mi queridísimo «dealer», apunté su vaticinio. Cito textual: «Dice “el entendido” que el siguiente paso lógico solo puede ser la disolución de la banda y el comienzo de la carrera en solitario de su líder, BJ Barham». Pues bien, me quito el sombrero. La banda no se ha disuelto (es más, en breve publicarán un cd/dvd de un concierto que demuestra el buen estado de salud de la banda, por ahí dicen que su directo es conmovedor, y yo me lo creo), pero, en efecto, BJ Barham, líder del grupo, acaba de sacar su primer disco en solitario. Como muy bien dijo «el entendido», se veía venir. Y menudo disco. Desgarrador. Los pelos como escarpias. Todo surge en noviembre, en Bélgica, durante un concierto de los American Aquarium, la noche del ataque terrorista en París, en el concierto de los Eagles of Death Metal. Un par de días más tarde, BJ Barham tenía compuestas estas ocho canciones. Canciones sobre el hogar y sobre el «sueño americano» roto. Carreteras que conducen a ninguna parte. El cinismo oscuro que se genera en las ciudades pequeñas. La desesperación. La necesidad de evasión. La imposibilidad de evasión. La violencia… Y como broche final, dos versiones totalmente despojadas, como puñetazos en la tripa, del colosal álbum de American Aquarium del 2012, Small Town Hymns. Todo muy acústico, desenchufado, de arma blanca. Por ahí he oído algo que me encanta: este álbum hace que John Moreland suene a Sonny and Cher. Ahí lo dejo. Juzguen ustedes mismos.

 

 

 

THE FELICE BROTHERS

Life in the Dark
(Yep Roc Records, 2016)

Siempre me ha gustado la música que suena a circo que se va. Música que se lleva la música a otra parte. Música de desmontar la carpa en la madrugada con sonido fuerte de viento. Carromatos chirriantes, niños corriendo detrás, algún sueño roto de chica con el maquillaje corrido que no encuentra sus bragas entre los matorrales y su puntito Nino Rota a las órdenes de Fellini. Con su rastro desolador de palos de algodón de azúcar, envoltorios de golosinas, petardos reventados y cagadas de fieras. Por eso me gustaron desde el principio los hermanos Felice, desde que bajaron de Palenville, en las Catskill Mountains (a veinte minutos en coche de Woodstock), con sus acordeones, sus armónicas y sus violines, su fanfarria gitanesca, para instalarse en el suelo de un pequeño apartamento de Brooklyn y ponerse a tocar en las estaciones de metro de la Calle 42 y Union Square, y por las míticas calles de un Greenwich Village bastante anochecido. En un buen día podían llegar a sacar doscientos pavos, para gasolina, una cuerda nueva para el violín y poco más. Canciones de amor, asesinato y borracheras. Acabarían tocando en el granero de Levon Helm, claro. Música de «barn dance». De giro y taconeo. Revuelo de faldas y muchachos que ya no volverán nunca de la guerra… Este disco ha sido un jubilosísimo reencuentro. En el 2011 les perdí la pista. Sacaron el Celebration, Florida en el sello Fat Possum para ir de modernos, con su idiotez «electro» y «dance hall», les dio por experimentar y se fueron a la mierda (bueno, al menos yo les mandé a la mierda; no sé si fueron –a mí por lo menos no me mandaron ninguna postal, ¿a ti?–). Y he de reconocer que este último disco, el otro día, en Radio City, lo encargué con miedo y un poco a ciegas, sin saber qué iba a encontrarme. Al llegar a casa lo escuché con el rifle cargado. Pero desde el primer acorde, supe que los muchachos habían vuelto a la granja. El disco es una maravilla. Y, en efecto, han vuelto a grabar en una granja. Se puede oír el cloqueo real de las gallinas después de cada canción. Todo muy rústico y muy casero. Música «hobo» de la Gran Depresión, pero de ahora: un vestido de novia en una casa de empeños, casas y coches vendidos, familias rotas y guerras de «hombres ricos»… El encomiable talento narrativo del gran Simone (que, por cierto, también escribe novelas demoledoras) sacudiendo los cimientos de la era Trump y sus miserias. Así que, con vuestro permiso, me voy a salir ahora mismo de esta reseña porque me dispongo a conseguir el Favorite Waitress, el disco que sacaron después de esa atrocidad del 2011 que me hizo mandarles a hacer puñetas. El título es fantástico, y he vuelto a confiar en ellos. Me voy con el circo, mamá. Como Ramblin’ Jack Elliott.

 

THREE FOR THE ROAD

 

Queda nada y menos para que la Dirty Crew pille carretera y manta con sus elixires, sus libros y sus cosas, y nos demos una vuelta por los pueblos de Dios.Como en mi cabeza la cosa va de impulsos, ante la perspectiva, la primera serie que me ha venido a la cabeza ha sido THREE ON THE ROAD, o TRES EN LA CARRETERA como se la conoce por aquí en la península.

Producida por MTM y emitida por CBS, THREE ON THE ROAD contó con solo una temporada de 12 episodios, ya que como muchas de las cosas que se adelantan a su tiempo, fue una serie incomprendida. Nada pudo hacer con la competencia de EL MARAVILLOSO MUNDO DE DISNEY de la NBC, que le dio «p’al pelo» en cuanto a índices de audiencia y fue una de las múltiples razones por las que fue cancelada.

Pero, desde luego, algo tenía que tener, porque a pesar de ser emitida por RTVE en el 76, un año después de su estreno en USA, se me han quedado en la retina un montón de imágenes de los tres protagonistas vagando por las carreteras.

Sus protagonistas: LEIF GARRETT, ídolo de las portadas del SUPER POP y cubierta de las carpetas del cole de las chavalas de los 70; y VINCENT VAN PATTEN, actor y tenista a tiempo parcial, eran los críos protagonistas. El papá de las criaturas:  ALEX ROCCO,  esforzado padre, periodista y fotógrafo, que tras quedar viudo, ni corto ni perezoso, se pilla una autocaravana y arrastra a sus hijos por moteles de carretera, gasolineras y aventuras a lo largo y ancho de Estados Unidos.

A los pillados de EL PADRINO, ROCCO seguro que os suena por su intervención en la saga de COPPOLA.

Ya sé que con el final del verano y el comienzo del otoño, van a llegar series a cascoporro, como las ventas por fascículos, pero TRES EN LA CARRETERA merece la pena una segunda visión, aunque solo sea para recordar una época en la que para vivir una aventura había que tirarse a la carretera y no pillar la última versión del videojuego de moda y pasarse horas y horas delante de la pantalla de un ordenador.

 

DAVID CHILDERS & THE MODERN DON JUANS

Jailhouse Religion

(Little King Records, 2006)

Un disco de gospel accidental. Es lo que le salió y lo que le sigue saliendo. Pero es mucho más que eso. Y puede también que mucho menos. Es una lucha. Pecado y Redención, como los celebrados Rubin de Cash. Bastante crudos. Con un pie en el honky-tonk y otro en la iglesia. Y el diablo siempre esperando a la vuelta de la esquina. Childers procede de los campos de algodón de Mt. Holly, Carolina del Norte, aprendió a tocar el banjo a los 14 años, porque es lo que había, aunque sin la menor confianza para convertirse en músico, claro que tuvo el buen tino de meterse en el coro de la iglesia para poder estar cerca de las chicas bonitas. Ya andaba por ahí el viejo diablo, lujurioso y libertino. En la universidad abandona el banjo por la guitarra, un poco por lo mismo: chicas. Pero solo se tomaría en serio lo de la composición ya con 37 tacos bien cumplidos, ejerciendo al mismo tiempo de abogado, sesenta horas a la semana, agotador. Varios discos con los Mount Holly Hellcats y los Modern Don Juans. Gatos del Infierno y Don Juanes Modernos. Bandas de dedos destrozados en los algodonales. Bandas de cerveza, chicas sudorosas no tan bonitas y motel. Este Jailhouse Religion es el segundo disco que grabó con los Don Juans (el séptimo de su carrera en estudio), el álbum anterior al año en que decidió disolver la banda y retirarse definitivamente de los escenarios. Demasiado alcohol y demasiada carretera. Pero siguió componiendo (y pintando óleos de figuras extrañas, sombras delirantes y el diablo). Parte de la culpa la tiene Bob Crawford, bajista de los Avett Brothers. Grabaron juntos una canción suya, «Angola», para el documental de Jeff Smith, Six Seconds of Freedom, sobre el rodeo de la célebre prisión de Angola, Louisiana. Y la colaboración no acabó ahí. Luego, hablando una noche de la Batalla de King’s Mountain que tuvo lugar en Gastonia, en 1780, descubren que ambos son descendientes de los «Overmountain Men», los hombres de la frontera que ayudaron a las fuerzas coloniales a ganar la batalla. Así que adoptan su nombre, The Overmountain Men, y forman la banda con la que grabarán dos discos poderosos, Glorious Day (2010) y The Next Best Thing (2013), de los que ya hablaremos algún día. En el disco que reseñamos hoy está la conflictiva canción que le trajo tantos disgustos, «George Wallace», que muchos deficientes mentales adoptaron como himno racista sin percibir la evidente crítica que escondía la letra (algo parecido a lo que ocurre con los catetos que piensan que el «Born in the USA» de Springsteen es un himno nacionalista yanqui, ¡¿a dónde fue a parar el dinero que se gastó papá en vuestras putas clases de inglés, paletos?!). En fin. Fíjense en la cubierta. David es el preso del fondo. El que está debajo de la pintada en la pared que pone: «Insane». Hay tex mex, muy a lo Joe Ely, en el tema «Roadside Parable». Hay heavy metal del bueno en el apocalíptico «Danse Macabre». Hay música de porche delantero en el banjo de «Chains of Sadness». En definitiva, muerto Cash, David Childers es el predicador que estábamos esperando. ¡Aleluya!

CATASTROPHE

 

Chico conoce a chica, chica baja los calzoncillos a chico, chico hace lo propio con las bragas de la chica, le dan caña, pero con las prisas y el deseo olvidan ponerse el condón, un paso importante en una nueva relación, y sin quererlo ni beberlo la cosa se lía.

CATASTROPHE, serie británica de dos temporadas producida por CHANNEL 4, es lo más lejano que uno pueda imaginar a una comedia o un drama romántico; es cínica, aguda, con unos diálogos ácidos que te harán partirte la caja durante los 25 minutos que dura cada episodio, y también hará que las broncas con tu chavala, si la tienes, tomen una nueva dimensión.

Sus creadores, SHARON HORGAN y ROB DELANEY, que son además la pareja de actores protagonistas, lo bordan y he de reconocer que no tenía ni idea de quiénes eran hasta la fecha, pero voy a echar un vistazo por ahí a ver en que han andado metidos los colegas.

Como curiosidad la PRINCESA LEIA, CARRIE FISHER, en el papel de la madre de ROB, que lo cuadra como suegra borde. 

Si como yo odias SEXO EN NUEVA YORK, o peñazos por el estilo, y no tienes ningún problema con tu masculinidad por ver series de pareja, no lo dudes, las vacaciones se acaban y unas risas seguro que hacen la vuelta al cole más fácil.

 

MARGO PRICE

Midwest Farmer’s Daughter
(Third Man Records, 2016)

Es verdad. Hacía tiempo que no me pasaba algo así. Ni a mí ni a Nashville ni a la música country en general. Algo así como Margo Price, que un buen día llegó de Aledo, Illinois (población: 3612) con veinte añitos. Pero es verdad lo que dicen. Le bastan veintiocho segundos del primer tema de este disco para ponerte los pelos de punta y convencerte de que una nueva «badass» ha llegado a la ciudad. Son sus historias, es su actitud, es el sonido que saca (puro outlaw del bueno: Waylon & Jesse, tremendo el temazo «Tennessee Song»), es su voz. Es todo. Me viene a la cabeza el primer disco de Sturgill Simpson. Igual de contundente. Igual de conmovedor. Sumario de sus 32 años de vida: la perdida de la granja familiar, la muerte de un hijo, problemas con los hombres y la botella. Vulnerabilidad y resistencia. Ya había tonteado con una banda muy influenciada por los Kinks y el pop inglés (Secret Handshake), durmiendo en tiendas de campaña por las montañas de Colorado, y había grabado tres discos autoproducidos con su marido y una banda de algo así como rock sureño que se llamó Buffalo Clover. Luego vinieron Margo an the Pricetags, una súper-banda de vida efímera en la que llegarían a militar, entre otros, el ya mentado Sturgill Simpson y el grandioso Kenny Vaugham. Pero nadie la tomaba en serio. Etiqueta de «loser» a orillas del río Cumberland hasta que se mete en los míticos estudios Sun de Tennessee con su banda, graba esta joya y el bueno de Jack White (tan denostado por muchos sobre todo a partir de aquella obra maestra que fue el Van Lear Rose), alabado sea, se fija en ella, deslumbrado por la que identifica enseguida como la nueva Loretta Lynn, aire fresco para un Nashville que huele a sótano cerrado, y la ficha sin pensárselo dos veces para su sello Third Man Records. Gracias, Jack (una vez más). Y así es como una hija de un granjero del medio-oeste vino a plantarse en el trono de la que una vez fuese hija de un minero de carbón (quien, por cierto, dicho sea de paso, acaba de sacar un disco espantoso –ya sin Jack White–, muy geriátrico, y le ha dado, según me cuentan, por apoyar la candidatura de Donald Trump…, madre mía, si su padre minero –Levon Helm, en la versión cinematográfica– levantara la cabeza). El caso es que discos como este vienen a cerrar la boca de todos esos cenizos nostálgicos de mal aliento (me los imagino así, ¿qué le vamos a hacer…?) y con los bolsillos llenos de alcanfor (música ranciuna) que se quedaron varados como ballenas viejas en los setenta afirmando con rotundidad espasmódica que «la cosa ha muerto». Pues muy bien. Allá ellos. Que se queden con su música cadavérica. Nosotros nos quedamos con Sturgill, con Margo y con lo que venga, y si Margo no lo gana todo este año (con permiso de Sturgill) es que el mundo, como en la novela del escritor peruano Ciro Alegría, es ancho y ajeno (y ya tiene poco arreglo). Pero nosotros a lo nuestro.

THE DEVIL MAKES THREE

I’M A STRANGER HERE
(New West, 2013)

Buddy Miller ya había vendido su alma al diablo y llevaba un año sustituyendo a T-Bone Burnett a cargo de la producción musical de Nashville, ese gran mojón de la cadena ABC que defecaba/producía la esposa de aquel (Callie Khouri, guionista y productora de Thelma & Louise antes de que a ella también le diese por vender su alma al diablo), Buddy Miller, decíamos, ya iba camino de grabar con Christina Aguilera (madre mía, Buddy, con lo que te hemos querido…), cuando en el 2013, en un gesto de aquella admirable exquisitez a la que nos tenía tan acostumbrados, produjo para el sello New West el brillantísimo I’m A Stranger Here de los The Devil Makes Three, nada menos que en el estudio de Dan Auerbach, de The Black Keys (el Easy Eye Sound Studio). La banda de Santa Cruz, California, ya llevaba once años en la carretera, dos de sus tres diabólicos componentes habían regresado ya a su Vermont natal, donde hay más vacas que personas, habían firmado con un sello independiente (Milan Records) especializado en bandas sonoras y fatigaban los festivales de bluegrass en calidad de «secreto mejor guardado», minoritario y «gourmet», solo para enteradillos (sacando lo justo para comida y gasolina). Buddy Miller, enteradillo ilustre, con el proverbial olfato que se gastaba en aquel entonces (antes de que se le atufase a causa del hediondo mainstream de Nashville), lo vio claro: les produjo el álbum y les facilitó el acceso a nuevas pantallas (los escenarios del Fillmore, del Catalyst o del prestigioso festival Hardly Strictly Bluegrass). Entre otras cosas, tuvo el acierto de juntarlos con la gloriosa Preservation Hall Jazz Band, una auténtica institución de Nueva Orleans. Y la cosa no puede sonar mejor. En resumen: música borracha de saloon. Esa sería la etiqueta más aproximada (la que se les suele atribuir es: «alt-country/folk punk trio») Póker, escupidera, ventajista, pianola y prostituta aparentemente bondadosa en el excusado. Hay una crítica por ahí que dice que The Devil Makes Three han llegado para llenar el vacío que dejaron los Avett Brothers tras su también diabólica alianza con Rick Rubin. Quienes los han visto en directo afirman con ojos vidriosos que no hay cosa igual, regresan a sus casas como de un aquelarre, exhaustos y entusiasmados, algo que, dicen, es imposible transmitir en una grabación de estudio. Misa negra y orgía. Banjo, tatuajes y Howlin’ Wolf en la marmita. Además el libreto del cd es precioso. Vintage del bueno. Solo añadir que en menos de un mes, el 16 de septiembre, sale su nuevo trabajo, Redemption & Ruin, un disco en el que versionan, con su particular estilo ebrio, a sus héroes: Robert Johnson, Muddy Waters, Willie Nelson, Kris Kristofferson, Townes Van Zandt, Tom Waits, Ralph Stanley, Hank Williams…; y cuentan con colaboraciones de gentaza como Emmylou Harris, Jerry Douglas, Tim O'Brien, Darrell Scott y Duane Eddy. La buena noticia es que se producen solos. Que Buddy Miller ya no está. Buddy anda en otras, produciendo mojoncillos insulsos como su reciente y aburridísimo Cayamo Sessions At Sea. Sospechamos cosas. Debe andar mal de dinero. Algo relacionado con la enfermedad de su esposa, la increíble Julie. No tenemos ni idea. Especulamos. Preferimos no saber. Solo esperamos que vuelva pronto.

LEVI PARHAM

image.jpg

An Okie Opera

(Wesley Levi Parham, 2013)

 

En la geografía de este blog hay lugares recurrentes. Mucho Sur, mucho Nashville, mucho Tennessee, mucho Louisiana. También mucho Texas y mucho Carolina del Norte. De vez en cuando, California y, alguna vez, Nueva York o Boston, con paradas en Maine y breves estancias en Chicago. También Idaho, Nebraska y Montana. Incursiones en Canadá y alguna escapadita a Alaska… Pero, sin duda, el lugar que más se repite por aquí es Oklahoma. Y es que, como ya dijimos alguna vez, algo pasa en Oklahoma. Será el agua con que destilan la cerveza. O la sombra alargada de Woody Guthrie. Puede que le venga de cuando era el temido «Territorio Indio», o del fantasma de Tom Joad. Quizá lo inhala uno desde que nace, por el polvo de las míticas tormentas… El caso es que del «okla humma» de los indios choctaw (traducción literal: gente roja), no paran de salir artistas brillantes. La biografía de Levi Parham es bien parca. Buscas y apenas dice: «Levi creció en el sudeste de Oklahoma escuchando la inmensa colección de discos de su padre, especialmente de blues». Y ya. Pero es evidente que la clave no puede estar en la segunda parte de esta fórmula. Yo también crecí escuchando la inmensa colección de discos de mi padre (y puede que tú también) y no salí, ni por el forro, cantante ni multi-instrumentista (y puede que tú tampoco). Así que, como es obvio, la clave ha de estar en la primera parte de la ecuación, en este caso: McAlester, Oklahoma, de donde no somos ni tú ni yo, y de cuyo centro penitenciario (a veces llamado «Big Mac» y, a veces, simplemente «McAlester», nombre del célebre Gobernador de Oklahoma inmortalizado, por cierto, en True Grit, del genial Charles Portis), sale precisamente Tom Joad en las primeras páginas de Las Uvas de la Ira. Pues bien, An Okie Opera fue el debut de Levi Parham. Un disco árido y descarnado, con mucho de «finger-pickin del Delta» y su punto Townes Van Zandt, en el que el bueno de Levi se hace cargo de todos los instrumentos (también de la producción y de los arreglos). Básicamente es un disco grabado en el salón de su casa con el vecino más cercano viviendo a varios kilómetros de distancia y el motor de la pickup jodido por el polvo, así que ponerlo en marcha es siempre un sinvivir y cada vez que hay que acercarse a la tienda del pueblo a por cerveza uno se caga abundante y repetidamente en las Grandes Llanuras y en las Dust Bowel Ballads… Y el resultado no puede ser más brutal. No tiene desperdicio. Normal que se ganase ese puesto de honor como uno de los «Oklahoma’s top Americana singer/songwriters». Luego, con el éxito local de su Ópera debajo del brazo, se marchó a Nashville y grabó un EP no menos glorioso (Avalon Drive); y ahora parece que el nuevo disco (These American Blues) se lo va a producir nada menos que Jimmy Lafave para Music Road Records. Con lo que uno no puede más que acabar esta reseña con un muy sentido y admirativo: «¡Joder con los okies!».

Stranger Things

 

¿Quieres nostalgia? Pues aquí tienes tazón y medio.

STRANGER THINGS es un cocktail entre ET, STAND BY ME, LOS GOONIES, y un poquito de aquí y de allá de pelis de terror de los 80. Todo ello aderezado con unas gotitas de mala leche a lo STEPHEN KING y, cómo no, servido muy frío con hielo picado.

Los hermanos DUFFER no se han cortado un pelo a la hora de crear una serie palomitera y de coca-cola de vaso grande, que, para ser sinceros, con los calores del verano, funciona.

NETFLIX lo ha visto claro y por eso la han estrenado en pleno mes de julio. 

También en cuanto a los actores el refrito ochentero va a tope: una WINONA RYDER con pelucón y toda histérica, y un MATTHEW MODINE con el pelo blanco en el papel de malo, malísimo, cierran un reparto de caras que te suenan pero no sabes de qué.

Los niños con sus bicis, el rollo de los nerd y los malotes en el high school, los padres que no se enteran cuando el novio de su hija sube por la cañería y se cuela por la ventana de su cuarto, ella virgen pero con ganas de dejar de serlo, STRANGER THINGS lo tiene todo para experimentar un flashback guapo a la época en la que queríamos comprarnos una sudadera con capucha como la de ELLIOTT de ET y por nuestras tierras aún no las vendían.

Además de todo esto, MATTHEW MODINE siempre ha tenido una conexión muy especial con los Dirty. Ocurrió hace muchos, muchos años, cuando en los NY KICKS, jugaban LATRELL SPREWELL y ALLAN HOUSTON. DIRTY LUCINI y un servidor decidimos que ya era hora de ver un partido de la NBA en directo y para la GRAN MANZANA que nos fuimos.

Nos gastamos una pasta (que no teníamos) en las entradas y nos sentamos a seis filas de la cancha. Ya que se hace, se hace bien. Gritamos todo lo que pudimos durante el partido y para nuestras voces resecas también bebimos toda la cerveza que nos fue posible. No recuerdo el resultado del partido, pero lo que sí recuerdo es que mientras el MADISON SQUARE GARDEN se vaciaba tras el juego, nos quedamos allí sentados pensando en la historia del aquel lugar.

En nuestra flipada nos dimos cuenta de que MATTHEW MODINE, uno de nuestros ídolos tras ver BIRDY y LA CHAQUETA METÁLICA, estaba a tan solo unos metros de nosotros, charlando con alguien. LUCINI, sin cortarse, se fue hacia él, me ordenó que le siguiera con la cámara y que inmortalizara el momento. Y por ahí tengo la foto, en algún cajón de mi casa, MATTHEW Y LUCINI, hombro con hombro, pisando la cancha de los KINCKS.

Como ya os comentaba, STRANGER THINGS seguro que os trae muchos recuerdos, a mí me ha traído este y mola.

 

J.TEX & THE VOLUNTEERS

image.jpg

House on the Hill
(Heptown Records, 2012)

Los Voluntarios son muchos y de muy diversa catadura. Cuento dieciséis pero puede que sean más. Artistas, marineros, surfistas, escritores, pintores de brocha gorda y granjeros. Se juntan, montan su especie de carnaval, su Medicine Show, viajan y se transforman en músicos para tocar sus instrumentos y contar sus historias. Luego se disuelven, se pierden por el camino, quizá se reencuentren más tarde en cualquier otro lugar, con nuevas historias (o las mismas, cambiadas). Nómadas que jamás te dirán que no a un buen vaso de whisky, una taza de café, un cigarrillo o una buena conversación. El dueño del corral es Jens Einer Sørensen, alias J.Tex, nacido en Detroit, Michigan, pero criado en Dinamarca. Te contará que lleva tocando desde los seis años, ganándose la vida por las viejas carreteras de Europa, antes de volver, al cumplir los veinte, a Estados Unidos en busca de sus raíces musicales. Como quien emprende la búsqueda de su coronel Kurtz particular (todos tenemos uno) en El Corazón de las Tinieblas, comienza su «Odisea» en Nashville, con una guitarra en una mano y una brocha en la otra, y viaja por todo el Sur, tocando en garitos de mala muerte y pintando graneros. Las carreteras comarcales del Sur Profundo le absorben como las sirenas a Ulises y traba amistad con una especie de compañero y mentor, John Heiner, «el hombre de una sola pierna». Interestatal 75. Viejos sentados en porches desvencijados de drugstores y gasolineras que cuentan historias de muertos impertinentes y prostitutas mágicas. Y de todos aquellos devaneos y peripecias acabará surgiendo su primer álbum allá por el 2006, Lost Between Clouds Of Tumbleweed And Space que, en efecto, suena a matojo rodante y a espacios inabarcables. Pero es con su segundo trabajo, One of These Days, cuando comienzan las cansinas comparaciones con Tom Waits (es cierto que lo tiene, por lo de carnaval y música trapera, pero que cansinería, oiga). Luego viene Misery, grabado en tres días y en solitario, en el edificio de una vieja escuela a las afueras de Lund, Suecia. Le sigue un álbum navideño, en la vieja tradición country, antes de ponerse con este prodigioso House on the Hill del 2012 que me vuela la cabeza. Llámalo Alt-Country, llámalo Americana, llámalo como quieras. Nosotros por aquí no somos muy de clasificar las cosas para entenderlas. Si has seguido este blog lo sabrás. Huimos de las etiquetas igual que de esas serpientes míticas de las que hablaba la abuela de Harry Crews en Infancia: Biografía de un Lugar. Esto suena a años treinta, a banda de carromato, a carnaval de monstruosidades, a mágico crecepelo, a mooonshine venenoso, a caballo cojo y a tormenta de nieve. Hay una tremenda versión del «I Still Miss Someone» de Johnny Cash que es para quitarse el sombrero y sentarse encima. Y otra del «Ben McCulloch» de Steve Earle. Al final es un poco como las películas de Wenders o de Kaurismaki, lo hemos hablado muchas veces en el porche de los Dirty. La mirada de alguien de fuera que parece comprender mucho mejor que los propios lugareños lo que está sucediendo al otro lado de la puerta. Suena auténtico, parece de allí, pero hay algo más, no sé, una extrañeza o un extrañamiento que lo convierte en otra cosa. Rasposo y embarrado. A este disco le siguió un quinto, Old Days vs. New Days. Mañana engraso el Winchester y salgo a cazarlo.