CONFLICTOS DE UN PUEBLO PEQUEÑO

Por DONALD RAY POLLOCK

Traducido por Javier Lucini

A lo largo de la impresionante primera colección de relatos de Alan Heathcock, Volt, en el pueblo rural imaginario de Krafton, los conflictos aparecen en proporciones bíblicas: inundaciones, homicidios, incendios y fratricidios son algunas de las catástrofes con las que tiene que lidiar la ciudadanía de clase obrera. Para Heathcock, el sufrimiento es el sino de todo el mundo, un hecho que se confirma repetidamente. Cuando en uno de los cuentos un adolescente ayuda a quemar el cadáver de un hombre al que ha matado su padre en una pelea absurda, piensa en «todos los fuegos que el mundo ha conocido, fuegos de guerras, fuegos originados por bombas» y concluye que los restos persistentes de todo ese humo es «ahora el aire que respiramos». En otras palabras, el sufrimiento y la lucha son elementos permanentes de la condición humana.

No es de extrañar, dada la naturaleza claustrofóbica de la vida en un pueblo pequeño, que la huida sea el tema principal de la mayoría de estas historias. Pero como señala Lonnie, el temerario alborotador del relato «Fort Apache», cuando su hermano pequeño anhela saltar a un tren de mercancías y escapar: «En el oeste no tendrás a gente que vele por ti. Yo me partiría el alma por ti. Pero no ahí fuera». Hasta para un hombre acostumbrado a la violencia, la América que se extiende más allá de su pueblecito y sus vínculos familiares le parece peligrosa e implacable, de tal modo que el miedo a lo desconocido mantiene a la mayor parte de los personajes de Heathcock firmemente arraigados a su terruño.

Ese terruño, Krafton, es tan pobre y está tan arrasado por el viento y dejado de la mano de Dios, que resulta muy difícil imaginarse una localización más audaz (y admirable) para las historias de Volt. Aquí no hay glamour, ni el menor rastro de angustia contemporánea ni frivolidad; aparte del ocasional teléfono móvil, en realidad, poco hay del mundo moderno. Las historias podrían haber tenido lugar en otro siglo, protagonizadas por personajes pertenecientes a una secta antigua en su lucha constante con el amor, la fe, el perdón y el castigo. Incluso la prosa de Heathcock, sobria y muscular, pero inmensamente poética, encaja con la naturaleza aprensiva y temerosa de Dios de las historias.

Por supuesto, un lugar tan plagado de tribulaciones necesita un salvador, y Heathcock lo proporciona bajo la forma extraña de Helen Farraley, la antigua gerente de una tienda que se ha convertido, casi en broma, en la «primera y única agente de la ley» del pueblo. Helen, que aparece en varias de las historias y ayuda a proporcionar a Volt una cualidad cohesiva y novelística, se toma su puesto muy en serio y se preocupa profundamente por su rebaño. Tampoco duda en tomarse la justicia por su mano cuando piensa que puede aliviar el sufrimiento; como cuando en «El pacificador», ejecuta metódicamente al ermitaño que ha torturado y asesinado a una jovencita, aun sabiendo que «los del pueblo, y sobre todo los de fuera de Krafton, no darían la bendición a sus métodos: lo que en su mente había empezado a llamar la Gran Paz». Como ella misma explica en un cuento posterior: «Hay quienes son culpables en el momento en que les pones la vista encima, y lo que ha de hacer la ley es detenerles antes de que hagan lo que han venido a hacer a este mundo». Aquí se da voz a sentimientos procedentes del Antiguo Testamento, una justicia de ojo-por-ojo que no se adhiere a sutilezas legales.

Con franqueza, hay muy pocos defectos en cualquiera de los ocho relatos que configuran esta colección. Sin duda, en este mundo hay mucha violencia y mucho coraje, pero también abunda la ternura y la compasión. Heathcock despliega una generosidad espiritual que solo los escritores que aman a sus personajes pueden convocar, y Volt es una prueba conmovedora de su talento.