(Padre e hijo, de Larry Brown)
por Anthony Quinn
22 septiembre, 1996
New York Times
(Traducción: Javier Lucini)
Los sucesos de la nueva novela de Larry Brown transcurren a lo largo de cinco días del verano de 1968, aunque sus temas son tan intemporales y sus arquetipos tan imperecederos que podrían haber tenido lugar perfectamente cincuenta o cien años antes. Padre e hijo está construida, desde el mismo título, sobre las sólidas bases clásicas de un western. El modelo es Faulkner, pero su influencia ha sido absorbida y trascendida: el efecto acumulativo de esta tragedia de clase trabajadora da fe de la obra de un escritor que tiene plena confianza en su propia voz.
Desarrollada en una pequeña comunidad de Mississippi es, en el fondo, la historia de la enemistad no resuelta (y el parentesco ignorado) entre dos hombres. Glen es un joven airado que acaba de salir de la cárcel tras haber cumplido tres años por homicidio. Enseguida queda de manifiesto que la prisión, lejos de haber fomentado el espíritu de arrepentimiento, lo que ha hecho es endurecer el cascarón de esta mala semilla. Glen hace gala de muy poco aguante y de una memoria extremadamente viva: a las pocas horas de su regreso mata a tiros a un viejo enemigo en un bar del condado vecino y viola a una jovencita. Abriga un odio implacable hacia su padre, Virgil, un veterano discapacitado que a causa del alcohol convirtió la vida de su esposa y sus hijos en un infierno. Glen se pregunta «por qué cojones los japos no acabaron el trabajo y lo mataron cuando tuvieron la oportunidad. Su muerte habría puesto las cosas más fáciles a todo el mundo». A Virgil, que acaba de enviudar, no le queda más remedio que resignarse a la amargura de su hijo, no sin manifestar su asombro ante el hecho de que «un hombre pueda albergar tanto odio en su interior». Lo único que parece haber heredado Glen de su padre es su problema con el alcohol.
Sin embargo, el conflicto central de la novela no es el que existe entre el padre y el hijo. Glen también vive intoxicado con un resentimiento perpetuo hacia Bobby, el sheriff del pueblo. Lacónico, imperturbable, honrado, Bobby es todo lo que Glen jamás ha sido, y desde su primer y único careo, los malos presagios no dejan de acumularse. Una complicación más viene, gradualmente, a sumarse. Jewel, la novia de Glen, madre de su hijo, ha sido fiel a su novio descarriado durante su ausencia de tres años a pesar del persistente cortejo de (¿adivinan quién?) Bobby. En este punto el lector puede sentir que Larry Brown ha forzado más de la cuenta el tejido de su pequeño pueblo para resultardel todo plausible.
Este momentáneo parpadeo de duda queda digerido al instante frente a la aceleración progresiva de la tensión. El señor Brown, cuyas anteriores novelas son Joe y Trabajo sucio, maneja este embrollo de lealtades y alianzas tácitas con resuelta destreza, y el modo en que, frugalmente, nos va proporcionando revelaciones crea remansos inesperados en el discurrir de la obra. Puede que esta sea una manera extravagante de decir que el autor sabe perfectamente cómo hay que contar una historia. Resulta realmente chocante, por ejemplo, enterarse súbitamente de que la rabia de Glen contra el mundo deriva de un horrible accidente acaecido en su infancia: la narración retrocede al pasado para dar con un con niño que juguetea con un rifle y aprieta el gatillo apuntando a la cabeza de su hermano «esperando que hiciese un simple chasquido». Su familia le ha perdonado, pero la triste realidad es que Glen no puede perdonarse a sí mismo. Avanzado el libro, el señor Brown entreabre la puerta de la redención en el momento en que Glen se va a pescar con un viejo amigo y captura una pieza enorme. Es uno de esos peces que solo se pescan una vez en la vida, pero Glen, ante el asombro de su amigo, decide soltarlo: «No había tiempo para explicaciones. El pez podía morir si no lo devolvía al agua de inmediato. “Es así. Nunca he matado un ciervo que luego no haya deseado que siguiese vivo. Esta cosa es demasiado bonita para matarla. Prefiero que siga ahí dentro a que cuelgue de la pared de alguien”».
Lo que añade aún más intensidad a la resonancia mítica de la novela es la casi total exclusión de referencias contemporáneas. Uno apenas es capaz de reconocer que todo tiene lugar en los años sesenta: una peregrina alusión a Vietnam («No te irán a enviar a ese desastre del otro lado del océano, ¿verdad?») es lo único que nos sitúa en el año 1968. La lucha por los derechos civiles, los asesinatos y los disturbios en las ciudades no se mencionan en ningún momento.
El señor Brown tiene la mirada puesta en algo mucho más elemental. Padre e hijo trata sobre la violencia del corazón humano y sobre los accidentes que han podido incubarse en este desde la cuna. Sobre todo es un relato absorbente, descrito maravillosamente: el ritmo aletargado de la vida de un pueblo pequeño del sur está captado de un modo magistral. Si hay que buscarle un solo defecto al libro, es que se percibe una cierta esquematización, algo a lo que el autor no nos tiene en absoluto acostumbrados. Las simetrías que el señor Brown establece ocasionalmente se perciben algo forzadas. La forma y la proporción se encuentran entre los elementos civilizadores de la ficción, pero siempre es menos divertido cuando se distinguen, siquiera mínimamente, las junturas. También resulta sorprendente porque la técnica del señor Brown, sobre todo en los diálogos, se basa siempre en la insinuación y la sutileza; la mayor parte del tiempo nos da la impresión de que estamos leyendo entre líneas. En un escritor menos dotado este ligero forzamiento no sería tan destacable; es el único punto que se le podría achacar a esta admirable novela para no llegar a ser un logro rotundo.