MARK RICHARD

 
© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

© Mark Richard. Foto en Key West (1977)

 

Mark Richard por J. D. Dolan
(BOMB magazine, otoño 1998)

Traducción: Javier Lucini

Su nombre se pronuncia haciendo hincapié en la última sílaba, Ri-shard, lo que le dota de la musicalidad que también se encuentra en su obra: una colección de relatos, El hielo en el fin del mundo, una novela, Fishboy, y una nueva colección de relatos, Charity, publicada por Nan A. Talese/Doubleday.

Entre los numerosos premios de Mark Richard están la medalla de las artes y las letras Mary Frances Hobson, el PEN/Ernest Hemingway Foundation Award a una primera obra de ficción, el Whiting Writers Award, una beca Tennessee Williams y una subvención del National Endowment for the Arts.

Más importante, quizá, es el hecho de que Mark Richard ha trabajado como pinchadiscos, camarero, pescador comercial, detective privado, director de campaña…, todo lo cual está deseando, de un modo u otro, utilizar en su ficción. Pero no es autobiografía. Se trata de una escritura increíblemente imaginativa, con personajes tan variopintos como niños de un pabellón de un hospital de la caridad, traficantes asesinos de poca monta, un insomne casi homicida y un vampiro de playa. Cualquiera que sea el tema, sus relatos son siempre trascendentes y, a menudo, adquieren la cualidad del mito.

Conocí a Mark Richard hará unos doce años, cuando caminaba con una ligera y misteriosa cojera. Mantuvimos esta entrevista por teléfono, mientras se estaba recuperando de una cirugía de prótesis de cadera.

¿Qué fue lo que te llevó a convertirte en escritor?
En mis años de instituto fui pinchadiscos; de hecho, a los 13 años fui el pinchadiscos más joven del país.

¿Y eso fue lo te que te llevó a la escritura?
Ayudó por el modo en que me obligó a desarrollar la forma de narrar, por el modo en que el sonido y el ritmo pueden servir de ayuda. Montar un programa que incluya noticias e información meteorológica cada cuarto de hora, con anuncios, canciones, charlas y bromas en medio, y hacer que suene atractivo al oído, supone saber trenzar las cosas y modularlas. Eso me ayudó a educar mi propio oído. No se puede mantener el nivel alto todo el rato. Se necesitan tonos bajos, silencios, se necesita tomar aliento. Y eso no se aprende si uno no estudia música o se dedica a hacer algo insólito como montar programas de radio en los que los oyentes solo van a tener en marcha un sentido, el auditivo.

 

Es como en esas acuarelas japonesas donde el espacio vacío es tan importante como las pinceladas.
Absolutamente. Es necesario saber escribir el vacío. Una de las cosas que estoy aprendiendo de la escritura dramática son las transiciones, tanto en las obras de teatro como en las películas. Soy muy fanático de las transiciones logradas. Porque uno siente con bastante frecuencia que hay que contarlo todo, y no es así, tienes que saber seleccionar y elegir. 

¿Te interesa la escritura dramática? ¿Teatro? ¿Cine?
Me interesa el oficio de la escritura dramática. Quiero tomar lo que pueda de ese tipo de escritura para incorporarlo a mi narrativa. En mis relatos hay muy poco diálogo, y me gustaría trabajar más con los diálogos. De un modo natural eso me acercará cada vez más a la escritura dramática.

¿Consideras que lo uno ayuda a lo otro?
Sí. Siempre me resulta divertido aprender formas distintas. Creo que por eso, ocasionalmente, me gusta el periodismo, sobre todo el periodismo radiofónico. Me gustan los haikus. Es importante para mi trabajo: transiciones y edición, y no me refiero a la edición de frases. Hablo de la edición en sí, escenas que entrelazas y escenas que pones en yuxtaposición con otras, porque yo no soy de meter comentarios. La subjetividad se desprende de lo que seleccionas y eliges contar, y del modo de presentarlo. Es fruto de lo que aprendí cuando estuve estudiando músico-terapia para personas con autismo. Puedes provocar respuestas emocionales a través de determinados sonidos y ritmos.

¿Cuándo estudiaste músico-terapia?
Cuando estaba documentándome para entrevistar a Tom Waits. Ciertas canciones suyas me hacen sentir mejor, aunque sean muy disonantes y nada balsámicas que digamos. En el proceso de documentación descubrí que se pueden reorganizar las ondas cerebrales de la gente a través de la música, y de los sonidos. Es lo que se hace con los autistas: se filtran y se eliminan los sonidos perturbadores y se potencian los sonidos que parecen tener una cualidad más sedante. Se descubrió que algunas personas respondían tan bien a la músico-terapia que hasta fueron capaces de hablar por primera vez en sus vidas. Aprendí que puedes llegar a provocar emociones a través del modo en que suenan las palabras, independientemente de las propias palabras y de sus significados. Puedes poner eso en práctica escribiendo palabras con sonidos que consuelen y que resulten acogedores, cuando en realidad las propias palabras estén describiendo el horror, de este modo puedes hacer más cercano el horror, o lo contrario. A veces leemos cosas que son perfectamente correctas, pero en las que hay algo que rechina. Hay como frases muertas. En ocasiones, el problema es que son acústicamente incorrectas. Pero para ello hay que educar el oído. Creo que es bueno saber apreciar la música, sobre todo la música clásica.

Algunos escritores dan la impresión de estar simplemente jugando o perdiendo el tiempo sobre la página. Tu obra no me da esa sensación para nada, lo mismo me pasa con gente como Barry Hannah. Los dos tenéis un estilo increíble. ¿Cómo haces para incorporar esa musicalidad a tu obra sin caer en el preciosismo?
Creo que está bien que los escritores jóvenes se emborrachen con las palabras y se enamoren del sonido. Yo me emborraché con las palabras y me encantaba jugar con los sonidos, pero al final tienes que contar una historia. De otro modo, no es más que ruido bonito sin melodía.

Muchos de tus personajes se encuentran al borde del precipicio, y no solo emocionalmente, también geográficamente, en un pantano o en un canal. Siempre hay algo físico en cuyo límite se encuentran. ¿Cómo te planteas el lugar, el espacio, en tus relatos?
La verdad es que no pienso mucho en ello. Siendo joven, cuando tenía problemas, me bajaba a la playa. Miraba el océano, luego me daba la vuelta y miraba la tierra. Entonces pensaba que no tenía que cubrirme las espaldas porque todo estaba delante de mí. Supongo que es algo freudiano, pero siempre me daba la impresión de que soltaba amarras al dirigirme al borde, a los límites. Miras el océano, piensas, ahí no hay ningún problema, solo lo que uno quiera arrojar a las olas. La masa de agua tiene mi huella.

¿Y así llegaste a Niño Pez?
¿«Niño Pez» el relato o Niño Pez, la novela?

Los dos.
Cuando estaba escribiendo El hielo en el fin de mundo bajo la tutela de Gordon Lish, Gordon me dijo que lo más difícil de escribir es el amor, no homoerótico, entre dos hombres. Eso fue lo que debía de estar pensando aquel día; estoy seguro de que cada día podía pensar una cosa distinta para dar respuesta a esa cuestión. Pero me lo tomé literalmente y planteé una situación en la que un joven en un barco de pesca se enamora de su capitán, pero no en un sentido homoerótico. Ese era el punto de partida de aquella historia. Intenté, como muchos jóvenes novelistas, contar una historia desde múltiples puntos de vista y, en los primeros capítulos, pareció funcionar, pero luego se volvió tan problemático que fue un desastre, sobre todo cuando empecé a perder las voces individuales. En el momento en que la voz se pierde, se pierde la credibilidad y el lector abandona. Son raros los relatos en que se consigue contar la historia desde múltiples puntos de vista. Todo el mundo invoca Mientras agonizo, pero son más las excepciones que la regla. Así que empecé a contar Niño Pez desde varios puntos de vista; pero como vi que de todas maneras iba a encontrarme con problemas de credibilidad en el camino porque se trataba de una historia fantástica, decidí que necesitaba acaparar mi credibilidad y hacer que la voz fuese de un único narrador.

¿Y qué puedes decirme de ese aspecto, cómo llamarlo… fantástico? ¿Realismo mágico?
Nunca me he sentido cómodo con la etiqueta de realismo mágico. Amy Hempel lo llamó sueño febril, y creo que eso se acerca más a lo que realmente es. Cada vez que empiezo a deslizarme hacia la esfera de lo fantástico, trato de recular y de enraizarlo bien a la tierra, lo que le proporciona esa cualidad de ensoñación.

Resulta muy creíble. Al leerlo me hizo pensar en García Márquez.
Leí Cien años de soledad cuando estaba trabajando en un barco camaronero en el Golfo y fue un libro decisivo para mí. Me dije: «Guau, ¿se puede hacer esto?». Fue muy liberador.

¿Puedes nombrarme otras influencias literarias?
Creo que todo el mundo tiene su lista estándar encabezada por Faulkner y Flannery O’Connor, que es una de las escritoras más divertidas que he leído en mi vida. En la facultad tuve un profesor maravilloso que era como Yossarian de Catch-22, una especie de disidente. Nos describía lo que era ir montado en los vientres de los aviones en los que voló durante la guerra de Vietnam, mirando los lugares que bombardeaban: «Planeábamos sobre aquellos caminos, sobre los lugares que habíamos bombardeado la noche anterior, y miraba a través de aquella lente y veía los faros de los miles de camiones que seguían marchando por aquellos caminos». Recuerdo que no tenía ni un solo libro en las estanterías de su despacho, porque sabía que estaba allí solo temporalmente. Me dio La pesca de la trucha en América de Richard Brautigan, Noventa y dos en la sombra de Tom McGuane y El cineasta de Walker Percy. Esos tres libros en particular me abrieron los ojos, me hicieron ver que se podía escribir así, mandando al carajo un montón de reglas. Considero la lectura de esos tres libros como un punto de inflexión en mi vida. Cada pocos meses atravieso un período distinto. El año pasado leí todo lo que pude encontrar de John O’Hara. Por lo general, leo cosas viejas. Hay tantas cosas nuevas que prefiero dejarlas que se agiten y ver qué queda al final, qué perdura, antes de volcarme sobre ello. Barry Hannah y yo tuvimos esta misma conversación el otro día, acerca de la ficción contemporánea, que no nos parece muy buena…

¿Y por qué crees que es así?
Probablemente haya muchas respuestas a esa pregunta. Me sorprende lo mucho que ignoran un montón de escritores los libros que les precedieron. Tienes que leer lo que hubo antes para saber dónde te encuentras. No tienes que reinventar la rueda. Pero si quieres escribir un libro sobre un profesor de universidad de mediana edad que se enamora de una adolescente, creo que es conveniente saber que Lolita ya existe en el mundo.

¿Y qué me puedes contar de Barry Hannah?
Es uno de los escritores más infravalorados que hay por aquí. Sus libros Ray, Airships, y Gerónimo Rex son obras maestras. Y Bats out of Hell es un gran libro. High Lonesome tiene cosas que jamás se han escrito así antes. Coges un montón de novelas contemporáneas y dices: «¿Sabes qué? Esto ya lo había leído antes». Eso jamás puede decirse de un cuento de Barry Hannah. Las cosas que hace con el tiempo en el primer párrafo, el modo en que planifica y maneja el tiempo y el punto de vista. Es un escritor increíblemente dotado que espero que algún día reciba el reconocimiento que se merece.

¿Qué sientes al ser catalogado como escritor sureño?
Alguien me dijo el otro día: «Al leer tus relatos me sugieren lugares del Sur que conozco, pero nunca son lugares que conozco». Y yo pensé, sí, porque nunca digo que este es tal sitio. El relato puede transcurrir en cualquier parte, y así, por transferencia, puede ser la historia de cualquiera, incluso tupropia historia. No quiero ser específico geográficamente, pero quiero ser exótico. Todo dentro de su contexto, ¿entiendes? Sigo queriendo que se sienta familiar, o como un lugar que soñaste después de ver uno de esos programas de viajes. Pero no quiero que resulte oscuro, por eso nunca podría escribir ciencia ficción y hablar de lugares en los que nadie ha estado. Prefiero hablar de lugares familiares, de gente que resulte familiar, de cosas con las que todos nos podamos sentir relacionados. El otro día un tipo me preguntó: «¿Cómo es que escribes sobre toda esa gente rara y jodida?». Pero, ¿sabes qué? Yo estoy jodido y soy raro, así es que no me resulta muy difícil.

Da la impresión de que buena parte de tu ficción es autobiográfica. ¿Qué otros acontecimientos de tu vida han logrado abrirse paso hasta tu obra?
Bueno, una vez dirigí una campaña política. Ya llevaba en Nueva York un par de años y me había quedado sin nada de pasta. A veces te encuentras en esa situación cuando vives en Nueva York; no te queda otra que retroceder y saltar al vacío. Me fui a Virginia, donde conocía a una mujer que se había comprado una casa en la playa con una habitación en el ático en la que me dejaría instalarme por cien pavos al mes. No había aire acondicionado, ni privilegios de cocina. Tenía un catre que me había encontrado en una calle del Upper East Side. Así que me bajé a Virginia Beach con un viejo diccionario y con mi catre e intenté escribir algo en aquel ático. También estuve tratando de sacar algo de pasta durante mi estancia allí y encontré trabajo escribiendo folletos para una campaña. Cuando llegué a la sede de la campaña me di cuenta de que el candidato era un perdedor de tal calibre que todo el mundo le estaba abandonando. Pasé de escribir panfletos a redactar discursos y, al final, a ser director desu campaña. Yo era un fiasco para el candidato, pero me divertí muchísimo. Pasamos buenos ratos. Es la base para una novela que me gustaría escribir algún día. Mi editor me dijo que mi primera tentativa resultaba incomprensible como libro. Supongo que era una historia complicada. El tipo tenía graves problemas a la hora de hablar en público, pesaba cerca de ciento cuarenta kilos y sudaba profusamente. Y se quedaba congelado cada vez que se ponía delante de las cámaras.

¿Redactaste discursos para un tipo que no era capaz de hablar en público?
Básicamente. Una vez estábamos grabando y el tío no podía dejar de cagarla, así que al final no tuve más remedio que decir: «¡A la mierda!» y dejar los errores. Después hice un montón de ajustes de voz en el estudio. De vez en cuando, llegaban enormes cantidades de dinero y nos las gastábamos de maneras completamente inadecuadas: organizando grandes funciones en distritos en los que luego descubríamos que la gente no tenía la menor intención de votar por nosotros. Organizábamos barbacoas, torneos de pesca. El tipo era un perdedor de tal calibre que incluso su propio partido político se quiso distanciar de él.

¿Y qué paso luego?
Sus índices de popularidad empezaron a subir.

¿A subir? (risas)
Cuando finalmente me di cuenta de que no teníamos la menor oportunidad, me puse a escribir de lo que fuese. Redacté declaraciones que tomaban posturas completamente disparatadas contra el «status quo», pero la gente pensó que resultaban refrescantes, y su popularidad comenzó a crecer. Si hubiésemos empezado antes con más pasta, probablemente habríamos tenido más posibilidades. Nos dimos cuenta demasiado tarde de que en las calles existía un sentimiento «anti-status quo». En Virginia entonces solo había un partido, el Demócrata. Y había un montón de gente que no estaba contenta con el sistema del «buen muchacho», particularmente los marginados: los negros, las fuerzas militares provisionales. Indudablemente fue educativo. Aguantó hasta las elecciones, y a mí me pagaron mil setecientos dólares por dirigir todo aquel circo. Me quedé en Virginia Beach lo bastante como para verle completamente triturado en las urnas y, después me largué alegremente de vuelta a Nueva York en Amtrak con mil doscientos dólares en el bolsillo. Me llegaron rumores de que intentó suicidarse después de las elecciones.

Hay material para una buena novela.
Buen material, quizá. Pero la mayor parte son anécdotas, y no quiero ser un escritor que se dedica solo a contar anecdotillas interesantes. Tienen que sumar y cobrar un sentido. A veces cuadran y a veces no. ¿No te sientes engañado cuando llegas al final de una novela y todo encaja demasiado bien? Yo prefiero encontrarme con un final que se proyecte en el espacio y te haga decir: «¡Guau!». Esos finales son realmente difíciles de tramar. Requiere muchísimo trabajo hacer que una historia despegue y que al final se proyecte en el espacio; o se hace bien o te cargas la historia. Pero se trata de un fallo ambicioso. Me siento mejor con los fallos de la ambición que con los libros mansos y competentes. Mi primer borrador de aquella aventura política fue un fallo ambicioso.

Tengo entendido que te estás recuperando de una cirugía. ¿Cómo te lesionaste la cadera?
Al terminar la universidad me puse a trabajar como fotógrafo aéreo, y el avión en el que iba se metió en un maizal, fue un aterrizaje forzoso controlado. Eso no le sentó demasiado bien a mi cadera. Y es que me he dañado la cadera muchísimas veces haciendo todo tipo de cosas que no debería haber hecho, sobre todo cosas de curro. Me pasé tres años en barcos pesqueros cargando con cestas de cuarenta kilos de peces y vieiras sobre cubiertas rodantes. Una compensación excesiva por haberme pasado un montón de tiempo postrado en cama durante mi adolescencia.

¿Postrado en cama?
Sí. Empecé con la cirugía a la edad de nueve o diez años, tenía que volver periódicamente a operarme, una y otra vez. Así hasta los dieciocho, poniéndome o sacándome placas o clavos. Mientras me recuperaba me leí bolsas y bolsas de libros de la biblioteca que me llevaba mi madre a casa.

En varias de tus historias hay niños en situaciones verdaderamente desoladoras.
Es todo de primera mano. Me pasé varios años entrando y saliendo de hospitales infantiles. Mi familia no tenía mucho dinero, así que a menudo ingresaba en hospitales Shriner o de la caridad, que eran un poco siniestros. Muchas de las situaciones que viví fueron bastante dickensianas.

Aunque tus personajes nunca son autocompasivos.
Lo genial de ser un niño de uno de aquellos hospitales es que puedes tener ambas piernas entablilladas, llenas de clavos, enganchadas, y pensar que estás mal, pero basta con que mires a la cama de al lado para encontrarte con alguien sin cara. Junto a eso está el hecho de que los niños seguirán siendo siempre niños, no importa lo deformados o impedidos que estén por sus discapacidades. Cuando todos los niños tienen una discapacidad, todas esas discapacidades acaban volviéndose invisibles y lo único que tienes al final son amiguitos. Algunos con más capacidad para moverse que otros, algunos completamente inmovilizados en sus camas, literalmente cabezas parlantes. Hay muy poca autocompasión.

Siempre me he visto metido en situaciones extrañas. Pero creo que todos vivimos en situaciones extrañas, lo que pasa es que uno no reconoce lo extrañas que son. Puede estar relacionado con haberme pasado tantos años, en mi infancia, atrapado en escayolas, pero al final acabas desarrollando un instinto de supervivencia que te permite superar tu situación inmediata para no volverte loco al pensar que vas a tener que pasarte nueve meses tendido de espaldas e inmovilizado. Debido a esa experiencia, o a esa habilidad, puedo evadirme de determinada situación y revolotear sobre ella viéndome a mí mismo como un jugador, ver lo absurdo que es todo.

Pareces poseer la capacidad de transformar las situaciones siniestras en divertidas.
Disfruto siendo consciente de estar en el mundo y de poder divertirme, de poder tomármelo un poco a broma. Sobre todo, me gusta que vengan a mi puerta vendedores ambulantes o que se me acerquen los estafadores porque me encanta darle la vuelta a la tortilla y estafarles a ellos. Enseguida tratan de librarse de mí y yo insisto: «No, no, no…».

¿Y qué ocurre en esas situaciones?
El otro día me vino un tipo que quería pintar los números de mi casa en la acera. Primero quería poner una capa blanca y luego pintar encima los números en negro. Tenía una vieja copia de no sé qué supuesta resolución del ayuntamiento para hacer eso en todas las casas. Le invite a entrar para que pudiésemos llamar por teléfono al Departamento Municipal de la Vivienda y me puse furioso. El tipo ni siquiera llevaba pintura blanca, así que le sugerí que fuésemos juntos a comprarla, y vi que los ojos se le vidriaban. Aquello no se lo esperaba. Le habría llevado una hora o más librarse de aquel lunático que era yo.

(Risas) Aunque no parece que estuvieses dirigiendo tu ira hacia él, sino a la agencia municipal.
Eso es. La clave está en que nos convertimos en cómplices de esa opresión y en socios contra algoque era superior a nosotros, y él no quería esa clase de asociación. De repente, estás desviando su estafa. La estafa comienza a resquebrajarse porque sus objetivos se desbaratan. Al tipo le va a resultar más fácil librarse de ti y dirigirse a la puerta de al lado, donde, con un poco de suerte, le darán diez pavos. También pude haberle pedido que me dejase ver las plantillas de los números para asegurarme de que no le faltase ninguno. Entonces podría haberle invitado a que me acompañase al garaje a por cartones y ponernos juntos a hacer las plantillas de los números que le faltasen. No tengo otra cosa qué hacer. Tengo toda la tarde. Soy escritor. ¿Sabe usted?

¿Alguno de los relatos de tus libros te llegó de esta manera?
Tengo un amigo que se llama Steve…

¿No será Steve Willis?
Sí. Un año Steve y yo dedicamos un montón de tiempo a intentar enriquecernos por la vía rápida. Nos pusimos a vender madera a la deriva a floristerías, vendimos pescado, cometimos un montón de fraudes y hasta el último nos estalló en la cara.

¿Como en ese relato en el que los personajes se piensan que tienen cuarenta mil dólares de madera a la deriva?
Estás en una islita en la bahía y estás entusiasmado porque estás recogiendo toda esa madera y te piensas que por lo menos te van a dar cinco o diez dólares por pieza. Así que cargas la barca hasta arriba y la barca se hunde a causa de tu codicia, y te tienes que pasar todo el día achicando el agua del bote.

¿De verdad se te hundió la barca?
Sí. La barca se hundió y tuvimos que reflotarla. Perdimos todo ese tiempo, dinero y esfuerzo. Luego intentamos vender la madera en Norfolk, y nadie quiso comprarla. Acabamos vendiendo todo el cargamento por cincuenta dólares a un hombre que tenía una sola pierna. Había perdido la pierna recolectando ese mismo tipo de madera en la misma isla donde habíamos estado nosotros, que está infestada de serpientes mocasín (fue a meter la pierna en un nido de serpientes). Y cuando estuvimos por allí recolectando la madera no paramos de espantar serpientes y enjambres de mosquitos, todo el percal.

Al final se trabaja a destajo cuando intentas enriquecerte rápido. En El hielo en el fin del mundo hay un relato semi-autobiográfico que se titula «Alegría al estilo de la huerta», sobre cuando Steve Willis y yo estábamos sentados en una caravana junto al canal, tramando nuestro próximo plan para hacernos millonarios de la noche a la mañana, y lo único que teníamos que hacer era evitar que el caballo de nuestro casero se acercase al jardín, una tarea aparentemente sencilla para dos tipos como nosotros. Pero ni siquiera pudimos hacer eso.

(Risas) ¿Y el casero tenía de verdad toda esa pintura «acuarina»?
Estaba la pintura; estábamos siempre cubiertos de esa pintura. Muchas de mis historias tienen sus semillas en gente que intenta vencer al sistema, o ganarse la vida fuera del sistema. No queríamos que nadie nos dijese lo que teníamos que hacer. Íbamos a ser nuestros propios amos. Y al hacerlo, a veces, nos poníamos en situaciones en las que éramos más vulnerables ante esa clase de cosas que tratábamos de superar.

¿Cómo ves la evolución de tu obra?
Bueno, creo que Charity muestra cierto tipo de evolución, sobre todo en los dos últimos relatos, «Tunga, Tunga», que era parte de una novela que preocupó a mi editor porque era demasiado oscura, y «Memorial Day», que es sobre un niño pequeño y la muerte. Esos cuentos son muy distintos, pero me veo tomando esa dirección. Creo que son más como parábolas, que poseen una visión moral de causa y efecto tipo Antiguo Testamento, la incapacidad de escapar del pecado original. En este nuevo libro de relatos no hay muchas historias de chico-y-chica porque… ¿A quién le importa? Todos tenemos historias de chico-y-chica, chica-y-chica o chico-y-chico. No estoy seguro de que nos acerquen más a lo divino.

¿Consideras muy importante tener un buen comienzo al principio de tus cuentos? ¿Escribes primero un boceto general de todo o tratas de partir de un comienzo claro?
Tengo que empezar desde el principio. No puedo escribir un borrador del conjunto si el comienzo no está bien, porque entonces el final tampoco va a estar bien. Si escribes un borrador de todo con un principio malo vas por mal camino, has dado un giro equivocado desde el primer momento.

¿Cómo sabes lo que es un buen comienzo? ¿Y cómo sabes que lo tienes?
Muchas veces no tengo ni idea, pero soy muy curioso y prosigo para ver cómo se resuelve. Tiene que tener cierto misterio. Ha de haber cierta esperanza, un poco de humor implicado o, de lo contrario, que sea algo absurdo o surrealista.

Aunque muy a menudo haya también algo amenazante.
Como dice John Gardner: «Cuando lees un relato sientes que vas detrás de algo». Así es como me tengo que sentir yo. Tienes que tener cuidado e ir dosificando la información, comenzar en un lugar que no parezca ser el apropiado y que luego resulte que sea el único lugar desde el que podías haber empezado. E inversamente, creo que el final ha de ser (¿cómo era ese viejo dicho?) inevitable y, aun así, sorprendente. El reloj avanza. Después de las primeras frases tengo la impresión de que el reloj avanza como un metrónomo y sé dónde está ese metrónomo, sé el ritmo que impone, así que sé que este relato acabará  probablemente en veintitrés páginas y media. Y es así que, por supuesto, me veo al final de la página veintidós, dirigiéndome hacia la veintitrés, y voy, ya estoy en ello, solo porque al principio supe que el reloj avanzaba. Hemos leído relatos en los que nos lanzamos de cabeza y nos damos cuenta de que son demasiado largos. Y creo que es por haber tenido un mal comienzo.

Y por no haber entendido cuál era el arco de la historia.
Exacto. No todos los finales han de ser claros y estar perfectamente atados.

Pero ha de haber una suerte de resolución, aunque sea desconcertante. Como en tu relato «Los pájaros».
A veces te ves en esa trayectoria y en lugar de que la historia alcance un clímax y luego la acción descienda hasta su desenlace, lo que hace es alcanzar el clímax y seguir su camino y escape por la ventana. El relato que da título al libro, «Charity» acaba con las manecillas de un reloj en el pasillo de un pabellón de un hospital de la caridad. Ese fue un final que me vino por voluntad divina. No tenía ni idea de cómo iba a resolverse ese cuento y, entonces, de pronto, lo vi claro. Uno de esos niños se escapa, otro no y se queda allí para siempre. Quiero decir que creo que de eso va un poco lo de los finales. No está perfectamente resuelto en un momento en que todo el mundo se arregla y vuelve a casa con unos padres maravillosos, porque la vida no es así.