CHRIS KNIGHT

The Trailer Tapes
(Drifter’s Church, 2007)

Este inspector de minas de Kentucky decidió ponerse a componer después de escuchar el Guitar Town de Steve Earle por la radio (hablando de Steve, años más tarde me encantaría encontrarme con aquella crítica que compararía la fuerza y la furia de Chris Knight con las de un Cormac McCarthy de paso por Copperhead Road). Llevaba ya desde los quince aprendiéndose las canciones de John Prine a la guitarra. Comenzó a viajar a Nashville y a frecuentar las noches de micrófono abierto del Bluebird Café (aunque no pegase ni con cola con los Garth Brooks de turno que pululaban por allí a ver si les sonaba la flauta, incluyendo al propio Garth Brooks de turno al que le sonó la flauta y brrrrrrrrr –escalofrío del reseñista, seguido de arcada–) hasta que un buen día llamó la atención del productor Frank Liddell y ¡bendito sea! (como suele decir mi amigo Rafi cuando algo le emociona: «A ese tío le debo dinero»). Pues bien, el caso es que cuando en 1998 editó su primer álbum en Decca (Chris Knight, ¿para qué vamos a complicarnos?) el bueno de Chris seguía viviendo en su terrenito de 90 acres, con su perro, en un tráiler de 10’x15’ a las afueras de Slaughters, Kentucky (población: 238 habitantes, entre los que cabría destacar a Miss Kentucky USA 2005, o ni siquiera). Pero ya para entonces llevaba tiempo escribiendo y grabando canciones, a lo Alan Lomax, en su tráiler, con su perro y su guitarra, historias del sur profundo, ásperas y crudas, en cintas ADAT (maravillosa House and 90 Acres). Él pensó que aquellas grabaciones jamás verían la luz, pero con el tiempo la gente empezó a hablar de ellas. Habían circulado en bootlegs y se habían vuelto secretamente legendarias. Recuerdo haber preguntado por ellas en la tienda de Ernest Tubb cuando estuve en Nashville (furtivamente, como quien pregunta por literatura licenciosa). Había un tipo que conocía a un tipo que tenía una copia en cassette y que lo mismo si me pasaba por el Tootsies Orchid Lunge esa tarde podría pedirle que me la grabase, porque solía dejarse caer por allí. Crucé la calle y estuve hasta las tantas emborrachándome en la barra del Tootsies esperando a aquel capullo(para fastidio de mi consorte, que había oído lo de que quien entraba emparejado en el Tootsies salía indefectiblemente soltero*) y me reafirmo en lo de capullo porque, por supuesto, aquel capullo no dio señales de vida. Mi gozo en un pozo. Por mí me hubiese quedado en aquella barra, bebiendo cerveza, hecho un Barfly en toda regla, hasta que por fin apareciese aquel capullo, pero no viajaba solo, maldita sea, y al día siguiente salía nuestro vuelo a Madrid desde Chicago. No me cuesta mucho imaginarme allí sentado (ya soltero), durante varios años, con aquel capullo sin dignarse a aparecer, por supuesto, hasta el día en que finalmente aquellas grabaciones vieron la luz tras ser mezcladas y remasterizadas por Ray Kennedy en 2007 (otro grande al que le debo dinero). Entonces cruzaría la calle, volvería a entrar en la tienda de Ernest Tubb y compraría el disco oficial. Ya no trabajaría allí el tipo que conocía al capullo que tenía el dichoso bootleg. Pero al llegar a casa oiría el disco y desde el primer acorde de la primera canción (Backwater Blues) tendría clarísimo que la espera había merecido la pena.

En 2009 saldría su secuela, el Trailer II. Otra puta obra maestra (más dinero a deber).

*Decir que no salí del Tootsies soltero, pero casi. Mi consorte y yo aún tardaríamos un par de meses en demolernos.

JAVI GARCÍA

A Southern Horror
(Izzy Is Dead Music, 2010)


Supongo que ocurrieron otras cosas y que habrá quien recuerde el año 2010 por sucesos de mayor enjundia, como lo del Mundial de Sudáfrica y el portero que besó a la reportera, lo de Zapatero al poder, la muerte de Antonio Ozores o las filtraciones de WikiLeaks. Pero he de confesar que en la culata de mi rifle solo hay una muesca memorable: 2010, el año del Tigre, Centenario de la Revolución Mexicana y Bicentenario de la Independencia de México (¡cabrones!), es el año en que el texano Javi García junta a los Cold Cold Ground en San Marcos, Texas, y con la complicidad de Mike McClure (de quien ya hablaremos en una próxima reseña), se autoproduce («con afecto») y graba (en apenas cinco días y solo con amplis de válvulas Fender vintage de los sesenta) el contundente A Southern Horror, un álbum doble que contiene el susodicho LP y el EP Madly in Anger. El temazo Lose Control dejaba a Ryan Bingham (el primero, el de Mescalito, palabras mayores) a la altura del betún y el As Wicked As You, en compañía de una efímera Southern Horror Bluegrass Band, sugería a Steve Earle que bien podía quedarse a vivir, si tanto le enrollaba, con los hipsters de Nueva York y de la HBO, que ya estaba él para ponerle remedio. Pero sería la contundencia de temas como el Voodoo Queen o el Flood (algo parecido a como sonaría el maestro Ray Wylie Hubbard con muchos más decibelios, más sangre en la voz y un punto de lo más garagero) lo que me volvería loquísimo (baladas criminales que hacían parecer a Nick Cave un autor de Disney). Tremendo bofetón en todo el careto. Puro y simple. 2010 fue esto.

JASON ISBELL

Something More Than Free
(Southeastern Records, 2015)


Estoy escuchando por enésima vez All Your Favorite Bands, el temazo que da título al último disco de los Dawes. Taylor Goldsmith canta: «Espero que la vida sin acompañante sea lo que pensaste que sería / espero que el El Camino de tu hermano nunca deje de funcionar / espero que el mundo vea a la misma persona que fuiste siempre para mí / y que ninguna de tus bandas favoritas se separe nunca». Y me he puesto a pensar en bandas. En bandas favoritas que se deshicieron (sin ir más lejos The Band). En muertes y deserciones. Y creo que es muy bonito eso que le desea Taylor Goldsmith a esa chica en el estribillo. Hay algo de juventud perdida y deLast Picture Show (como si todo ese asunto de las bandas perteneciese siempre a un remoto pasado y el presente fuese ya cosa de solistas, de trovadores solitarios). Claro que a veces es bueno que la cosa estalle y se disgregue (para no asistir a esa cosa tan geriátrica de los Rolling, por citar solo un horror…). Pienso ahora en los Drive-By Truckers. Para mí su época gloriosa comenzó con la incorporación de Jason Isbell durante la gira del álbum Southern Rock Opera, un álbum conceptual que, precisamente, narraba la historia de una banda ficticia llamada «Betamax Guillotine» que en realidad eran los Lynyrd Skynyrd camuflados (quienes, por cierto, siguen activos, y dan cosilla). La cosa va de bandas. Le seguiría el Decoration Day, el Dirty South (gloria bendita) y el Blessing and a Curse. Entonces fue cuando la banda sufrió una crisis porque Jason Isbell se fue de un modo «amistoso». FALSO: Patterson Hood (a la guitarra, la voz, el bajo, el banjo, la mandolina y el ego como un camión) le invitó a largarse. Y en realidad es lo mejor que le pudo haber pasado a Isbell. Porque gracias a esa ruptura comenzó su impresionante carrera en solitario (mientras los Drive-By Truckers se fueron volviendo cada vez más tediosos, más producimos y acompañamos a otros y más discos de B-Sides y rarezas porque ya no sonamos ni de lejos como sonábamos). Hay que decir que dos de los cinco discos que ha sacado Isbell en solitario son en compañía de los 400 Unit (banda formada con retazos de otras bandas como Sadler Vaden, de los Drivin’ N Crying, y Derry DeBorja, que militó en Son Volt, tremenda banda que surgió a su vez de la disolución de los Uncle Tupelo, de la que también surgiría Wilco). Something More Than Free, aunque no tan deslumbrante como el anterior (Southeastern), es una auténtica maravilla. Incluye una canción final que enlaza bastante con la canción de los Dawes con que iniciábamos esta reseña: To A Band That I Love, dedicada no a los Drive-By Truckers (que les den) sino a Centro-Matic, la banda tejana de Will Johnson que se disolvió el año pasado. El caso es que todo se rompe y a veces es bueno que así sea. Y para concluir pienso que quizá el estribillo de los Dawes podría leerse en clave cabrona, en clave resquemor, en clave «Espero que estés sola / espero que la mierda de coche que tenía tu hermano siga sacudiéndote los huesos en cada bache / espero que todo el mundo vea lo zorra que eres / y que ninguna de tus bandas favoritas se separe para, con un poco de suerte, poder ver un día cómo les revienta el corazón sobre el escenario».

STURGILL SIMPSON

Metamodern Sounds in Country Music
(High Top Mountain, 2014)


Se confirma. Estamos de enhorabuena. Waylon Jennings no ha muerto, tiene un dignísimo heredero (y no es su hijo Shooter, que anda más perdido que Harry Dean Staton al principio de París, Texas). Con su segundo álbum, en el que suma a la mezcla un poquito de Bakersfield, Sturgill Simpson no deja lugar a dudas. Majestuosa lección sobre cómo casar el tradicionalismo outlaw de los setenta con un sonido fresco y moderno, haciendo además gala de una mentalidad abierta (basta con escuchar lo que dice, entre otros, ha leído a Emerson, bueno, dejémoslo en que ha leído –o, mejor, en que sabe leer–, que a juzgar por lo que anda sonando por ahí fuera, ya es mucho decir…) y una autenticidad que queda, por fortuna, muy lejos de las fantochadas y el postureo del Nashville más casposo y hortera (en Just Let Go, Sturgill canta «Hoy me levanté y decidí matar a mi ego», algo que deberían aplicarse muchos de esos cantamañanas de camisa arremangada y pantalón prieto que se dedican a airear sus excrementos por el Country Music Channel, lo más parecido que yo conozco al puto Octavo Círculo del Infierno: hay una vieja broma que dice que si escuchas al revés esa bazofia country tu perro vuelve a casa, la mujer que te dio boleto regresa al hogar y tu camioneta vuelve a funcionar…, pero la verdad es que ni eso…). Podría pasarme horas oyendo en bucle Life of Sin(«puede que algunos encuentren intimidante el nivel de mi medicación»), el segundo corte de esta magna obra que es una de las mejores cosas que le han pasado al country en muuuuuuucho tiempo. El título es un homenaje a aquel fundamental disco de Ray Charles, Modern Sounds in Country and Western Music. El tipo viene de Jackson, Kentucky. Ahora vive en Nashville con su mujer, su perro y su hijo. Y dice que lleva sobrio desde los 28. El disco está dedicado a Francis Crick, Terence McKenna, Aldous Huxley, Carl Sagan, Stephen Hawking, Rick Strassman y Andrew Stone. Poca broma.

DYLAN STEWART

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Pay the Fiddler
(2012)


John Ringling, allá por 1913, decidió financiar la construcción de la Oklahoma, New Mexico & Pacific Railway, destinada a facilitar el transporte de los granjeros y los rancheros entre Ardmore y Lawton. A la ciudad que nació de aquella empresa, en el condado de Jefferson, le pusieron su nombre, Ringling, también ilustre fundador del famosísimo Circo de los Ringling Brothers (que luego se fusionaría con Barnum & Bailey, para formar lo que se llegaría a conocer como «el Mayor Espectáculo del Mundo»). Descubrieron petróleo en las cercanías y la ciudad vivió una época de gloria, pero los pozos no tardaron en secarse y enseguida resultó evidente que hacía demasiado frío para las bestias del circo. En la actualidad la ciudad apenas supera los mil habitantes. Hay seis iglesias metodistas. Y allí nació Dylan Stewart, hijo de un carpintero. 

Una vez dicho esto, permítanme invitarles a introducir «Ringling Oklahoma» en el buscador de imágenes de Google para que se hagan una idea de a qué suena todo esto. En efecto. Suena a circo que se ha ido. A solar vacío y a pueblo desolado. A amor, a pérdida, a muerte, a desesperación. Suena a música de gente que hace música en un lugar en que la gente suele acabar yéndose con la música a otra parte. Voz arenosa empapada en whisky. Este fue su primer álbum. Brutal. Digamos que acaba de marcharse el circo y son muy pocas las opciones que quedan para merodear con tu chica: el desguace, el basurero, el bar, el bosque, el cementerio. «[…] Y aquí estoy con Loretta, / es dos veces más rápida que yo, / nos perdemos en el bosque, / a darle al moonshine y a las anfetaminas […]».

Al año siguiente, Mike McClure, de los gloriosos Great Divide, le produciría su siguiente disco al frente de los Johnny Strangers. Ahora dicen que ha incorporado un toque gótico sureño en su tercer álbum con su nueva banda, los Eulogists. Está a punto de salir. Lo quiero y lo quiero ya. No puedo esperar.

Gill Landry

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The Ballad of Lawless Soirez
(Nettwerk, 2007) 

Antes de los Old Crow Medicine Show subsistieron los Kitchen Syncopators, excrecencia de lo que en su día fue un show de vaudeville llamado The Songsters con el que Gill Landry estuvo muriéndose de hambre por las ferias de Oregon hasta desarticularse y reinventarse en las calles de Nueva Orleáns. Mucho después le preguntarían si volvería a editar los discos que grabó al frente de los Syncopators (seis años de bourbon, «resonator», sierra y tabla de planchar). Dijo que no. Los Syncopators existieron en un tiempo en que las cosas podían morir. Y así las cosas eran mejores. Entonces llegamos al Mardi Gras del año 2000. Las dos bandas se encuentran en Treme. Crows y Syncopators. Como los Wanderers vs. los Ducky Boys. Las mismas canciones. Los mismos estilos. El mismo territorio. New Orleans country blues y ragtime vibe. Luego resulta que Critter, cofundador de los Crow, va a dejar temporalmente el Show de la Medicina del Viejo Cuervo para desinfectarse del «Cocaine Blues», por lo que la banda necesita a alguien que le reemplace. Le preguntan a Gill si sabe tocar el banjo. Gill dice que sí. Pero no. Así que, Corte a: Interior, Folkstore de Seattle, día. Gill Landry entra en la tienda, se compra un banjo y le pide al dueño que le dé una lección en cinco minutos. Corte a: interior, salón de una casa de cualquiera que le acoja (un poco Blanche DuBois en Un tranvía llamado Deseo: «siempre he dependido de la bondad de los extraños»), día y noche. Gill ensaya como un loco durante dos semanas (plano encadenado, cada vez más botellas vacías y ceniceros desbordados). Y por fin Nashville (al cruzar el río Cumberland, Gill pregunta: «¿Qué es ese mal olor?» y alguien le responde: «Nuevo country», vamos: el vomitivo «Nashville sound»), la cálida bienvenida de los Old Crow y la mágica acústica del Grand Ole Opry. Cuando vuelve Critter limpio a recuperar su puesto y, aunque seguirá colaborando en todos sus discos, Gill no sabe qué hacer con su vida, así que rescata viejas canciones, manda unas demos a Nettwerk Records y graba su primer álbum en solitario (ya lleva tres): The Ballad of Lawless Soirez. Nueva Orleáns, trompetas, chicas que aman México pero a ti ya no, mala suerte, noveluchas de 25 centavos, blues, jazz, trenes que se cogen como enfermedades, novela negra, violín, borrachera y un ambiente Southern Gothic como de Tennessee Williams. Flores para los muertos. FM*.

 *FM. En este caso: Fuckin' Masterpiece.  Puta Obra Maestra. Y punto.

CURTIS HARVEY

Box Of Stones
(Fatcat Records, 2009)

Primero fueron las calles de Brooklyn con aquella banda de «slowcore»* llamada Rex, allá por el año 94, luego vendría esa cosa tan suburbial y tan de culto que duraría solo dos discos, los «alternative indie folk»** Pullman de Chicago, seguida de esa otra cosa más enérgica, más californiana, la no menos efímera banda de «progressive hardcore/noise rock»*** que fue Loftus, todo muy cansino, ya ven, hasta que Curtis decidió formar un trío de urgencia, perecedero, solo para grabar su despojada versión del «Changes» de Black Sabbath en plan «neotradicionalista»****, y dar a continuación el siguiente paso lógico en su involución personal que fue mandar todo a tomar por culo y encerrarse en su casa para perpetrar lo que vendría a ser su primer álbum en solitario (y lo de solitario va completamente en serio: sin ayuda de nadie, a una sola toma, haciendo agujeros en las paredes para llevar el cableado hasta el sótano y tocando todos los instrumentos: botes, lápices y sartenes incluidas), este glorioso Box of Stones. ¿Etiquetas? «Canciones solitarias a la luz de la lumbre, junto al carromato, con coyotes aullando en los cerros, viento entre las ramas y pocas, muy escasas, posibilidades de recuperar a tu chica que apostó por aquel otro vendedor de ungüentos mágicos aún menos fiables que los tuyos», o si lo prefieren «blues oscuro de carnaval». Música de sótano. Y whisky.

*Aquí me ven, reuniendo material para una tesis sobre la soberana soplapollez de las etiquetas: «slowcore», a veces también denominado «sadcore», y disculpen por ese ruido molesto que quizá en este momento les esté perturbando la lectura: soy yo, descojonándome.

**Ídem.

***Ídem de Ídem.

****RequeteÍdem.

HANK WILLIAMS III

Ramblin’ Man
(Curb Records, 2014)

Andaba Hank III liándola tan campante a cargo del bajo de los Superjoint Ritual, junto a Phil Anselmo (vocalista de Pantera), cuando se puso a vender aquellas camisetas en las que podía leerse «Fuck Curb». A finales de los noventa Hank había firmado con Curb Records un contrato para seis discos, más que nada para hacer frente al pleito por la custodia de su hijo y porque el juez le sugirió/obligó a buscarse «un trabajo de verdad». Así que no le quedó otra que vender su alma al diablo con el Risin’ Outlaw de 1999, álbum que el propio Hank, cada vez que tiene oportunidad, califica de «puto dolor de cabeza» (un año antes de que Curb firmase con Tim McGraw; dato de mierda que apuntamos para subrayar de manera clara y escueta que Curb, básicamente, es eso: un sello de mierda). El caso es que como todo buen sello de mierda (y este lo es, y mucho, aunque a veces se las quiera dar de diferente y «alternativo»), cuando ya Hank se liberó tras mil pullas humillantes (como lo de aquella versión edulcorada del Straight To Hell –que en un principio debería haberse titulado Thrown out of the Bar– para los buenos ciudadanos que compran en Wal-Mart), de su condena de seis discos en Curb sin posibilidad de condicional, el susodicho sello de mierda (en el que también milita su inaguantable papá Hank Jr.) ha seguido sacando material de desguace del artista. Este es el tercero de esa serie (de la que Hank, por cierto, no cobra un solo dólar). Ocho canciones y apenas veintiséis minutos a precio de oro. Hay versiones de Johnny Paycheck, Merle Haggard, Peter LaFarge y ZZ Top. Casi todas aparecidas ya en discos tributo. Aunque son temazos, se trata de un álbum caótico y absurdo. Y a mí, que soy un puto ansioso, los cabrones del sello de mierda me la colaron, una vez más. Y luego la industria tiene los santos cojonazos de quejarse de lo mal que va el negocio. De haberlo sabido, habría hecho caso al bueno de Hank: «No lo compréis, conseguidlo de cualquier otra forma, pirateadlo como si no hubiese Dios y regaládselo a todo quisqui». Pues eso. «Fuck Curb» y a tostar.

WSNB

Oktibbeha County
(WSNB, 2009)


Solo un par de cosillas. Oktibbeha (pronunciado: «ock-TIB-ee-ha») fue uno de los condados que se establecieron a partir de la cesión Choctaw de 1830. La zona del condado de Oktibbeha perteneció originalmente a los indios Choctaw. Su nombre deriva de un río hoy conocido como arroyo Tibbee. Aquel río marcaba la frontera natural entre la Nación Chikasaw y la Nación Choctaw y en los primeros tiempos fue campo de cruentas batallas, de ahí su posterior traducción como «Aguas Sangrientas». Eso por un lado. Por otro, están ellos. Jason Gardner (alias T-Rex), Clay Ford (alias El Profesor), Nate Brown (alias Papi Grande) y Willie Shane Johnston (sin alias; busquen una foto de él en Google y verán porque no hay huevos para ponerle un mote). Son de Hickory, Carolina del Norte y tras sus misteriosas siglas, WSNB, se esconde la sencillez y la contundencia de su fórmula: «We Sing Nasty Blues»*. Blues desagradable, horrible, sucio, asqueroso, repugnante, ruin, despreciable, molesto, indecente, obsceno, ofensivo, feo, desagradable, mal. Y blanco y pobre. Suena fuerte a cocodrilo, a cenagal, a cerveza rancia y a indio muerto. Vamos: Blues del bueno. 

*Sugerencia: si todavía sigue existiendo alguna tienda de discos, estaría muy bien disponer de una sección que llevase ese nombre: «Nasty Blues» (eso nos ahorraría muchas búsquedas enojosas).

LINCOLN DURHAM

The Shovel vs. The Howling Bones
(Rayburn Publishing, 2012)

Producido por Ray Wylie Hubbard. Eso ya era credencial más que suficiente. Y una Gibson HG22 de 1929. Lo bien que suena eso. Jirones del mítico Son House. Y todo lo demás. No paré quieto hasta que cayó en mis manos. Grabado en el estudio de George Reiff, en Austin, Texas, con Gibsons de principios y mediados del siglo, como la ya mentada (propiedad de Ray Wylie), pero también viejas Kays, Silvertones, Voxs y Bell & Howells acompañadas de mandolinas, armónicas, violines, macetas, cajas de cartón, comederos de pájaros, ladridos de perros, graznidos de cuervos, depósitos de aceite, sierras, cubos de basura, pies y todo lo que sea capaz de hacer ruido. Lo que viene siendo, según define su propia biografía: un Detestable-Hombre-Orquesta-Punk-Gótico-Sureño-Revitalizador-del-Góspel y bla, bla, bla, lo que tú quieras, con un estilo crudo, oscuro y poético del que, en efecto, se sentiría más que orgulloso Edgar Allan Poe (de hecho, más o menos es así como yo pienso que habría sonado Poe en las madrugadas de Baltimore, pasado de láudano y cagándose en Emerson, si en agún momento de inspiración sifilítica le hubiese dado por dejar la pluma y apostar por el banjo). En directo es tremendo. Pero grabado también salpica. Puro pantano.

Phil Lee

The Fall & Further Decline of The Mighty King of Love
(Palookaville, 2013)

Me gusta mucho el modo en que lo definió Rick Allen en enero de 2013, cuando Phil Lee sacó este, su cuarto álbum: «Lo que resulta de mezclar un Huck Finn hipster y loco con Jack Kerouac». También decía que si fuese un personaje de On The Road, sería el tipo que va en el asiento de atrás, el extraño recogido en una gasolinera al que Sal y Dean admiran y escuchan con atención reverente cuando les dice detrás de qué vallas publicitarias suele acechar la patrulla de carreteras, en qué «diners» sirven y se contonean las camareras más bonitas, dónde encontrar la mejor tarta de manzana en cada trecho de dos millas de la Ruta 66 y dónde poder parar de emergencia, a cualquier hora del día, sin cita previa, para que te limpien y planchen el sombrero. Se pasó décadas tocando la batería en bandas olvidadas, conduciendo camiones, destrozando motos, rompiendo corazones, transportando «equipamiento», eludiendo a las autoridades y liándola parda dondequiera que fuese, antes de grabar su primer disco, allá por 1999, el ya mítico The Mighty King of Love, con nada menos que 47 tacos bien jodidos. Natural de Durham, Carolina del Norte, pero afincado en East Nashville en compañía de su sufrida esposa, Maggie, de origen teutón, que hace 9 años, cuando su marido afrontaba la crisis de los 50 pasándose horas sentado en el porche, con su «six-pack», eructando y contemplando los atardeceres sobre el río Cumberland, le dijo que necesitaba con urgencia buscarse un hobby. Sabe Dios que tienes razón, le respondió el bueno de Phil. Y esa misma noche, en el garaje, se puso a lanzar cuchillos. Si lo de la música no funcionaba, siempre podría recurrir al lanzamiento de cuchillos. Pero lo de la música ha seguido funcionando. Y cómo. Prueba de ello es esta «Caída & Posterior Declive del Gran Rey del Amor». Y ya ha sacado otro más, Some Gotta Lose…

Sobra decir que lo esperamos en las dependencias de Dirty Works como agua de mayo.

WILLIAM ELLIOTT WHITMORE

Radium Death
(Anti, 2015)


Lo último de otro de nuestros favoritos. Otro de esos apesadumbrados muchachotes crecidos en una granja de Iowa, subido a un tractor, dando de comer a las vacas, arreglando cercas, espantando coyotes, tatuándose hasta el hígado y escuchando en el granero a los Bad Brains y a los Minutemen sin dejar de profundizar, en compañía de su sempiterno banjo, en las raíces más rústicas de la música norteamericana, para acabar convertido en uno de esos extraños y oscuros folkies que pululan melancólicos y obsesionados con la muerte por los campos desolados del medioeste. Este es su álbum más ruidoso, en el que más claramente se dejan intuir sus influencias rockeras. Así queda de manifiesto desde el primer puñetazo, «Healing To Do», una verdadera descarga de electricidad y percusión, pasando por el enfadado «Don’t Strike Me Down», a lo country boogie, y ese otro temazo que se marca él solito con la única asistencia de una guitarra eléctrica desafinada, «A Thousand Deaths», puro garaje folk, a lo Tom Morello (el Nightwatchman de los Rage Against the Machine, aunque ya quisiera este tener la clase de nuestro querido granjero de Iowa). Claro que también está el baladista solitario de voz bronca y rasposa que no duda en manifestar su adoración por Guy Clark y Ray Wylie Hubbard, los viejos maestros texanos. Dos años ha tardado en grabarlo en el estudio de su primo. La espera ha merecido la pena.

OLD CROW MEDICINE SHOW

Remedy
(Ato Records, 2014)

Por culpa de un problema con uno de mis principales «dealers» (que al final resultó ser un miserable ventajista al que habría que embrear, emplumar y expulsar de la ciudad), hay varios discos del 2014 que se me escaparon y que, poco a poco, como ganado huido o extraviado, he conseguido ir devolviendo, sanos y salvos, al corral. Y con ninguno de los rezagados he disfrutado tanto como con este Remedy, el octavo álbum de los Old Crow Medicine Show. Los muchachos de Virginia que allá por 1998 descubriera el mítico Doc Watson tocando en el exterior de una farmacia en Boone, Carolina del Norte, siguen demostrando que la música de los Apalaches está más viva que nunca. A tomar por culo la electricidad. Banjo, mandolina, dobro, violín, contrabajo y guitarra. Y energía punk para cargar de revoluciones el viejo sonido hillbilly de toda la vida. Se trata, por cierto, de su álbum más dylaniano. Ketch Secor y Critter Fuqua vuelven a sumergirse en los «outtakes» de la banda sonora que compuso Dylan para Pat Garrett & Billy The Kid y traman una versión impecable del vals «Sweet Amarillo» (como ya hiciesen en su día con el «Rock Me Mama» que incluyeron en su álbum O.C.M.S del 2004; ¡joder, ya han pasado más de diez años desde aquella conmoción!). Para concluir diré que no puedo por menos de suscribir el secreto de la felicidad que contiene el coro de su segundo tema: «8 perros y 8 banjos, / 8 perros y 8 banjos. / Dime qué necesitas de todas las cosas que hay en el mundo, / dime lo que necesitas mi niña preciosa. / 8 perros y 8 banjos». ¡Pues claro que sí!

MICHAEL DEAN DAMRON

Father’s Day
(In Music We Trust Records, 2009)


En espera de que nos llegue el último trabajo de este ex boxeador amateur que se dejó la piel en los rings de Las Vegas antes de dedicarse al punk rock con una nariz rota y varias cervezas de más, ansioso por escuchar el nuevo álbum que, según me informa mi amigo el entendido, está a punto de ver la luz, para ir calentando motores, regreso a su tercer álbum en solitario, el segundo desde la desaparición de aquel contundente grupo que lideró en Portland, Oregon, durante casi trece años: I Can Lick Any Sonofabitch in The House (nombre glorioso para una banda gloriosa). Lo cierto es que siento especial debilidad por estos egresados/escupidos de la escena punk-rock que, de repente, un buen día, escucharon a Townes Van Zandt y se dieron cuenta de que no había nada más punk, tanto en actitud como en estilo, que las canciones del mítico y tristemente desaparecido trovador de Texas. En la línea de Micah Schnabel y Shane Sweeney (de los inmensos Two Cow Garage) o de Chuck Ragan (de los Hot Water Music), desenchufado y en solitario, con armónica y poco más, Michael Dean Damron se marcó en el 2009 un tercer disco impecable sobre el lado oscuro de la ciudad que recuerda mucho en la pegada a los mejores ganchos de Steve Earle. Por ahí definieron su sonido, ya entonces, como un sonido anti-hipster-country-folk-rock. Y me gusta. Quizá porque desde el otro lado de los «speakers» yo también sufrí, más o menos por esas fechas (mediados de los noventa), la misma evolución. Tal y como se lamentaron los Two Cow Garage en Swingset Assassin allá por el 2008 (hablando de mí y de tantos otros que dejamos atrás el punk rock y los efímeros estertores del grunge): «Well then I cut my hair and I dyed it black / while all my friends were getting stoned […] But in the end punk rock /just left me empty and alone».

MALCOLM HOLCOMBE

Pitiful Blues
(Gipsyeyes Music, BMI, 2014)

Otro día, otro dólar. Malcolm Holcombe lo tiene claro. Es un obrero de la canción. Así se declaró él mismo en aquella conversación que mantuvimos en la barra del Rocksound, el año de su primera gira por España. Entre otras muchas cosas hablamos de la dureza de la vida en la carretera, bucle infinito de coche, motel y bar. Un poco Muerte de un viajante y el fantasma de Willy Loman. Su respuesta fue sucinta, taxativa e incontestable: «Es mi trabajo». Nunca he conocido a nadie tan comprometido, respetuoso y descarnadamente honesto con lo que hace (puede que Guy Clark y Townes Van Zandt). La suya es la voz de un excombatiente que ha conocido el infierno, ha sobrevivido y, de regreso al hogar, a sus viejas montañas, sigue luchando día a día, canción a canción, bajo la lluvia de Savannah, «con sus pobres y viejos huesos doliéndole todo el tiempo», lejos de la gloria y los sinsabores del «mundillo» musical, única y exclusivamente «for the sake of the song». Este es su décimo álbum y vuelve a estar lleno de lluvia y de blues, aunque lo cierto es que se siente más cálido y sosegado que los anteriores, gracias, probablemente, a la cuidada producción de Jared Tyler. Pero el viejo perro sigue mordiendo.

EILEN JEWELL

Sundown Over Ghost Town
(Signature Sounds, 2015)

Siempre que escucho a esta chica de Boise (Idaho), me acuerdo de aquella otra chica de Boise (Idaho) que se estaba construyendo una casa de troncos en las Smoky Mountains y que una vez, cuando yo fui el extranjero de la canción de Leonard Cohen, perdido en Elko (Nevada) y «esperando la carta más alta», siguió mi rastro hasta aquel hotel vacío de Salt Lake City en su viejo Chevrolet Impala, solo para verme. Todo surgió espontáneamente en uno de aquellos casinos tristes de Elko, hablando de las canciones tristes de Josh Ritter, otro cantante triste de Idaho, un sitio bastante triste, y acabó a los pocos días en un restaurante italiano (también bastante triste) de Salt Lake City (ciudad triste dónde las haya), antes de volverme para España (hablando de tristezas: España 2010). «Ya te dije cuando llegué que era un extranjero». Luego nos intercambiamos un par de emails y ya. No he vuelto a saber de ella. Me la imagino ahuyentando a los coyotes desde el porche de su casita de troncos… Este último fantástico disco de Eilen Jewell, que no baja la guardia, que ha vuelto a marcarse otra obra maestra, ha hecho que me acuerde de aquellos días. El tema «Green Hills» es ella: ciudades tristes llenas de fantasmas, silos abandonados en carreteras estatales, vías oxidades, manos con cicatrices, botellas vacías… Amy, de Idaho.

CHRIS STAPLETON

Traveller
(Mercury Nashville, 2015)

Diré, para empezar, que la cosa no podía sonar peor, por mucho Rolling Stone y mucho American Songwriter que lo avalase (o precisamente por eso). La verdad es que nunca he sido muy fan de los Steeldrivers, y las credenciales de haber escrito hits para gente tan lamentable como George Strait, Tim McGraw o Brad Paisley no auspiciaban nada bueno. El single que da título al álbum me dejó bastante indiferente y el cuarto tema, con ese deje de heavy ochentero mal, estuvo a punto de hacerme tirar el disco a la basura. Pero, de repente, a partir del tema 5, «Whiskey and You», se produce la magia y el disco ya no baja de nivel hasta el final. Puta maravilla. Outlaw del bueno, con su puntito de soul (el Sometimes I Cry con que cierra el álbum es demoledor). De una solidez sorprendente. Herencia Waylon Jennings & Company muy bien digerida. En la senda de lo mejor de ese otro grande que es el nuevo Jamey Johnson (el de después de la cárcel). Un infiltrado en el «mainstream» que puede depararnos muchas alegrías. Y a destacar el acierto de haber contado con el grandísimo Mickey Raphael a la armónica.

BANDITOS

Banditos
(Bloodshot Records, 2015)

Cuando aún no habíamos terminado de gastar (de tanto oírlo) el fantástico disco de Cory Branan (del que ya hablaremos más adelante), van los buenos de Bloodshot Records y nos vuelven a sorprender con otro discazo. Ya hace tiempo que «mi amigo el entendido» me venía amenazando de la llegada a la ciudad de estos Banditos de Birmingham, Alabama. Y la verdad es que están a la altura de lo que esperábamos. Rock sureño del bueno, con toda su guasa y su alegría. Sin aditivos. Con su banjo, su kazoo y su actitud punk, a lo Jason & The Scorchers. Subidón fuerte. Y tremenda la voz de Mary Beth Richardson en esos temazos que podrían muy bien haber firmado nuestros queridísimos Detroit Cobras. ¿Os acordáis del título de aquella canción tan llorona y cursi de Paul Simon, «Still Crazy After All These Years»?, pues bien, en manos de los Banditos se ha convertido en «Still Sober After All These Beers» y poco más se puede añadir a eso, salvo que haya algún buen samaritano por ahí que nos los traiga de gira próximamente, porque tienen que tener un directo de aúpa. ¡Yeeeeeeeeeeeeehaw!

JOHN MORELAND

High On Tulsa Heat
(Old Omens/Thirty Tigers, 2015)

«Este es un disco sobre casa, lo que quiera que sea eso». John Moreland, cada vez más grande, tanto física como artísticamente, ha grabado este tercer disco en solitario, de manera rápida e informal, en muy pocos días, en casa de sus padres en Bixby, Oklahoma, suburbio de Tulsa, aprovechando que estaban fuera de la ciudad, de vacaciones. «Mi amigo el entendido» dice que si el Bruce Springsteen de Nebraska escuchase este disco, se retiraría al bosque a llorar y no volvería a grabar en su vida. Tristeza polvorienta sin concesiones ni sentimentalismos (herencia digerida de su etapa punk y hardcore adolescente). Después de escuchar el pobrísimo último disco de Rodney Crowell & Emmylou Harris (música de funcionarios, como la llama «mi amigo el entendido») el reencuentro con John Moreland no puede ser más esperanzador. Además, nos gusta especialmente por contar como ingeniero y a cargo del dobro con el grandísimo Jared Tyler, a quien tuvimos la suerte de conocer personalmente en la reciente gira que hizo por España acompañando a Malcolm Holcombe (con quien conspiramos para hacer algo en Dirty Works en el futuro, si todo va bien). Estamos hablando de gente de esta calaña. Autenticidad en estado puro. Música que raspa. Solo apuntar que si sois fans de la serie Sons of Anarchy habréis escuchado al menos tres canciones de John Moreland. Inmenso, en todos los sentidos de la palabra.

AMERICAN AQUARIUM

Wolves
(Independent, 2015)

Tengo un amigo que sabe mucho de esto. Me dice que prefiere seguir en el anonimato, así es que aquí y en lo sucesivo me referiré a él como «mi amigo el entendido» o «el entendido» a secas. Pues bien, «mi amigo el entendido» afirma rotundamente que este es, sin duda, el disco del año. Hay que decir que en lo que va de año ya le he oído decir lo mismo, y con la misma rotundidad, de al menos otros seis o siete discos, pero no le digo nada (por lo de su amenazante rotundidad y porque sé que si se lo digo se va a deprimir honda e inconsolablemente y luego no va a haber quien le aguante). Pero lo cierto es que con estos Wolves la banda de Raleigh, Carolina del Norte, se sale del mapa. Estrenan sello y han grabado en Asheville, tierra de F. Scott Fitzgerald y de Thomas Wolfe. Eso repercute. Coincido en que puede que sea su mejor disco hasta la fecha. Dice «el entendido» que el siguiente paso lógico solo puede ser la disolución de la banda y el comienzo de la carrera en solitario de su líder, BJ Barham. Ya veremos.