LILLY HIATT

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Trinity Lane

(New West Records, 2017)

Este álbum, entre otras muchas cosas, es la consecuencia o el resultado de una mudanza. Es un barrio, en efecto, Trinity Lane, en East Nashville, al otro lado del río Cumberland. Y probablemente también sea una casa, la casa en la que al final, después de muchas fatigas, ha recabado. Más armazón que casa, en realidad, muy barata, con moqueta marrón y cerca del bosque, lo que está bien, porque le trae recuerdos de la granja donde se crió y porque siempre está bien ver árboles. El viaje hasta aquí no ha sido fácil; desengaño, abuso de alcohol a los veinte y la conciencia de haber sobrepasado ya la edad que tenía su madre, treinta y cuatro, cuando se suicidó no habiendo cumplido ella aún ni su primer verano. Normal que con el corazón roto, circunstancia que difícilmente admite turistas, se aparte del centro infecto de Nashville abriendo conciertos para el gran John Moreland, que también tiene un doctorado en rupturas y desengaños, y se instale en Trinity Lane (el disco y el barrio). La consigna es resistir, trabajar duro y no perder la fe (con la ayuda, como revela en créditos de su familia, sus amigos, Dios y su gato). Soledad creativa y un recién encontrado sentimiento de pertenencia, gracias a la idiosincrasia del vecindario. Compone con rabia. Y para ello encuentra un buen aliado. El aliado perfecto. Michael Trent, de Shovels and Rope, que de inmediato identifica Seattle y lo sureño de sus riffs, alguien que sabe muy bien como producir la rabia en su estudio Bees de Johns Island (Carolina del Sur). El resultado es algo arenoso y descarnado, lo que sale de conjugar sus raíces más tradicionales con Dinosaur Jr., los Creeders y los Pixies. Grunge, post-punk y Americana. Ella quiere, no, más que querer necesita rock. Saltarse las reglas y tirarse a la piscina, ¿qué coño a la piscina?, al mismísimo río Cumberland. Como ella misma dice, hay una extrañeza, echa de menos a las mujeres enfadadas de los noventa, las que expresaban ese lado de sí mismas a través de la música. Hace falta esa rabia. Más que nunca. Permitir esa rabia. Darle rienda suelta. Y exorcizar los demonios. Rabia y confrontación emocional con el pasado. De eso va Trinity Lane (el disco y puede también que el barrio). De rabiar y curarse. Y con esto concluyo la reseña, orgulloso de haber conseguido lo que me propuse al emprenderla, no decir que es Lilly es hija de John Hiatt… Mierda. Pues va a ser que no.

JARROD DICKENSON

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Ready The Horses

(Decca, 2017)

La cosa empieza en Texas, pero no le gusta Texas, no le gusta el sonido de Texas, hasta que se traslada a Brooklyn, con su The Lonesome Traveller. Entonces sí. Nostalgia de Texas, nostalgia del sonido de Texas. Y luego mucho viaje al Reino Unido, con su novia irlandesa de Belfast, hasta que lo pesca Decca y un tipo llamado David Lynch, que no es el David Lynch que te piensas, que tiene un estudio con una grabadora Atari Two Inch en Eastbourne (East Sussex), donde graban en cinta, nada de Pro Tools, sin red, sin colchón, sin muletas, todo en directo y sin mirar atrás, vieja escuela: guitarra, bajo, batería y teclados. Luego voces y vientos. Más suciedad, más R&B y más rock de los cincuenta que en sus tiempos de «viajero solitario», que pedía un folk seco, pedía John Steinbeck, polvo, sed y generosidad de las camareras, cuando se curtió y perdió los dientes de leche en el árido circuito de Nashville y Texas. Las canciones siguen contando las mismas historias, canciones de guitarra y garito, de gente que no atiende, de ruido de botellas, de parloteo incesante, de televisión puesta al fondo en un infecto canal de deportes y de sombrero dado la vuelta en el suelo para recibir la caridad, más bien la compasión, de los extraños (y a ser posible que el sombrero sea de JJ Hat Center, la mítica tienda de la Quinta Avenida, la sombrerería más vieja de Nueva York, ese Nueva York mítico que ojalá nunca desaparezca). Pero ahora hay Muscle Shoals y Stacks en la mezcla, y los primeros discos de Joe Cocker. Ahora, cuando se pone a componer en su apartamento, oye también un Hammond a lo lejos. Y trompetas. Ya no cabalga solo. Y hay más gente que escucha. Europa, dice, tiene eso. Respeto. Interés por las historias. Eso es que no ha venido a España. Porque en España no hay de eso. Aquí no se calla ni Dios. Aquí fanfarria, pandereta y postureo. Mucha clase, señor Dickenson. Nos quitamos el sombrero (de la tienda de la Plaza Mayor por el momento, que JJ Hat Center nos queda un poco lejos, pero al tiempo...).

GARY NICHOLS

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Field of Plenty

(Merrimack Records, 2017)

La cosa es irse. Estar un tiempo y largarse. Aunque estés bien, aunque todo te sonría, hay un momento en que es bueno decir basta, poner tierra de por medio y no mirar atrás. Y todo parece apuntar a que no hay nada mejor en este mundo que irse de los Steeldrivers, esa banda de bluegrass de Nashville con Grammy y prestigio. Claro que para irse antes hay que haber estado, que no es tontería, porque para estar hay que valer, o hacerse valer estando. Sin duda, algo tienen los Steeldrivers, porque todos los que se van brillan y brillan fuerte. Pasó primero con Chris Stapleton, que adujo que dejaba la banda porque quería dedicarle más tiempo a su familia y a la composición y ese mismo año formó The Jompson Brothers, ya sin restos de bluegrass, puro southern rock, campo de entrenamiento para el deslumbrante Traveller que estaba por venir, ya en solitario. Le sustituyó Gary Nichols. Gary ya llevaba unos años en Mercury, sacó tres singles, nunca grabó un disco, estaba jodido, estaba por mandarlo todo a tomar por culo, pero entonces le llamó Mike Henderson, de los Steeldrivers, para sustituir a Stapleton. Y ahí militó feliz, entre banjos y violines, hasta hace nada, que decidió largarse. Adujo problemas médicos en una gira de primavera. Y lo sustituyeron por Adam Wakefield, un concursante de La Voz, ese programa infecto de la NBC, que sin duda, y si no al tiempo, también acabará tomando las de Villadiego para emprender una brillante carrera en solitario. Porque el caso es que Gary no volvió. El caso es que, problema médico o no, sacó al poco tiempo este glorioso Field of Plenty en solitario. Su enfermedad quizá fuera esa: Nashville; porque para grabar el disco regresó a su tierra natal, Muscle Shoals, Alabama (o sea, que la cosa, el germen, ya le venía de nacimiento). La cosa no podía salir mal, pues contó con dos leyendas, Charlie Musselwhite a la armónica y Spooner Oldham al piano. El resultado es un álbum lleno de reminiscencias clásicas, muy acústico, Jimmy Rodgers, Merle Haggard y George Jones, pero también las sombras de John Lee Hooker y Blind Willie McTell… En el 2011, por cierto, Mike Henderson, otro de los miembros fundadores de los Steeldrivers,  el que llamó a Nichols en su día para sustituir a Stapleton, también se largó aduciendo motivos familiares para sacar a los pocos años su If You Think Is Hot Here, con la Mike Henderson Band, de vuelta a sus orígenes, más rockeros y blueseros (y habrá que seguir atentos a lo que venga). Así que el mejor consejo que se le puede dar a un joven músico debutante es este: haz todo lo posible por entrar en los Steeldrivers (que no es moco de pavo) y luego búscate una buena excusa (lo de la familia nunca falla) y lárgate. Éxito asegurado.

JEREMY PINNELL

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Ties of Blood and Affection

(Sofaburn, 2017)

Elsmere, Kentucky, y poco teatro. Se ganó un apodo, pero prefiere no revelarlo, dejémoslo estar. Es parco en palabras. Canta acerca de lo que pasó, pero no habla de ello. Odia ese momento en que las bandas se ponen a contar historias entre canciones. La canciones ya hablan por sí solas. O deberían. Y los tatuajes. Muchos tatuajes. Por dentro y por fuera. En su primer disco (Oh/KY, 2015) lo dejó claro: «Si vives la vida que yo he vivido / sabrás a qué suena el country». Sin dar la chapa. Ese momento en el que, como sugiere en el coro de «I’m Alright With This»: «Me cansé de acabar entre rejas cada vez que me bebía una cerveza». No se hace ilusiones y tiene los pies en el suelo. Tres canciones antes lo ha dicho: «Algunos lo llaman día de paga, yo lo llamo pagar facturas / A veces parecen montañas, pero yo sé que son colinas». Las cosas como son. Sin aditivos. Con sus tristezas y sus penurias. Pedal Steel y Hammond. A la pregunta de cuantos zapatos tiene, responde que tres o cuatro. Para trabajar, para correr, para pescar y para holgazanear, bueno, puede que para holgazanear sean dos pares. En cuanto a montañas favoritas te dirá que siente algo especial por las Smokies, porque pasó allí parte de su infancia, pero lo suyo, sin duda, son las Rockies, nada como las Rocosas. Si luego vas y le preguntas por su verdura favorita (algo que, en efecto, le preguntó una vez alguien en una entrevista, porque el mundo es ancho y ajeno y hay gente que no aprecia la vida), te dirá con una exclamación que la berza (sin ánimo de ofender a nadie y por decir algo, col rizada), pero a la pregunta de si dulce o amargo te dirá que un buen churrasco. Cantó en la iglesia y su padre le enseñó a tocar la guitarra. Luego amantes y drogas. Honky Tonk y varias bandas: The Light Wires, The Great Depression y The Brothers & The Sisters, antes de sus actuales sospechosos habituales, The 55’s. Hay una vuelta a casa y algo que ha dejado en su voz aquel viento fuerte de Oklahoma que tanto le sorprendió cuando desembarcó del avión el día que huyó, a los 18. Porque de joven uno huye de todo, de joven son los Ramones; pero a medida que uno se va haciendo viejo va y vuelve a los lugares para ver las cosas, y así vuelven a sonar las viejas canciones de Johnny Paycheck y George Jones. Y Bonnie Prince Billy. Cuestión de actitud. Ahora sus botas están sucias con el barro de casa. Música de redención y supervivencia. Otra pregunta de otro incauto: «¿Cómo definirías tu estilo?». Respuesta: «Intento no sonar como un gilipollas». Punto.

BILLY STONER

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Billy Stoner

(Team Love Records, 2017)

Billy Stoner fue un «outlaw» antes de que ser un «outlaw» fuese «cool». Antes de que Waylon, Willie y los chicos llegasen a la ciudad. Fue pionero de todo, antes de que se convirtiera en una etiqueta. Él mismo lo afirma rotundamente: «Fui un “outlaw” en Austin cuando ser un “outlaw” era todavía “outlaw”». Cuando estaba prohibido. La cosa se resume rápido. Lookout Mountain, Tennessee. De niño, miembro del Chattanooga Boys Choir, más adelante, al salir del instituto, aprende a conducir un camión y se pasa unos cuantos años en la carretera. A finales de los sesenta comienza a liderar bandas de algo así como un country progresivo (The Family Circus, Plum Nelly). Al final, se establece en la escena pre-outlaw de Austin, con sus greñas de hippie, su sombrero cowboy y sus camperas. Townes Van Zandt les telonea en una ocasión, y su banda abre para Willie en varias ocasiones cuando Willie llega a Austin para revolucionarlo todo. Hacen amistad con Guy Clark y con Leon Russell. Ponen de moda el Armadillo, rodeados de hippies y rednecks fumetas. Incluso llegan a introducir un tema en la serie Colombo. Luego graba este disco y comienza a meterse en asuntos turbios, la DEA entra en escena y acaba con sus huesos en la cárcel: treinta y siete meses en la Big Spring Federal Prison Camp, donde, no obstante, monta una banda de presos, The Austin Fall Stars, las Estrellas Caídas de Austin. Un guardia les oye y les consigue bolos en ferias del condado, rodeos y hospitales de veteranos. Al salir, allá por 1984, Billy Stoner desaparece un poco del mapa. En Lake Travis se hace cargo del Captain’s Club. A los seis años regresa a Tennessee para cuidar de su madre. Con 72 años, Billy Stoner pensó que se moriría sin ver publicado aquel viejo disco. Pero, por suerte, no ha sido así. La culpa ha sido de Jemima James. Bendita sea. La chica del coro de aquellas lejanas sesiones en Longview Farm, North Brookfield, Massachusetts. Por Internet contactó con los miembros de Plum Nelly, estos le pusieron en contacto con la hermana de Billy y, al final, logró dar con él para preguntarle qué coño pasaba. Los máster estaban cogiendo polvo desde 1990 en una estantería. Ella insistió, llamó a Phil Lee y a través de él se pusieron a limpiar las pistas y a hacer la transferencia en el Center for Popular Music. Jemima, acto seguido, convenció a la gente de Team Love Records. «Y fue como volver a nacer. Como si hubiese estado dormido todos estos años, como Rip Van Winkle. De repente, aquí está. Es emocionante». Y, demonios, sí que lo es. Outlaw en estado puro. Sin fórmulas. Una puta cápsula del tiempo. Un puto milagro. Como aquellos primeros discos de Kristofferson. Esa voz. Una auténtica joya. Sin duda, lo mejor para terminar el año. Porque, en efecto, entre otras cosas muchísimo menos emocionantes, 2017 se recordará, al menos en este rancho, como el año en que se recuperó este disco crucial. Gracias, Jemima (te debemos dinero).

ALAN BARNOSKY

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Old Freight

(Alan Barnosky, 2017)

Guitarra, voz y mandolina. Conviene advertirlo ya, desde el principio, para que nadie se llame a engaño, grabado a pelo, en Carolina del Norte, folk tradicional a lo Woody Guthrie, a lo Hank Williams, diez canciones despojadas a su más pura esencia, crudas y reales. Sin trucos de grabación ni tretas para parecer moderno o revisionista (para que digan algo de ti en la Uncut o en la Mojo), poco cable, poco enchufe, a lo Norman Blake, Doc Watson e incluso el Townes Van Zandt más despojado (el Townes Van Zandt al que no le disfrazaban con orquestaciones sonrojantes). Es su disco debut, pero detrás se percibe polvo y carretera, un par de grupos, la Counterclockwise String Band y el trío acústico Fabious Page. Recia formación de bluegrass y montaña. Franela. Pero aquí se trata de él solo con su guitarra, sin Cíclope ni Tormenta, a lo Logan (versión blanco y negro), con la asistencia ocasional de Robert Thornhill a la mandolina y las armonías vocales. Old Freight es una reflexión melancólica sobre unos tiempos perdidos hace ya tiempo, o que quizá jamás existieron. Como afirma el propio Barnosky, es una búsqueda idealista de algo puro, algo real… En el caso del tema que da título al disco, a través de la imaginería de las canciones tradicionales de trenes (canciones de fuga y esperanza, de lucha y anhelo, tema habitual de la música tradicional y el bluegrass). «Si quieres regresar / a una época más sencilla / que ya no existe / al menos con la mente / si quieres sentirte libre / aunque solo sea por un instante / por qué no me cantas una canción / sobre un viejo tren de mercancías». Canciones curativas de trenes, pero de trenes viejos. De viajar lento. De escuchar y mirar. Hasta llegar al «Gypsy Sally’s», que es un modesto garito en Washington DC, en los muelles de Georgetown, bautizado en honor al bar del que hablaba Townes Van Zandt en «Tecumseh Valley». El lugar donde Alan Barnosky tocó por primera vez en una sesión de micrófono abierto. Obra maestra, para ir terminando el año.

JP HARRIS AND THE TOUGH CHOICES

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I’ll Keep Calling

(Cow Island Music, 2011)

Sale en un par de planos del Heartworn Highways Revisited, pero no habla, no le entrevistan; está ahí al fondo, entre otros que hablan mucho. No lo vemos actuar, ni siquiera en los extras del dvd. No es nada moderno ni afectado. Nada sofisticado. Pura piel de la vieja ceremonia. Hace poco estuvo por aquí, con Chance McCoy, de los Old Crow, gracias al exquisito gusto de José Luis Carnes y su The Mad Note Co. Sigue siendo un poco enigmático. Lo preferimos así. Después de ver Heartworn Highways Revisited recuperé su primer disco, el del 2011. Seis años han pasado ya desde aquel día en que Joaquín, de Rock and Roll Circus, me dijo: «Al loro con esto». Joaquín me conoce. Sabe bien dónde incidir. Sabe perfectamente dónde me duele y dónde disparar. Con este acertó de pleno. No es para todos los paladares, porque es muy auténtico y no se avergüenza de serlo. Es country, y punto. El público en general tiene problemas con eso, o se lo WILCOlizas un poco o no le entra ni a tiros. Nada de «americana», ni de «roots», ni de «neotradicionalista», ninguna de esas etiquetas inventadas para disimular o justificar un gusto supuestamente vergonzante. Como el hecho de que te guste Stephen King o las pelis de vaqueros pero, en este último caso, prefieres llamarlas «westerns crepusculares» y solo citarás las de Clint Eastwood (más concretamente Sin Perdón) cuando salga el tema entre amigos porque todo el mundo sabe que, entre gente civilizada, que te guste algo así es de ser muy tosco y muy cateto. Así somos. Igual pasa con el country. Y es que JP Harris lo ha dejado bien claro desde el principio, cuando le preguntan no lo duda ni un segundo: country. Y poco más hay que decir. Nada que demostrar. Es lo que ha vivido y es lo que le sale. Probablemente por eso no habla en el documental. Porque no le hace falta ninguna verborrea justificante a modo de disculpa. Si no te gusta, es tu problema. Nació en Montgomery, Alabama. A los 14 se fue de casa, a pie, a dedo, en trenes de carga. Cuatro años de morral, lona y saco de dormir. Trabajó en una granja, fue operador de equipo, leñador, luthier y carpintero. Entre medias iba haciendo sus bolos. Dos años de tocar sin grabar nada. Música que se lleva haciendo más de cincuenta años. Nada novedoso. Pero sin ningún cliché. Sin nada que resulte impostado ni paródico. Ni cursilería, ni sarcasmo, como muy bien apuntaba la buena gente de «Saving Country Music». Es de una honestidad aplastante. El disco lo grabó en una vieja caseta de un cocinero cajún, bajo el calor aplastante del sur de Louisiana, en tres días, con unos colegas que acabarían siendo su banda habitual, los Tough Choices [Los Decisiones Complicadas]. El disco se alzaría enseguida con el premio al «Mejor álbum country del 2012» en The Nashville Scene, y metieron dos canciones suyas en una película de la que ni tú ni yo nos acordamos, At Any Price [A cualquier precio], en la que salían Dennis Quaid, Zac Efron y Heather Graham. Ahora ya solo se dedica a grabar y a girar. Y en los ratos libres a seguir reparando su vieja casa en East Nashville, a cortar leña en su jardín y a rebuscar desechos utilizables entre la basura. 

HILLFOLK NOIR

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Pop Songs for Elk

(Hillfolk Noir, 2015)

Se recomienda bailar y beber, o beber y bailar para los más apocados. El trío viene de Boise, Idaho. Neotradicionalistas que tocan música tradicional con instrumentos tradicionales en tiempos (pese a la pose hipster) nada tradicionales («música extraña y divertida para tiempos extraños», según la revista Acoustic, en una de las citas de prensa que incluye la banda en el apartado de su web: «Citas que nos hacen parecer cojonudos»). Ellos prefieren llamarlo «Junkerdash», de chatarra y brío («harapos psicodélicos de chamizo vencido en medio de un pantano», «folk indie, si trabajas para una revista especializada»). Un destilado de folk, bluegrass, punk y blues de pobre, muy de banda callejera de la esquina, muy de darles algo para un abrigo nuevo (que en Idaho los inviernos son muy jodidos). John Doe dijo en cierta ocasión que si John Steinbeck fuese propietario de un tugurio clandestino de mala muerte, la banda local sería Hillfolk Noir. Ryan Wissinger, ex-camarero, aunque también músico, del Pengilly’s Saloon, uno de los cien mejores bares de Estados Unidos según la revista Esquire, situado en el casco viejo de Boise, fue un poco más allá en su definición después de oírlos tocar una noche: «Tíos, sonáis como Johnny Cash puesto hasta el culo de Robitussin (jarabe para la tos, ergo: codeína)». Especie de Medicine Show de la época de la Gran Depresión formado por Travis Ward (voz, guitarra, armónica, kazoo y maleta), Alison Ward (armonías, banjo, tabla de lavar y sierra) y Mike Waite (contrabajo). Tecnología muy «low-fi». A la pregunta de si son realmente «hillfolkers», gente de monte, gente de cazarse lo que se come y destilarse sus propios venenos, Travis, el visionario del grupo, responde de manera incontestable: «Somos unos urbanitas razonablemente normales del siglo XXI, con nuestros teléfonos móviles y nuestros trabajos de gente de ciudad. Pero nuestras raíces se remontan hasta los rincones más oscuros del estado de Idaho, donde los ecos de los colonos siguen reverberando en las laderas de los valles. Cantamos las canciones alegres y tristes de nuestros antepasados y también nuestras propias canciones alegres y tristes que, a veces, son las mismas. Es como decía Guy Clark: “Hay días en los que son las canciones las que te escriben a ti”». Hay por ahí otras dos citas que no me puedo dejar en el tintero. La de SSG Music: «Tocan un folk oscuro y rural que en algún momento podría encontrarte alabando al Señor mientras cargas tu Winchester para, a continuación, ponerte a flirtear con un brebaje amargo en un frasco mellado y el diablo detrás, mirando por encima de tu hombro». Y la apocalíptica, casi una pesadilla de Cormac McCarthy, de la revista Maverick: «Ya sea con el tañido de las campanas por las fiebres de los moribundos, con el trote arrogante del forastero que llega al pueblo por la calle principal con todos los pistoleros de la localidad parándose a mirar, o con las caravanas del infortunio que ruedan por paisajes desolados bajo la brisa de una radiación, Ward y sus Hillfolkers fluyen a través de los últimos rescoldos de un mundo que, al final, se ha transformado en un lugar demasiado inhóspito para el protagonista que le dedica sonrisas retorcidas y menguantes a la parca sombría e impaciente, trascendiendo la mamarrachada del “alt-country” con un Medicine Show desbaratado y a toda pastilla de cautivador encanto que se disipa más allá de los cañones, las malas tierras y las laderas tristes de las colinas de Idaho». Con esa fanfarria, se han cruzado en el camino y han tocado en sitios más o menos respetables con gente como James McMurtry, Neko Case, Justin Townes Earle, Deer Tick, Gourds, Reverend Peyton’s Big Damn Band, Bonnie «Prince» Billy, Gerald Collier, Heroes and Villains, Train, Jesse Dayton y The Dusty 45s. Pero, de vez en cuando, siguen tocando en las esquinas de las calles de América, porque tienen en muy alta estima la vieja tradición de «pasar el sombrero» y, bueno, porque, a veces, simplemente, necesitan dinero para gasolina.

JOHN HIATT

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Terms of My Surrender

(New West Records, 2014)

El tipo del jersey rojo. Ahí empezó todo. En los extras de un DVD. Han pasado los suficientes años para preferir no echar la cuenta. Comprar a ciegas Heartworn Highways en aquella tienda de discos que ya no existe (hoy venden helados de yogur, también con «extras», los llaman «toppings»: el mundo se va a la mierda, no hay vuelta de hoja, le pongas los «toppings» que le pongas…). Esa película nos cambió la vida. Ya lo hemos dicho en anteriores ocasiones. Nunca nos cansaremos de reconocerlo… Y una de las cosas que nos descubrió fue a John Hiatt, el tipo del jersey rojo, en un extra medio perdido, con aquella canción que te arrancaba el corazón, «One for the One». Había que pinchar en «Jamming at Jim’s». Dice el director de la película que se corrió la voz por Nashville de la filmación que habían hecho en Nochebuena en casa de Guy Clark. Así que no tardó en montarse otra sesión en casa de Jim McGuire (fotógrafo legendario y aficionado al dobro en privado). Steve Earle, Guy Clark, Steve Young… estaban todos. Y entre la «Ballad of Laverne and Captain Flint» de Guy Clark y el «Darlin’ Commit Me» de Steve Earle, de repente, en un plano aislado y solitario, sobre el fondo de una pared verde, el tipo del jersey rojo. Recuerda el director que John Hiatt se presentó para ver si le dejaban participar. Aquella misma tarde le habían ofrecido su primer contrato discográfico. Estaba medio aturdido por la noticia. Jim le pidió que cantara una balada. Y nos rompió el corazón. Desde aquella tarde de 1976 hasta este disco que hoy reseñamos, han pasado 38 años. Desde la tarde en que le descubrimos en aquel DVD hasta hoy, no tantos, catorce o quince. Pero a lo largo de todo este tiempo se ha ido convirtiendo en uno de nuestros imprescindibles. Y, además, hemos tenido la suerte de haberlo visto un par de veces en directo (i-n-c-r-e-í-b-l-e). El Master of Disaster fue el primer disco que compramos (en otra tienda de discos que ya no existe, o mejor dicho, que ya no es lo que era), con toda la gente de los North Mississippi All-Stars. Y desde entonces hemos sido fieles a muerte, hacia atrás y hacia delante. El tipo es una institución. ¿Quién nos iba a decir que aquel chaval del jersey rojo iba a acabar haciendo todo lo que hizo? Y suma y sigue. Este Terms of My Surrender lo teníamos pendiente. Queríamos la edición especial, con DVD (con un concierto enterito en el Franklin Theatre) y al final se nos traspapeló. Cayó hace pocos en nuestras manos. «Los términos de mi rendición». La vuelta al blues, al origen. La voz muy cascada. Sobrecogedor. «Al final de la historia», dice John Hiatt en la canción que da título al disco, «solo somos tú y yo, y te quiero demasiado para decirte Adiós». En el disco no hay preciosismos ni florituras. Ninguna concesión. Sur Profundo del tipo del jersey rojo que en «los viejos días» llegó a abrir para John Lee Hooker («On a date with John Lee Hooker at a packed joint up in Washington / He came in with a gorgeous woman on each arm as I was singing my song). Y, para terminar, no me puedo resistir a comentarlo, porque me hizo mucha gracia; por ahí alguien ha dicho que es el Philip Roth de la música americana. Así que, ¿qué más puedo decir yo? Poca broma con esto.

RAY WYLIE HUBBARD

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Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can

(Bordello Records / Thirty Tigers, 2017)

La vieja granja de serpientes vuelve a deleitarnos con once potentes dentelladas. El camino ha sido tortuoso desde aquellos veranos en Nuevo México, a principios de los setenta, en que escribió el «Up Against the Wall, Redneck Mother», que haría célebre Jerry Jeff Walker en el 73 y le llevaría a firmar un contrato con Warner que intentaría «nashvillizar» su primer disco, Ray Wylie Hubbard and the Cowboy Twinkies, lo que le convertiría ya para siempre en un renegado. «Apestaba entonces y sigue apestando ahora; si en vuestro corazón queda algo de compasión, por mí o por cualquier músico al que algún cretino con autoridad de cualquier sello discográfico haya jodido, no compréis el disco ni por error». Porque, como canta en el tema «Lucifer and the Fallen Angels»: «Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo». Así que, desde hace ya veinte años, vive retirado en una cabaña de troncos abandonada que él mismo ha restaurado, con su mujer, en Wimberley, a las afueras de Austin,  como dos lobos solitarios, trabajando con tablones y yeso, visitando de vez en cuando a sus vecinos (Kevin Welch y Slaid Cleaves) y grabando puntualmente discos cada vez más sólidos e incontestables, como este contundente Tell the Devil I’m Gettin’ There As Fast As I Can, título del tema que canta junto a dos viejos amigos, Lucinda Williams y Eric Church (poca broma), «una fábula de rock & roll acerca de dedicar tu vida a una guitarra, agarrarse a un sueño sin importar el tiempo que lleve cumplirlo, apostar tu alma en una partida amañada y enamorarse de una tremenda mujer tatuada… hmmm, bueno, quizá no sea tan fábula». Fantasmas, bluesmen oscuros y alcohólicos rehabilitados (él ya lleva 28 años sobrio), el habitual plantel de personajes hubbardianos. Muy American Gothic. Su vieja amistad con Townes y Guy Clark hizo que en su día lo enmarcasen en la categoría imprecisa de «Outlaw Country» (de segunda generación, en barrica de roble, no para cualquier paladar...), otros, sobre todo a partir del imprescindible Snake Farm, hablan de blues pantanoso, pero él siempre lo ha tenido muy claro e insiste en que se dejen de mamonadas, que lo suyo es pura y simplemente rock & roll (aunque, eso sí, con una vena muy literaria). Profundidad de grizzly, dijo alguien una vez por ahí, refiriéndose a sus letras. Algo intermedio, entre Howlin’ Wolf y William Blake. Él mismo se lo dejó claro en su día a un entrevistador poco versado: Muddy Waters tiene la misma profundidad que William Blake. Claro que en las cúpulas discográficas del «mainstream» de Nashville nadie ha oído hablar (ni oirá hablar nunca) de las pinturas de El Gran Dragón Rojo, ni de El Matrimonio del Cielo y el Infierno. Ni falta que hace, porque lo más seguro es que le acaben metiendo unos coros horribles y una vomitiva sección de vientos. Y le pongan un sombrero de gilipollas (por citar al gran Kinky Friedman). Mejor así, cavernoso y seco. Otro puto genio. 

EVAN BARTELS & THE STONEY LONESOMES

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The Devil, God & Me

(Sower Records, 2017)

Nebraska. Enseguida nos viene una imagen a la memoria. Una carretera vacía bajo un cielo nuboso y un paisaje desolado. Sonido de viento. Aunque solo sea por aquel disco de pistolero solitario que se marcó el bueno de Springsteen en el 82. O una imagen más desoladora aún, la de las cafeterías Nebraska de Madrid de poco antes del cierre (aunque leo por ahí que amenazan con reabrir), con su tufo a cosa ya muy geriátrica, muy de Cocoon, muy de Dragó, Ussía, Ónega y gente así, sin el lustre que pudieron tener en su día, cuando trajeron a los españolitos «las tortitas, el salón norteamericano y los desayunos a deshoras», muy de Bienvenido Mr. Marshall, todo muy posfranquista, también de cielo nuboso y sonido de viento, señoras y señores muy trajeados que van al teatro, como matojos rodantes, armadillos atropellados, osamentas de búfalos… Pues de ahí precisamente salió Evan Bartels. Y a eso suena en su impresionante debut, The Devil, God & Me. En «Two at a Time» regresa a casa por la I-80, de noche, cruzando fronteras comarcales y estatales, contando las millas que le quedan hasta llegar a Lincoln (más desolación, la ciudad donde transcurría la acción de Boys Don’t Cry, cuna también de la actriz Hilary Swank), fumando American Spirits y metiéndose pastillas para mantener el coche en línea recta. Soledad, aridez y un atisbo de esperanza en la huida. Está también esa imagen de Lincoln, Nebraska, de 1868, una de las primeras fotografías que debieron tomarse, a los doce años de su fundación. Una inmensa pradera en la que aún pacían algunos búfalos ocasionales, supervivientes del despojo (como los clientes de la cafetería Nebraska). Tierra de los indios pawnee. Hay unas casetas que parecen habérsele caído a alguien ahí en medio. La gente ha salido a las puertas de los comercios para posar. En una se puede leer: «Drogas, medicinas, pinturas, aceites y herramientas». Hay un tipo en primer plano, con su sombrero, en cuclillas, junto a lo que parece el tendido de una vía. Todo muy borroso y poco nítido. Como si a pesar del empeño y la esperanza, en cualquier momento un viento fuerte, ni siquiera un tornado, pudiera llevárselo todo por delante. Pues bien, los hijos de los hijos de los hijos de esa gente, pioneros, delincuentes y forasteros, venían diciendo desde hace ya un tiempo que los Stoney Lonesomes de Evan Bartels, eran la mejor banda salida de Lincoln, Nebraska. Estuvieron viajando. Y ahora han vuelto, con este disco bajo el brazo. Son muy Jason Isbell después de haber conducido muchas millas junto a camiones de dieciocho ruedas. Y tienen sed. Discazo del año, y me quedo tan ancho.

ALEX WILLIAMS

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Better Than Myself

(Big Machine Records, 2017)

Porque pone que es un disco de 2017, que tiene 26 añitos y que es de Pendleton, un pequeño pueblo del condado de Madison, en Indiana. Si no, uno se atrevería a decir, por lo que suena, que el tañido barítono de esa voz procede más bien de mediados de los setenta, que se gasta ya sus 40 tacos bien curtidos, que le han hecho daño en callejones oscuros y que ha de ser seguramente de Texas, de Lubbock o Austin, probablemente colega de Tompall Glaser, Waylon Jennings o Billy Joe Shaver, uno de los viejos «héroes del honky tonk»… Pero no. Este milenial barbudo y de pelo largo, en efecto, tiene 26 añitos, admira a Willie Nelson (de ahí que le haya secuestrado a Mickey Raphael para tocar la armónica en tres temas), tiene la «W» de Waylon tatuada en el antebrazo y, un buen día, se largó de su pueblo, el pueblo donde en tiempos remotos colgaron a aquellos tres blancos por lo de la Masacre de Fall Creek (en el parque aún puede leerse la inscripción: «Tres hombres blancos fueron colgados aquí en 1825 por matar indios»), para irse a estudiar a Nashville y hacer del Red Door Saloon de la calle Division su segunda casa. La cosa le viene de su abuelo, porque su padre era fan de Ratt y Cinderella. Reconoce que Jamey Johnson abrió el camino, hace ya una década, con el ya mítico That Lonesome Song, después de dejar atrás la cárcel (en el caso de Johnson la cárcel real, nada metafórica, en el caso de Williams, ese pueblo de Indiana, cualquier pueblo pequeño, en realidad, que, en palabras del abolicionista Frederick Douglass, era «uno de los mejores pueblos republicanos del Estado») y, después de que su batería se mosqueara un día con él y le dijera que sus canciones eran mejor que él (bien, ya tenemos título para el disco: «Well, I was told not long ago / My songs are better than myself»), ha salido a la palestra en un momento que no puede parecer más apropiado, cuando están empezando a pegar fuerte todos esos jóvenes «outlaws» (aunque él prefiere el término «country cósmico», en la línea de ese otro disco fundacional de Sturgill Simpson) entre los que destacan Paul Cauthen, Cody Jinks, Cody Johnson, Nikki Lane, Margo Price y ahora él mismo, que incluso viene de telonear a los Lynyrd Skynyrd, esa cosa ya un poco triste pero que es también, y sobre todo, símbolo de un sonido, una época, una actitud… Se sigue bebiendo y se sigue fumando. Puede que sea un cliché, pero seguimos jodidos y, como dice uno de los personajes de sus canciones: el único estado en el que estoy registrado para votar, es el estado de ebriedad. No está el horno para pop, no es país para viejos, es tiempo de forajidos.

BEN BOSTICK

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Ben Bostick

(Simply Fantastic Music, 2017)

El pedigrí que se apuntaba en las cinco canciones de su EP, My Country, queda jubilosamente confirmado en este primer álbum: la ausencia de Waylon no termina de curarse (no terminará de curarse nunca), pero podemos respirar tranquilos, Ben Bostick ha llegado a la ciudad. California, dicen, Laurel Canyon, y es cierto que con My Country la prensa especializada lo calificó de «alianza impía entre George Jones y Merle Haggard», apuntando a cierta influencia de Bakersfield, que queda a no más de dos horas de Los Ángeles. Y este álbum, homónimo, lo ha co-producido John Would, responsable de algunas cosas de Fiona Apple y Warren Zevon… Mucho tocar a pelo en los muelles de Santa Monica, con chicas en patines y surferos nihilistas, entre trabajos de lo más peregrinos (incluyendo sets de rodaje, el sueño de Hollywood, camareros actores por todas partes), hasta sacar la pasta para grabar un EP. Pero hay que decir que la huella californiana no se intuye por ninguna parte. Hay más, probablemente, de Beaufort, Carolina del Sur, de donde es nativo, «la mejor ciudad pequeña sureña» de Estados Unidos, según la revista Southern Living, escenario de las novelas de Pat Conroy. O de la escucha casi obsesiva de Townes Van Zandt. Dicen por ahí que no está lo suficientemente cabreado para ser considerado «outlaw country» (últimamente, a todo lo que suena barítono y peligroso, con barba fuerte y posible historial carcelario, se le cuelga ese sambenito, prueba de infamia), que no es lo suficientemente nasal para el «honky-tonk» (afortunadamente, sus letras van más allá de esa simpleza de muchachote llorón), ni lo suficientemente hipster para el «Americana» (cada vez más claro, un invento para confesar, sin miedo, un gusto inconfesable que, en muchos casos, probablemente ni gusta: de ahí Wilco, de ahí Ryan Adams, de ahí rellene la línea de puntos con la primera banda con banjo y mandolina que se le pase por la cabeza: ................), ni lo suficientemente cínico para encajar en el rollo folk (indigestiones Dylanitas, fundamentalmente). El despropósito de las etiquetas. Él mismo se ríe de todo eso y se autodefine como «outsider country», con toda la libertad que le proporciona esa idiota (como cualquier otra) denominación en calidad de forastero, intruso, marginado y ajeno. Un «hago lo que me sale de los cojones, llámalo X, pero si no me va a echar una moneda, hágase a un lado». Todavía no ha dado el salto de, por ejemplo, un Chris Stapleton, pero los buitres de Nashville no tardarán mucho en pegar la oreja. De momento, aún se le puede ver cada domingo por la noche en el Escondite del centro de L.A., en pleno Little Tokyo (buenas hamburguesas, pero pídete mejor cerveza que copas si no quieres cabrearte), calentando motores con su banda, The Hellfire Club. O por el día en los muelles de Santa Monica, en plan «one-man-band», por la voluntad. Estamos a salvo.

TYLER CHILDERS

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Purgatory

(Hickman Holler Records, 2017)

Tremendo discazo. Y con solo 26 añitos. Coproducido por Sturgill Simpson (que toca la guitarra y canta en un par de temas; en todo el concepto hay un claro ramalazo del «Sonidos Metamodernos») y el veterano David Ferguson (alias «el ingeniero de sonido del American Recordings de Cash/Rubin, entre otras glorias»). Kentucky. La zona este de Kentucky, el condado de Lawrence (la comarca que aparece delineada en la ilustración de la cubierta). Joder con Kentucky. Algo está volviendo a suceder en el estado del bluegrass y el bourbon (probablemente nunca ha dejado de suceder). Hace treinta años bajaron de las montañas a tomar la ciudad los Keith Whitley y los Ricky Skaggs de turno, les siguió Chris Knight con su cosa de lobo estepario, y ahora, de un tiempo a esta parte, el renacimiento lleva el nombre de Fifth On the Floor, Kelsey Waldon, Agaleena Presley, Sturgill Simpson, Chris Stapleton y este recién llegado, con su Purgatorio. Cantar de casa. Tyler no se puede imaginar a sí mismo haciendo otra cosa. Es lo que lleva haciendo desde que era un crío. Tocando sin parar en ferias del condado y tugurios de mala muerte con su banda, los Foodstamps (los «cupones de comida», así de precaria es la cosa en esas montañas). Recuerda un momento crucial. Cuando le rompió el corazón enterarse de que los Dukes de Hazzard no eran de Hazzard, Kentucky. Todo mentira. Pero él no. Él solo quiera cantar sobre él y los suyos. La voz de las montañas donde se crió. Honky tonk, bluegrass de los Apalaches, folk acústico e historias en primera persona que dan voz a la gente de la vecindad con sus cosas del día a día: pastillas, cocaína, alcohol de maíz y mujeres tristes. Baladas bañadas en sangre, como las de los antiguos bardos que sortearon las flechas de los primeros pobladores (cherokees y chickasaw). Amor y crimen. «El lugar es importante, pero largarse del lugar también lo es y, al largarse, mirar atrás y poder contemplar el lugar desde ángulos distintos; eso también es importante». «Whisky, Religión y Country Zen», han dicho de él por ahí. Country de bosque profundo. Y pecar como en los viejos tiempos, con todo el peso de antes, no como ahora. Y ese «Whitehouse Road» que Bobbie Jean Sawyer ha descrito en Wide Open Country como «una conversación de billar entre Billy Joe Shaver y Guy Clark». A lo que poco más se puede añadir. «El mismo viejo blues pero en un día distinto» como dice el camello en el tema ya mentado, «Whitehouse Road». Y si no te gusta, que te den. De ahí las dos citas que acompañan la carpeta del disco. Una de Albert E. Brumley, puro góspel sureño: «Este mundo no es mi hogar, yo solo estoy de paso»; y la otra del viejo amargado Jack Kerouac: «Cuando hayas entendido esta escritura, tírala a la basura. Si no puedes entender esta escritura, tírala a la basura. Insisto en tu libertad». Pues eso. Así es como se habla en los Apalaches. Suena exactamente así.

OLD CROW MEDICINE SHOW

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50 Years of Blonde On Blonde

(Columbia, Nashville, 2017)

En enero de 2016, Peter Cooper, del Country Music Hall of Fame® and Museum, se topa con Ketch Secor, de los Old Crow Medicine Show, en una tienda de discos de East Nashville y le hace la proposición indecente: colaborar en la celebración del cincuenta aniversario de la grabación del Blonde On Blonde (1966) de Dylan. A los pocos meses, el 12 y el 13 de mayo, los Old Crow interpretan el álbum entero, de cabo a rabo (el primer álbum doble de la música pop, 43 páginas de letras para memorizar; eso, dice Secor, fue lo más jodido) en el CMA Theater y el 28 de abril se edita la grabación en vivo de lo sucedido en aquellas dos veladas. Del disco de Dylan poco se puede añadir, la secta dylanita ha hecho correr ríos de tinta sobre lo que es y supuso. Para los Old Crow, sin ser ni por asomo su álbum favorito de Dylan, tiene una significación especial que prima por encima del resto. Dylan tuvo los huevazos de grabar en Nashville lo que Secor ha llamado «su reencontrada voz rocanrolera». Y al hacerlo abrió de par en par las puertas de la música country. Dentro olía fuerte a naftalina. Con su irrupción, ventiló el cuarto. Desapolilló los armarios y los altillos. Le quitó telaraña a la cosa (que bien que le hacía falta). Y gracias a aquel desenfado, aunque la puerta volviese poco a poco a cerrarse, fue posible que cosas tan luminosas y entusiasmantes como los Old Crow Medicine Crow, antes de que alguien se inventase la etiqueta prestigiosa del Americana, con sus banjos, sus violines y su fanfarroneo camorrista de banda acústica con actitud punk, nueva piel para la vieja ceremonia, se colasen por la rendija. Tampoco ellos lo tuvieron nada fácil para encontrar la aprobación de la rancia y herrumbrosa comunidad Nashvillita. Blonde on Blonde, medio siglo después, para los OCMS era, claramente, el esqueleto oculto en el armario, el hijo bastardo de Nashville. Un disco que invitaba a hacerle un calvo a la escena del Music Row. ¡¿Cómo no celebrarlo?! Eso sí, amplificando un poco la cosa, claro, metiéndole energía y velocidad. Country, folk y rock n’ roll, tanto acústico como eléctrico, con sus dosis de hillbilly y de hokum (a lo minstrel show anfetamínico), impulsado por un poco de góspel y de blues a lo Hava Nagila... El resultado es dispar, pero la energía es incontestable y, desde el principio, te tatúa una sonrisa en la cara. Te jode no haber estado allí. Maldita sea. Pero algo ha quedado en los surcos. Cuanto más se alejan de Dylan, cuando más suenan a sí mismos, mejor es el resultado, como en el caso de la gloriosa versión de «Obviously 5 Believers», que levanta a los muertos de sus tumbas. Aunque hay momentos de rendición absoluta al original, muy emotivos, como en «4th Time Around»… Y todo esto para decir que en los tiempos que corren, de tan poca originalidad y tan baja estima (discos infumables de dúos, recopilatorios, directos innecesarios o la mamarrachada de volver a grabar un disco antiguo, como resulta que ahora ha hecho nuestra admiradísima Lucinda Williams –aunque seguro, en su caso, que con un resultado más que admirable–, de alguna manera hay que facturar, amigos, que lo de la música está cabrón…), un disco como este, en espera del siguiente álbum de estudio que andamos esperando como agua de mayo, es muy de agradecer. Sin tonterías. Respeto y admiración. Y la felicidad de saber que Mona Lisa sigue con los blues de la carretera…

LONESOME BOB

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Things Fall Apart

(Checkered Past Records, 1997)

«DESCARGO DE RESPONSABILIDAD: estas son canciones, no instrucciones. No recomiendo ni abogo por el asesinato, el suicidio ni la violencia de ninguna clase. Si, tras la escucha de este disco, alguien se siente forzado a matar, mutilar o dañar de algún otro modo a su esposa/a sí mismo/o a otra parte pertinente o no pertinente (incluyéndome a mí), por favor, baja el arma, el cuchillo, el martillo, la horqueta, etc… descuelga el teléfono y llama al centro de salud mental o de intervención de crisis más cercano. Gracias. Fdo. Lonesome Bob». Con esta advertencia saludaba Bob Chaney, Bob el Solitario, desde la carátula del primero de sus dos únicos, colosales, discos (hasta la fecha), en 1997. Dos embestidas de country rock blue collar, seco, árido y rasposo, de taller mecánico y fábrica de piezas de recambio, de noches de six-pack, insomnio y sueños rotos. Bajo, guitarra (del inmenso Tim Carroll) y batería. De vez en cuando un banjo o una mandolina. Y la voz, también árida, de Allison Moorer un año antes de debutar con su Alabama Song… También podría haber elegido hablaros de su segundo disco, el de después de la muerte de su hijo, lleno de horror, lleno de cicatrices, el impactante Things Change (2002), con ese desgarrador «In the Time I Have Left», que ayer mismo por la noche volvió a dejarme desolado y abatido (no me acordaba y el puto modo aleatorio me volvió a pillar por sorpresa, a bocajarro, ¡ouch!); pero mejor empezar por el principio. Por el «Love is no Blind» con el que se abre el disco con el que debutó, con esa voz poderosa y profunda que Peter Cooper, desde las páginas del No Depression, describió como de «Waylon con un trabajo de día que le toca mucho los cojones». Bob es enorme, en todos los sentidos. Un físico imponente. Por eso se ganó de joven, cuando jugaba al baloncesto, el apodo de Chopper, como el personaje de dibujos animados de Hanna-Barbera, aquel bulldog de color blanco, espaldas anchas, grandes mandíbulas y gran fortaleza. De aspecto feroz cuando se enfada, pero un trozo de pan bondadoso cuando está con su chica… A los 18 aprendió a tocar la guitarra y empezó a escribir canciones. La influencia del country la heredó de su padre, criado en un tabacal de Virginia. A los 19 militaría en una banda junto a Ben Vaughn, los Hairy Geretz, más tarde rebautizados como los Gertz Mountain Budguzzlers, mitad country, mitad Zappa, mitad Captain Beefheart. De aquel entonces el sombrero cowboy que le adjudicaría el mote para siempre (alguien dijo: «Mira, por ahí viene Bob, el Vaquero Solitario»), aunque no tardaría en cambiarlo por una gorra de béisbol. La banda se fue a la mierda y la primera mitad de la era Reagan, Lonesome Bob ejerció de marido y de padre, currando por la noche de guardia de seguridad y cambiando pañales por el día. Vaughn volvería a rescatarlo para la música en el Ben Vaughn Combo. Vida de carretera y matrimonio a la cuneta, como un coyote atropellado. Aquel Combo también acabaría disolviéndose tras un bolo inhóspito en California. Bob recabó en Nueva York. En el 93 los Mekons le oyen cantar en el salón de alguien y versionan su tema «Point of no Return». Es la época en la que el punk redescubre las raíces country y todo estalla. Una época gloriosa. De allí, a Nashville, con unas cuantas canciones, algún que otro número de contacto y una chica (la madre de su segundo hijo) que en menos de un año se larga. «A tomar por culo tú, tu música y las barras de bar». Vida de subsistencia, decepciones y la canción «The Plans We Made» que incluiría la buena gente de Bloodshot Records en el recopilatorio Bloodshot's Nashville: The Other Side Of The Alley, álbum fundacional del «nuevo country alternativo» que le llevaría a firmar con el sello Checkered Past, de Chicago, para su primer disco, del que a pesar del éxito unánime de crítica (hasta en la revista Playboy), no llegó a vender ni mil copias. En agosto Bob lo deja, no lo ve, el disco sale en octubre y a finales de noviembre está limpiando ventanas. En diciembre su primera ex-mujer le llama para decirle que su hijo Zach, heroinómano, está en una clínica de rehabilitación. Eso une brevemente a padre e hijo, hasta que la hepatitis, una puta aguja sucia, acaba con la vida de este. También acaba con la música. Temporalmente. Porque años después será el germen de su segundo (último hasta la fecha) disco, demoledor, tras un período de luto limpiando ventanas, atendiendo mesas y vendiendo alarmas. Desde entonces le hemos perdido la pista… Allison Moorer, citando un verso de «In The Time I Have Left» que dice: «The battles I have fought have left me alive, but alone», lo ha comparado con Kris Kristofferson. Y es la que mejor lo ha sabido describir: «Nunca lo había oído así expresado, esa condición de haber pasado por relaciones sentimentales, haber sobrevivido a todas las rupturas, ser fuerte y poder con ello, pero mirar a tu alrededor y ver que no te queda más que tu estoicismo y tu orgullo. Bob cogió un clavo, lo golpeó con un martillo y ahí está, ahí sigue, en la pared». 

JOE FOURNIER

Dirt Road Joyride

(Dusty Records, 2008)

La cosa comenzó en un bar, al norte de Ontario. El bar de sus padres. Joe tenía doce años y muchas mudanzas encima (veintiuna antes de salir a la carretera con su primera banda). Era un viejo hotel destartalado con música country en vivo seis noches a la semana. Ellos vivían arriba. Y ahí es donde el niño aprendió a tocar la guitarra, pegando la oreja al suelo vibrante y dando la tabarra a todos aquellos bastardos fatigados de la carretera, antes de caer borrachos, para que le enseñaran los acordes y las letras de las canciones que interpretaban. Debutó, ya digo, con doce añitos, sustituyendo a los músicos de las bandas que estaban demasiado ebrios para tocar. El público se lo tragaba y Joe encontró su vocación. Siguieron años de intentar abrirse camino en el negocio de la música, escribiendo y tocando para otros, tocando lo que hubiese que tocar: pop, polka, blues, rockabilly, country (del nuevo y del viejo), incluso haciendo de Ringo en una banda tributo a los Beatles (el horror). «Tuve mis buenas dosis de peleas de bar y tratos nefastos. También me divorcié unas cuantas veces». Y cuando ya nada o muy poco quedaba de su entusiasmo y su creatividad en Ontario, Joe se larga con su chica a una cabaña de troncos en la costa meridional de Nueva Escocia y se monta un pequeño estudio. Mientras sierra y amartilla comienzan a importunarle ideas para un tipo de canciones al que nunca antes se había enfrentado. Canciones basadas en sus raíces campestres, en sus experiencias personales y en los delirantes personajes que conoció en sus múltiples mudanzas. Historias para reír, llorar y estremecerse (a veces las tres cosas en un mismo verso), letras afiladas como esa botella de cerveza estrellada contra la barra de un bar con la que te amenaza un lugareño tambaleante porque está solo y jodido y ni siquiera estamos a miércoles, joder… Dirt Road Joyride fue su cuarto álbum. Salvo el dobro y el violín en un par de canciones, él lo toca todo. Producción cruda de porche trasero, de radio de camioneta escacharrada que avanza dando tumbos por una carretera secundaria junto a un pantano. Ese sonido. Country garajero. Y letras brutales (de la escuela de Shel Silverstein). Ya sabes. «Bad Record Collection», por ejemplo. Todos hemos pasado por eso alguna vez: por muy buena que esté, por muy desnuda que te reciba enmarcada por su largo cabello rubio, no te enrolles con ella si descubres que tiene una colección de discos infame (si le pinchas un tema de Los Lobos y pone caras, sal corriendo). «Desvaríos de tres acordes», como él mismo define sus canciones en los agradecimientos, en los que también, por cierto, se disculpa con sus vecinos, por el ruido (aunque él no lo especifique, me atrevo a asegurar que los vecinos a los que cree importunar, más que colonos de rostro pétreo, agricultores neoescoceses o remotos acadianos, la cabaña más cercana a varias millas de distancia de su estudio de ocho pistas, son más bien renos, caribús, focas, morsas y algún que otro cetáceo… presencias que casi se dejan intuir en cada tema, porque así de rasposo suena el viejo Joe, exactamente como nos gusta, sin detergentes ni desinfectantes).

SCOTTY ALAN

Wreck and the Mess

(Spinout Records, 2011)

Vive en las afueras de Marquette, un pequeño pueblo de la Península Superior de Michigan (lo que se conoce como: «The Yoop»), cerca de la orilla meridional del Lago Superior, o lo que es lo mismo: en medio de la nada, en los bosques del norte, en un terreno de diez acres, desconectado del mundo, en una modesta cabaña que lleva ya cerca de veinticinco años construyéndose poco a poco (a modo de ejemplo: arruinó dos palas del nº2 para cavar el sótano, tarea titánica que le llevó más de tres largos meses solitarios, acompañado ocasionalmente por los coyotes que se asomaban desde la línea del bosque para contemplar con mirada crítica sus lentos avances, ya al final casi dispuestos en su exasperación a echarle una mano…). También se instaló una sauna. Él mismo se ocupa de sus necesidades: caza ciervos, pesca, cuida de la huerta, espanta a los mapaches, se disputa las bayas con la fauna autóctona y calienta el hogar con leña cortada de sus terrenos. Consecuencias del punk (que como cantaba –y sabe muy bien– el gran Micah Schnabel, de los Two Cow Garage: «Al final el punk rock / nos deja vacíos y solos»). Está lejos, pero está cerca. Le gusta la soledad aunque, como él mismo dice, no es un solitario. En realidad solo vive a cinco kilómetros de la casa donde se crió, miembro de una familia que lleva generaciones instalada en la zona, sangre finesa. Dice que apenas escucha música (aunque lleva haciéndola desde que cumplió los 14). Se pasaría luego más de una década tocando en una banda punk de tres miembros, The Muldoons, que acabó siendo de dos, a «two-man trio» como ellos mismos se autodenominaban, él a cargo de la batería y la guitarra. Pero le llegó el vacío. Y se atrincheró en su granja, apuntalado en invierno por muros de nieve de más de tres metros, perfeccionando su técnica, cantando en la sauna, saliendo de vez en cuando para grabar cosas que luego sometía al juicio de los coyotes, o para hacer algún bolo en algún club de algún pueblo perdido del Medio Oeste. Incluso saltando el charco para tocar en los cafés de Amsterdam. En enero de 2011 viajó a Los Ángeles, un sitio extraño y sin nieve (el «Lost Ángeles», del que hablaba Bukowski en su correspondencia con Sheri Martinelli, Noche de escupir cerveza y maldiciones), para grabar con su viejo amigo Bernie Larsen (productor, entre otros, de Jackson Browne, Rickie Lee Jones, Melissa Etheridge y Lucinda Williams) el material que conformaría este inmenso Wreck and the Mess, la secuencia narrativa de un amor que se va a la mierda, con gente como Ian McLagan y Jorge Calderón, ahí es nada. Desde entonces no hemos vuelto a saber de él. Habría que preguntar al sheriff de Marquette. O al ferretero.

WATERMELON SLIM

The Golden Boy

(Dixiefrog, 2017)

William P. Homans es otro de mis grandes favoritos y también estaba tardando más de la cuenta en aparecer por aquí. Siempre que me disponía a incluirlo en nuestro particular «Hall of Fame» me frenaba el hecho de no poder decantarme por uno solo de sus discos. Cuando me decidía por uno, me acordaba de otro, aún mejor, y así una y otra vez, semana tras semana, ad infinitum. El Bull Goose Rooster de 2013, se me escapó, así que desde el 2011, año de aquella deslumbrante obra maestra, Watermelon Slim & Super Chikan Okiesippi Blues, le tenía perdida la pista. Seis años de quemar sobre todo el brutal The Wheel Man, el álbum con el que lo descubrí allá por el 2007 (y que tendré que volver a comprar en cuanto me tope con una copia, porque lo tengo achicharrado). Al año siguiente, además, lo trajeron al Teatro Zorrilla de Badalona los exquisitos francotiradores de Blues & Ritmes, unas semanas antes de sumar a Guy Clark y a Mavis Staples (algo por lo que nunca les estaremos lo bastante agradecidos; pagamos nuestras entradas, sí, pero siempre les deberemos dinero…). Así que al final, cuando Ana me llamó hace un par de semanas desde Y Que Viva Joplin para decirme que le había llegado lo nuevo de Watermelon Slim, ni me lo pensé. Rompería el sortilegio hablando del último. Con Golden Boy el viejo poeta rebelde de rostro capeado y quebrado por mil tormentas vuelve a sorprendernos. Nacido en Boston y criado en Carolina del Norte. Pero sobre todo Tulsa, Oklahoma, claro. Ese Dust Bowl ha anidado en ese rostro y en esa voz. Como también Vietnam (Golden Boy, aparte de a Canadá, a donde se ha ido a grabar, está dedicado a la Primeras Naciones Indias –sus cantos resuenan en el tema «Wolf Cry»– y a los miembros de VVAW/OSS, Veteranos de Vietnam contra la Guerra; asociación de la que él mismo es miembro). Y el golpear de las herramientas y las confidencias de barra de sus colegas de la construcción (compañeros a quienes homenajeó en su día con el nombre de su banda de acompañamiento: The Workers), así como los miles de kilómetros recorridos al volante de un camión de 18 ruedas, transportando los residuos industriales de un país devastado, o cultivando sandías al sol (de ahí el mote), sin olvidarnos de su experiencia como activista socialista ni de su licenciatura en periodismo e historia. Y más aún Mississippi. Mucho Delta. Ese dobro mágico y esa armónica. Todos esos años de compartir vivencias y escenarios con gente como John Lee Hooker, Robert Cray, Champion Jack Dupree, Bonnie Raitt, «Country» Joe McDonald y Henry Vestine de Canned Heat. Mucho juke-joint y mucho honky-tonk. Todo vuelve a estar presente en este disco. Sin concesiones al mercado ni al mainstream. Aridez y honestidad (quizá por eso ha tenido que irse a grabarlo a Winnipeg y fabricarlo en Austria). De nuevo, herencia del blues, las tres únicas cosas sobre las que escribe: trabajo («que es de lo que va el blues en un principio»), relaciones entre sexos («no solo las de tipo angustia adolescente, sino las agonías y los éxtasis agridulces y de larga distancia […], no relaciones de chicos y chicas, sino de hombres y mujeres») y la mortalidad, la muerte. No en vano el disco se abre con una cita de Shakespeare (Cymbeline, IV.ii. 333.33): «Dorados jóvenes y muchachas, todos deben, lo mismo que el deshollinador, convertirse en polvo».

NQ ARBUCKLE

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The Last Supper in a Cheap Town

(Six Shooter Records, 2005)

No viven de esto. Cada uno se saca las castañas del fuego como buenamente puede (uno de ellos, el bajista, fue torero, en Canadá, y el líder trabaja en una oficina, registrando royalties y canciones, todo es así de simple y delirante). No tocan en grandes locales. Lo suyo son los baretos. Tocar mientras alguien se pelea. Con todo el mundo cantando y berreando más fuerte que el cantante de la banda (y no necesariamente la misma canción). En locales donde decir «hijo de puta» es básicamente un elogio. Una vez, en un garito de Port Hope, Ontario, en la boca del río Ganaraska (Neville Quinlan, «NQ», nació en Montreal, pero la banda se fundó en Toronto), entraron dos vecinos enojados y se pusieron a desmantelar el escenario mientras tocaban. No dejaron de tocar. Siguieron a lo suyo. No en vano es tierra de algonquinos, chippewas, leñadores y tramperos. Gente curtida. Gente empecinada y persistente. Han tocado en sitios muy locos, esos que las bandas normales suelen considerar «malos bolos»; para ellos, sin embargo, son los más divertidos. Lo importante sigue siendo, no el concierto, sino pegar la hebra un rato con los locales y tomarse unas cervezas en un antro de mala muerte, por ejemplo, de Hamilton (aún así han sido nominados en dos ocasiones para los premios Juno, al Mejor Álbum Tradicional y de Raíces del Año). Este fue su segundo disco. El primero como grupo propiamente dicho (el anterior, Hanging the Battle-Scarred Pinata, del 2002, fue básicamente un proyecto de Neville en solitario, en pijama, en Vancouver, grabado en casa en no más de cuatro o cinco días –imprecisión de la resaca–, bebiendo cerveza desde las diez de la mañana…). Una vez leí algo a propósito de este segundo disco que me sedujo, por eso fue el primero que cayó en mis manos. Después de oírlo, decía el reseñista, de pronto, la comida te sabe mejor, la cerveza que te estás tomando no acaba nunca y tu apartamento/ratonera dobla milagrosamente sus dimensiones. Letras adictivas, arreglos malévolos e impecables. Puro gozo. Sin aspiraciones de gloria ni presunción. Noches largas en bares, hastío, viajes y corazones rotos. Temas recurrentes del viejo y buen country de siempre, aunque con el toque canadiense (un toque un poco más refinado) que lo convierte en otra cosa que no es, ni por asomo, el country nauseabundo de la CMT. Como muy bien dice él propio Neville, suenan a country solo por la pedal steel. Y ni falta que hace. Grandes.