JONATHAN BYRD

Tha Law and the Lonesome

(Waterbug, 2008)

La cosa empieza un viernes 13 en Fayeteville, Carolina del Norte, entre concesionarios de coches usados y bares de tetas que brillan en la noche como estrellas en el cielo. Bosques de pinos. Cuando el niño cumple dos o tres años, ni él mismo se acuerda, la familia se traslada a Fort Worth, Texas. El primer recuerdo que guarda en la memoria es el de cruzar el Mississippi en un camión de mudanzas. Luego los recuerdos comienzan a hacerse más nítidos: cazar tarántulas después de las tormentas, reventar monedas en las vías del tren, cruzar descalzo las ardientes y reblandecidas carreteras de Texas. Le sigue una prolongada estancia en una pequeña localidad de Alemania Occidental, Vernhein, a donde su padre es destinado para predicar en una iglesia de habla inglesa. La hasfrau del casero le pellizca fuerte las mejillas y le da tabletas de chocolate, grandes como su cabeza, cada vez que su padre le manda con el cheque del alquiler. En esa iglesia, con su madre al piano, es donde Jonathan aprende a cantar («Amazing Grace»). Luego se mudan a Giessen y un amigo de su hermano le regala por su cumpleaños el disco The Wall (con todas esas imágenes perturbadores del interior que a sus padres no les hace ni pizca de gracia). Es por aquel entonces cuando su hermano, Gray, le enseña su primer solo de guitarra en La menor. Jonathan tiene ocho años. Cuando cumple los diez regresan a Estados Unidos y su padre pierde la cabeza. Abandona a la familia y comienza a beber fuerte. Se pasará el resto de su vida construyendo casas para víctimas de tormentas, un trabajo en el que puede estar borracho desde que se levanta hasta que se acuesta. Jonathan apunta como fundamental su colección de vinilos de bluegrass, especialmente los de Flatt y Scruggs y los Stanley Brothers (una vez su padre se compró un banjo, pero se frustró tanto al no poder dominarlo que acabó convirtiéndolo en un reloj). Su madre aguanta como un roble. Se hace construir una cabaña de madera en mitad del campo, a las afueras de Chapel Hill, y hace todo lo que puede por criar a sus hijos. Jonathan reconoce que no se lo puso nada fácil. Guitarra acústica y rabia adolescente. Todos los días haciendo pellas y a corretear por los bosques profundos del oeste del condado de Orange. Unos cuantos días en la banda de jazz del instituto y luego una buena temporada en la Marina. Cuatro años en un buque de desembarco de tanques recorriendo el Mediterráneo. Océano abierto. Estrellas por la noche que nada tienen que ver con las luces de los bares de tetas de la lejana Fayeteville. Horas muertas con su guitarra en el camarote. Extrañas grabaciones de cuatro pistas en atracaderos vacíos de los que se sirve a modo de estudio nocturno. Al terminar su servicio, una banda de rock duro en Virginia Beach que primero se llamó Coup d'Etat y luego Day 11, una rollo progresivo, mezcla de Bad Brains y King Crimson, frotándose bálsamo de tigre en los huevos porque en algún sitio habían leído que era lo que hacían los Fishbone (probablemente para descojonarse del personal). Por esa época una novia le regala su primera Fender acústica. Parece ser que la robó. Luego también le robó a él un montón de pasta, así que se podría decir que acabó pagando la dichosa guitarra. Tras un nuevo intento fallido en otra banda, decide comenzar a tocar en solitario. Es entonces cuando llega esa loca convención de violinistas de antaño en Buena Vista que le cambia la vida. Bien de moonshine y canciones sin puentes, «los puentes eran para los maricas». La gente de por allí (tanto de la convención como de las canciones que interpretaban) se mataba, moría o se enamoraba y luego se mataba o quizá bebía hasta morir. Gente dura, como John Henry y Wild Bill Jones, todo puños y whisky, con el corazón roto y enfadados con el mundo, como él mismo, como el propio Jonathan, listos para matar al primer listillo que se cruzase en su camino. Un sustrato perfecto para ponerse a componer y grabar su primer álbum. Un disco en el que en casi todas las canciones muere alguien. Hay ya un sonido oscuro y abierto. Las canciones cruzan el límite y se adentran en los bosques profundos, húmedos y chorreantes. Empieza así su vida en la carretera. Primero un disco más rockero, This Is The New That, con sus guitarras eléctricas y su puntito Muscle Shoals, antes de llegar a este prodigioso The Law and The Lonesome, su obra maestra. Según sus propias palabras: algo parecido a «lo que podría haber sucedido si Townes Van Zandt hubiese grabado un disco con Doc Watson». Desiertos, praderas, carreteras perdidas y fronteras sin ley, gente desesperada, coyotes y cuervos. Alguien ha dicho por ahí que es como si Cormac McCarthy fuese un cantante de folk (por lo visto hay un cantante de folk canadiense que se llama así, pero ustedes ya saben a lo que me refiero). Han pasado trece años y la bestia se ha calmado, pero estas diez canciones siguen poniéndome los pelos de punta.

TIFT MERRITT

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Traveling Alone

(Yep Roc Records, 2013)

Hay cosas de las que ya uno jamás se recupera, por mucho esfuerzo y esmero que le ponga, el daño está hecho. Se puede disimular con mayor o menor fortuna, tatuarse otras cosas encima, hacer chiste de los estragos, poner tierra e incluso otras gentes de por medio, acogerse a un plan de protección de testigos, pero el impacto sigue ahí, ajeno a nuevas colisiones, ni la meditación más estricta es capaz de disolverlo en el vacío. Se puede acallar, ejercer cierto efecto barbitúrico. Pero no hay mantra que pueda con él. Estás jodido (puede que jubilosamente jodido) de por vida. Pasa pocas veces, pero pasa. Y cuando sucede no hay vuelta atrás. La actuación de Tift Merritt, el 20 de octubre de 2005, en el Austin City Limits, tras sus dos primeros y deslumbrantes discos (Bramble Rose, 2002 y Tambourine, 2004), fue, sin duda, para el que esto suscribe (y supongo que para muchos más, es lo que tienen las catástrofes naturales), uno de esos tremendos costalazos de los que resulta poco menos que imposible salir ileso. Por cosas mucho menos impactantes, se recetan fármacos potentísimos. Y eso que ni siquiera tuve la suerte de verla en vivo, sino en la edición en DVD que publicó New West en su día. Y quizá fuese así mejor. A saber cómo hubiese acabado de haberme hallado tan cerca del foco de la radiación. Ahora quizá sería un humanoide mutilado y contrahecho, o una sombra en una pared de Hiroshima. Y sí, lo sé, esto más que una reseña parece la declaración babeante, balbuceada desde la cama de un hospital, de uno de los liquidadores del techo del Reactor nº4 de Chernóbil, pero ¿qué le vamos a hacer? No es la primera vez que lo digo: uno no tiene el menor control sobre las cosas que le conmueven. Y Tift Merritt, sudándolo y dándolo todo sobre aquel escenario de Austin, es una de las dos o tres experiencias que, a mi parecer, el bueno de Stefan Zweig se olvidó de incluir en su celebrada Momentos estelares de la humanidad, quizá entre el capítulo dedicado a la muerte de Tolstói y el de la caída de Constantinopla. Luego, años más tarde, Tift Merritt se ha dejado caer un par de veces por Madrid, en versión solitaria, desenchufada, abriendo para Josh Ritter o ya de cabeza de cartel, en el Café Berlín, presentando su último disco, el anterior a este que hoy, como ya se ve, apenas reseñamos. Y verla por fin en vivo no hizo, claro, sino recrudecer la herida. La misma magia y el mismo soul, en formato íntimo. Traveling Alone (la versión ampliada, de lujo, en formato libro en cartoné, casi de tela, es una auténtica virguería –y si vienes a mi casa y lo tocas con tus sucios dedos, quizá te mate–), lleno de fuerza, dulzura y vulnerabilidad, con su corazón de forastera y de viajera solitaria, de pájaro raro (que conserva, pese los halagos de la crítica y la nominación al Grammy), sin la maravillosa fanfarria, a lo Muscle Shoals, de sus primeros trabajos, más sosegado e íntimo, con mucho de Nueva York (grabado en un estudio de Brooklyn en ocho días) y de soledad urbana, con Jon Convertino, de Calexico, Marc Ribot y Andrew Bird, arropándola en la banda, incluyendo un tema de Tom Waits («Train Song») y otro de Joni Mitchell («For Free»), canciones sobre el aislamiento y la soledad, es quizá su disco más confesional y valiente hasta la fecha, parido sin obstáculos ni restricciones, «sin órdenes desde arriba», dándole la espalda (o más bien haciéndole la peineta) a los imperativos enojosos y martirizantes de la industria, con un fuerte sentido de urgencia por ser radicalmente lo que quiere ser, la artista que siempre quiso ser, libre de sello y de mánager, un disco de «ahora o nunca». Y nosotros, mientras tanto, aquí, al menos yo, que me creía indemne y fuera de peligro, respirando una vez más por la herida. Cuidando, de hecho, la herida. Impidiendo que cicatrice. A su servicio.

YOU CAN NEVER GO FAST ENOUGH

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Two Lane Blacktop Tribute Album

(Plain Recordings, 2003)

La muerte, hace un par de días, del inmenso Monte Hellman me ha hecho desenterrar este viejo disco que compré en su día pensando que era otra cosa (otra cosa que nunca existió). Filippo Salvadori, el perpetrador de semejante rareza, cuenta que vio Carretera asfaltada en dos direcciones (Two Lane Blacktop, 1971) por primera vez de madrugada y por casualidad, en la tele, ya empezada, y que se quedó enganchado al momento. Como no vio los créditos del principio y la televisión tiene la bárbara costumbre de mutilar los del final porque la publicidad infecta es lo que manda y punto pelota, se pasó años sin saber el título de aquella maravillosa y misteriosa película con guion del gran Rudolph Wurlitzer (autor de Nog –tus huevos ahí, Fernando Peña, Editorial Underwood–, que también hace un papel secundario, al volante de un Hot Rod), sobre bohemios de los engranajes y existencialistas del asfalto (tremendos James Taylor y el Beach Boy, Dennis Wilson). Más adelante, un amigo le sacaría de dudas, el típico amigo cinéfilo friki y poco aseado que se lo sabe todo (tú tienes un amigo de esos y yo también –y su madre nos agradece mucho que le demos cobilla y que lo llevemos al parque de vez en cuando–) y se convertiría en su película favorita. Cuenta Filippo que hizo todo lo posible por hacerse con una copia de la peli o, en su defecto, con la banda sonora. A diferencia de lo que ocurría en otras «road movies» de la época, como Easy Rider o Vanishing Point, la música no tenía una presencia protagónica, aunque en Two Lane Blacktop hay momentazos de Janis Joplin, Kris Kristofferson y The Doors, aparte de un glorioso «Maybellene» de John Hammond y el «Truckload of Art» de Terry Allen sonando en la radio del Pontiac GTO del también inmenso, como siempre, Warren Oates. Pero la banda sonora nunca llegó a editarse (yo compré este disco un poco a ciegas, pensando que era, como decía al principio, lo que no era). El caso es que el día en que Filippo pudo ver por fin al Conductor, al Mecánico y a la Chica (en la película nadie tiene nombre, Laurie Bird, saldría en otra película de Hellman, Cockfighter, y en Annie Hall, antes de suicidarse en el 79, en el apartamento de Garfunkel, que nunca quiso casarse con ella; yo me enamoré mucho de Laurie en esta película, y puede que tú también, pero nunca tuvimos un pisito en Manhattan y cuando nacimos ella ya llevaba seis años muerta) en pantalla grande, ya tenía claro que quería producir un disco tributo a aquella magistral película, «la “road movie” definitiva» que le había volado la cabeza (¡ese final!). Así es que comenzó a implicar a diversos artistas. Todos habían visto la película y todos parecían adorarla, sin excepción. Él lo tenía muy claro: quería que fuese un disco acústico y bullicioso, por supuesto, con mucho desierto y espacios abiertos. Ergo, Calexico, por supuesto, recién sacado el Feast of Wire (vamos, Calexico en estado de gracia), y Giant Sand (tras su Infiltration of Dreams). Pero también Will Oldham, Mark Eitzel, Wilco y Sonic Youth, entre otros (el álbum se inicia con un emocionante y desolador solo de banjo, «Little Maggie» de Sandy Bull). También se hizo con la licencia de un par de temas, por cortesía de Smithsonian Folkways (el «Stewball» de Leadbelly y el «Boat's Up The River», de Roscoe Holcomb). La cosa era imaginarse qué irían oyendo los protagonistas de la película mientras conducían atravesando el país. Hay un momento mágico en la película. El momento en que la Chica se dirige al flíper de uno de los garitos de carretera en los que paran, cantando el «(I Can’t Get no) Satisfaction». En el disco, Cat Power hace magia con su particular versión, en el penúltimo corte. El resultado de la producción es irregular, pero es una maravillosa ida de olla. En cualquier caso, un rendido homenaje a un director inmenso y a una película inmortal. El sueño hecho realidad de un pirado que se flipó un día con una película. Y gente así, tan de pedrada con lo suyo, en tu casa no sé, pero en la nuestra siempre tendrá un plato en la mesa.

HANK SUNDOWN

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Rock Roll Power

(Rockaround Records, 2020)

Está ese amigo de Cáceres, que se fue a Texas a currar de lo suyo, ese viejo contrabajista y gato loco que siempre fue más rockabilly que el que lo inventó y que es mil veces más auténtico que los de allí. Rockabilly de manteca colorá, judías carrillas, pestorejo extremeño y cochifrito. Hillbilly de patatera y de torta del Casar. Esa clase de híbridos siempre nos han gustado. Cowboys de Leningrado, como los finlandeses de Kaurismäki, más de vodka y balalaika que de Jack Daniels y guitarra nacional. Lo de allí devorado y regurgitado por los de aquí, desde geografías de lo más peregrinas, desde el frío, la nieve, los glaciares y los fiordos costeros. Así Arild Rønes, alias Hank Sundown y sus muchachos, teddy boys vikingos, hillbillies rockeros del mar de Barents, rock and roll de salmones y renos. Sin pose ni impostura. Lo suyo no es de disfraz ni de fin de semana. Y suenan con una contundencia que ya quisieran muchos de los de allí, de las latitudes en las se originó el género, o subgénero, según el grado de pedrada en la cabeza que tenga el interlocutor de turno. Aquí hay country y honky-tonk a lo Hank Williams y una rendición absoluta al inmenso Cavan Grogan, de los Crazy Cavan & The Rhythm Rockers, de Newport, en Gales del Sur, uno de sus héroes infinitos (que falleció durante la grabación de este disco; y a él se lo dedican), el rockabilly de los puertos carboníferos. Porque no todo en este mundo es Elvis (gracias a Dios). «I Ain't Elvis», canta Arild en el cuarto corte de este maravilloso Rock Roll Power, y ni falta que hace, amigo. La noción del rock and roll no es tan simple ni reducida. Sobra actitud. No hace falta disfrazarse del Rey ni airear los cadáveres de las viejas glorias. Nada aquí huele a naftalina ni a gomina rancia. Es nuevo, es potente y es oscuro. Destila incluso una cierta sensación de peligro, como debe sonar un buen grupo de Teddy Boys, sin mermelada en el culo. Y ahí están y ahí siguen, pese a no haber en Noruega escena de lo suyo, tocando más en Suecia que en casa, y en algún que otro festival de Alemania, Francia y el Reino Unido. Lo bueno de Arild es que no escucha solo eso, como tanto cateto exquisito que escucha solo lo suyo, su cultura musical es mastodóntica. Ama el bluegrass, el punk y el metal. Por supuesto The Blasters y Bruce Springsteen, y siempre mucho más Luther Perkins que Johnny Cash, para sonar más frío que el puto hielo de su querido terruño. Él mismo se lo graba, se lo mezcla y se lo masteriza todo. El presupuesto es presupuesto de banda marciana escandinava, vamos, presupuesto de grabar la guitarra en el salón de casa, pidiéndole a la parienta que baje el volumen de la tele, y la voz de Christopher en el pasillo de arriba. Para el bajo y la batería les dejaron un teatrillo del barrio. Doce canciones originales sin relleno ni soserías. Que no bajan el pistón. Nada de descartes ni tonterías. Eso sí, tiradas mínimas de 100 copias (date prisa si lo quieres). Y luego, si el Covid lo permite, a dejarse el pecho en el frío.

HACKENSAW BOYS

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Charismo

(Free Dirt Records, 2016)

Machetear y serrar. En eso consiste básicamente la cosa. Mandolina y violín. Y bien de chatarra. Allá por el otoño de 1999 se juntaron en Charlottesville, Virginia, en el hermoso valle de Shenandoah. De los cuatro miembros fundadores, hoy solo queda uno, David Sickman, a la guitarra, y el asunto, con los cerca de veinticinco músicos que han ido pasando por la agrupación (incluyendo a John Miller, de quien ya reseñamos por aquí su primer disco con los Engine Lights, y el mismísimo Pokey LaFarge) sigue consistiendo en lo mismo: con más o menos cucharas, tablas de lavar o latas de conservas de carne de mapache o zarigüeya, música de antaño con energía y espíritu de punk rock. Música curtida a pie de calle y en rincón de taberna. En el 2000 eran doce músicos (más un colectivo, una familia incluso, que una banda). Se hicieron con un par de autobuses viejunos a los que llamaron «The Dirty Bird» y «Ramblin' Fever» (siempre han sido muy de ponerse apodos, al estilo de los viejos músicos de country y blues) y empezaron a girar por las carreteras del continente (llegarían a ser la banda de acompañamiento en una gira del legendario Charlie Louvin), celebrando las raíces de clase obrera de su música, más afines a The Clash que al aseo y la depuración profiláctica de la factoría Nashville (Opry y Ryman incluidos). Ellos, junto a los Old Crow, fueron los impulsores de todo este movimiento del «bluegrass revival» que hoy llena estadios con los Avett Brothers o los primeros Munford & Sons. Y, a diferencia del resto, de todo el resto (incluidos los Old Crow), ellos siguen igual de punkies y chatarreros, sus conciertos siguen teniendo ambiente de banda gitana de los Balcanes, siguen dejando olor a sudor y manchas de aceite en el escenario. Este álbum, Charismo, de 2016, producido en el norte del estado de Nueva York nada menos que por Larry Campbell (Bob Dylan, Levon Helm, B. B. King) para el prestigioso sello Free Dirt, apareció después de diez años sin grabar. Y decidieron titularlo «Charismo» porque, al fin y a la postre, aparte del bueno de Sickman, el «charismo» es el único elemento que se ha mantenido inalterable en la banda a lo largo de estos veintidós años de chatarrería y desguace. Se trata del instrumento de percusión que sale retratado en la cubierta, inventado y tocado por un antiguo miembro de la banda, Justin Neuhardt, alias «El Chatarrero» (también a cargo de las cucharas y de la sierra musical). Un artilugio casero fabricado, principalmente, con latas. El caso es que iban a salir de gira y Justin dijo que él no podía irse seis semanas a tocar las cucharas (¿cómo justificas eso a tu familia o a tu jefe?), y como en ese momento la banda no contaba con presupuesto para pillarse un kit completo de percusión, le dijeron: «¿Y por qué no te inventas algo?». Y así fue. Latas de conservas (de leche de coco, de té, de caramelos para el aliento…; y según dónde vayan, la lata autóctona de turno; en la última gira que hicieron por España, incorporaron una lata de Fabada Litoral), matrículas, tapas de cubos, timbres de bicicleta, una lata de aerosol pinchada, correas, hebillas y cualquier elemento metálico que se encuentren en los callejones traseros de las cafeterías. «Era bastante primitivo –apunta Sickmen–, pero cuando lo golpeó con esos cepillos metálicos y escuché el sonido del tren, supe que era lo que necesitábamos». Siempre que le preguntaban qué instrumento tocaba en el grupo, la respuesta de Neuhardt era muy simple: «Un montón de chatarra». Chatarrismo que, en la actual formación, corre a cargo de Brian Gorby. «Si no tienes porche, nosotros te lo llevamos», así es cómo ellos definen su maravillosa fanfarria. Pura emoción cruda. Recuerdo que cuando tocaron en la sala Tempo, fui con Marta y nos los encontramos antes del concierto cenando en Casa Filete. Ellos estaban al fondo, en una mesa, y nosotros nos quedamos en la barra, junto a la puerta. Marta, más guapa que nunca, llevaba una camiseta de Malcolm Holcombe. Cuando los Hackensaw salieron se fijaron en la camiseta y los cuatro sonrieron. Ferd Moyse nos preguntó si íbamos al concierto y con un gesto nos comunicó que Malcolm era el más grande. Tanto ellos como nosotros, de repente, en efecto, nos sentimos como en el porche de casa. Fue en 2017, aún no había sido el Gran Apagón (ni el uno, ni el otro… yo me entiendo). Un disco de perros rabiosos que cura las penas. Gloria bendita. Música de sentirse como en casa.

THE GOOD LUCK THRIFT STORE OUTFIT

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Old Excuses

(Heckabad Records, 2012)

Empezaremos diciendo que amamos a Willy Tea Taylor, que llevamos ya unos cuantos años perdiéndonos en sus canciones y que cada año que pasa lo queremos más. El título de su último disco en solitario, Knuckleball Prime (2015), diagnostica bien lo que nos pasa. Es como un vino con solera o un queso bien curado. La mayoría de los jugadores de béisbol alcanzan su punto álgido a los veinte años, pero los lanzadores de knuckeballs (bolas de poca rotación, sujetas apenas con la punta de los dedos, imprevisibles) suelen florecer a finales de los treinta y principios de los cuarenta. Y resulta que el bueno de Willy Tea, se encuentra ahora en su mejor momento como knuckerballer, es uno de nuestros pitchers favoritos, nuestro Robert Allen Dickey recién traspasado de los Mets de Nueva York a los Blue Jays de Toronto, allá por el año 2012 (año, también, de la publicación de este prodigioso disco que hoy reseñamos). Willy creció rodeado de colinas y caballos en la pequeña localidad de Oakdale, California, conocida como «la capital mundial del vaquero» por haber dado a luz a multitud de campeones mundiales de rodeo. Allí sigue viviendo y aquel sigue siendo el escenario de buena parte de sus canciones. Willy procede de una larga estirpe de ganaderos (el abuelo Walt es casi una figura mítica, uno de los ganaderos más respetados de su generación) y nació para el béisbol (más catcher que pitcher), pero una lesión de rodilla (el avatar de tantos dramas) truncó su prometedora carrera deportiva y lo llevó a dedicarse a la música (he ahí una buena definición, la música country como «música de rodillas lesionadas»). La culpa, en el fondo, la tuvo Greg Brown, una actuación íntima que dio en el Strawberry Music Festival, un festival en el que Willy mutaría de espectador a intérprete, pasando antes por las labores de tramoyista, debutando con los Good Luck Thrift Store Outfit en el escenario principal en el año 2009. Aquella actuación de Greg Brown fue lo que le llevó a dedicarse a la música folk. Aquella actuación y, por supuesto, el clásico documental de culto (que a tantos nos ha envenenado tan jubilosamente), Heartworn Highways. No en vano, con uno de sus compositores contemporáneos favoritos, el gran Tom VandenAvond, de Green Bay, Wisconsin, Willy se dedicó a viajar por todo el país con una serie de giras que bautizaron como «En busca de la cocina de Guy Clark», en el que cada bolo nacía con la vocación de ser el preludio de una búsqueda interminable del tipo de serena escena nocturna que se retrataba en aquel documental tan medular (un poco la Piedra Rosetta de todo lo que nos gusta). The Good Luck Thrift Store Outfit es el resultado vibrante y festivo (a lo Old Crow, Avett Brothers o Asleep at the Wheel) de juntar a dos cantautores (Willy Tea, más hillbilly, y Chris Doud, más country), un veterano del rock indie, un bajista campestre y un loco del pedal steel (Matt Cordano, que lo mismo te toca el banjo que te coge una Flying V que ni Slayer, oiga). «Un sonido áspero pero suave como la madera (prima el sentimiento), rebelde pero con corazón de oro», como han dicho muy bien por ahí. Un ruido que, como dijo también otro reciente converso, América necesita escuchar. Un híbrido de americana, folk, rock, bluegrass y el dulce y antiguo, queridísimo, country & western. Música honesta y perspicaz de perros viejos, que escapa a cualquier intento de catalogación, pero que te mueve los pies aunque no quieras, aunque tengas el alma tullida, aunque tengas una alegría de pies planos, sin ínfulas, buena también para carreteras rectas y largos viajes en coche por Yosemite o las altas sierras. Este, Old Excuses, fue su tercer álbum y exuda un entusiasmo que resulta poderosamente contagioso. Oírlo es como ir por primera vez al circo y querer luego escaparse en sus caravanas para no volver nunca. Un regalo caído del cielo.

LEO RONDEAU

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Down at the End of the Bar

(Leo Rondeau, 2009)

Carretera después de un día frente al lago (en realidad un embalse con un señor pescando a unos metros y música infecta de un bar que llega de no muy lejos) con el iPod en modo aleatorio. Y, de repente, ¡zasca!, las trompetas fronterizas de «Had I Known», el penúltimo tema del Down at the End of the Bar de Leo Rondeau. Hacía tiempo que no lo transitaba. Un disco que en su día, hace ya once años, cuando Radio City seguía abierta en Madrid, en el primer local, el de la placita, cuando aún no se decían tantas gilipolleces sobre C. Tangana, el reguetón, el trap y otras desdichas (daños colaterales del virus, el aburrimiento y la pandemia), me voló la cabeza (Jesús Álvarez, viejo chamán del barrio de Conde Duque, se te echa en falta, maldita sea). Sus dos discos siguientes (Take It And Break It, Right On Time) fueron también una felicidad, pero este primero lo machaqué tanto que ya casi lo tenía asfixiado. Y, de pronto, como ya digo, comienzan a sonar a bocajarro las trompetas del «Had I Known» por los altavoces del coche. Quién nos lo iba a decir en aquel entonces (un «aquel entonces» que se extiende desde 1993 hasta casi ayer mismo): nosotros, los Dirty Brothers, mi socio y yo, pobres forajidos sin oficio ni beneficio, en un Audi, con ese pedazo de equipo de sonido, testándolo fuerte, subiendo el volumen al máximo, sin el menor atisbo de distorsión (por primera vez en nuestras vidas, algo que no distorsiona), Leo Rondeau atacando de golpe y porrazo esa poderosa canción de «desperados waiting for a train». «A los dieciséis años creía que lo sabía todo, / me uní a mi hermano que ya formaba parte de una banda / de bandidos y ladrones de la peor calaña», por las carreteras de nuestro querido Sur, con la sensación permanente de que en algún momento un coche patrulla nos hará parar en la cuneta, acusados de coche robado, seguramente una noche o dos en la celda y luego un juez de la horca que no se creerá que el maldito coche es nuestro, ni siquiera cuando le enseñemos los papeles y comparezcan nuestros testigos, y así siempre, por la vida, jugando con las cartas marcadas… Pero, hasta entonces, Leo Rondeau desplegará su magia y Almodóvar del Río y Sierra Morena (o donde quiera que estemos en ese momento) será Dakota del Norte y las Turtle Mountains, el territorio donde Rondeau creció y se crió rodeado por tres generaciones de oyentes y practicantes de música country, oeste rural y linaje de los indios chippewa, esa honestidad y esa voz nativa que corre por sus venas y que deja fluir por sus canciones. Hank Williams, Jimmie Rodgers, Tom Waits, Steve Earle y Townes Van Zandt configuran la base de su santoral, pero también los cantos lúgubres de la sangre chippewa («el pueblo que que guarda el registro de la Visión»), donde se entremezclan las punzadas y las penas con las alegrías y las victorias (mínimas) de la vida en reserva. Hay mucha barra de bar y mucho corazón afligido. Música de hombre solitario (Levi's remendados, chaleco de ante y sombrero vaquero que no oculta su larga melena castaña) que canta en voz baja por una calle vacía (no en la lengua «anishinaabemowin» de Hiawatha, pero con la misma nostalgia trágica de lengua casi perdida). «Un sonido sombrío en el viento». Música de tarareo ebrio al final de la barra. Música de los «hermosos vencidos» de Cohen (cambiando su Catherine Tekakwitha, mohawk de Quebec, por los objiwa de Dakota del Norte), con la mejor canción de «barflies« jamás perpetrada, «Down at the End of the Bar»: «Me encuentro en un lugar de lo más solitario, / en la barra, todos los hombres exhiben distintos grados de calvicie, / algunos la cubren con una gorra, / otros lo llevan largo por detrás. // Las reinas de la barra ya han renunciado, / se maquillan y salen por la puerta. // […] Menos cháchara y miénteme / Yo meteré tu dólar en la gramola y tú podrás sacudirme con tus muslos // Deja de repartir la miel de tu entrepierna por toda la ciudad / Me creía especial, hasta que eché un vistazo a mi alrededor». Música para cuando ni el elixir ni el aceite de serpiente son capaces de curar las heridas. Música de la Casa de los Espíritus.

BEN BEDFORD

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Portraits

(Cavalier Recordings, 2020)

En julio de 2010, Rich Warren, de la WFMT de Chicago, incluyó a Ben Bedford en la lista de los «50 cantautores de folk más significativos de los últimos 50 años», junto a gente como Bob Dylan, Townes Van Zandt, Anais Mitchell, Joni Mitchell, Gordon Lightfoot y John Prine, entre otras bestias. Bedford siente una inmensa admiración por toda esa fauna y considera, sin duda, un gran honor verse incluido entre tales eminencias, recogiendo la carga que en su día dejara Woody Guthrie junto a las vías de aquel tren destinado a descarrilarse en la gloria, en el Centro Psiquiátrico de Creedmore, en el barrio de Queens, sucumbiendo a la puta enfermedad de Huntington… Esos son, sin duda, algunos de sus iconos musicales y a esa misma tradición se adscribe de lo más gustoso pero, como auténtico hijo del terruño que es, tampoco duda en sumergirse en el hondo tintero de la literatura estadounidense y, a la hora de perpetrar las letras de sus canciones, lo hace recurriendo al «viejo espíritu» de sus dos grandes ídolos literarios: John Steinbeck y Toni Morrison. Sus canciones, en efecto, ofrecen bosquejos fascinantes, conmovedores y nada sentimentales, de la historia de su país, sus individuos, sus victorias y sus luchas, el pasado y el presente, los vivos y los muertos: la situación de la esposa de un soldado confederado durante la Guerra de Secesión, los triunfos aéreos de Amelia Earhart, la vida de Jack London, el asesinato de Emmett Till en 1955 e incluso el enfrentamiento entre miembros del AIM (American Indian Movement) y los agentes federales en la reserva de Pine Ridge, allá por 1973… todo eso cabe en su imaginario, como también Juan el Bautista, el poeta Vachel Lindsay, su gato Darwin (su público cautivo, el primero en escuchar siempre sus composiciones) y la brisa que sopla en las verdes y doradas praderas del centro de Illinois, al oeste de Springfield, donde tiene su pequeña granja («The Hermitage», «La Ermita»). Esa misma «brisa» que Bedford, desde la breve nota que acompaña al disco que nos ocupa, espera que podamos llegar a sentir acariciando nuestros cabellos. Pues bien, en el embriagador y gozoso Portraits, pensado para los aficionados de este lado del charco, donde sus inicios, salvo para quienes tuvieron la inmensa fortuna de verle actuar en sitios como el Green Note de Londres (el templo de Camden Town en el que conocimos, hace ya ni se sabe, al gran Malcolm Holcombe), permanecen un poco en las sombras, Bedford recoge y reinterpreta canciones de sus tres primeros álbumes, material escrito entre 2005 y 2012, antes de que sus canciones se volvieran más impresionistas, menos narrativas, temas en los que la voz y la guitarra (magnífica dicción de impecable barítono y punteo exquisito, nada de rasgueos de cantautor cansino) tienen preeminencia, aunque con asomos sutiles de banjo, dobro, violonchelo, slide, pedal, etc… Un disco perfecto para quienes aún no lo conocen y una experiencia del todo embriagante y satisfactoria para los que le seguimos la pista desde hace unos años. Un tipo de escritura en el que él mismo señala dos claros referentes: «La trilogía del Ferrocarril Canadiense» y «El naufragio del Edmund Fitzgerald» del inmenso Gordon Lightfoot y, sobre todo la forma de componer de Richard Shindell («Arrowhead», «Reunion Hill»), el verdadero catalizador de sus canciones históricas. Ahí es nada.

AVALON BLUES

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A Tribute To The Music Of Mississippi John Hurt

(Vanguard Records, 2001)

Lo bueno de tener amigos que trabajan o se enamoran en países extranjeros es que uno acaba conociendo mundo. Como muy bien dijo el gran Bryce Echenique en aquel duelo de gloriosos borrachos que sostuvo, hace ya ni se sabe, con Pepe Esteban, en Casa de América: «uno no viaja a lugares, viaja a amigos» (y aprovecho para dejar apuntado por aquí, por si luego se me olvida, que acaba de salir en Anagrama la tercera y última entrega de sus antimemorias, Permiso para retirarme, con el que dice que ha decidido cerrar su carrera literaria, lo cual es poco menos que un cataclismo; ¡a por él de cabeza!). Pues bien, allá por el año 2000, una amiga (y qué escuálida se me queda la palabra «amiga» para referirme a ella) se fue a rodar una película independiente a Buffalo, Nueva York (ya de antemano convendrá ir pidiendo disculpas por si esto se vuelve un poco personal, que lo hará, pero hablar de Mississippi John Hurt siempre ha sido un poco eso, así de íntimo y cercano acaba siendo, hasta desde tan lejos). Su compañero de reparto era Tunde Adebimpe, un año antes de fundar la banda TV on the Radio. Y fue él quien me descubrió la música de Mississippi John Hurt. Paseamos por Brooklyn y por Greenwich Village, me enseñó las antiguas ubicaciones del mítico café Gaslight y del bar The Kettle of Fish, en la calle MacDougal. Al final me fui de aquella visita con tres tesoros: la discografía completa de Mississippi John Hurt y dos cómics gloriosos: The Adventures of Tony Millionaire's Sock Monkey y Jimmy Corrigan de Chris Ware. Me los regaló al despedirnos (yo le devolvería la jugada luego en Madrid y en Barcelona; era ultraforofo de los cómics de Miguel Ángel Martín, así que se llevó un buen lote). Y recuerdo como si fuera ayer mismo lo que me dijo entonces: «Si te gusta Mississippi John Hurt, no puedes ser mala persona». Bueno, pues lo cierto es que lo he podido comprobar con el paso de los años. Ocurre un poco como con la «boutade» de John Waters: «Si no tiene libros en su casa, no te lo folles». En este caso: «Si tiene un disco de Mississippi John Hurt en su casa, fóllatelo hasta desplomarte». La gente que oye a Mississippi John Hurt es gente de bien. Dick Waterman el promotor que tanta influencia tendría en el desarrollo y en las grabaciones de blues en los años sesenta (organizando bolos para gente como el propio Mississippi, Fred McDowell, Skip James, «Lightnin'» Hopkins y hasta Son House), lo diría mejor que nadie: «¿Cómo le explicas a alguien que nunca ha oído hablar de John Hurt qué tipo de persona era? Bueno, suponte que vuelves a ser un crío y que tus compañeros de clase te dicen que tu abuelo es el tío más guay del planeta? Pues eso es exactamente lo que sientes cuando conoces a Mississippi John Hurt». Era simple y a la vez complejo. Podía ser sabio e infantil al mismo tiempo. Tenía un rostro sombrío cuando estaba en reposo, pero cuando sonreía iluminaba la tierra. «Podía perderse al dirigirse al escenario pero, una vez que llegaba y se ponía a tocar te quedabas inmediatamente convencido de que había tres cosas inamovibles en el mundo: la muerte, los impuestos y el ritmo constante del pulgar derecho de Mississippi John Hurt. Era un placer estar con él». Todos los que tuvieron la fortuna de conocerlo quedaron, de alguna manera, tocados por su magia. Hay muchos testimonios a propósito de su bondad, su humildad, su simpatía y su conmovedora presencia escénica. El disco que hoy reseñamos en un disco de aprendices de brujo, de gente que, en algún momento, fue tocada por su magia. Cierto que no hay nada peor que un disco tributo (bueno, sí, una banda ídem), pero hay dos o tres gloriosas excepciones. Y esta es una de ellas. Producido por Peter Case, que se marca un tremendísimo «Monday Morning Blues» mano a mano con Dave Alvin. Desde el «Frankie & Albert» de Chris Smither con que se abre el disco, hasta el «I'm Satisfied» de John Hiatt con que se cierra (ambos parecen poseídos por el mismísimo Mississippi, qué sobriedad y qué maestría), pasando por el «Angels Laid Him Away» de Lucinda Williams (hablándolo ayer con Susan Santos: cómo nos gusta ese tono de «acabar de salir bastante perjudicada de un bar infecto y no acordarte muy bien de en qué puta ciudad te encuentras» que le inocula a todo lo que canta), un «Candy Man» de Steve Earle con su hijo, el recientemente fallecido Justin, al resonador y a las voces, que, claro, escuchado hoy da escalofríos, y las versiones de Bruce Cockburn («Avalon, My Home Town»), Alvin Youngblood Hart («Here Am I, Oh Lord, Send Me»), Ben Harper («Sliding Delta»), Geoff Muldaur («Chicken»), Mark Selby («Make Me A Pallet On Your Floor»), Beck («Stagolee»), Victoria Williams («Since I've Laid My Burden Down»), Bill Morrissey («Pay Day»), Tah Majal («My Creole Belle») y Gillian Welch («Beulah Land»), todo el disco se oye con una sonrisa de oreja a oreja. Esto sí que es «good medicine», que dirían los sioux. Un disco tributo que no baja la guardia en ningún momento porque la humildad del viejo aparcero de Teoc, Carroll County, Mississippi, se haya presente en cada surco… Y para concluir la reseña solo me gustaría añadir que si me ha dado por rescatar este disco del olvido (no lo busquéis en Spotify, no está) ha sido por culpa de una chica muy tatuada de las montañas del norte que, hace un par de días, tuvo a bien recordarme que el pasado lunes 8 de marzo, fue el aniversario de su nacimiento. Vale. Dejadme que os hable un momento de esta chica antes de irme. Ya os advertí que la cosa podría volverse un poco personal. El otro día, hablando con ella, me contó que en su casa siempre se le ha tenido mucho predicamento al viejo bluesman de Mississippi (me acuerdo también, de repente, que, en otra ocasión, comentando un tema de Ray Wylie Hubbard en el que había un pedacito de armónica, me contó lo mucho que le recordaba a su padre), y no sé en la tuya, pero en mi jurisdicción, cosas así serán siempre atenuante e incluso coartada, te exculpan de cualquier crimen. Y esto nos lleva de nuevo a lo que me advirtió Tunde hace ya más de veinte años: solo por tener una amiga (de nuevo, qué palabra más escuálida para referirse a ella) a la que se le eriza la piel cada vez que escucha el «Nobody's Dirty Blues» o el «Goodnight Irene» de nuestro queridísimo abuelo John Hurt, solo por eso, mira tú, en la oficina del sheriff se duplica cada noche el precio por mi cabeza («vivo o muerto»).

ROBERT CONNELY FARR

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Country Supper

(Robert Connely Farr, 2020)

El mismo día que reseñamos por aquí el deslumbrante último disco de Jimmy «Duck» Holmes (Cypress Grove, 2019), producido por el bueno de Dan Auerbach para su sello, Easy Eye Sound (que cada día que pasa nos cae mejor), Robert Connely Farr nos escribió por privado para darnos las gracias. Nos dijo que le llevaba las redes sociales al viejo dueño del Blue Front Cafe, el último bluesman de Betonia, y que también era músico. Lo ignorábamos. Ya no. Ya nunca. Y la cosa ha sido como quien descubre un buen día que tiene un hermano, de cuya existencia nadie había hablado hasta entonces en la familia. La Autopista 49 fue la que finalmente propició el encuentro, allá por el condado de Yazoo, pero estaba claro que, tarde o temprano, nuestros caminos iban a cruzarse. Probablemente habríamos llegado hasta él a través de nuestro admiradísimo y querido Leeroy Stagger, que le produjo en 2019 el tremendo Dirty South Blues, un disco que, al igual que este que hoy reseñamos, no ha dejado de sonar en el granero desde que entró en el rancho. En muy poco tiempo nos hemos hecho con toda su discografía, incluyendo los discos (tres álbumes de estudio de larga duración y un EP) que grabó al frente de los Mississippi Live & The Dirty Dirty, según la BC Musician Magazine, «la mejor banda de rock sureño de Vancouver». Richard Amery los definió muy bien en la revista LA Beat: «Si los autobuses de gira de Pearl Jam y los Drive By Truckers' colisionaran de camino a un concierto de Neil Young en Nueva Orleans, el resultado sonaría más o menos a lo que hace esta gente». Ya me diréis, como para no hacerle unas lentejas y arreglarle una habitación en casa. El muchacho nació en Alabama y creció en la pequeña ciudad sureña de Bolton, en Mississippi, hogar de Charley Patton & The Mississippi Sheiks. Así que la cosa por algún lado tenía que contagiarse. Actualmente reside en Vancouver, pero cuando anda por Mississippi (cuando le da por «going down»), se le puede encontrar con toda seguridad en el Blue Front Cafe de Betonia, con su amigo y mentor Jimmy «Duck» Holmes, al que conoció en 2017 y que le enseñó el estilo bluesero de Betonia, un blues, como ya dijimos en nuestra reseña del 30 de noviembre de 2019, «etéreo, inquietante, hipnótico y rítmico, muy arenoso, sombrío y crudo, obsesivo y adictivo», el estilo creado por el viejo Henry Stuckey, de quien fuera alumno no solo el bueno de Jimmy, sino también Skip James y Jack Owens, tradición salvaguardada y perpetuada, jubilosamente (menos mal que hay gente de este calibre), por nuestro desde hoy Dirty Brother Deluxe, el hermano Robert Connely Farr. Bastará con decir que su música podría ser la banda sonora perfecta de cualquiera de nuestros libros. Los dieciséis temas de este Country Supper, el álbum que hoy nos ocupa, son hechizos hipnóticos con mucho Delta rural y mucho Hill Country Blues (el «hypnotic groove» de Fred McDowell, R.L. Burnside, Junior Kimbrough y compañía). Polvo, aguijón y un viejo amplificador Harmony de los años sesenta. Pero también rock’n’roll («Girl in the Holler») y country forajido («If It Was up to Me»). Un disco, por cierto, parido al límite: «En el periodo de tres meses en que estábamos grabando Country Supper, realmente no estaba muy seguro de si iba a sobrevivir. Había dejado de beber, pero acababan de operarme de urgencia por un cáncer. Al mismo tiempo, había viajado con mi banda a Mississippi, de gira, y la música que escuché allí, lo que aprendí con Jimmy y con R.L., resonaba en mi cabeza, se colaba en mi forma de componer y tocar, e incluso me ofrecía una perspectiva diferente de la vida. También acababa de leer una biografía de Charley Patton, y las escenas que pintaba de las fiestas que solía dar, llamadas “country suppers”, eran tan inspiradoras y, a veces, tan locas y violentas… Me recordaba a ese ambiente del Sur profundo, así que mi antiguo hogar apareció en mi música. Todo eso creó un relámpago emocional y creativo, y nos zambullimos de cabeza en él». Pura y simplemente, magia de Mississippi. El «Bad Bad Feeling» lleva sonando a todo trapo y en bucle en casa desde hace varios días. Los vecinos aceleran el paso al cruzarse conmigo en la puerta. No me dicen nada. Agachan la cabeza. Así es esta música. Música de haber andado regateándole cláusulas al diablo.

RODNEY RICE

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Same Shirt, Different Day

(Moody Spring Music, 2020)

Parece mentira, pero ya llevamos dos meses metidos en 2021, el primer año de nuestras vidas sin John Prine, y duele, ya lo creo que duele. La herida sigue abierta. Respiramos por la herida, como quien dice, y seguimos oyendo sus discos de manera recurrente (como quien acude a una cura de reposo en el Sanatorio Internacional Berghof de Davos, en los Alpes suizos, porque se nos ha quedado un panorama bastante tuberculoso por aquí abajo y allí arriba, al menos, en sus canciones, corre el aire y nieva bonito, hay sensibilidad e inteligencia y, de vez en cuando, uno puede hasta encontrarse con Madame Chauchat, con su lasitud asiática y sus andares felinos, y enamorarse mucho), lo que no hace sino impedir que la cosa cicatrice del todo. Afortunadamente, Rodney Rice y Same Shirt, Different Day, su segundo disco, han venido a procurar que la cosa coagule y, ya de paso, cauterizar un poco el tejido herido. Cabe decir que este disco no es un disco homenaje a John Prine, nuestro querido cartero, pero es, sin duda, el mejor homenaje que se le podía hacer y que se le ha hecho desde su lacerante marcha. Su legado sigue vivo. Hay gente recogiendo el relevo. No se trata solo de las melodías y el fraseo. Bajo esa superficie también hay una postura ética, un posicionamiento claro en las filas de la clase obrera y su lucha, su dignidad, retratos incisivos de la situación del trabajador estadounidense (no sin cierta ironía, claro), junto a canciones de amor descarnadas y confesionales. Desde canijo, confiesa Rodney, se dedicó a saquear la colección de CDs de su hermana mayor. Fue ella la que le llevó a ver a John Prine por primera vez. Fue el primer concierto de su vida, tendría unos doce años, desde los nueve venía tocando la guitarra con su primo Tyler, atendiendo las permanentes peticiones de temas de Hank Sr., Willie y Waylon que le pedían sus abuelos. Y la experiencia de aquel concierto de Prine marcó su vida. Fue una revelación. Estaban en la última fila, pero como muy bien ha apuntado él mismo: «nunca te sentías en la última fila en un concierto de John Prine». Esa era su magia. Su intimidad cautivaba a todo el mundo. Te hablaba directamente a ti. Había estado leyendo tu correo (o al menos eso parecía, aunque fuese delito federal). Fue esa habilidad lo que Rodney se plantearía emular cuando comenzara a escribir sus propias canciones, después de desistir de su mastodóntico objetivo inicial: aprender a tocar el álbum en directo de los Grateful Dead, Reckoning, en su totalidad, porque, como muy bien dice Eleni P. Austin en su maravillosa reseña, paciencia y adolescencia nunca han casado bien. Rodney acabaría marchándose de Morgantown, en la región de los Apalaches, territorio de minas de carbón y desoladora pobreza. Tocó mucho por aquellos juke joints, bares y honky tonks con su primo, bajo el nombre de Buford & Pooch. Pero al acabar secundaria se separaron y, antes de graduarse en geología por la Universidad de Virginia Occidental, se recorrió el país ganándose la vida como instructor de kayak. Luego trabajaría en plataformas petrolíferas en el Sur de Texas, donde se empaparía de Billy Joe Shaver, y acabaría grabando su primer disco en los estudios Congress House de Austin, Empty Pockets And a Troubled Mind (2014). Actualmente, reside en Littleton, Colorado, a tiro de piedra de Red Rocks, el legendario anfiteatro natural que tardó más de doscientos millones de años en formarse (léase con una amplia sonrisa de geólogo). Pero este segundo álbum también lo ha grabado en Austin. Hay mandolina, dobro, violín aserrado, armónica, bajo abofeteado, pedal steel lacrimógeno, guitarras acústicas, Hammond B3 y hasta fabulosas trompetas. Y muy buena literatura. Como en cualquier disco de Prine. «Sé que esta casa parece vacía, pero créeme que está llena de dudas. / No puedo dejar de decirme que tal vez lo nuestro podría haber funcionado. / Las noches se vuelven solitarias en esta cama barata, hinchable, de tamaño doble / yo y el viejo perro, y algunos libros aún por leer», canta en «Right To Be Wrong». Humor, ternura y cicatriz. John Prine se ha ido y su marcha nos ha dejado con el pecho abierto en canal, pero gracias a discos como este el hachazo va doliendo menos.

NICK GUSMAN

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Dear Hard Times

(nickgusman.com, 2018)

No hay que darle muchas más vueltas: «letras contundentes envueltas en guitarras telecaster. Sonido del Medio Oeste». Así se define esta maravilla, posiblemente uno de los cinco mejores discos (con toda mi desvergonzada y jubilosa subjetividad) de aquel ya lejano 2018. Con algo de armónica, violín, dobro y banjo. También un saxo glorioso y una trompeta en un par de canciones. Y su tema mexicano, fronterizo. Puro St. Louis. Él lo afirma claramente casi al comienzo de la primera canción, «The Rain»: «No pude ser astronauta / así que ahora toco la guitarra en una banda». Así de sencillo y así de glorioso. Y se siente además de lo más agradecido ante los que se toman la molestia de escucharlo. Porque es muy consciente de la fragilidad de todo esto (en el año que corre lo sabemos mucho mejor que en aquel entonces). Lo dice en las notas del álbum: «Las canciones de este disco solo están aquí porque tú las vas a escuchar. Si no fuera por ti, las canciones no tendrían necesidad de existir bajo esta forma. Si no fuera por ti, no estaría interpretándolas en bares y clubes, y llevándomelas a la carretera. Si no hubiera nadie que las escuchara, estaría tocándolas en el salón de mi casa, en pijama, o en pelotas, con un gato mirándome fijamente, una pizza en el horno, la calefacción a 80 para que se mantenga en 70, y una película de ciencia ficción reproduciéndose en el televisor sin sonido […]». O como dice en «Easy To Paint»: «En una vieja y polvorienta casa prefabricada, / rompiendo cuerdas de guitarra y bebiendo cerveza». Nick Gusman canta sobre perros callejeros, barcos fluviales y la granja de su familia, en el sur de Missouri. Canciones sobre el lugar del que procedes y sobre el sentido de identidad. Clase trabajadora del sur de St. Louis. Punto. A su abuelo lo conoció ya sordo, pero de joven había tocado en bandas de música country por toda la ciudad. Y de él heredó la guitarra, una Martin 000-18, de 1943. De sus tres hermanos mayores heredaría luego gustos más de su época, Nirvana, Counting Crows y Green Day. No se avergüenza de saberse todas las letras de todas las canciones de los Beastie Boys. Eso, al final, es más bien una medalla. Claro que en mitad del camino se tropezó un buen día con Woody Guthrie y en Woody Guthrie se construyó una casa, la casa en la que reside y desde la que compone, en compañía de los fantasmas del antiguo Dylan, el antiguo Springsteen y el eterno Townes Van Zandt. El caso es que para su debut, con su banda, Los Coyotes, no se anduvo con chiquitas. Nada de EPs tentativos o discos de producción andrajosa. No. Un señor discazo en toda regla con nada menos que catorce temas. Rozando la hora de duración. Y sin un solo minuto de desperdicio. Todo gloria. Veintiún músicos de la sacrosanta ciudad de St. Luis, «La Puerta del Oeste», se pasean por este disco. Conocidos, amigos o «pistoleros contratados». Un álbum de lo más variado y apabullante. Como decíamos antes, St. Louis por todos los poros. Lo subrayan muy bien en la reseña de Country Music Armadillo: «En Dear Hard Times hay baladas dolorosas, reflexiones introspectivas desinteresadas, canciones para robar bancos y sentidas canciones de amor. Es una rica mezcla de contenido que no se detiene en un solo estilo, y aun así consigue sacarlo adelante de forma excepcional». Tal cual. Y, además, esa variedad es intencionada. El propio Nick, con espíritu de explorador y trampero, lo reconoce en una entrevista: «Mi única regla era que no fuera un álbum temáticamente monótono. Quería que los temas de las canciones fueran desde canciones de trabajo duro, pasando por baladas de asesinato, hasta la añoranza de un amor perdido, e incluso un cuento sobre un forajido en fuga». Que Dios lo tenga en Su gloria, maldita sea. Queremos otro disco suyo y lo queremos YA.

BECKY WARREN

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The Sick Season

(Becky Warren, 2020)

Hace un par de años reseñamos el disco de los sin techo (Undesirable), el que siguió a su primer álbum en solitario, el dedicado a los veteranos (War Suplus). Canciones sobre otra gente, para otra gente. A veces es más fácil ayudar a otros que a uno mismo. Por dentro uno se destruye, pero esboza una sonrisa, saca fuerzas de donde no las hay y, a guitarrazo limpio, porque al final se trata de eso, de rock and roll puro y duro, espanta a las fieras. Pero las fieras, en muchas ocasiones, huyen hacia dentro, anidan en la espesura de uno mismo, se esconden, se camuflan, pasan desapercibidas, pero siguen ahí, hibernando, cogiendo fuerzas o al acecho, esperando pillarte desprevenido para, el día menos pensado, desperezarse y ponerse a soltar zarpazos y a dejarlo todo perdido. Y eso es lo que le sucedió a Becky Warren. Se veía venir. El Undesirable estaba teniendo críticas fantásticas, incluso la Rolling Stone llegó a situarlo entre los veinte mejores discos del año 2018 en las categorías de country y americana. Billboard. NPR Music. Toda la pesca. Se auguraba un año de éxitos, de gira interminable, de respirar tranquila y crecer. De mantener el monstruo a raya. Pero no fue así. Las fieras, en efecto, aprovecharon aquel momento de tranquilidad descuidada para desperezarse y, salvo por unos bolos esporádicos abriendo para las Indigo Girls, Becky apenas fue capaz de salir de su casa. Llevaba años narcotizando su debilitante depresión, pero de pronto la medicación, todo ese cóctel de pastillas con sabor a –según sus propias palabras– pegamento y desesperación, dejó de hacer efecto. Y el muro de contención se vino abajo. Se zambulle así en un período oscuro de dieciséis meses, encerrada con sus bestias interiores, enjaulada, incapaz de hacer otra cosa que no sea girar en torno a sí misma, alrededor de su dolor y su pánico, incapaz de dar o de darse. Y es acerca de ese ahogamiento que se pone a escribir, despeinada y con los mismos pantalones vaqueros (a los que hasta les dedica un tema, «Me and These Jeans»), oliendo fuerte, vaciando botellas, viendo programas de televisión para imbéciles, jugando a idioteces en el móvil, más de mil quinientas partidas de solitarios, golpeando paredes, fregando poco, engañándose a sí misma, haciéndose promesas que sabe que no cumplirá…, y escribe sobre su propio hundimiento porque no puede escribir sobre otra cosa y porque escribir sobre esa penumbra es lo único que le permite divisar algo de luz al final del camino, porque, al final, escribir es lo único que le proporciona cierta sensación de control, lo único que le hace llegar de la cama al baño, del baño a la cocina; de casa al supermercado, al estante de las bebidas, a la noche, al amanecer, al próximo día. Y día a día, por no decir minuto a minuto. El futuro transformado en una cosa escuálida, casi disecada, inmóvil. Un tiempo que no transcurre, que se devora a sí mismo. En definitiva, componer fue su modo de respirar, su manera de sacar la cabeza por encima del agua y poder coger un poco de aire, su harapiento plan de fuga. Y todo ello sin perder el sentido del humor (a la manera de su admiradísimo ídolo, John Prine), igual que en su discos anteriores, para vadear la ridiculez y lo absurdo de ese estar tan deprimida sin saber por qué ni cómo, y sobre todo rock and roll, mucho rock and roll, «genuino rock and roll americano», como ella misma lo define, quitándose las etiquetas posmodernas: guitarra y órgano. Y no poco espíritu gamberro. Contra sí misma y para sí misma. Con brutal honestidad, sin disimulos, en carne viva. Solo así se logra salir de la oscuridad, distraer y burlar a las fieras, y retrasar la dentellada final de la enfermedad (el suicidio). «A pesar de mi estado –comienza diciendo en el corte que abre el álbum–, me dirijo al oeste / Cuatro días de horas interminables y pequeños hurtos. / La señal de la radio comienza a perderse / así que estamos solos yo, la carretera y unos cuantos errores fatales. / Llevo un calibre 22 en el asiento de atrás, con la priva, / porque tengo una cita con el blues». Ella se describe en «Good Luck (You're Gonna Need It)», donde por cierto aparece el gran Ben de la Cour haciendo voces, como «un tornado que cruza un cielo abrasador, / rodando sobre casas de gente amada que duerme desprevenida». Porque cuando uno está deprimido está solo, no quiere molestar ni que le molesten (si bien es cierto que, a veces, un perro ayuda; dos, más). Y es así como Becky compone la banda sonora de esa temporada malsana y enfermiza, The Sick Season. Que es a la vez una cura. Diez canciones para salir del infierno. En los créditos del disco, se añaden unos cuantos teléfonos de servicios de ayuda para la prevención de suicidios y la derivación de tratamientos… Pero, al final, la mejor medicación es la que suministra ella: sus canciones. Esas son, sin duda, las mejores pastillas. Matar la pena con rock and roll. Al fin y al cabo, de eso se ha tratado siempre, desde Rosetta Tharpe hasta ayer mismo.

TRÉ BURT

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Caught It From The Rye

(Oh Boy Records, 2020)

En Oh Boy Records, el sello de John Prine, no entra cualquiera. De hecho, en los últimos quince años solo han entrado dos personas, Kelsey Waldon, cuyo disco ya reseñamos en su momento, y Tré Burt, que aún no puede creérselo (y qué mala pata también, y qué puto año). El director de operaciones del sello, Jody Whelam, bicheando nueva música en internet a principios del verano de 2019 dio con él y ni se lo pensó. Era Guthrie, era Dylan y era el propio John Prine, precisamente los tres artistas referentes del joven cantautor de Sacramento. Y después de un par de conversaciones y algún que otro encuentro casual, su álbum debut, Caught It From The Rye, autofinanciado, con su extrema estética lo-fi y de raíces, sale reeditado en Oh Boy y Tré Burt pasa a formar parte del catálogo de la familia (Shawn Camp, Dan Reeder, Todd Snider, o el tito Goodman, Steve, en la subsidiaria, Red Pajamas Records…). Y, como decíamos más arriba, aún le cuesta creérselo. Una concatenación de encuentros fortuitos y accidentes felices. A veces pasa. No solo en las películas de Tom Hanks y Meg Ryan. Sobre todo cuando crees en lo que haces y luchas por ello a brazo partido, aunque haya ratas subiendo por las cortinas del cuartucho en el que te has refugiado, después de seguir a una novia hasta Australia, que te dejó nada más llegar, con tu abrigo y tu guitarra, con lo puesto, como quien dice, con tres palmos de narices, a miles de kilómetros de casa, sin amigos ni referencias, solo canguros borrachos y koalas asesinos. Claro, dirás, te puedes hundir, y si no crees en lo que haces puedes fácilmente darte al vicio o al homicidio, y sentir pánico al amanecer, pero en su caso aquello no hizo más que potenciar más aún su inquebrantable decisión de seguir viviendo y defendiendo aquello que le hacía sentir vivo, su auténtica pasión, la escritura y la música. Al final, si lo apuestas todo a una carta, acaban sucediendo cosas (buenas o malas, pero, si sobrevives, siempre productivas). Así que, aquellas ratas del famoso «apartamento mazmorra», tal y como lo bautizó el propio Tré Burt, pues era, en efecto, lo que parecía aquel cuartucho inmundo, un maldito calabozo, con aquellas enormes cortinas de teatro que colgaban de las paredes y aquellas ratas que se arrastraban por detrás, desde el techo, haciendo ondular la tela, como si fueran los espasmos de una asfixiante pared intestinal, aquellas ratas le acompañaron en la composición de una nueva tanda de canciones, de nuevo la soledad y el abandono, siempre tan prolíficos, que darían lugar a un EP que se titularía Takes From the Dungeon (Tomas desde la mazmorra), dos de cuyos temas, «Franklin's Tunnel» y «Only Sorrow Remains» acabarían recabando en Caught It From The Rye. Así que la suerte y las casualidades se las fue fraguando él mismo, cabalgando su miseria, como cuando hacía skateboard en California, día sí y día no metiéndose en problemas, oyendo la música soul de los héroes de su abuelo (Temptations, Nina Simone Otis Redding y Marvin Gaye), y los suyos propios (mucho Guthrie y mucho Neil Young en aquel entonces, por culpa, sobre todo, de su hermano mayor –alguien debería escribir, por cierto, una tesis sobre eso: a propósito de la influencia de los hermanos mayores en la formación musical de los hermanos pequeños–), cayéndose y levantándose hasta domar la tabla, con trabajo constante y fe en lo que haces. Ni comunicados de prensa, ni representante. Un día colgó las canciones en internet, como quien lanza una botella al océano, y en otro punto del país, Jody Whelam, una mañana de verano, quiero pensar que aún en pijama y bostezante, se puso a bichear en las redes, dio con sus canciones, sabe Dios a causa de qué peregrinos algoritmos, y la cosa cuajó. A partir de ese momento, todo fue rodado. Exactamente como en una de esas comedias románticas de Hanks y Ryan, sin ratas en las paredes. Canciones con rabia política, carga literaria y nostalgia del tiempo que pasa. Música, en definitiva, de vagabundos, de trovadores con armónica, abrigo viejo y mucho vagón de carga encima. Destino: la Gloria, o la siguiente persona que te sonría.

GREG BROWN

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The Evening Call

(Red House Records, 2006)

Pueblo pequeño. Ottumwa, Hacklebarney, en el suroeste de Iowa. Padre electricista, chatarrero y predicador, pentecostal para más señas, «holly roller», en una iglesia construida por sus propias manos, nativo de las Ozarks, en la zona de Arkansas. Raíces fundamentalistas del medio oeste, regadas con mucho whisky y mucho góspel. Madre profesora de lengua, aficionada a la guitarra eléctrica, de la zona minera del sur de Iowa. Colinas, piedra caliza y carbón. Todo el mundo toca un instrumento. El que se tenga más a mano. Sin lecciones. El tío Roscoe, el bajo eléctrico. El tío Franklin, la mandolina. La abuela, el armonio. El abuelo, el banjo y el violín. Cenas largas en las que al final todo el mundo se pone a tocar. Es la sangre, y es esa zona un poco desolada de Iowa, son esos trenes que no paran y es la soledad. Y las miles de baladas inglesas e irlandesas que se sabe la abuela. Un tesoro de nostalgia y lejanías. Granjas abandonadas. Graneros desvencijados. Ganas de irse y de volver. Esa herida. Una pequeña granja que no es exactamente una granja, que en realidad no es una granja en absoluto, más bien una casa en una zona de granjas, o algo así, cuarenta acres de bendiciones y problemas, unos cuantos cerdos de vez en cuando, un par de vacas, un puñado de gallinas con la pinta más triste que te puedas imaginar, un par de rifles grandes, mucho arbusto, mucha hierba (de la de fumar también)… el hogar. De ahí sale Greg Brown, «un vagabundo existencialista del medio oeste de lengua rápida, corazón ensangrentado y aliento de bourbon», como lo calificó en su día el crítico Josh Kun. Un gigante en la sombra con ya más de treinta discos a sus espaldas. Podía haberse ido, pero decidió quedarse. Thomas Wolfe se equivocaba, claro que se puede volver a casa. La mejor literatura estadounidense siempre ha sido una literatura sobre el origen, sobre el tiempo y el hogar. La propia literatura de Thomas Wolfe lo era. De la imposibilidad de irse, quizá, aunque uno se marche. Del hogar perdido que se lleva dentro. La música también tiene esa fuerte vinculación con el terruño. Blues. Jazz. Música Cajún. Tex Mex. Country. Música de raíz. Greg Brown, en su día tomó esa decisión. Tuvo la opción en Nueva York de dar el gran salto. La cosa se planteaba así: una discográfica grande y mucho dinero, o una discográfica pequeña y libertad. Optó por lo segundo. Optó por quedarse en un lugar en el que podía grabar un disco con las Canciones de Inocencia y de Experiencia de William Blake y quedarse tan ancho. Y ahí sigue. El inmenso Bob Feldman lo acogió en su compañía, Red House Records, hoy todo un referente de la música folk estadounidense, casi un templo, después de verle tocar en el viejo Coffeehouse Extemporé de Minneapolis, a principios de los años ochenta. Esa forma de narrar y de tocar la guitarra. Esos directos apabullantes, al estilo de Ramblin' Jack Elliot. Un auténtico narrador de historias, como el otro Brown, el escritor, el de Oxford, Mississippi, por cierto, un rendido admirador del cantante. Y viceversa. Greg, el cantante, un rendido admirador de Larry, el escritor. Cuando Larry Brown muere se le hace un disco homenaje (las ganancias irán destinadas al cuerpo de bomberos de su pueblo). El disco abre con un tema de Greg Brown que parece un pequeño relato del propio Larry, «Blue Car», de ir en tu coche sin rumbo con una cerveza y echar de menos cosas. Incluso la hija del propio Greg, Pieta Brown, participa en el disco con «Another Place in Town», otro temazo. Greg Brown es eso mismo que fue Larry. Grit Lit. Clase obrera. Barra de bar, casa, familia y tierra. Y puede que un perro. Seguro que un perro. En Hacklebarney Tunes, el fantástico documental de 46 minutos que acompaña al imprescindible disco If I Had Known Essential Recordings, 1980-1996, el propio Greg Brown lo dice. Es un afortunado y se conforma con poco. Un poco que llena. Y no puede ser más feliz (pese a los altibajos de los matrimonios naufragados y los pequeños sinsabores del día a día, facturas y carreteras). «Puedo llegar a ser feliz haciendo, prácticamente, casi nada. Ya sabes. Ir a pescar, ver a mis amigos, jugar con mis hijas, leer un poco, preparar la cena, básicamente eso». Y ya solo me queda decir que elijo este disco, el vigésimo sexto de su fabuloso catálogo, por varias razones. Aquí la rotundidad de su voz y de su estilo alcanzan la cota máxima. Las letras son complejas y brillantes, tal y como nos tiene acostumbrados, pero desprenden un sentimiento especial, más hondo, si cabe. El crítico de Sing Out! dijo que en este álbum, a su lado, Leonard Cohen suena a Mr. Sunshine. La revista Acoustic Guitar lo califica como su obra maestra (otra más, y ya van…). Escuchar este álbum es como escuchar a un viejo amigo. Esa sensación que tan bien sabía transmitir el otro Brown, Larry, el escritor, en sus novelas y sus relatos. Además, tiene un valor adicional. Está dedicado a Bob Feldman. Todas sus canciones se humillan ante quien fuera su productor durante tantos años. Esa fidelidad. Esa lealtad. Esa honradez. Esa gratitud. Todo ese dolor que ha dejado su ausencia. La ausencia de cualquier ser querido que se va para no volver. Y el sonido de siempre. De casa. Del fuego en la chimenea. De la abuela metiendo cosas en tarros. De los goznes de la puerta mosquitera. Del viejo banjo del abuelo. Del viento en las colinas. «Joy Tears», la canción que abre el disco, creo que es la canción que más veces he escuchado en mi vida. Olvidaos de las flores. Enterradme o quemadme con esos 4.47 minutos. Cosédmelos sobre el orificio de entrada de la bala que me llevará por delante. No puedo aspirar a pudrirme en mejor compañía. «Me he despertado esta mañana deseando que lloviera, / y este calor y esta sequedad me están revolviendo el cerebro. / Quiero ver nubes tormentosas elevándose sobre las Grandes Llanuras. / Me he despertado esta mañana besando la almohada donde ya no reposa tu cabeza». Vuelvo a ponérmela, una y otra vez. Y nunca se gasta, el escalofrío.

CAT CLYDE

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Good Bones

(Cinematic, 2020)

Este disco son los huesos, el esqueleto. Volver un poco a casa después de un largo viaje. Versiones acústicas, descarnadas, de algunos temas de sus dos discos anteriores (Ivory Castanets y Hunters Trance). Y viene, además, acompañado de la publicación de un librito de poemas, Goose Feathers, que es también una forma de despojarse y de abrirse en canal (escribir poesía, esa necesidad de desangrarse, y encima publicarla luego, ese darse a la jauría). Una forma, en definitiva, de soltar lastre y darse un respiro. De recobrar el aliento. Porque han sido tres años muy locos. Girando, sola o en compañía de otros, abriendo para gente como Joe Purdy o, más a lo bestia, en grandes teatros con el célebre Rodríguez, ya viejo y ciego, del aclamado documental Searching for Sugar Man. Agotando localidades en Europa en la gira de Shakey Graves y acumulando visitas y escuchas en plataformas digitales por todo el planeta. Más de treinta millones. Quién se lo iba a decir a esa chica de campo del condado de Perth, Ontario, que empezó a aporrear la guitarra a los catorce años. Ella misma cuenta en una entrevista que hubo un momento definitivo. El momento que lo cambió todo. Tenía un amigo muy metido en el rollo Nirvana. Todos los de cierta generación (y algunos más jóvenes) hemos tenido o sido ese amigo greñudo con camisa de franela cabreado con el mundo. Y dura lo que dura. No mucho, a decir verdad. Al final, o bien te deslumbras en el estallido, das un volantazo y, digamos, que te salvas in extremis, o bien te metes de lleno en las sombras, indagas un poco y descubres de donde procede todo ese extraño mejunje que te hierve por dentro (la rabia, la soledad, la fragilidad, la tristeza…), y entonces ya te pierdes para siempre. El caso es que cuando ella oyó a Cobain y lo vio tocar por primera vez en YouTube el «Where Did You Sleep That Night», último tema del MTV Unplugged in New York, se quedó impresionada y, en efecto, se extravió para siempre. Qué gran canción. Qué gran melodía. Muchos no pasarían de ahí. Kurt Cobain ya llevaba medio año muerto cuando ese disco salió al mercado y ya todo eso del grunge sonaba a cosa huérfana y superada. Pero ella se fijó en que aquella canción no era de Cobain, sino de un tal Leadbelly. Y entonces le entró la curiosidad. Y ya no hubo vuelta atrás. Se le instaló el blues en el corazón. Se le metió el bicho en las entrañas. Y, claro, quiso más. Nunca quedaba saciada. Es lo que tiene, una vez que lo pruebas. Empezó a meterse fuerte. Y llegó así a las grandes cantantes de jazz, Billie Holiday, Karen Dalton y Etta James. Ese fue el comienzo de todo, de sus composiciones, de sus devaneos, de sus tatuajes. Y lo tenía ahí mismo, a mano, accesible, a tan solo un clic de resquebrajarse por dentro. Increíble que nadie de su entorno lo escuchara. Empezó a brotarle solo. Baladas descorazonadoras de un blues afligido y demoledor, pero acariciado con pequeñas trazas de folk. Poderío y furia ocultando la carnecilla tierna de un corazón frágil y totalmente expuesto. «Me tratas como si fuera de roca y piedra, pero he venido a decirte que te equivocas», canta en «Rock & Stone», con esos altos resueltos y esos falsettos sin tacha, que no hacen sino realzar la crudeza conmovedora de cada una de sus canciones. «Quería grabar este álbum acústico como para poner una especie de sello en el tiempo que marcara el fin de todos aquellos días de tocar en directo con otra gente. Yo sola, con mi guitarra. Quería capturar la atmósfera de desnudez, desguarnecida, sencilla, del comienzo, acercarme de nuevo al sonido de las canciones en el momento en que surgen, en soledad. Muchas de mis versiones favoritas de los temas que más me gustan, las que realmente me llegan, tienen siempre una forma muy básica y muy simple, y quería compartir esa versión de mis composiciones». Emoción pura, en carne viva. Tajazos o disparos a bocajarro. Las laceraciones y las cicatrices de una mujer criada entre lobos blancos y azules, que ha pivotado siempre, y seguirá pivotando, entre la luz y la oscuridad.

JEFF MIX & THE SONGHEARTS

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Lost Vegas Hiway

(Vegascana Records, 2017)

Cuesta imaginar que alguien sea de allí o que quiera vivir allí de manera voluntaria, en «el patio de recreo del mundo». Lo suyo es visitarlo y luego olvidarlo. Ser una de las treinta y siete millones de personas que la visitan al año, ir a romperse un poco, con miedo y asco, y un maletero repleto de mescalina. O simplemente pasar de largo, ver su resplandor marciano a kilómetros de distancia en el desierto y seguir tu camino, bordeándola, hacia California o hacia el Gran Cañón, dejarla atrás y pensar, si acaso, que fue un espejismo o un mal sueño. Un lugar del que huir, como Sera, la prostituta fugitiva de ese libro tan extraño y tan romántico, Adiós a Las Vegas, la fantástica novela del malogrado John O'Brian (publicada por aquí en Muchnik Editores SA en 1996), de la que luego se haría una película con un Nicholas Cage en estado de gracia, en el papel de Ben, otra figura arquetípica de semejante infierno, la de quien va allí a morir, a matarse; también cabe imaginarse sin mucho esfuerzo algo así. Escenario de huida o escenario de suicidio, valga la redundancia. Pero lo cierto es que hay gente de allí. Las Tiernas criaturas, de Charles Bock, que se mueven bajo el esplendor de los letreros de neón. O los Hijos de Las Vegas, de ese excepcional (y desolador) libro de Timothy O'Grady publicado hace poco más de un año por los compañeros de Pepitas de Calabaza, hijos de crupieres, bármanes y bailarinas… Bien. Pues Jeff Mix y su banda son de allí. Una banda de Las Vegas. Él llegó de Florida, con todo su influencia texana, a los diecinueve, para fabricar neones. Lleva ya veinte años instalado en la ciudad. Se le puede considerar nativo. De adolescente tuvo una banda de heavy metal con su hermano y, en algún momento, tras muchas noches de micrófono abierto en garitos de mala muerte, asistió a un taller de canciones en Nashville, nada menos que con Mary Gauthier. En uno de esos vaivenes entabló amistad con Gurf Morlix, el legendario texano, productor de Lucinda Williams y Ray Wylie Hubbard, amigo y protector del mítico Blaze Foley. Con él y su banda, graba un single. Esa experiencia precede a este proyecto, Lost Vegas Hiway, película y álbum conceptual. Un disco que es la ciudad, simple y llanamente. La banda sonora de la tramoya, de lo que hay detrás, de la ciudad auténtica (de su limo). Suena a eso, en efecto, mucho slide, mucho pedal steel y mucha desolación. Gente sola y perdida. Gente de motel y de carretera. Personajes ficticios de un motel real del centro de Las Vegas, el Gateway Motel. La gente, más o menos herida, que se cruza en sus pasillos. Lo que ocurre detrás de esas puertas. Lo que se oye golpear o romperse tras las paredes, en la madrugada. La piscina sucia. La gripe del Motelucho Innombrable («No Tell Motel Flu Blues») en el que uno se instala con el corazón roto, tirado en el suelo con un albornoz húmedo, mientras la chica de la limpieza entra y hace la cama sin preguntar nada. Como flecos de un drama de Sam Shepard. El cd viene acompañado, además, de un dvd con una película, 56 minutos de «lenguaje fuerte, situaciones adultas y abuso de drogas», con las apariciones estelares de gente inmensa como el ya mencionado Gurf Morlix, Hal Ketchum, Jack Ingram y Robyn Ludwick. Es la historia semiautobiográfica de un músico de Texas separado de su esposa que recaba en el Gateway Motel tras un viaje «complicado» por Texas y Arizona. Prostitutas, drogadictos, transexuales, mafiosos, mendigos, una pareja de recién casados… Carne de motel. Misericordia y empatía con los desfavorecidos. Guitarras distantes y música de coyotes. Toda una experiencia.

CHARLEY CROCKETT

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Welcome to Hard Times

(Son of Davy, 2020)

Este es el disco de después de la herida, el disco de la enorme cicatriz que ahora le decora el pecho, el disco de lo que pudo no haber cicatrizado y haberle mandado al otro barrio, pero no, él sigue aquí, y este es el disco justamente de eso, de seguir aquí pese a todo, de seguir luchando, de dar la bienvenida a los malos tiempos (lo grabó poco antes de la pandemia), de superarlo y de hacerle una peineta a la parca, con el corazón roto, reparado. Y Charley Crockett sabe perfectamente de lo que habla. No hace ficción. Viene de allí. De haberlo vivido. Lo suyo no es un ejercicio de estilo. Es la puta verdad, con toda su crudeza. La clase de verdad que te parte el corazón, literalmente. La verdad del quirófano, de las operaciones a corazón abierto, del síndrome de Wolff-Parkinson-White, de andar con los ventrículos jodidos, de haberse visto en el filo, de haberse asomado al abismo y haber saludado a la oscuridad. Su vida nunca ha sido un camino de rosas. Nativo del sur de Texas, pariente lejano de Davy Crockett, «el Rey de la Frontera Salvaje» («recuerda El Álamo»), criado en una zona rural desolada del Valle del Río Grande, con su madre soltera y dos hermanos, en un tráiler rodeado de cañaverales y campos de pomelos. De adolescente, improvisación, «free-styling» y rap. Años formativos con un tío que vive en el barrio francés de Nueva Orleáns, donde empieza a actuar en las calles y se enamora de la música folk. Deja los estudios a los diecisiete. Su madre le regala una guitarra adquirida en una tienda de empeños. Aprende a tocarla sin ayuda de nadie. Luego autoestop, carreteras y trenes de mercancías. Y en 2009, músico callejero en Nueva York. Hip-hop y blues en esquinas y en vagones de metro. Organiza una banda, los Asaltadores de Trenes, que llama la atención de Sony Music, de lo que resulta un fichaje, a los veintiséis años, del que no saldrá nada. Arresto por posesión de marihuana y asunto turbio que acaba con su hermano cumpliendo siete años en prisión. Años de labranza y de composición de canciones hasta autoproducirse su primer disco, A Stolen Jewel, en mayo de 2015. Desde entonces siete discos más. Debut en el Grand Ole Opry y en el Newport Folk Festival. Y todas esas experiencias del camino para acabar en lo que él considera el mejor disco de su carrera, este portentoso Welcome to Hard Times que tenemos ahora entre manos. En palabras de su productor, Mark Neill (que ha producido el Brothers de The Black Keys y el Let The Good Times Rolls de JD McPherson, entre otros), «un álbum oscuro de country gótico». Anticipa que puede oírse en sus cortes una profunda y oscura tristeza, pero asegura al mismo tiempo que es una oscuridad que te hace revolverte y te invita a la lucha. Los médicos le dijeron a Charley que se lo tomara con calma. Pero una vez fuera del hospital, hizo todo lo contrario. Alzó la ceja (como solo él sabe hacerlo) y dijo: «Voy a hacer un álbum que cambie toda la conversación acerca de la música country». Cuando Mark Neill leyó las canciones que había escrito, lo vio claro. «Esto es una película. Tenemos que contar esta historia». Dicho y hecho. En efecto, se trata de un disco poderosamente cinematográfico. No en vano, el título procede de un viejo western de 1968 protagonizado por Henry Fonda que Charley Crockett sitúa entre sus favoritos. Doce composiciones propias y una versión que roza la perfección («Blackjack County Chain», de Red Lane), un mundo poblado de forajidos, prisioneros y ventajistas con el corazón roto, literal y figurado. Un sonido retro y contemporáneo, como nos tiene acostumbrados (en eso es un maestro), pero esta vez el eclecticismo es mucho más radical. La cicatriz le ha redefinido. Se toca el pecho mientras lo dice. «Estas canciones proceden de un lugar de inmensa gratitud, pero también son deudoras de una fuerza llena de furia. Porque soy un luchador. Lucharé hasta el último aliento por esta música». En tiempos duros, en tiempos turbulentos, los estadounidenses siempre han gravitado hacia la música country. Siempre ha sido el refugio de los desfavorecidos. El consuelo. La última bala. Así que al mal tiempo, buena cara. Al fin y al cabo, las cicatrices son eso, Harry Crews lo sabía, heridas sanadas. Como estas canciones.

MARK OTIS SELBY

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Naked Sessions

(Pepper Cake, 2018)

En el documental que se estrenó el año pasado sobre el mítico Bluebird Cafe de Nashville hay un momento memorable. Garth Brooks (sí, lo sé, pero no os vayáis todavía, hacedme caso) canta su megaéxito «The Dance» y, en un momento de la canción, cede las riendas a un señor que se encuentra en el círculo de músicos que lo acompañan. Se trata de Tony Arata, un tipo de Savannah, Georgia, del que no habrás oído hablar en tu puta vida. Es el autor de la canción. El obrero que hay detrás de la fachada. El que mezcló la masilla y puso los ladrillos y se hizo daño en la espalda. Garth Brooks, rendido a sus pies, dice que nadie es capaz de cantar una canción con la misma intención y sentimiento que la persona que la compuso. Ese señor de Savannah acepta el envite, agarra la canción por el pescuezo y nos parte el alma. A Garth Brooks (cayéndonos bien por primera vez desde que tenemos uso de razón –y de gusto–) le resulta imposible evitar que se le escapen las lágrimas. A mí también. Y a ti. Y a todo bicho viviente que haya en la sala. De repente: ¡ZAS!, la verdad al desnudo. Interpretada así, como solo puede hacerlo el que verdaderamente la padeció, y en sol mayor. Uno identifica la historia que hay detrás en toda su crudeza, sin las florituras edulcorantes de las ultramegaproducciones del tan denostado (por nosotros, al menos) «Nashville Sound» del sello Capitol de finales de los ochenta, primeros noventa. Esto es así. Por muy bueno que sea el intérprete, los callos y las cicatrices están muchas veces en otras manos y cuando son esas manos las que cogen la pala, el agujero y la hondura se notan… Pues bien, Mark Selby fue uno de esos venerables albañiles de la canción. En 2016, un año antes de que el cáncer se lo llevara (demasiado pronto, maldita sea), fue incluido en el Kansas Music Hall of Fame. Nosotros lo descubrimos con su glorioso Dirt, el álbum en solitario que sacó en 2002. En la cubierta de aquel disco, sí, en efecto, salía él, pero no con su Fender Relic Nocaster ni con su Gibson J-45 de 1944, sino con una pala. Era su quinto disco. Ya llevaba un tiempo siendo grande en Alemania, lejos de su Enid (Oklahoma) natal (de nuevo la tierra y el polvo de Oklahoma, ingredientes que nunca fallan). Pero como realmente se ganaba la vida era escribiendo canciones para otros (Kenny Wayne Shepherd siempre ha dicho que fue Mark Selby el que le enseñó a expresarse a sí mismo, a ser creativo y a tener una voz propia; también escribiría el tema que supuso el primer Grammy de las Dixie Chicks«There's Your Trouble»–, así como varios éxitos para lo más granado del «mainstream» de Nashville, gente como los Little Big Town, Trisha Yearwood, Johnny Reid, Lee Roy Parnell y Keb' Mo'). Y también currando como músico de sesión, limpiando y allanando el terreno, cavando zanjas, construyendo andamios y limpiando escombros y otros materiales de desecho para discos de gente como Kenny Rogers, Johnny Reid o Wynonna Judd. Siempre a la sombra, con su pala Fender Stratocaster. No en vano se pasó buena parte de su juventud plantando trigo en los campos de Oklahoma, mientras escuchaba incansablemente los discos de ZZTop (Billy Gibbons siempre fue su favorito), y las jams espontáneas que se montaba Eric Clapton con Jimmy Page y Muddy Waters… El caso es que, en algún momento, después del Dirt, le perdí la pista. Ni siquiera me enteré de su muerte. Y ha sido solo hace unas semanas (aunque el álbum ya tiene un par de años), con la publicación de este disco póstumo (Naked Sessions), cuando me he vuelto a poner al día. Y vaya burrada, amigos. Vaya forma de irse. Los pelos, de nuevo, lo mismito que al escuchar al señor de Savannah, como escarpias. La idea de las Naked Sessions fue de Dianna Maher, inspirada por el estilo ferviente y expresivo de Mark Selby, que ya andaba más que acechado por la puta enfermedad. Mark le dijo: «Hay magia en la versión más sencilla de una canción, cuando se escuchan todas las palabras y todas las notas». Quitarle la sobreproducción, los multitracks, los focos y el ruido. Desnudarla. Sentar al compositor en una habitación con nada más que la canción, una guitarra y el deseo profundo de expresar la verdad. En vivo y en una sola toma. Ahí sucede la magia. Las Naked Sessions se pueden ver en YouTube. El proyecto era ese: pequeños documentales de no más de media hora y un disco (vicio puro, el de Chuck Mead es gloria, por cierto). Pero, lamentablemente, el vídeo de Mark Selby nunca pudo llegar a grabarse. Nos queda, eso sí, el disco. Y flaco favor les ha hecho a los artistas que grabaron sus canciones antes de que decidiera acometer esta fastuosa barbaridad. Es algo parecido a lo que hizo Johnny Cash en su día con Rick Rubin, pero al revés. Antes de hacer mutis, Mark Selby volvió a apoderarse de sus propias canciones (Johnny Cash lo hizo con las de otros). Y, en efecto, les quitó la novia a los intérpretes que las habían grabado antes. Las hizo bajar de los Top Charts y se las llevó de nuevo al barro, a la tierra, a casa. Y lo cierto es que nunca han sonado ni volverán a sonar mejor. Tremenda forma de irse, ya digo. Todo tiembla y vibra en este disco. Sin tonterías. Igual que cuando, calladamente, casi como quien no quisiera la cosa, aquel humilde señor de Savannah reventó a Garth Brooks por dentro (y a mí y a ti), simplemente haciendo honor a la vieja fórmula de Harlan Howard, tres acordes y la verdad. Sin complementos. Sin sucedáneos. Con el daño original.

IRIS DEMENT

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Infamous Angel

(Warner Bros, 1992)

Para despedir este año tan aciago, tan de irse con la música a otra parte, tan de no querer verlo ni en pintura, decido tirar del viejo DeLorean DMC-12 de Doc Brown y marcarme un Marty McFly en toda regla, hasta el año 1992, hasta el «Ángel Infame» de Iris DeMent, uno de mis discos favoritos de todos los tiempos, hasta esa extraña época, difícil de explicar a quien no la transitó, en la que sacar un disco significaba algo, no solo para el artista (que claro, obvio) sino, y sobre todo, para el resto de los mortales, para los que esperábamos y ansiábamos y rebuscábamos (qué Cretácico todo, coño, y qué lástima). En España tuvo que ser en el 96, creo yo, aunque nunca he sido muy bueno con las fechas. Calculo un poco a lo loco, por aproximación. Últimos planos del último capítulo de la última temporada de Doctor en Alaska. No existe Netflix y Canal Plus apenas lleva seis años codificándonos los genitales los viernes por la noche (pero esa es otra historia y merece ser contada en otro momento). Capítulo 110, Vigésimo tercero de la sexta temporada. Recordarlo ahora sigue poniéndome los pelos de punta. Lo que ocurre en el capítulo es lo de menos, de hecho no es, ni por asomo, de los mejores (ya hay muchas cosas rotas en la serie). Pero esos minutos finales… «Our Town», esa canción, esa letra, esa voz, ese todo. Queríamos quedarnos a vivir ahí para siempre. Fue vivirlo y marcarnos al momento, en aquel caso, un Hércules Poirot, o más bien un John Silence, investigador de lo oculto, para intentar averiguar qué demonios había sido eso. Y «eso», aparte de los habitantes de Cicely, que se nos iban ya para siempre, aparte de Cicely, que ya también era un poco nuestro pueblo, había sido Iris DeMent, más concretamente el quinto corte de su primer álbum, Infamous Angel, un disco que ya llevaba cuatro años sembrando asombro allí donde sonaba (ella, mientras tanto, ya había sacado otros dos álbumes fastuosos, My Life y The Way I Should). John Prine la presentaba en las anotaciones del disco y, ya por aquel entonces, pese al estruendo languideciente del grunge y de los otros desajustes que escuchábamos, lo que decía John Prine, en casa (al menos en mi cuarto), iba a misa: «Una noche, después de recibir una copia de “Let the Mystery Be” [primer tema del disco que, por cierto, sonaría y fascinaría en los títulos de otra serie más reciente, The Leftovers, sustituyendo al tema principal original de Max Richter], estaba escuchando la cinta mientras freía una docena de chuletas de cerdo en una sartén. Bueno, pues Iris DeMent empieza a cantar “Mama's Opry” y, como soy un sentimental, se me hizo un nudo en la garganta y se me cayó una lágrima en el aceite hirviente. El aceite saltó y me quemó el brazo como si las chuletas de cerdo me estuviesen intentando decir: "Cállate o te daremos algo por lo que llorar de verdad". Por supuesto, las chuletas de cerdo no pueden hablar. Pero las canciones de Iris DeMent sí. Hablan de recuerdos aislados, del amor y de la vida. Y ella tiene una voz que me encanta, una de esas voces que parece que ya has escuchado antes… aunque no. Así que ponte esta música, escucha a esta Iris DeMent. Te hará bien. Y si las chuletas de cerdo pudiesen hablar, seguro que aprenderían a cantar una de sus canciones. Y entonces todos tendríamos algo por lo que llorar». Desde entonces, la última de los catorce vástagos de una familia muy pentecostal de Paragould, Arkansas, criada en California, entre mucho góspel y mucha música country tradicional, ha conquistado nuestros sucios corazones y ocupa un lugar especial en nuestro panteón. No se prodiga mucho, pero cada vez que saca un disco es un acontecimiento. La seguimos esperando como esperábamos en aquel lejano entonces, cuando nos subíamos impacientes al autobús que iba al centro e íbamos a Madrid Rock, o a dónde fuese, con el dinerillo que habíamos logrado ahorrar en la semana (emborrachándonos menos o, mejor dicho, peor) para comprarnos discos. Y no estaría de más que, en estos tiempos tan absurdos de industria crepuscular y reediciones pantagruélicas (la culpa de todo no fue de Yoko Ono, sino de los «bootlegs» con las toses y los carraspeos de Dylan –¿para cuando el de sus fratulencias?–) alguien remasterizara y reeditara aquellos primeros discos de Iris DeMent, hoy casi imposibles de encontrar. Porque de ella, en serio, hasta los andares. Porque sí, porque seguimos allí y allí seguiremos, mucho me temo, calle arriba, junto a aquella luz roja de neón donde Iris conoció a su amor en una calurosa noche de verano, él era el camarero y ella se pidió una cerveza, y porque han pasado cuarenta años (ahora quizá más de sesenta) y ella sigue allí sentada, y nosotros con ella. Porque su música es casa, porque su música es nuestro bar y nuestro pueblo. Y no hay salida (ni falta que hace, mientras haya cerveza).