(El cantante folk y country demuestra que hay algo gloriosamente estadounidense en hacer del dolor una forma de vida)
JOHN MORELAND/LARRY BROWN
por AMANDA PETRUSICH
ilustración de KRISTIAN HAMMERSTAD
traducción de JAVIER LUCINI
En sus canciones no hay héroes ni villanos, solo gente que lo hace lo mejor que puede.
Hay algo en el acento y en la enunciación sosegada de la música country que parece encajar particularmente bien con el modo de narrar estadounidense. La música country comenzó como un género rural, nacido en enclaves aislados del Sur; sus primeras estrellas, con su yodel, cantaban para salir de la oscuridad y el olvido, regodeándose en la narración del relato y revelando todo lo que habían ido ganando y perdiendo por el camino. Los músicos de country asumieron buena parte del trabajo de fijar una identidad nacional en la canción. La gratitud, el orgullo y la intrépida autodeterminación casan perfectamente con el sonido del pedal steel. Al igual que un arraigado sentimiento de pesar.
John Moreland, un cantautor de Tulsa, Oklahoma, no es solo un artista de música country (su trabajo también está en deuda con la música folk y el rock), pero parece beber del mismo pozo atrayente y melancólico del que bebía Hank Williams, quien, en 1949, escribió «I'm So Lonesome I Could Cry», que sigue siendo insuperable como himno country de espíritu funesto (Elvis Presley, en el programa especial que hizo para la televisión en 1973, Aloha from Hawaii, se refería a esa canción como «la canción más triste que he escuchado en mi vida»). Moreland, al igual que Williams, compone melodías sencillas de ritmo tranquilo que parecen evocar la sensación de ir corriente abajo a la deriva en un bote destartalado. Aunque las imbuye de momentos de profunda compunción. La discordancia en las canciones de Moreland no se encuentra en su estructura (no hay ángulos pronunciados ni aristas dentadas), sino en el arrepentimiento que se desprende de su voz y de las historias que relata.
Moreland nació en 1985 en Longview, Texas. Su familia se trasladó al norte de Kentucky cuando él era muy joven y creció cerca del río Ohio, no muy lejos de Cincinnati. La identidad regional del norte de Kentucky no es del todo sureña ni del todo del medio oeste; es tan inexpresivamente grata que hace que todos los futuros parezcan posibles. Es un lugar del que podría proceder, de manera verosímil, cualquier cosa o persona.
Moreland se crió entre discos de música hardcore y punk, e interiorizó desde muy pronto el espíritu del «hazlo-tú-mismo». «Cuando tienes dieciocho años y tus grupos favoritos son bandas hardcore de los ochenta, ¿cómo acabas dando con alguien como Guy Clark? Es un camino complicado», contaba en 2015 en una entrevista para la American Songwriter. Su padre fue el que le metió en el mundo del folk y de la música country, aunque no se convertiría en fan de dichos géneros hasta que un día vio el video del tema «Rich Man's War» de Steve Earle, una canción protesta, en la televisión.
Moreland publicó su primer disco, Endless Oklahoma Sky, grabado con la Black Gold Band, en 2008; Big Bad Luv, que salió esta primavera (2017) en el sello 4AD, es su séptimo álbum. La decisión de Moreland de firmar con un sello independiente conocido por editar discos de bandas «underground» como los Cocteau Twins y los Pixies parece un reconocimiento de su juventud punk-rock; una desconsideración pretendida y obstinada ante cualquier expectativa. Musicalmente, Moreland renuncia sobre todo al antagonismo del punk. Más que de lucha contra la aflicción, sus mejores temas son casi un encogimiento de hombros (uno se titula «Amen, So Bet It» [«Amén, que así sea»]). Parece menos claramente agraviado por su dolor que muchos de sus coetáneos; músicos como Sturgill Simpson, Jason Isbell y Chris Stapleton se basan en fuentes similares, pero componen canciones más enojadas y obviamente catárticas. Moreland no se opone a nada. Acepta la tristeza, la examina y la deja a un lado.
No obstante, Moreland sigue ferozmente presente en su obra. Es como si, solo con escucharle, uno pasara a ser el depositario de sus confidencias. Esa confianza (la distancia insignificante entre lo que Moreland siente y lo que canta) puede crear una intimidad cautivadora. Se confiesa, pero no espera la absolución. Esta cualidad le convierte en un descendiente obvio de Townes Van Zandt, que estaba igualmente resignado a cierta cantidad de sufrimiento. En ocasiones, también me recuerda a Bruce Springsteen; comparten la misma aspereza de tono, calidez y destreza para convertir una canción sencilla y directa en algo revelador.
Moreland es experto en liderar una banda. «Sallisaw Blue», el tema que abre Big Bad Luv, es una canción alegre y «honky tonk», con mucho piano y armónica; parece destinada a las gramolas de los bares de carretera, donde sonaría perpetuamente mientras los clientes se ahogan en cerveza. Pero hace algo singular cuando se encuentra a solas con la guitarra acústica. «Break My Heart Sweetly», de su álbum de 2013 In the Throes, es una balada devastadora sobre no saber cómo olvidar a alguien. «Supongo que puedo dejarlo pasar hasta que me destroces del todo, me rompas el corazón dulcemente y me cubras de tristeza», canta, rasgueando la guitarra en solitario. Interpretó la canción en The Late Show with Stephen Colbert en 2016, con una camiseta carmesí, gafas y una barba desaliñada. Su voz resbalaba y se quebraba un poco cada vez que pronunciaba la palabra «corazón». Para los intérpretes acostumbrados a los garitos de rock oscuros y angostos, las actuaciones en un plató de televisión pueden suscitar una extraña rigidez, pero la actuación de Moreland, que apenas alza la mirada cuando toca, fue tan fascinante que, cuando acabó, prácticamente se podía oír al público soltar el aire.
Como letrista, a Moreland no le interesan las inculpaciones; sugiere que no hay héroes ni villanos, solo gente que trata de abrirse paso en el mundo lo mejor que puede («Tú has estado escasa de momentos dorados, yo he cometido todos los errores posibles», admite en «Every Kind of Wrong»). La cuestión que le atormenta no es tanto la de cómo razonar a través del gran misterio de las relaciones humanas («Yo no tengo nada, tú no tienes ni puta idea», canta en «Sallisaw Blue», prescindiendo de la idea de una solución limpia), sino la de cómo congeniar con el hecho de que la gente suela fastidiar siempre las cosas al final. Navegar por la aflicción puede percibirse un poco como verse atrapado en arenas movedizas, cuanto más luchas, más te hundes, lo que hace que el enfoque de Moreland hacia la cura se sienta como algo amable. No le des más vueltas, parece estar diciéndonos; va a doler igual, no importa lo que hagas. «No sirve de nada. Que Dios bendiga esta tristeza», canta.
El título del nuevo álbum de Moreland es un reajuste de Big Bad Love (Amor malo y feroz), una colección de relatos del escritor de Mississippi Larry Brown, publicada en 1990. Los narradores de Brown son tipos solitarios e insociables, aunque anhelan algo más. «Esto no puede ser vida –dice uno de ellos–. Bebo demasiadas cervezas Old Milwaukee, me despierto por la mañana y la boca me sabe a corteza de pan rancio». Se tambalean por carreteras comarcales, pescando latas de cerveza tibia de las neveras que llevan bajo el asiento del copiloto, preocupados por el dinero y por la perspectiva de no llegar a encontrar nunca a la persona amada. Ese es el precio de la búsqueda. «Hay un letrero de neón que dice: “Amor malo y feroz” –canta Moreland–. Y una soga que cuelga del cielo sobre tu cabeza». Si deseas algo, espera lo contrario.
Big Bad Luv, como el libro de Brown, habla del deseo. Las canciones de Moreland están pobladas de personajes en estados comparables de desbarajuste: hombres rotos que metabolizan la pérdida, que intentan averiguar qué significa el amor y qué se puede esperar razonablemente de él. Moreland parece contemplar este constreñimiento existencial casi con ternura. Es, al menos, carnaza sobre la que trabajar, algo propiciador, tal como él mismo lo expresa, «la vida que me gané en el amor, salió mal».
Hay algo gloriosamente estadounidense en hacer del dolor una forma de vida; al final, todo es grano para el molino. «Si no sangramos, no parece una canción», afirma en «Old Wounds». La idea es asumir los golpes y seguir adelante; no frenar para inspeccionar los daños. «Irrumpir en la I-40 con canciones estadounidenses», grita Moreland. «Pueden enterrar nuestros cuerpos en errores estadounidenses». Por lo visto, el único pecado estadounidense imperdonable es darse por vencido.
Este es el primer trabajo de Moreland que se publica desde que se casó, y puede defenderse en las entrevistas cuando se le trata de encasillar como un depresivo empedernido. «Soy una persona real que a veces se pone triste y a veces se pone contenta, no es más que eso», dijo recientemente, este mismo año, en la Rolling Stone. Pero hasta los momentos más optimistas de Big Bad Luv («El amor no es una enfermedad, aunque hubo un tiempo en que lo pensé», canta en «Lies I Chose to Believe», subrayando un evidente crecimiento), delatan las batallas que ha tenido que lidiar para llegar hasta ahí.